El Estado de Bienestar constituye una parte fundamental de las sociedades occidentales modernas. La mayoría de personas considera del todo irrenunciable que el Estado se ocupe de financiar —e incluso de proveer— servicios tan importantes como la educación, la sanidad, las pensiones, la dependencia o la asistencia social. Sin Estado de Bienestar, se nos dice, la igualdad efectiva de los ciudadanos se vería mermada, polarizándose la sociedad entre una minoría de ricos con acceso exclusivo a tales servicios básicos y una mayoría pauperizada privada de ellos.
Ahora bien, en principio este mismo razonamiento podría valer para muchas otras áreas de nuestras vidas: la alimentación, la ropa, las viviendas, los electrodomésticos, los automóviles, la televisión, los ordenadores personales, la telefonía o internet son bienes y servicios provistos por el sector privado que sí resultan accesibles para la inmensa mayoría de la población. Por ejemplo, según Eurostat sólo el 0,2% de los españoles no puede adquirir un televisor de color o una lavadora, el 0,3% un teléfono móvil, teléfono, el 5,8% un automóvil y el 7,2% un ordenador personal. Y todo en medio de una de las crisis económicas más duras de nuestra historia. Es decir, aquellos bienes y servicios cuya provisión dejamos a los mercados libres tienden a volverse disponibles para la práctica totalidad de la población. ¿Por qué, entonces, aplicamos un rasero distinto para enjuiciar los efectos que acarrearía una privatización de los servicios hoy monopolizados por el Estado de Bienestar?
En general, no existen buenas razones para ello salvo los sesgos ideológicos heredados tras décadas de propaganda a favor de un Estado gigantesco. Es más, existen muy buenas razones, tanto por el lado de la oferta como por el lado de la demanda, para pensar que una sociedad sin un elefantiásico Estado de Bienestar proporcionaría mucho más bienestar a sus ciudadanos.
Ventajas por el lado de la oferta
La nota característica de todo mercado libre es la competencia entre proyectos empresariales distintos. “¿Competencia para qué?”, podría preguntarse. La mayoría de las personas tienden a pensar que la competencia es positiva para que los precios de un producto se mantengan atados a sus costes: allí donde solo existe una empresa dominante, los precios podrían dispararse en beneficio del monopolista de turo. Sin embargo, si ése fuera el único o el más importante efecto de la competencia, entonces el Estado sería preferible al mercado: un gobierno responsable se limitaría a igualar los precios de las empresas públicas a su coste de producción y con ello evitaríamos que nadie se lucrara desproporcionadamente a costa de la población.
Sin embargo, la verdadera relevancia de la libre competencia no reside ahí, sino en la posibilidad de plantear modelos empresariales disruptivos que desplacen a los existentes. Es decir, no se trata de ajustar los precios de un producto dado a una rígida estructura de costes, sino de ser capaces alterar el producto y su estructura de costes para así poder ofrecer calidades crecientes a precios decrecientes. No en vano, eso es lo que sucede en todas las industrias privadas sometidas a la competencia: los automóviles de hoy no tienen nada que ver con los que se producían a principios de siglo XX, los ordenadores de hoy no tienen nada que ver con los que se fabricaban hace 40 años y los móviles de hoy no tienen nada que ver con los que se manufacturaban hace 20 años. Y ello es así, en esencia, porque hay millones de cabezas en todo el planeta compitiendo continuamente en pensar cuál es la mejor forma de suministrar todos esos servicios del modo más barato y con la mayor calidad posible.
A poco que reflexionemos sobre ello, el progreso científico opera bajo principios muy parecidos a estos: ¿por qué la ciencia avanza? Porque hay millones de cabezas que investigan en su campo de especialidad para desplazar la frontera de nuestro conocimiento. Si todas esas cabezas se redujeran a una sola, o todas ellas se sometieran a las órdenes dictadas por una sola, parece bastante obvio que nuestra capacidad para prosperar científicamente se vería notablemente mermada. Pues lo mismo sucede con la competencia empresarial: si el modelo organizativo para proporcionar un determinado bien o servicio es determinado por un grupo de burócratas que no tienen que rivalizar con el ingenio ajeno, no será posible contrastar estructuras organizativas heterogéneas para escoger en cada momento la mejor. Por eso, el modelo de enseñanza o de organización sanitaria sigue siendo hoy esencialmente el mismo que en el s. XIX, salvo por los adelantos científicos exógenos que han sido incorporados con dificultades a estos centros.
Necesitamos avanzar hacia nuevos modelos de gestión y provisión de los servicios sociales que superen los actuales: no ya para incrementar su accesibilidad real por la vía de reducir su coste, sino también para mejorar su calidad ante los ciudadanos. A la postre, no deberíamos obviar que los servicios provistos por el Estado exhiben una calidad y una disponibilidad bastante deficiente en nuestro país: el fracaso escolar se halla entre los más elevados de la Unión Europea, las listas de espera para especialistas se encuentran entre las más dilatadas del mundo desarrollado, los servicios de dependencia están infradesarrollados por su elevado coste y las pensiones públicas son profundamente insostenibles.
No se trata, claro está, de que una privatización de estos servicios sociales fuera a solventar inmediata y definitivamente todos estos problemas: pero la experimentación descentralizada y competitiva en cada uno de ellos sí tendería a descubrir y alumbrar en cada momento las mejores soluciones conocidas para ellos. El mercado no es la panacea para todo problema social, pero sí es el mejor marco para encontrarles un remedio por el lado de la oferta.
Ventajas por el lado de la demanda
La ventaja esencial de desmantelar el Estado de Bienestar por el lado de la demanda es devolverle la soberanía de su administración al ciudadano: éste, en lugar de verse obligado a comprar (vía pago de impuestos) los servicios que le ofrece el Estado en régimen de monopolio, puede escoger entre los distintos proveedores de educación, sanidad, pensiones o dependencia que mejor se adapten a sus necesidades y preferencias. De hecho, es esta soberanía del ciudadano la que proporciona un mecanismo de criba y realimentación a los distintos oferentes: aquellos empresarios que proporcionen unos servicios relativamente más caros y peores tenderán a ser descartados por los usuarios en favor de aquellos otros que los suministren más baratos y mejores.
En principio, parece claro que poder escoger resulta preferible a no poder hacerlo: cuando se les niega a los ciudadanos la capacidad para tomar decisiones responsables, normalmente es porque aquel que se lo deniega espera obtener alguna ventaja a su costa. En este caso, el Estado obliga a los ciudadanos a pagar impuestos por los servicios que suministra su burocracia: es decir, políticos y burócratas aspiran a obtener réditos monetarios y no monetarios de forzar a los ciudadanos a adquirir coactivamente aquellos (malos y caros) servicios que les ofrecen. Por ello, todos deberíamos ser partidarios de que nos otorguen esa capacidad de elección que ahora mismo nos niegan.
Sin embargo, muchas personas desconfían de que se les reconozca la libertad de elegir por la vía de privatizar los servicios públicos debido a que temen ser incapaces de costeárselos. En efecto, los bajos salarios que se perciben actualmente en España parecen insuficientes para sufragar los costes de colegios privados, hospitales privados o fondos de inversión privados.
Ahora bien, no deberíamos olvidar que la privatización de los servicios hoy monopolizados por el Estado de Bienestar iría inexorablemente ligada a una fortísima reducción de impuestos: si los gastos públicos se reducen, resulta innecesario mantener el nivel actual de ingresos tributarios, de modo que tales recursos podrían devolvérseles a los ciudadanos. Y no estamos hablando de de unos volúmenes exiguos de recursos: por ejemplo, un trabajador con un sueldo modal de 15.000 euros está pagando en España unos impuestos cercanos a 9.000 euros anuales (recordemos que un sueldo bruto de 15.000 euros ya ha sufrido, cuando aparece en la nómina, una exacción de unos 5.000 euros en concepto de cotización empresarial a la Seguridad Social), privándole así de toda capacidad real para escoger el colegio de sus hijos o el régimen de su jubilación.
Quienes defienden el Estado de Bienestar para proteger a las clases medias no se dan cuenta de que éstas son las principales perjudicadas por el mismo: es verdad que las rentas altas pagan unos impuestos muy elevados, pero al menos siguen gozando de suficiente capacidad financiera para escoger educación, sanidad o pensiones privadas después de abonar los tributos. Es decir, las rentas altas no son rehenes de los malos y caros servicios del Estado de Bienestar. En cambio, las clases medias y bajas, una vez sufragados sus impuestos, pierden toda capacidad económica para volver a asumir ese coste en el sector privado: el ciudadano medio sí es rehén del Estado de Bienestar debido a los altos impuestos que soporta.
La subsidiariedad estatal
Ahora bien, ¿qué sucedería con aquellas personas sin recursos en caso de que desapareciera el Estado de Bienestar? Al cabo, en toda sociedad puede haber individuos que, transitoria o permanentemente, queden descolgados de la vida en común. Mas quienes consideran que el Estado es una institución legítima para organizar políticamente la sociedad bien pueden defender algún tipo de ayudas públicas subsidiarias para aquel segmento de la población que no pueden acceder a determinados bienes y servicios fundamentales. Frente al omniabarcante Estado de Bienestar que termina fagocitando a toda la sociedad, cabe impulsar un Estado subsidiario que, con un limitado volumen de recursos fiscales, suministre asistencia sólo a aquellas personas más necesitadas. Es decir, del mismo modo que el Estado no necesita nacionalizar la agricultura o la industria textil para asegurar que todo el mundo tenga acceso a comida y ropa, tampoco tendría por qué controlar todos los aspectos de la educación, de la sanidad o de las pensiones a los que acceden todos sus ciudadanos.
Es verdad que una sociedad mucho menos estatalizada que la actual también dispondría de mecanismos internos para ayudar a este tipo de personas necesitadas —ahorro propio, seguros, mutualidades o fundaciones filantrópicas— y que, en consecuencia, probablemente si necesitaríamos de la intervención subsidiaria del Estado. Pero, en todo caso, frente a la irracional defensa de un Estado omnipotente, resulta mucho más razonable promover un Estado mínimo que se enfoque en ayudar únicamente a aquellos que verdaderamente lo necesitan.
En otras palabras: resulta perfectamente compatible defender el desmantelamiento del Estado de Bienestar al tiempo que se defiende el establecimiento de programas subsidiarios de asistencia para aquellos individuos más necesitados y descolgados de la sociedad.
Conclusión
El libre mercado ha sido el motor del progreso y de la prosperidad económica en todos aquellos sectores en los que se le ha permitido actuar. ¿Por qué entonces no extenderlo también a sectores tan importantes como la educación, la sanidad, las pensiones o la dependencia? ¿Acaso no queremos progreso y prosperidad en ellos? Es cierto que, en algunos casos, pueden existir problemas específicos que dificulten su expansión a esas áreas: por ejemplo, la provisión de sanidad acarrea dificultades distintas (información asimétrica, riesgo moral, selección adversa, fuertes externalidades…) a la provisión de tomates o de smartphones. Pero la existencia de estos posibles “fallos de mercado” —que, en todo caso, tendrían que ser ponderados contra los, normalmente, muchos más graves fallos del Estado— no debería ser razón para descartar radical y tajantemente el debate sobre el desmantelamiento del Estado de Bienestar: en todo caso, hará exigible un análisis más amplio y detallado que aquel que podemos dedicar en este artículo (para una explicación mucho más extensa sobre cómo los mercados libres pueden superar los llamados “fallos del mercado” en todos los sectores económicos, puede leerse mi libro Una revolución liberal para España).
Con todo, al final no deberíamos perder de vista lo esencial: a saber, que el mercado potencia la innovación de la oferta y reconoce la autonomía soberana de la demanda. Y esas son las dos claves que permiten una mejora continuada de aquellos servicios que consideramos más importantes para nuestras vidas. Otorgarles a políticos y burócratas el monopolio de su administración sólo tenderá a condenarnos a sufrir el incremento de sus costes y el estancamiento de sus estándares de calidad. Si queremos mejorar la calidad y la accesibilidad de los servicios sociales, desmantelemos ese Estado de Bienestar que, en verdad, sólo constituye el bienestar de la burocracia estatal.
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