Murray Rothbard
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[Este artículo se publicó por primera vez en el número de junio de 1992 de Chronicles (pp. 49–52)]
En la primavera de 1981, los republicanos conservadores en la Casa de Representantes protestaban. Protestaban porque, en la primera oleada de la Revolución Reagan que se suponía que traería recortes drásticos en impuestos y gasto público, así como un presupuesto equilibrado, se les pedía por parte de la Casa Blanca y sus propios líderes votar un aumento en el límite estatutario de la deuda pública federal, que entonces rascaba el tope legal de 1 billón de dólares. Protestaban porque todas sus vidas habían votado en contra de un aumento en la deuda pública y ahora se les pedía, por su propio partido y su propio movimiento, violar sus principios de toda la vida. La Casa Blanca y sus líderes les aseguraban que esta quiebra de principios sería la última: que era necesario un último aumento en el límite de la deuda para dar al presidente Reagan una posibilidad de un presupuesto equilibrado y empezar a reducir la deuda. Muchos de esos republicanos anunciaron entre lágrimas que estaban dando este paso fatídico porque confiaban profundamente en su presidente, que no les decepcionaría.
Grandes palabras. En cierto sentido los encargados de Reagan tenían razón: no hubo más lágrimas. Ni más protestas, porque los propios principios se olvidaron rápidamente, arrojados al vertedero de la historia. Los déficits y la deuda pública se acumulado montañosamente desde entonces y a poca gente le importa, y menos a los republicanos conservadores. Cada pocos años, el límite legal aumenta automáticamente. Al final del reinado de Reagan, a deuda pública era de 2,6 billones de dólares; ahora es de 3,5 billones y aumenta rápidamente. Y este es el lado bueno del panorama, porque si se añaden garantías de préstamo y contingencias “fuera de presupuesto”, el gran total de la deuda federal es de 20 billones de dólares.
Antes de la era Reagan, los conservadores dejaban claro cómo consideraban los déficits y la deuda pública: un presupuesto equilibrado estaba bien y los déficits y la deuda pública estaban mal, acumulados por keynesianos y socialista libertinos en los gastos, que proclamaban absurdamente que no había nada malo ni oneroso en la deuda pública. En las famosas palabras de apóstol de la izquierda keynesiana, el profesor Abba Lerner, no hay nada malo con la deuda pública porque “nos debemos a nosotros mismos”. En esos tiempos, al menos, los conservadores fueron lo bastante astutos como para darse cuenta de que supone una enorme cantidad de diferencia si (abriéndonos paso a través de los nombres colectivos ofuscatorios) uno es miembro de los “nos” (el sufrido contribuyente) o de los “nosotros mismos” (los que viven de los ingresos de los impuestos).
Sin embargo, desde Reagan la vida político-intelectual se ha vuelto del revés. Conservadores y supuestos economistas de “libre mercado” han dado saltos mortales en busca de encontrar nuevas razones por las que “los déficits no importan”, por las que deberíamos relajarnos y disfrutar del proceso. Tal vez el argumento más absurdo de los reaganomistas fue que no debíamos preocuparnos por la creciente deuda pública porque se iguala en el balance federal por una expansión en el “activo” público. He aquí un nuevo giro en la macroeconomía del libre mercado: ¡las cosas van bien porque el valor del activo del gobierno está aumentando! En ese caso, ¿por qué no nacionaliza el gobierno directamente todos los activos? De hecho los reaganomistas presentaron todos los argumentos concebibles para la deuda pública, salvo la frase de Abba Lerner y estoy convencido de que no reciclaron esa expresión porque sería difícil mantenerse impertérritos cuando se está disparando la deuda nacional. Incluso aparte de la propiedad extranjera, es mucho más difícil sostener la tesis de Lerner que antes: a finales de la década de 1930, cuando Lerner enunció su tesis, los pagos totales de intereses federales en la deuda pública eran de 1.000 millones de dólares, ahora se han disparado a 200.000 millones, la tercera mayor partida en el presupuesto federal después del ejército y la Seguridad Social. Los “nos” parecemos más raídos comparados con los “nosotros mismos”.
Para pensar sensatamente acerca de la deuda pública, primero tenemos que volver a los principios básicos y considerar la deuda en general. Dicho de forma sencilla, una transacción de crédito se produce cuando A, el acreedor, transfiere una suma de dinero (por ejemplo, 1.000$) a D, el deudor, a cambio de una promesa de que D pagará a A en un año el principal más intereses. Si el tipo de interés acordado en la transacción es del 10%, entonces el deudor se obliga a pagar en un año 1.100$ al acreedor. Este pago completa la transacción, que, en comparación con una venta normal, tiene lugar a lo largo del tiempo.
Hasta aquí, está claro que no hay nada “malo” con la deuda privada. Como cualquier comercio o intercambio privado en el mercado, ambas partes que intercambian se benefician y nadie pierde. Pero supongamos que el deudor es tonto, se mete en problemas y luego descubre que no puede pagar la suma que acordó. Este, por supuesto, es un riesgo en el que incurre la deuda y el deudor haría bien en mantener sus deudas dentro de lo que pueda pagar con seguridad. Pero no es un problema solo de deuda. Cualquier consumidor puede gastar tontamente: un hombre puede gastarse toda su nómina en una minucia cara y luego descubrir que no puede alimentar a su familia. Así que la tontería del consumidor difícilmente es un problema confinado solo a la deuda. Pero hay una diferencia esencial: si un hombre se mete en problemas y no puede pagar, el acreedor también sufre, porque el deudor no ha devuelto la propiedad del acreedor. En un sentido profundo, el deudor que no paga los 1.100$ debidos al acreedor ha robado propiedad que pertenece al acreedor: aquí no tenemos una simple deuda, sino una falta, una agresión contra la propiedad de otro.
En siglos anteriores, la falta del deudor insolvente se consideraba grave y, salvo que el acreedor estuviera dispuesto a “perdonar” la deuda por caridad, el deudor continuaba debiendo el dinero más el interés acumulado, más una sanción por continuar sin pagar. A menudo los deudores eran enviados a la cárcel hasta que pudieran pagar, algo tal vez un poco draconiano, pero al menos con el ánimo apropiado de aplicar derechos de propiedad y defender la santidad de los contratos. El mayor problema práctico era la dificultad de los deudores en prisión para ganar el dinero para saldar el préstamo. Tal vez habría sido mejor permitir que el deudor quedara libre, siempre que su renta continuada fuera a pagar al acreedor lo que fuera justo.
Sin embargo, ya en el siglo XVII los gobiernos empezaron a sollozar por los aprietos de los desafortunados deudores, ignorando el hecho de que los deudores insolventes se han metido en sus propios líos y empezaron a subvertir su propia función proclamada de hacer cumplir los contratos. Se aprobaron leyes de quiebra que, cada vez más, dejaban impunes a los deudores e impedían que los acreedores obtuvieran su propiedad. El robo fue crecientemente condonado, la imprevisión se subvencionó y el ahorro se restringió. De hecho, con el dispositivo moderno del Capítulo 11, instituido por la Ley de Reforma de la Quiebra de 1978, los gestores y accionistas ineficientes e imprevisores no solo se ven impunes, sino que a menudo permanecen en puestos de poder, libres de deudas y todavía dirigiendo sus empresas y perjudicando a consumidores y acreedores con sus ineficiencias. Los economistas neoclásicos utilitaristas modernos no ven nada malo en esto: después de todo, el mercado se “ajusta” a estos cambios legales. Es verdad que el mercado puede ajustarse a casi todo, pero ¿y qué? Restringir a los acreedores significa que los tipos de interés aumentan permanentemente, para el sobrio y honrado igual que para el imprevisor, pero ¿por qué se debería gravar al primero para subvencionar al segundo? Pero hay problemas más profundos con esta actitud totalitaria. Es la misma afirmación amoral, de los mismos economistas, de que no hay nada malo en que aumente el delito contra vecinos o tenderos en los centros de las ciudades. El mercado, afirman, se ajustará y descontará esas altas tasas de delito y por tanto los valores de alquileres y viviendas serán menores en las zonas del interior de las ciudades. Así que se tendrá todo en cuenta. ¿Pero qué tipo de consuelo es este? ¿Y qué tipo de justificación para la agresión y el delito?
En una sociedad justa, por tanto, solo el perdón voluntario de los acreedores dejaría impunes a los deudores; por el contrario, las leyes de quiebra son una invasión injusta de los derechos de propiedad de los acreedores.
Un mito acerca de socorro a los “deudores” s que estos habitualmente son pobres y los acreedores ricos, así que intervenir para salvar deudores es solo un requisito de la “justicia” igualitaria. Pero esta suposición nunca fue verdad: en los negocios, cuanto más rico es el empresario, más probable es que sea un gran deudor. Son los Donald Trump y Robert Maxwell de este mundo aquellos cuyas deudas exceden espectacularmente sus activos. La intervención a favor de los deudores generalmente ha sido cabildeada por grandes empresas con grandes deudas. En las corporaciones modernas, el efecto de unas leyes de quiebra cada vez más duras ha sido perjudicar a los acreedores-tenedores de bonos en beneficio de los accionistas y los directivos existentes, que normalmente han sido nombrado y han sido aliado de unos pocos grandes accionistas dominantes. El mismo hecho de que una corporación sea insolvente demuestra que sus gestores han sido ineficientes y deberían ser despedidos inmediatamente de la escena. Las leyes de quiebra que mantienen dirigiendo a los gestores existentes, no solo invaden por tanto los derechos de propiedad de los acreedores: también dañan a los consumidores y a todo el sistema económico al impedir que el merado purgue a los directivos ineficientes e imprevisores y traslade la propiedad de activos industriales a los acreedores más eficientes. No solo eso: en un reciente artículo jurídico, Bradley y Rosenzweig han demostrado que también los accionistas, igual que los acreedores, han perdido una cantidad importante de activos debido a la inclusión del Capítulo 11 en 1978. Como escriben: “si tenedores de bonos y accionistas son ambos perdedores bajo el Capítulo 11, entonces ¿quiénes son los ganadores?” Los ganadores, notable pero no sorprendentemente, resultan ser los gestores corporativo existentes e ineficientes, así como los diversos abogados, contables y asesores financieros que ganan enormes tarifas por las reorganizaciones de las quiebras.
En una economía de libre mercado que respete los derechos de propiedad, el volumen de deuda privada se autoajusta por la necesidad de pagar al acreedor, ya que ningún Papá Gobierno te dará impunidad. Además, el tipo de interés que debe pagar un deudor depende no solo de la tasa general de preferencia temporal, sino del grado de riesgo que como deudor plantea al acreedor. Un buen riesgo de crédito sería una “prima para tomar prestado”, pagando un interés relativamente bajo; por el contrario, una persona imprevisora o un vagabundo que haya ido antes a la quiebra tendrían que pagar un tipo de interés mucho más alto, de acuerdo con el grado de riesgo del préstamo.
Por desgracia, la mayoría de la gente aplica el mismo análisis a la deuda pública que a la privada. Si debe de prevalecer la santidad de los contratos en el mundo de la deuda privada, ¿no debería ser igualmente sacrosanta la deuda pública? ¿No debería regirse la deuda pública por los mismos principios que la privada? La respuesta es que no, aunque sea una respuesta que pueda herir las sensibilidad de la mayoría. La razón es que las dos formas de transacción de deuda son totalmente diferentes. Si tomo dinero de un banco hipotecario, he realizado un contrato para transferir mi dinero a un acreedor en una fecha futura; en un sentido profundo, él es el verdadero dueño del dinero en ese momento y si no pago le estoy robando su justa propiedad. Pero cuando el gobierno toma prestado dinero, no compromete su propio dinero: sus recursos propios no son responsables. El gobierno no compromete su propia vida, fortuna y honor sagrado para pagar la deuda, sino los nuestros. Es un caballo, y una transacción, de un color muy distinto.
Pues al contrario que el resto de nosotros, el gobierno no vende ningún bien o servicio productivo y por tanto no gana nada. Solo puede conseguir dinero saqueando nuestros recursos mediante impuestos o mediante el impuesto oculto de la falsificación legalizada conocida como “inflación”. Hay algunas excepciones, por supuesto, como cuando el gobierno vende sellos a coleccionistas o lleva nuestro correo con una burda ineficiencia, pero la abrumadora mayoría de los ingresos públicos se adquieren mediante impuestos o su equivalente monetario. En realidad, en los días de la monarquía, y especialmente en el periodo medieval antes del auge del estado moderno, los reyes obtenían la mayoría de su renta de sus propiedades privadas, como bosques y terrenos agrícolas. Su deuda, en otras palabras, era más privada que pública y, como consecuencia, su deuda equivalía a casi nada comparada con la deuda pública que empezó con un florecimiento a finales del siglo XVII.
Así que la transacción de la deuda pública es muy distinta de la de la deuda privada. En lugar de un acreedor con baja preferencia temporal intercambiando dinero por un pagaré de un deudor con alta preferencia temporal, el gobierno recibe ahora dinero de los acreedores, sabiendo ambas partes que el dinero se pagará, no de los bolsillos o los pellejos de políticos y funcionarios, sino de las carteras y bolsos saqueados de los indefensos contribuyentes, los súbditos del estado. El gobierno consigue el dinero por coacción fiscal y los acreedores públicos, lejos de ser inocentes, saben muy bien que sus ingresos vendrán de la misma coacción. En resumen, los acreedores públicos están dispuestos a entregar dinero al gobierno ahora para recibir una parte del saqueo fiscal en el futuro. Esto es lo contrario de un mercado libre o de una transacción genuinamente voluntaria. Ambas partes están contratando inmoralmente para participa en la violación de derechos de propiedad de ciudadanos en el futuro. Por tanto, ambas partes están llegan a acuerdos acerca de la propiedad de otros y ambos merecen nuestro desprecio. La transacción de crédito público no es un contrato genuino que tenga que considerarse sacrosanto, no más que el de los ladrones dividiendo sus partes del botín por adelantado, que no debería tratarse como algún tipo de contrato santificado.
Cualquier mezcla de deuda pública en una transacción privada debe basarse en la idea común pero absurda de que los impuestos son en realidad “voluntarios” y de que siempre que el gobierno hace algo, “nos” estamos haciéndolo voluntariamente. Este mito conveniente fue aguda y mordaz mente rechazado por el gran economista Joseph Schumpeter: “la teoría que analiza los impuestos como una analogía con las cuotas de un club o las compra de, por ejemplo un doctor solo demuestra lo alejada que está esta rama de las ciencias sociales de los hábitos científicos de la mente”. Moralidad y utilidad económica generalmente van de la mano. Contrariamente a Alexander Hamilton, que hablaba para una camarilla pequeña pero poderosa de acreedores públicos de Nueva York y Philadelphia, la deuda nacional no es una “bendición nacional”. El déficit público anual, más el pago anual de intereses que mantiene el aumento al irse acumulando la deuda total, canaliza crecientemente ahorro privado escaso y precioso hacia despilfarros públicos, que “expulsan” inversiones productivas. Los economistas del establishment, incluyendo los reaganomistas. Maquillan inteligentemente el tema calificando arbitrariamente prácticamente todo el gasto público como “inversiones”, haciendo que suene como todo estuviera bien y estupendo porque los ahorros se están “invirtiendo” productivamente. Sin embargo, en realidad, el gasto público solo es “inversión” en sentido orwelliano: el gobierno en realidad gasta en nombre de los “bienes de consumo” y deseos de burócratas, políticos y sus grupos clientes dependientes. Por tanto el gasto público, en lugar de ser “inversión”, es gasto de consumo de un tipo especialmente derrochador e improductivo, ya que no satisface a los productores sino a una clase parasitaria que vive del sector privado productivo y lo debilita constantemente. Así que vemos que las estadísticas no son en absoluto “científicas” o “libres de valoración”; el cómo se clasifican los datos (si, por ejemplo, el gasto público es “consumo” o “inversión”) depende de la filosofía política y las ideas del clasificador.
Por tanto, deuda y una deuda que se acumula son una carga creciente e intolerable sobre la sociedad y la economía, tanto porque aumentan la carga fiscal como porque drenan recursos de los productivos al parasitario y contraproducente sector “público”. Además, siempre que los déficits se financian expandiendo el crédito bancario (en otras palabras, creando nuevo dinero) las cosas empeoran aún más, ya que la inflación de crédito crea una inflación de precios permanente y creciente, así como olas de “ciclos económicos” de auge y declive.
Es por todas estas razones que jeffersonianos y jacksonianos (quienes, contrariamente los mitos de los historiadores, tenían un conocimiento extraordinario de la teoría económica y monetaria) odiaban y denigraban la deuda pública. De hecho, la deuda pública se liquidó dos veces en la historia de Estados Unidos, la primera por Thomas Jefferson y la segunda, e indudablemente la última, por Andrew Jackson.
Por desgracia, liquidar una deuda nacional que pronto llegará a los 4 billones de dólares, quebraría rápidamente todo el país. ¡Pensemos en las consecuencias de imponer nuevos impuestos de 4 billones de dólares en Estados Unidos el año que viene! Otra forma, casi igual de devastadora, una forma de liquidar la deuda pública sería imprimir 4 billones de dólares de dinero nuevo, ya sea en dólares en papel o creando nuevo crédito bancario. Este método sería extraordinariamente inflacionista y los precios se dispararían rápidamente, arruinando a todos los grupos cuyas ganancias no aumentaran en la misma medida y destruyendo el valor del dólar. Pero en esencia es lo que pasa en países que hiperinflan, como hizo Alemania en 1923 e innumerables países desde entonces, especialmente en el Tercer Mundo. Si un país infla la divisa para pagar su deuda, los precios aumentarán de forma que los dólares o marcos o pesos que recibe el acreedor valen mucho menos que los dólares o pesos que prestaron originalmente. Cuando un estadounidenses compraba un bono alemán de 10.000 marcos en 1914, valía varios miles de dólares; esos 10.000 marcos a finales de 1923 no hubieran valido más que un chicle. Así que la inflación es una forma solapada y terriblemente destructiva de repudiar indirectamente la “deuda pública”: destructiva porque arruina la unidad de moneda, de la que dependen personas y empresas para calcular todas sus decisiones económicas.
Así que propongo una forma aparentemente drástica pero en realidad mucho menos destructiva de liquidar la deuda pública de un solo golpe: el repudio abierto de la deuda. Consideremos esta pregunta: ¿por qué deberían los ciudadanos pobres y maltratados de Rusia o Polonia o los demás países excomunistas verse ligados a las deudas contraídas por sus antiguos amos comunistas? En la situación comunista, la injusticia está clara: el que ciudadanos luchando por la libertad y por una economía de libre mercado deban ser gravados para pagar deudas contraídas por la monstruosa antigua clase política. Pero esta injusticia solo difiera en grado de la deuda pública “normal”. Inversamente, ¿por qué debería el gobierno comunista de la Unión Soviética verse obligado por las deudas contraídas por el gobierno zarista que odiaban y expulsaron? ¿Y por qué deberíamos nosotros, los combativos ciudadanos estadounidense de hoy en día, estar obligados por deudas creadas por una élite gobernante del pasado que contrajo estas deudas a nuestra costa? Uno de los argumentos convincentes contra pagar a los negros “indemnizaciones” por la pasada esclavitud es que nosotros, los que estamos vivos, no tenemos esclavos. Igualmente, los que estamos vivos no contratamos ni las deudas pasadas ni las presentes en las que incurrieron políticos y burócratas en Washington.
Aunque muy olvidados por los historiadores y el público, el repudio de la deuda pública es una parte sólida de la tradición estadounidense. La primera ola de repudio de la deuda estatal se produjo durante la década de 1840, después de los pánicos de 1837 y 1839. Esos pánicos fueron la consecuencia de un masivo auge inflacionista alimentado por el Segundo Banco de Estados Unidos, dirigido por los whigs. Siguiendo la ola del crédito inflacionista, numerosos gobiernos estatales, sobre todo los dirigidos por los whigs, lanzaron una enorme cantidad de deuda, la mayoría de la cual fue a obras públicas inútiles (llamadas eufemísticamente “mejoras internas”) y a la creación de bancos inflacionistas. La deuda pendiente de los gobiernos estatales aumentó de 26 a 170 millones de dólares durante la década de 1830. La mayoría de estos valores fue financiada por inversores británicos y holandeses.
Durante la deflacionista década de 1840 que sucedió a los pánicos, los gobiernos estatales afrontaron el pago de su deuda en dólares que no eran más valiosos que los que habían tomado prestados. Muchos estados, ahora en buena parte en manos demócratas, afrontaron la crisis repudiando estas deudas total o parcialmente, reduciendo la cantidad en “reajustes”. Concretamente, de los 28 estados estadounidenses de la década de 1840, 9 estaban en la magnífica situación de no tener deuda pública y 1 uno (Missouri) tenía una deuda mínima; de los 18 restantes, 9 pagaron el interés de la deuda pública sin interrupción, mientras que otros 9 (Maryland, Pennsylvania, Indiana, Illinois, Michigan, Arkansas, Luisiana, Mississippi y Florida) repudiaron parte o todo de sus pasivos. De estos estados, cuatro impagaron durante varios años sus pagos de intereses, mientras que otros cinco (Michigan, Mississippi, Arkansas, Luisiana y Florida) repudiaron total y permanentemente la deuda pública pendiente. Como en todo repudio de deuda, el resultado fue quitar una gran carga de las espaldas de los contribuyentes en los estados impagadores y repudiadores.
Aparte del argumento moral o de la santidad del contrato contra el repudio que ya hemos explicado, el argumento económico habitual es que dicho repudio es desastroso, porque ¿quién en sus cabales prestaría a un gobernó repudiador? Pero el contraargumento eficaz raramente se ha considerado: ¿por qué debería entrar más capital privado en los escondrijos públicos? Precisamente es el agotamiento del crédito público futuro lo que constituye uno de los principales argumentos para el repudio, pues significa agotar beneficiosamente una canal importante para la destrucción inútil de los ahorros de la gente. Lo que queremos es abundantes ahorro e inversión en empresas privadas y un gobierno flaco, austero, de bajo presupuesto y mínimo. El pueblo y la economía solo pueden engordar y prosperar cuando su gobierno está hambriento y delgado.
La siguiente gran ola de repudio de la deuda estatal vino en el Sur después de que despareciera el infortunio de la ocupación del Norte y la Reconstrucción. Ocho estados del Sur (Alabama, Arkansas, Florida, Luisiana, Carolina del Norte, Carolina del Sur, Tennessee y Virginia) procedieron, a finales de la década de 1870 y principios de la de 1880, bajo gobiernos demócratas, repudiar la deuda impuesta a sus contribuyentes por los corruptos y derrochadores gobiernos de maletines de los republicanos radicales bajo la Reconstrucción.
¿Qué puede entonces hacerse ahora? La actual deuda federal es de 3,5 billones de dólares. Aproximadamente 1,4 billones, el 40%, es propiedad de una u otra institución del gobierno federal. Es ridículo que un ciudadano se vea gravado por un brazo del gobierno federal (Hacienda) para pagar intereses y principal sobre deuda propiedad de otra institución del gobierno federal. Ahorraría mucho dinero al contribuyente y libraría al ahorro de mayor despilfarro, simplemente cancelar de golpe esa deuda. La supuesta deuda es simplemente una ficción contable que actúa de máscara sobre la realidad y proporciona un medio cómodo para engañar al contribuyente. Así, la mayoría de la gente piensa que la Administración de la Seguridad Social toma su cuota y la acumula, tal vez en una inversión segura y luego “devuelve” al ciudadano “asegurado” cuando cumple 65 años. Nada más lejos de la realidad. No hay seguro ni hay “fondo”, como sí habría en cualquier sistema de seguro privado. El gobierno federal simplemente toma las “primas” (impuestos) de la Seguridad Social del joven, las gasta en los gatos generales del tesoro y luego, cuando la persona cumple 65 años, grava a algún otro para pagar la “prestación del seguro”. la Seguridad Social, tal vez la institución más reverenciada en la política estadounidense, es también su mayor estafa. Es simplemente un gigantesco esquema de Ponzi controlado por el gobierno federal. Pero esta realidad se enmascara con la compra de bonos públicos por la Administración de la Seguridad Social, que luego el Tesoro gasta en lo que quiere. Pero el hecho de que la ASS tenga bonos públicos en su cartera y reciba intereses y pagos del contribuyente estadounidense le permite enmascararse como un negocio legítimo de seguro.
Así que cancelar los bonos en poder de instituciones federales reduce la deuda en un 40%. Yo defendería continuar repudiando toda la deuda de golpe y dejar que sus pedazos caigan donde puedan. El magnífico resultado sería una caída inmediata de 200.000 millones de dólares, con al menos la posibilidad de una recorte equivalente en impuestos.
Pero si este plan se considera demasiado radical, ¿Por qué no tratar al gobierno federal como se trata a cualquier quiebra privada (olvidando el Capítulo 11)? El gobierno es una organización, así que ¿por qué no liquidar los activos de esa organización para pagar a los acreedores (los tenedores de bonos públicos) un porción a prorrata de esos activos? Esta solución no costaría nada al contribuyente y, de nuevo, le aliviaría de 200.000 millones de dólares en pagos anuales de intereses. Se debería obligar al gobierno de EEUU entregar sus activos, venderlos en subasta y pagar luego a los acreedores de acuerdo con ello. ¿Qué activos del gobierno? Hay una gran cantidad de activos, de la TVA a los territorios nacionales a diversas estructuras como Correos. Los enormes cuarteles generales de la CIA en Langley, Virginia, darían una buena cantidad para suficientes viviendas en condominios para todos los trabajadores de Washington. Tal vez podríamos expulsar a la ONU de Estados Unidos, reclamar sus terrenos y edificios y venderlos como viviendas de lujo para los famosos del East Side. Otra casualidad de este proceso sería una privatización masiva de la tierra socializada del oeste de Estados Unidos y también del resto de Estados Unidos. Esta combinación de repudio y privatización haría mucho por reducir la carga fiscal, establecer una solidez fiscal y desocializar Estados Unidos.
Sin embargo, para seguir esta ruta primero tenemos que librarnos de la mentalidad mentirosa que confunde lo público y lo privado y que trata la deuda pública como si fuera un contrato productivo entre dos dueños de propiedades legítimas.
Publicado originalmente el 9 de mayo de 2016. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.
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