José Ignacio del Castillo
Siguiendo con su encomiable labor, Unión Editorial acaba de publicar el esperado segundo volumen de “La historia del pensamiento económico” de Murray N. Rothbard. Se trata en él, el periodo que va desde finales del siglo XVIII hasta la década de los 60 del siglo XIX. Desgraciadamente la prematura muerte de Rothbard nos va a privar de un tercer volumen que cubría la revolución marginalista y el pensamiento económico del siglo XX. No obstante, parece ser que uno de sus alumnos, Joseph T. Salerno, está trabajando con las notas del autor para hacer posible algo parecido.
Quien espere encontrar en el libro lugares comunes, quedará decepcionado. Rothbard es por naturaleza un autor iconoclasta. Varios pensadores generalmente considerados liberales, son literalmente destrozados. Rothbard comienza con Jeremy Bentham, el padre del utilitarismo social moderno. Bentham resulta ser un “constructivista”, un ingeniero social cuyo famosos adagio: “el mayor bienestar del mayor número” da origen a toda la teoría de maximización de la utilidad social en Hacienda Pública, coartada para cualquier despótica injerencia en los derechos de propiedad individuales.
Ricardo tampoco sale bien parado. Siguiendo la argumentación ya empleada por Schumpeter en su “Historia del análisis económico”, Rothbard prueba que Adam Smith, David Ricardo y en general toda la escuela clásica británica, constituyen una penosa involución en el desarrollo del pensamiento económico. Su obsesión por determinar el valor objetivo de los bienes constituyó un retroceso respecto de la concepción subjetivista, ya iniciada por la Escuela de Salamanca, que buscaba la génesis de todo fenómeno económico en la acción del ser humano, en sus valoraciones y sus deseos. Fue necesario esperar al genio de Carl Menger y de William Stanley Jevons, precedidos por el ignorado H.H. Gossen, para sacar a la economía del negro túnel al que había sido conducida.
Incluso vitales aportaciones de Ricardo, como la teoría de los costes comparativos, resultan no ser del todo originales. Parece ser que fue James Mill, promotor incansable, quien la anticipó por vez primera. Quizás James Mill fue para Ricardo, lo que Engels para Marx.
John Stuart Mill, el hijo de James, también es tratado extensamente en un capítulo del libro. Si la economía clásica fue un mal sueño, su principal refundidor, no podía ser santo de la devoción de nuestro autor. Que su enamoramiento le arrastrase a unos coqueteos con el socialismo, no contribuye más que a empeorar las cosas.
El capítulo dedicado a la famosa controversia entre las escuelas monetaria (currency) y bancaria (banking) es, en mi opinión, el más débil del libro. Rothbard lanza un ataque indiscriminado sobre los principios de la banking school debido a que éstos, maliciosamente deformados, han servido de coartada a muchas políticas inflacionistas. Sin embargo, los principios “bancarios” rectamente entendidos (mantenimiento incondicional de la convertibilidad metálica y del patrón oro, inexistencia de billetes de pequeña denominación, separación de la banca comercial e industrial y respeto de los principios que la liquidez exige, no descontando más letras que las autoliquidables, es decir las generadas durante la distribución de los bienes de consumo sobre los que no exista ninguna duda de su consumo final dentro de la temporada estacional) son salvaguardia suficiente frente a la recurrencia de las crisis económicas. La crítica de Rothbard es una petición de principio. El crédito no se conecta por vasos comunicantes -el argumento de Rothbard – salvo violando los principios bancarios. Es la invasión del mercado monetario por parte de la demanda de capitales, la que desencadena el proceso inflacionista.
La parte central del libro está dedicada al socialismo y especíalmente a Marx. Rothbard no toma prisioneros. El ideal socialista aparece en su más descarnada esencia: la secta más destructiva que han visto los siglos. Mesiánicos desequilibrados al asalto de la civilización. Ya en el primer volumen, Rothbard trataba el fenómeno anabaptista y otros milenarismos. En el segundo descubrimos a Gracus Babeuf y su Liga de los Iguales y también al resto de utópicos de los que despectivamente se reía Marx. Con la perspectiva que nos dan la teoría del valor de Menger, la teoría del capital de Böhm-Bawerk y el descubrimiento por Ludwig von Mises de la imposibilidad de un orden socialista con división del trabajo, debido a su incapacidad para calcular sin precios ni dinero (fenómenos éstos exclusivos de la economía de mercado), también nosotros nos reiríamos despectivamente del “socialismo científico”, si no fuera porque ha llevado precipitadamente al cementerio a un centenar de millones de personas y a la completa infelicidad a media humanidad. Rothbard sin embargo, no hace especial énfasis en la patética inconsistencia de la teoría económica marxista. A cambio, nos revela la genealogía de ideas como “alienación” que se retrotrae a Platón y a Plotino. La dialéctica hegeliana y marxista significa el intento del hombre por volverse a unir en completa armonía con el Todo. Pero Rothbard no trata sólo el pensamiento de Marx. También repasa al hombre y su vida. Lejos de las hagiografías al uso, descubrimos a un Marx multimillonario y derrochador. Parece ser que durante gran parte de su vida, Marx disfruto de una renta que le situaba en el estrato del 2 por ciento de las personas más ricas de Inglaterra. Durante sus últimos diecisiete años percibió de Engels una asignación equivalente, de acuerdo con el precio actual del oro, a 15 millones de pesetas. Si consideramos que el oro no tiene hoy día un papel monetario tan predominante como entonces, no es exagerado elevar a 50 millones el equivalente actual. Lo grande es que se lo gastaba todo y pedía más. La “conciencia del proletariado” jamás trabajó como asalariado. El enemigo de las “hipócritas convenciones sociales” dejó embarazada a su criada y luego repudió a su hijo por temor a perder su posición entre la intelectualidad de la época. Aquél que pretendía salvar a la humanidad, no estuvo dispuesto a proporcionar una vida digna a su vástago, finalmente acogido por una muy humilde familia.
En la tercera y última parte del libro, Rothbard trata interesantes autores como John Rae (el precursor de la teoría de la preferencia temporal), injustamente ignorado por sus contemporáneos o Frederic Bastiat, probablemente el mayor propagandista que jamás ha tenido el laissez faire.
En resumen, un magnífico libro que no debe faltar en cualquier biblioteca. Mención especial merece la brillante traducción de Ramón Imaz.
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