Juan Ramón Rallo
La renta básica es una transferencia estatal de carácter universal e incondicional: todo el mundo la cobra con independencia de su situación social o económica. Uno de sus principales promotores, el filósofo belga Philippe Van Parijs, ilustró el grado absoluto de universalidad e incondicionalidad de esta prestación pública afirmando que deberían cobrarla incluso aquellos “surfistas de Malibú” que estén todo el día disfrutando del oleaje y que se niegan a dedicar parte de su tiempo a producir los bienes y servicios que demanda el resto de la sociedad.
Tal como desarrollo en mi libro “Contra la renta básica”, se trata de una medida profundamente inmoral y peligrosamente pauperizadora. Es inmoral por cuanto todo derecho incondicional a recibir una renta va necesariamente aparejado a una obligación incondicional a pagarla: e imponerle a alguien una obligación incondicional a pagar equivale a esclavizarlo. Es pauperizadora porque destruye la cooperación social: las personas ya no deben esforzarse en fabricar aquellos bienes que desean los demás, sino que pueden dedicarse a apropiarse por la fuerza de los bienes producidos por los demás sin ofrecerles nada que quieran a cambio.
Afortunadamente, parece que todavía quedan personas razonables en el mundo y, por eso, el 78% de los suizos votó este pasado domingo en contra de aprobar una renta básica de 2.200 euros por ciudadano. Cuatro de cada cinco ciudadanos suizos comprendieron lo inapropiado de esta política y alzaron su voto contra la misma. Lo que necesita cualquier persona para prosperar no son transferencias estatales incondicionales, sino oportunidades para desarrollar su vida cooperativamente dentro de la sociedad y, como mucho, ayudas transitorias que le permitan superar los baches en los que pueda hallarse por circunstancias ajenas a su responsabilidad. Los suizos no quieren —al menos de momento— universalizar la rapiña y el parasitismo: acaso por ello sean una de las sociedades más ricas del mundo.
Con todo, y a pesar del bien merecido “¡bravo!” que cabe dirigirles a los suizos, no deja de ser inquietante el predominio de una filosofía que también contamina a los propios suizos: la idea de que todo es susceptible de ser votado y de que los individuos deben someter sus libertades al diktat de las mayorías. En esta ocasión, los suizos han votado mayoritariamente en contra de una política liberticida y pauperizadora: pero las libertades individuales no deberían depender de que los votantes se levanten particularmente inspirados el día de un referéndum. Hay valores de fondo —como la vida, la libertad o la propiedad de las personas— que deberían quedar al margen de los caprichos de las mayorías políticas: no deberíamos aspirar a ser los buenos vasallos de un pueblo sabio (como el suizo) sino hombres libres y autónomos frente a la coacción arbitraria de las masas canalizada a través del Estado o de otros instrumentos políticos. Ese es el decisivo paso que, tanto a los suizos como a los españoles, todavía nos queda por dar.
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