[Extraído de La acción humana]
Una mentira popular considera al benéfico emprendedor como una recompensa por la toma de riesgos. Mira el emprendedor como un jugador que invierte en lotería después de haber valorado las posibilidades favorables de ganar u premio frente a las posibilidades desfavorables de perder su inversión. Esta opinión e manifiesta más claramente en la descripción de las transacciones de la bolsa como una especie de juego de apuesta. Desde el punto de vista de esta fábula extendida, el mal causado por los impuestos confiscatorios consiste en que desordena la relación entre las posibilidades favorables y desfavorables in la lotería. Los premios bajan, mientras que los riesgos desfavorables permanecen sin cambios. Así que los capitalistas y emprendedores se ven desanimado para embarcarse en aventuras arriesgadas.
Toda palabra de este razonamiento es falsa. El dueño del capital no elige entre inversiones más arriesgadas, menos arriesgadas y seguras. Se ve obligado, por el mismo funcionamiento de la economía de mercado, a invertir sus fondos de tal manera que atiendan las necesidades más urgentes de los consumidores en el mayor grado posible. Si los métodos de imposición a los que recurre el gobierno producen consumo de capital o restringen la acumulación de nuevo capital, faltará el capital requerido para los empleos marginales y se impedirá una expansión de la inversión que se habría producido en ausencia de estos impuestos. Los deseos de los consumidores se satisfacen solo en un grado inferior. Pero este resultado no lo causa una reticencia de los capitalistas a tomar riesgos: lo causa una caída en la oferta de capital.
No existen las inversiones seguras. Si los capitalistas se comportaran en de la forma en que describe la fábula del riesgo y se pelearan por lo que consideran la inversión más segura, su conducta haría insegura esta única inversión y sin duda perderían su inversión Pues el capitalista no tiene forma de eludir la ley del mercado que hace imperativo para el inversor cumplir con los deseos de los consumidores y producir todo lo que pueda producirse bajo este estado de oferta de capital, conocimiento tecnológico y valoraciones de los consumidores. Un capitalista nunca elige aquella inversión en la que, de acuerdo con su comprensión del futuro, el peligro de perder su inversión es menor. Elige la inversión en la que espera obtener el máximo beneficio posible.
Aquellos capitalistas que son conscientes de su propia falta de capacidad para juzgar correctamente por sí mismos la tendencia del mercado, no invierten en capital societario, sino que prestan los fondos a los dueños de dicho capital riesgo. Entran así en una especie de sociedad con quienes tienen mejor capacidad de valorar las condiciones del mercado en que se basan. Es por eso que a esto se le llama capital riesgo. Sin embargo, como se ha apuntado, el éxito o fracaso de la inversión en las acciones, bonos, obligaciones, hipotecas y otros préstamos elegidos depende en definitiva también de los factores que determinan el éxito o fracaso del capital riesgo invertido.[1] No existe la independencia de las vicisitudes del mercado.
Si los impuestos reforzaran la oferta de capital de préstamo a costa de la oferta de capital riesgo, harían caer en tipo bruto de interés del mercado y, al mismo tiempo, al aumentar la participación del capital tomado prestado frente a la de capital societario en la estructura de empresas y corporaciones, harían que la inversión en préstamos fuera más incierta.
El hecho de que un capitalista por lo general no concentre sus inversiones, tanto en acciones comunes como en préstamos, en una empresa o en rama de negocios, sino que prefiera extender sus fondos entre diversas clases de inversión, no sugiere que quiera reducir su “riesgo de apuesta”. Quiere aumentar sus posibilidades de obtener ganancias.
Nadie entre en ninguna inversión si no espera hacer una buena inversión. Nadie elige deliberadamente una mala inversión. Solo la aparición de condiciones no previstas correctamente por el inversor es lo que convierte una inversión en una mala inversión.
Como se ha señalado, no puede haber un capital no invertido.[2] El capitalista no es libre para elegir entre inversión y no inversión. Tampoco es libre para desviarse en la elección de sus inversiones en bienes de capital de las líneas de lo determinado por lo más urgente entre los deseos aún no satisfechos de los consumidores. Debe tratar de prever correctamente estos futuros deseos. Los impuestos pueden reducir la cantidad bienes disponibles de capital al producir consumo de capital. Pero no restringen el empleo de todos los bienes disponibles de capital.[3]
Con un peso excesivo de los tipos impositivos de la renta y los inmuebles para los muy ricos, un capitalista puede considerar más aconsejable mantener todos sus fondos en efectivo o en cuentas bancarias que no produzcan ningún interés. Consumo parte de su capital, no paga ningún impuesto de la renta y reduce el impuesto de sucesiones que tengan que pagar sus herederos. Pero incluso aunque la gente actuara así, su conducta no afecta al empleo del capital disponible. Afecta a los precios. Pero ningún bien de capital permanece sin inversión debido a ello. Y el funcionamiento del mercado impulsa las inversiones en esas líneas en las que se espera que satisfaga las demanda más urgente aún sin satisfacer del público comprador.
Publicado originalmente el 4 de mayo de 2016. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.
[1] Cf. A.B. Lerner, The Economics of Control, Principles of Welfare Economic (New York, 1944), pp. 539-540.
[2] Cf. antes, pp. 521-523.
[3] Al usar la expresión “bienes disponibles de capital”, debería darse la consideración debida al problema de la convertibilidad.
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