Vivimos en un mundo de eufemismos. A los enterradores se han convertido en “funerarios”, los agentes de prensa son ahora “consejeros de relaciones públicas” y los bedeles se han transformado en “superintendentes”. En todos los aspectos de la vida, los hechos desnudos se han cubierto con un neblinoso camuflaje.
Esto no ha sido menos cierto en economía. En los viejos tiempos, solíamos sufrir casi periódicamente crisis económicas, cuya repentina aparición se llamaba un “pánico” y al periodo persistente después de éste se llamaba “depresión”.
La depresión más famosa en tiempos modernos, por supuesto, fue la que empezó con un típico pánico financiero en 1929 y duró hasta la llegada de la Segunda Guerra Mundial. Después del desastre de 1929, economistas y políticos resolvieron que esto no debe ocurrir nunca de nuevo. La forma más sencilla de conseguir esto era simplemente definir las “depresiones” de forma que no pudieran existir. A partir de ese momento, Estados Unidos ya no iba a sufrir más depresiones. Pues cundo llegara la siguiente depresión aguda, en 1937-38, los economistas sencillamente rehusaron utilizar el temible nombre y proporcionaron una palabra nueva y que sonaba mucho más suave: “recesión”. A partir de ese momento, hemos pasado unas cuantas recesiones, pero ninguna depresión.
Pero muy pronto la palabra “recesión” también se hizo muy dura para las delicadas sensibilidades del público estadounidense. Ahora parece que tuvimos nuestra última recesión en 1957-58. Pues desde entonces, solo hemos tenido “descensos” o, mejor aún, “ralentizaciones” o “movimientos laterales”. Así que ánimo: a partir de ahora, las depresiones e incluso las recesiones han sido prohibidas por medios semánticos de economistas; a partir de ahora, lo peor que nos pueden pasar son “ralentizaciones”. Así son las maravillas de la “nueva economía”.
Durante 30 años, los economistas de nuestra nación han adoptado la opinión del ciclo económico que sostenía el economista británico John Maynard Keynes, que creo la economía keynesiana o “nueva economía” en su libro, La teoría general del empleo, el interés y el dinero, publicado en 1936. Por debajo de sus diagramas, matemáticas y jerga rudimentaria, la actitud de los keynesianos ante auges y declives es la misma simplicidad, incluso ingenuidad. Si hay inflación, entonces se supone que la causa es el “gasto excesivo” por parte del público, siendo el supuesto remedio para el gobierno, el autonombrado estabilizador y regulador de la economía de la nación, intervenir y obligara a la gente a gastar menos, “absorbiendo su exceso de poder adquisitivo” mediante un aumento en los impuestos. Si hay una recesión, por el contrario, la ha causado un gasto privado insuficiente y el remedio es ahora que el gobierno aumente su propio gasto, preferiblemente mediante déficits, aumentado así la corriente agregada de gasto de la nación.
La idea de que el aumento en el gasto público o la moneda débil son “buenos para los negocios” y que los recortes presupuestarios y la moneda fuerte son “malos” afecta incluso a los periódicos y revistas más conservadores. Estas publicaciones también darán por sentado que es una tarea sagrada del gobierno federal dirigir el sistema económico en el estrecho camino entre los abismos de la depresión por un lado y la inflación por otro, pues se supone que la economía del libre mercado siempre podría sucumbir a uno de estos males.
Todas las escuelas actuales de economistas tienen la misma actitud. Apuntemos, por ejemplo, el punto de vista del Dr. Paul W. McCracken, el presidente entrante del Consejo de Asesores Económicos del presidente Nixon. En una entrevista en el New York Times poco después de asumir el cargo [24 de enero de 1969], el Dr. McCracken afirmaba que uno de los principales problemas económicos que afrontaba la nueva administración es “cómo puedes enfriar esta economía inflacionista sin al mismo tiempo disparar inaceptables niveles altos de desempleo. En otras palabras, si lo único que queremos hacer es enfriar la inflación, podría hacerse. Pero nuestra tolerancia social ante el desempleo es estrecha”. Y repetía: “Creo que tenemos que sentir nuestro camino. Realmente no tenemos mucha experiencia en tratar de enfriar una economía de una forma rápida. Clavamos los frenos en 1957, pero, por supuesto, tuvimos un aflojamiento sustancial en la economía”.
Advirtamos la actitud fundamental del Dr. McCracken hacia la economía, notable solo en que es compartida por casi todos los economistas actuales. La economía se trata como un paciente tratable, pero siempre problemático y recalcitrante, con una continua tendencia a desviarse a hacia una mayor inflación o desempleo. La función del gobierno es ser el sabio y viejo director y médico, siempre atento, siempre ajustando para mantener al paciente económico en buen estado. En cualquier caso, aquí se supone claramente que el paciente económico ha de ser el súbdito y el gobierno, como “medico”, el amo.
No hace mucho tiempo que este tipo de actitud y política se llamaba “socialista”, pero vivimos en un mundo de eufemismos y ahora podemos utilizar etiquetas mucho menos duras, como “moderación” o libre empresa ilustrada”. Vivimos y aprendemos.
¿Cuáles son entonces las causas de las depresiones periódicas? ¿Debemos ser siempre ignorantes de las causas de los auges y declives? ¿Es realmente cierto que los ciclos económicos están profundamente enraizados en la economía de libre mercado y que por tanto se necesita alguna forma de planificación económica dentro de algún tipo de límites estables? ¿Los auges y declives simplemente ocurren o alguna fase del ciclo deriva lógicamente de otra?
La actitud actualmente de moda hacia el ciclo económico deriva en realidad de Karl Marx. Marx veía que antes de la Revolución Industrial, aproximadamente en el siglo XVIII, no había repetición regular de auges y depresiones. Habría habido repentinas crisis económicas cada vez que algún rey hiciera la guerra o confiscara la propiedad de su súbdito, pero no había ningún indicio de los peculiares fenómenos modernos de cambios generales y bastante regulares en la fortuna de los negocios, de expansiones y contracciones. Como estos ciclos también aparecieron en escena aproximadamente al mismo tiempo que la industria moderna, Marx concluía que los ciclos económicos eran una característica propia de la economía capitalista de mercado. Todas las distintas escuelas de pensamiento económico, independientemente de sus demás diferencias y las distintas causas que atribuyan al ciclo, están de acuerdo en este punto vital: que estos ciclos económicos se originan en algún sitio profundo de la economía de libre mercado. Hay que echar la culpa a la economía de mercado. Karl Marx creía que las depresiones periódicas empeorarían cada vez más, hasta que las masas se vieran obligadas a rebelarse y destruir el sistema, mientras que los economistas modernos creen que el gobierno puede estabilizar con éxito las depresiones y el ciclo. Pero todas las partes están de acuerdo en que el problema reside en el fondo en le economía de mercado y que si algo puede salvarla, debe ser alguna forma de intervención pública masiva.
Sin embargo hay algunos problemas críticos en la suposición de que la economía de mercado sea la culpable. Pues la “teoría económica general” nos enseña que oferta y demanda siempre tienden a estar en equilibrio en el mercado y por tanto los precios de los productos, así como de los factores que contribuyen a la producción siempre tienden hacia algún punto de equilibrio. A pesar de que los cambios en los datos, que siempre tienen lugar, impiden que se alcance nunca el equilibrio, no hay nada en la teoría general del sistema de mercado que explique las fases regulares y recurrentes de auge y declive del ciclo económico. Los economistas modernos “resuelven” este problema sencillamente manteniendo su teoría general del precio y su teoría del ciclo económico en compartimentos separados y fuertemente aislados, sin que se encuentren ambas ni mucho menos se integren. Por desgracia, los economistas han olvidado que solo hay una economía y por tanto solo una teoría económica integrada. Ni la vida económica no la estructura de la teoría pueden ni deben ser compartimentos herméticos: nuestro conocimiento de la economía o es un todo integrado o no es nada. Aun así, la mayoría de los economistas se contenta con aplicar teoría totalmente independientes y, de hecho, mutuamente exclusivas para el análisis general de los precios y para los ciclos económicos. No pueden ser verdaderos científicos económicos mientras se contenten con seguir operando de esta manera primitiva.
Pero hay problemas aún más graves con la postura actualmente de moda. Los economistas tampoco ven un problema particularmente crítico porque les se preocupa ajustar sus teorías del ciclo económico y general de precios: el peculiar análisis de la función empresarial en tiempos de crisis económica y depresión. En la economía de mercado, una de las funciones más vitales del hombre de negocios es ser un “emprendedor”, un hombre que invierte en métodos productivos, que compra equipamiento y contrata mano de obra para producir algo de lo que no está seguro de obtener ningún beneficio. En resumen, la función empresarial es la función de pronosticar el futuro incierto. Antes de realizar ninguna inversión o crear una línea de producción, el empresario o “emprendedor” debe estimar los costes presentes y futuros y los ingresos futuros y por tanto estimar si obtendrá beneficios de la inversión y cuáles serán. Si pronostica bien y significativamente mejor que sus competidores en los negocios, obtendrá beneficios de su inversión. Cuando mejor sea su pronóstico, mayores beneficios obtendrá. Si, por otro lado, es un mal pronosticador y sobrestima la demanda de su producto, sufrirá pérdidas y se verá muy pronto fuera del negocio.
Por tanto, la economía de mercado es una economía de pérdidas y ganancias, en la que la sagacidad y capacidad de los empresarios se ve dirigida por las pérdidas y ganancias que obtienen. Además, la economía de mercado contiene un mecanismo interno, una especie de selección natural, que asegura la supervivencia y el florecimiento del pronosticador superior y la erradicación de los inferiores. Pues cuantos más beneficios obtengan los mejores pronosticadores, mayores se harán sus responsabilidades empresariales y más tendrán disponible para invertir en el sistema productivo. Por otro lado, unos pocos años con pérdidas llevarán a los malos pronosticadores completamente fuera del negocio y les incluirán en las filas de los empleados asalariados.
Así que si la economía de mercado tiene incluido un mecanismo de selección natural de buenos empresarios, esto significa que, en general, esperaríamos que no muchas empresas tengan pérdidas. Y de hecho si miramos a nuestro alrededor en la economía de un día o año medio, encontraremos que las pérdidas no están muy extendidas. Pero, en ese caso, lo raro que necesita explicación es esto: ¿Cómo es que, periódicamente, en tiempos previos a las recesiones, especialmente en las agudas, los negocios experimentan repentinamente un grupo masivo de graves pérdidas? ¿Llega un momento en el que las empresas empresarios antes muy astutos en su habilidad para conseguir ganancias y evitar pérdidas, repentina y lamentablemente se encuentran, casi todos, sufriendo pérdidas graves e incalculables? ¿Cómo es eso? He aquí un hecho trascendental que cualquier teoría de las depresiones debe explicar. No basta una explicación como el “infraconsumo” (una caída en el gasto total en consumo), por una razón, porque lo que tiene que explicarse es por qué los empresarios, capaces de pronosticar todo tipo previo de cambios y evoluciones económicas, resultan ser total y catastróficamente incapaces de prever esta supuesta caída en la demanda de consumo. ¿Por qué este repentino fracaso en la capacidad de pronosticar?
Una teoría adecuada de las depresiones debe por tanto explicar la tendencia de la economía a moverse a través de sucesivos auges y declives, sin mostrar ninguna señal de aproximación que se mueva lentamente o progrese silenciosamente a una situación de equilibrio. En particular, una teoría de la depresión debe explicar el mastodóntico grupo de errores que aparece veloz y repentinamente en un momento de crisis económica y se mantiene durante el periodo de la depresión hasta la recuperación. Y hay un tercer hecho universal que debe explicar una teoría del ciclo. Invariablemente, los auges y declives son mucho más intensos en los “sectores de bienes de capital” (los sectores que fabrican máquinas y equipos, los que producen materias primas industriales o construyen plantas industriales) que en los sectores que fabrican bienes de consumo. He aquí otro hecho de la vida del ciclo económico que debe explicarse (y evidentemente no puede explicarse por las teorías de la depresión como la popular doctrina del infraconsumo: que los consumidores no están gastando lo suficiente en bienes de consumo. Pues si el gasto insuficiente es el culpable, entonces ¿cómo es que las ventas al detalle son las últimas en caer y las que menos lo hacen en una depresión y a las que realmente golpea la depresión es a esos sectores como la máquina herramienta, los equipamientos de capital, la construcción y las materias primas? Inversamente, son estos sectores los que realmente despegan en las fases de auge inflacionista del ciclo económico y no los negocios que atienden al consumidor. Así que una teoría adecuada del ciclo económico debe asimismo explicar la mucha mayor intensidad de los auges y declives en los sectores de bienes que no son de consumo o “bienes de producción”.
Por suerte, sí existe una teoría correcta de la depresión y del ciclo económico, a pesar de que sea universalmente olvidada en la economía actual. También tiene una larga tradición en el pensamiento económico. Esta teoría empezó con el filósofo y economista escocés del siglo XVIII, David Hume y con el eminente economista clásico inglés del siglo XIX, David Ricardo. Esencialmente, estos teóricos veían que se había desarrollado otra institución crucial a mediados del siglo XVIII, junto con el sistema industrial. Era la institución de la banca, con su capacidad de expandir el crédito y la oferta monetaria (primero, en la forma de papel moneda, o billetes de banco, y luego en forma de depósitos a la vista, o cuentas corrientes, que son redimibles instantáneamente en efectivo en los bancos). Eran las operaciones de estos bancos comerciales las que, creían estos economistas, tenían la clave de los misteriosos ciclos recurrentes de expansión y contracción, de auge y declive, que habían desconcertado a los observadores desde mediados del siglo XVIII.
El análisis ricardiano era algo así: Las monedas naturales que aparecen como tales en el mundo del libre mercado son materiales útiles, generalmente oro y plata. Si el dinero se limitara sencillamente a estos materiales, la economía funcionaría en su total como lo hace en los mercados concretos: un ajuste suave de oferta y demanda y por tanto sin ciclos de auge y declive. Pero la inyección de crédito bancario añade otro elemento crucial y perturbador. Pues los bancos expanden el crédito y por tanto el dinero bancario en forma de billetes o depósitos que son teóricamente redimibles a la vista en oro, pero en la práctica está claro que no. Por ejemplo, si un banco tiene 1.000 onzas de oro en sus arcas y emite recibos de depósito redimibles inmediatamente por 2.500 onzas de oro, entonces está claro que ha emitido 1.500 onzas más de las que puede redimir. Pero mientras no haya una “corrida” concertada en el banco a reclamar esos recibos, sus recibos de depósito en el mercado funcionan como equivalentes al oro y por tanto el banco ha sido capaz de expandir la oferta monetaria del país en 1.500 onzas de oro.
Así que los bancos empiezan a expandir alegremente el crédito, pues cuanto más lo expandan, mayores serán sus beneficios. Esto genera la expansión de la oferta monetaria dentro de un país, digamos Inglaterra. Al aumentar la oferta de papel moneda y dinero bancario, aumentan las rentas y gastos monetarios de los ingleses y el aumento del dinero empuja al alza los precios de los bienes ingleses. El resultado es inflación y un auge dentro del país. Pero este auge inflacionista, mientras sigue su alegre camino, muestra las semillas de su propia desaparición. Pues al aumentar la oferta y las rentas monetarias los ingleses proceden a comprar más bienes del exterior. Además, al aumentar sus precios, los bienes ingleses empiezan a perder su competitividad respecto de los productos de otros países sin inflación o con inflación en menor grado. Los ingleses empiezan a comprar menos en el interior y más en el exterior, mientras que los extranjeros compran menos en Inglaterra y más en su nación; el resultado es un déficit en la balanza inglesa de pagos, con las exportaciones inglesas cayendo abruptamente por debajo de las importaciones. Pero su las importaciones exceden a las exportaciones, esto significa que el dinero debe fluir de Inglaterra a otros países. ¿Y qué dinero será? Sin duda, no billetes o depósitos bancarios ingleses, pues a franceses, alemanes o italianos les interesa poco o nada mantener sus fondos guardados en bancos ingleses. Así que estos extranjeros tomarán sus billetes y depósitos bancarios y los presentarán a los bancos ingleses para redimirlos en oro, así que el oro será el tipo de dinero que tenderá a fluir persistentemente fuera del país al seguir adelante la inflación inglesa. Pero esto significa que el dinero crediticio bancario inglés estará cada vez más acumulado sobre una base de oro en disminución en las arcas bancarias inglesas. Al proseguir el auge, nuestro hipotético banco expandiría sus recibos de depósito de digamos 2.500 onzas a 4.000 onzas, mientras que su base en oro disminuye hasta, digamos, 800 onzas. Al intensificarse este proceso, los bancos acabarán asustándose. Pues los bancos, después de todo, están obligados a redimir sus pasivos en efectivo y su efectivo esta saliendo rápidamente mientras se acumulan sus pasivos. Así que los bancos acabarán perdiendo los nervios, deteniendo su expansión crediticia y, para salvarse, contraerán los préstamos bancarios existentes. A menudo esta retirada se precipita con corridas bancaria de bancarrota disparadas por el público, que se ha ido poniendo también cada vez más nervioso acerca de las condición cada vez más inestable de los bancos de la nación.
La contracción bancaria invierte el cuadro económico: la contracción y el declive siguen al auge. Los bancos pasan a la defensiva y las empresas sufren al aumentar la presión para la liquidación de deudas y la contracción. La caída en la oferta de dinero bancario, lleva a su vez a una caída general en los precios ingleses. Al caer la oferta monetarias y las rentas y desmoronarse los precios ingleses, los bienes ingleses se hacen relativamente más atractivos en términos de productos extranjeros y la balanza de pagos se invierte, con las exportaciones superando a las importaciones. Al fluir oro al país y como el dinero bancario se contrae en lo alto de una base de oro en expansión, la condición de los bancos se hace mucho más sólida.
Por tanto éste es el significado de la fase de depresión en el ciclo económico. Advirtamos que es una fase que se produce, y se produce inevitablemente, por el precedente auge expansionista. Es la inflación precedente la que hace necesaria la fase de depresión. Por ejemplo, podemos ver que la depresión en el proceso por el que se ajusta la economía de mercado, elimina excesos y distorsiones de previo auge inflacionista y restablece una condición económica sólida. La depresión es la desagradable pero necesaria reacción a las distorsiones y excesos del auge anterior.
¿Por qué empieza entonces el siguiente ciclo? ¿Por qué tienden a ser recurrentes y continuos los ciclos económicos? Porque cuando los bancos se han recuperado lo suficiente y están en mejores condiciones, están entonces en una posición confiada como para seguir su camino natural de la expansión del crédito bancario y el siguiente auge se abre camino, llevando las semillas del próximo declive inevitable.
Pero si la banca es la causa del ciclo económico, ¿no son los bancos también parte de la economía privada de mercado y no podemos por tanto decir que el libre mercado es todavía el culpable, aunque solo sea el segmento bancario de ese libre mercado? La respuesta es no, pues los bancos, en primer lugar, nunca serían capaces de expandir el crédito concertadamente si no fuera por la intervención y estímulo del gobierno. Pues si los bancos fueran verdaderamente competitivos, cualquier expansión del crédito por parte de un banco acumularía rápidamente las deudas de ese banco en sus competidores y éstos reclamarían inmediatamente al banco en expansión la redención en efectivo. En resumen, los rivales de un banco reclamará la redención en oro o efectivo de la misma forma que harían los extranjeros, excepto que el proceso sería mucho más rápido y cortaría de raíz cualquier inflación incipiente antes de que empezara. Los bancos solo pueden expandirse cómodamente al unísono cuando existe un banco central, esencialmente un banco público, que disfrute de un monopolio de los negocios públicos y de una posición privilegiada impuesta por el gobierno sobre todo el sistema bancario. Solo cuando se estableció la banca centralizada los bancos fueron capaces de expandirse en cualquier momento y el conocido ciclo económico se puso en marcha en el mundo moderno.
El banco central adquiere su control sobre el sistema bancario mediante medidas gubernamentales como: Hacer que sus pasivos sean dinero de curso legal para todas las deudas y pendientes en impuestos; concediendo al banco central el monopolio en la emisión de billetes bancarios, frente a los depósitos (en Inglaterra, el Banco de Inglaterra, el banco central establecido por el gobierno, tenía un monopolio legal de los billetes bancarios en el área de Londres) o a través de la obligación directa a los bancos a usar el banco central como su cliente para mantener sus reservas de efectivo (como en Estados Unidos y su Reserva Federal). No es que los bancos se quejaran de esta intervención, pues es el establecimiento de la banca centralizada lo que hace posible la expansión del crédito bancario a largo plazo, ya que la expansión de los billetes del banco central proporciona reservas adicionales de efectivo a todo el sistema bancario y permite a todos los bancos comerciales expandir juntos su crédito. La banca centralizada funciona como un acogedor cártel bancario obligatorio para expandir los pasivos de los bancos y los bancos son ahora capaces de expandirse sobre una mayor base de efectivo en forma de billetes del banco central, además del oro.
Así que ahora vemos por fin que el ciclo económico no se produce por ningún misterioso defecto de la economía de mercado, sino más bien lo contrario: por una intervención sistemática del gobierno en el proceso de mercado. La intervención pública produce expansión bancaria e inflación y, cuando se acaba la inflación, entra en juego el subsiguiente ajuste de la depresión.
La teoría ricardiana del ciclo económico entendía lo esencial de una teoría correcta del ciclo: la naturaleza recurrente de las fases del ciclo, la depresión como ajuste de la intervención en el mercado en lugar de por la economía de libre mercado. Pero había aún sin explicar dos problemas: ¿Por qué el repentino grupo de errores empresariales, el repentino fracaso de la función emprendedora y por qué las mucho más grandes fluctuaciones en los sectores de los bienes de producción que en los de los bienes de consumo? La teoría ricardiana solo explicaba movimientos en el nivel de precios, en los negocios en general; no hubo pistas de la explicación de las enormemente distintas reacciones en los sectores de bienes de capital y de consumo.
La teoría correcta y completamente desarrollada del ciclo económico fue finalmente descubierta y expuesta por el economista austriaco Ludwig von Mises cuando era profesor en la Universidad de Viena. Mises desarrollo los indicios de su solución al problema esencial del ciclo económico en su monumental Teoría del dinero y del crédito, publicada en 1912 y aún, casi 60 años después, el mejor libro sobre teoría del dinero y la banca. Mises desarrolló su teoría del ciclo durante la década de 1920 y llegó al mundo angloparlante a través del principal seguidor de Mises, Friedrich A. von Hayek, que llegó de Viena a enseñar en la London School of Economics a principios de la década de 1930 y publicó, en alemán e inglés, dos libros que aplicaban y desarrollaban la teoría del ciclo de Mises: Teoría monetaria y ciclo económico y Precios y producción. Como Mises y Hayek eran austriacos y también como seguían la tradición de los grandes economistas austriacos del siglo XIX, esta teoría se ha conocido en la literatura como l
a teoría “austriaca” (o de la “sobreinversión monetaria”) del ciclo económico.
a teoría “austriaca” (o de la “sobreinversión monetaria”) del ciclo económico.
A partir de los ricardianos, de la teoría general “austriaca” y de su propio genio creativo, Mises desarrolló la siguiente teoría del ciclo económico:
Sin la expansión bancaria del crédito, la oferta y la demanda tienden a equilibrarse a través del sistema de precios libres y no pueden producirse auges y declives acumulados. Pero luego el gobierno estimula la expansión del crédito bancario a través de su banco central expandiendo los pasivos bancarios y por tanto las reservas de efectivo de todos los bancos comerciales de la nación. Los bancos proceden luego a expandir el crédito y por tanto la oferta monetaria de la nación en forma de cuentas corrientes. Como vieron los ricardianos, esta expansión del dinero bancario lleva al alza los precios de los bienes y por tanto causa inflación. Pero Mises demostró que hace algo más, y es algo incluso más siniestro. La expansión del crédito bancario, al generar nuevos fondos prestados en el mundo de los negocios, rebaja artificialmente el tipo de interés en la economía por debajo de su nivel del libre mercado.
En el mercado libre no intervenido, el tipo de interés se determina puramente por las “preferencias temporales” de todos los individuos que constituyen la economía de mercado. Pues la esencia de un préstamo es que un “bien presente” (dinero que puede usarse en el presente) se intercambia por un “bien futuro” (un pagaré que solo pueda usarse en algún momento futuro). Como la gente siempre prefiere dinero ahora a la perspectiva de tener la misma cantidad en el futuro, el bien presente siempre tiene una prima en el mercado respecto del futuro. Esta prima es el tipo de interés y su nivel variará de acuerdo con el grado en que la gente prefiera lo presente a lo futuro, es decir, el nivel de sus preferencias temporales.
Las preferencias temporales de la gente también determinan el grado en que la gente ahorrará e invertirá, comparado con cuánto consumirá. Si las preferencias temporales de la gente deberían caer, es decir si cae su grado de preferencia por el presente sobre el futuro, entonces la gente tenderá ahora a consumir menos y a ahorrar e invertir más; al mismo tiempo, y por la misma razón, también caerá el tipo de interés, el tipo de descuento temporal. El crecimiento económico se produce en buena parte como resultado de las menores tasas de preferencia temporal, lo que lleva a un aumento en la proporción de ahorro e inversión respecto del consumo y asimismo a una caída en el tipo de interés.
¿Pero qué pasa cuando el cae el tipo de interés, no por menores preferencias temporales y más ahorro, sino por la interferencia pública que promueve la expansión del crédito bancario? En otras palabras, si el tipo de interés cae artificialmente debido a la intervención en lugar de naturalmente, como resultado de cambios en las valoraciones y preferencias del público consumidor.
Lo que pasa es que hay problemas. Pues los hombres de negocios, al ver caer el tipo de interés, reaccionan como siempre harían y deberían hacer ante un cambio así en las señales del mercado: invierten más en bienes de capital y producción. Las inversiones, particularmente en proyectos largos y que consumen tiempo, que antes no parecían rentables ahora sí lo parecen a causa de la caída en las cargas de intereses. En resumen, los hombres de negocios reaccionan como lo harían si hubieran aumentado realmente los ahorros: expanden su inversión en equipamiento duradero, en bienes de capital, en materias primas industriales, en construcción, en comparación con su producción directa de bienes de consumo.
En resumen, los negocios toman prestado alegremente el recién expandido dinero bancario que les llega a tipos más baratos, utilizan l dinero para invertir en bienes de capital y este dinero acaba usándose en renta inmobiliarias más altas y salarios más elevados para trabajadores en los sectores de bienes de capital. El incremento en la demanda empresarial empuja al alza los costes laborales, pero las empresas piensan que pueden pagarlos porque se han visto engañadas por la intervención de gobierno y bancos en el mercado de los préstamos y su intromisión decisivamente importante en la señal del tipo de interés del mercado.
El problema se produce tan pronto como trabajadores y terratenientes (en buena parte los primeros, ya que la mayoría de los ingresos empresariales se utilizan en los salarios) empiezan a gastar el nuevo dinero bancario que han recibido en forma de salarios más elevados. Como las preferencias temporales del público en realidad no han disminuido, la gente no quiere ahorrar más de lo que tiene. Así que los trabajadores se dedican a consumir la mayoría de su nueva renta, en pocas palabras, para restablecer las antiguas proporciones de consumo/ahorro. Esto significa que redirigen el gasto de nuevo a sectores de bienes de consumo y no ahorran e invierten lo bastante como para comprar las máquinas recién fabricadas, equipamientos de capital, materias primas industriales, etc. Todo esto se revela como una repentina depresión aguda y continua en los sectores e los bienes de producción. Una vez los consumidores restablecen sus proporciones deseadas de consumo/inversión, se revela así que los negocios han invertido demasiado en bienes de capital e infrainvertido en bienes de consumo. Las empresas han sido seducidas por la intromisión gubernamental y la rebaja artificial del tipo de interés y actuaron como si hubiera disponibles más ahorro para invertir de los que había realmente. Tan pronto como el nuevo dinero bancario se filtró a través del sistema y los consumidores restablecieron sus antiguas proporciones, quedó claro que no había suficientes ahorros como para comprar todos los bienes de producción y que las empresas habían invertido mal los limitados ahorros disponibles. Las empresas habían sobreinvertido en bienes de capital e infrainvertido en productos de consumo.
Así que el auge inflacionista lleva a distorsiones en el sistema de precios y producción. Los precios de la mano de obra y las materias primas en los sectores de bienes de capital han aumentado durante el auge demasiado como para ser rentables una vez que los consumidores hayan reafirmado sus antiguas preferencias de consumo/inversión. La “depresión” se ve entonces como la fase necesaria y saludable por la que la economía de mercado se exfolia y liquida las inversiones insensatas y antieconómicas del auge y restablece aquellas proporciones entre consumo e inversión que son las realmente deseadas por los consumidores. La depresión es el proceso doloroso, pero necesario por el que el libre mercado exfolia los excesos y errores del auge y restablece a la economía de mercado en su función de servicio eficiente a la masa de consumidores. Como los precios de los factores de producción se han elevado demasiado en el auge, esto significa que deben dejarse caer los precios de la mano de obra y los bienes en estos sectores de bienes de capital hasta que se recobren las relaciones apropiadas del mercado.
Como los trabajadores reciben el dinero aumentado en forma de salarios más altos bastante rápidamente, ¿cómo es que los auges pueden durar años sin que se revelen sus inversiones insensatas, se hagan evidentes sus errores debidos a la intromisión en el mercado con señales de mercado y empiece a funcionar el proceso de ajuste de la depresión? La respuesta es que los auges serían de muy corta duración si la expansión del crédito bancario y consiguiente impulso a la baja de tipo de interés por debajo del nivel del libre mercado fueran cosa de un solo golpe. Pero ocurre que la expansión del crédito no es un solo golpe: procede una y otra vez, no dando nunca a los consumidores la posibilidad de restablecer sus proporciones preferidas en consumo y ahorro, no permitiendo nunca que el aumento en los costes en los sectores de bienes de capital se ajusten al aumento inflacionista en los precios. Igual que al dopar repetidamente a un caballo, el auge mantiene su dirección directo a su inevitable merecido mediante dosis repetidas del estimulante del crédito bancario. Solo cuando la expansión del crédito bancario deba finalmente acabar, ya sea porque los bancos se encuentren en una situación comprometida o porque la gente empieza a hartarse de la inflación continua, el castigo finalmente atrapa al auge. Tan pronto como se detiene la expansión del crédito, deben afrontarse las consecuencias y los inevitables reajustes liquidar las sobreinversiones insensatas del auge, con la reafirmación de un mayor énfasis proporcionado en la producción de bienes de consumo.
Así que la teoría misesiana del ciclo económico explica todos nuestros problemas: la naturaleza repetida y recurrente del ciclo, el grupo masivo de errores empresariales, la mucha mayor intensidad del auge y declive en los sectores de bienes de producción.
Luego Mises centra la culpa del ciclo en la expansión inflacionista del crédito bancario propulsada por la intervención del gobierno y su banco central. ¿Qué dice Mises que debería hacerse, digamos por el gobierno, una vez llega la depresión? ¿Cuál es el papel del gobierno en el remedio de la depresión? En primer lugar, el gobierno debe dejar de hinchar tan pronto como sea posible. Es verdad que esta disposición, inevitablemente, lleva al auge inflacionista repentinamente a su fin y hace empezar la inevitable recesión o depresión. Pero cuanto más espere a esto el gobierno, peores tendrán que ser los reajustes necesarios. Cuanto antes se supere el reajuste de la depresión, mejor. Esto también significa que el gobierno nunca debe tratar de sostener situaciones de negocio insensatas: nunca debe rescatar o prestar dinero a empresas con problemas. Hacer esto sencillamente prologará la agonía y convertirá una fase de depresión aguda y rápida en una enfermedad persistente y crónica. El gobierno nunca debe tratar de sostener salarios o precios de bienes de producción: hacerlo causará una depresión indefinida y prolongada y un desempleo masivo en los sectores esenciales de bienes de capital. El gobierno no debe tratar de volver a inflar para salir de la depresión. Pues aunque esta reinflación tenga éxito, solo generará más problemas más adelante. El gobierno no debe hacer nada por estimular el consumo y no debe aumentar sus propios gastos, pues esto aumentará aún más la relación social consumo/inversión. De hecho, recortar el presupuesto del gobierno aumentará la relación. Lo que la economía necesita no es más gasto en consumo, sino más ahorro, para validar algunas de las inversiones excesivas del auge.
Así que lo que debería hacer el gobierno, según el análisis misesiano de la depresión, es absolutamente nada. Debería, desde el punto de vista de la salud económica y de acabar con la depresión lo antes posible, mantener una política estricta de laissez faire, de manos afuera. Todo lo que hace retrasará y obstaculizará el proceso de ajuste del mercado; cuanto menos haga, más rápidamente hará su trabajo el proceso de ajuste del mercado y se producirá una sólida recuperación económica.
La receta misesiana es por tanto exactamente la contraria de la keynesiana: El gobierno ha de apartar sus manos de la economía y limitarse a parar su propia inflación y recortar su propio presupuesto.
Hoy se ha olvidado completamente, incluso entre los economistas, que la explicación y análisis misesianos de la depresión ganaron mucho impulso precisamente durante la Gran Depresión de la década de 1930, la misma depresión que siempre se ha expuesto a los defensores de la economía de libre mercado como el mayor fracaso catastrófico del capitalismo del laissez faire. No fue eso. 1929 se hizo inevitable por la enorme expansión del crédito a lo largo del mundo occidental durante la década de 1920: una política adoptada deliberadamente por los gobiernos occidentales y principalmente por el Sistema de la Reserva Federal en Estados Unidos. Fue posible por el fracaso del mundo occidental en volver a un genuino patrón oro tras la Primera Guerra Mundial y permitir así más espacio a políticas inflacionista del gobierno. Todo el mundo piensa ahora en el presidente Coolidge como un creyente en el laissez faire y en una economía de mercado no intervenida: no lo era y, trágicamente, menos aún en el campo de dinero y el crédito. Por desgracia, los pecados y errores de la intervención de Coolidge se pusieron en el debe de una inexistente economía de libre mercado.
Si Coolidge hizo inevitable 1929, fue el presidente Hoover el que prolongó y profundizó la depresión, transformándola de una depresión típicamente aguda pero de rápida desaparición en una enfermedad persistente y casi fatal, una enfermedad “curada” solo por el holocausto de la Segunda Guerra Mundial. Hoover, no Franklin Roosevelt, fue el fundador de la política del “New Deal”: esencialmente el uso masivo del Estado para ahcer exactamente aquellos contra lo que más advertía la teoría misesiana: sostener salarios por encima de los niveles del libre mercado, sostener precios, inflar el crédito y prestar dinero para situación de negocio con problemas. Roosevelt solo avanzó en un mayor grado lo que había iniciado Hoover. El resultado, por primera vez en la historia de Estados Unidos, fue una depresión casi perpetua y un desempleo masivo casi permanente. La crisis de Coolidge se había convertido en la depresión de Hoover-Roosevelt prolongada sin precedentes.
Ludwig von Mises había predicho la depresión durante el cénit del gran auge de la década de 1920 (un momento en el que, igual que hoy, economistas y políticos, armados con una “nueva economía” de inflación perpetua y con nuevas “herramientas” proporcionadas por el Sistema de la Reserva Federal, proclamaban una “nueva era” de prosperidad permanente garantizadas por nuestros sabios doctores económicos en Washington). Ludwig von Mises, armado solo con una teoría correcta del ciclo económico, fue uno de los muy pocos economistas que predijeron la Gran Depresión y por tanto el mundo económico se vio obligado a escucharle con respeto. F.A. Hayek predicó en Inglaterra y los economistas jóvenes ingleses estaban todos, al principio de la década de 1930, empezando a adoptar la teoría misesiana del ciclo para su análisis de la depresión, y por supuesto a adoptar la receta de una política de estricto libre mercado que derivaba de esta teoría. Por desgracia, los economistas han adoptado hoy la noción histórica de Lord Keynes: que ningún “economista clásico” tuvo una teoría del ciclo económico hasta que llegó Keynes en 1936. Hubo una teoría de la depresión, estaba dentro de la tradición económica clásica, su receta era un dinero fuerte estricto y laissez faire y estaba siendo adoptada rápidamente en Inglaterra e incluso en Estados Unidos como la teoría aceptada del ciclo económico. (Una ironía particular es que el principal defensor “austriaco” en Estados Unidos a inicios y mediados de la década de 1930 fue nada menos que el profesor Alvin Hansen, que pronto se significaría como el principal discípulo de Keynes en este país).
Lo que acabó con la creciente aceptación de la teoría misesiana del ciclo fue sencillamente la “revolución keynesiana”, el asombroso barrido del mundo económico que hizo la teoría keynesiana poco después de la publicación de la Teoría general en 1936. No es que la teoría misesiana fuera rebatida con éxito, simplemente fue olvidada en la carrera por subirse al vagón keynesiano repentinamente de moda. Algunos de los principales partidario de la teoría de Mises (que estaba claro que la conocían mejor) sucumbieron a los nuevos vientos establecidos de la doctrina y consiguientemente lograron importante puestos en las universidades estadounidenses.
Pero ahora el archikeynasiano The Economist de Londres ha proclamado recientemente que “Keynes está muerto”. Después de más de una década de afrontar incisivas críticas teóricas y refutaciones por los testarudos hechos económicos, los keynesianos están ahora en una retirada general y masiva. Repito que se está reconociendo a regañadientes que la oferta monetaria y el crédito bancario desempeñan un papel esencial en el ciclo. Es el momento apropiado para un redescubrimiento, un renacimiento, de la teoría del ciclo económico de Mises. Nunca será tarde, si es que se hace alguna vez, para el concepto de que debería desecharse un Consejo de Asesores Económicos y verse una retirada masiva del gobierno de la esfera económica. Pero para que todo esto se produzca, el mundo de la economía, y la gente en general, deben ser conscientes de la existencia de una explicación del ciclo económico que ha permanecido olvidada en la estantería durante demasiados años trágicos.
[Este ensayo se publicó originalmente como un minilibro por parte de la Constitutional Alliance of Lansing, Michigan, en 1969]
Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí: aquí.
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