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lunes, 4 de enero de 2016

Los muchos colapsos del keynesianismo






Debería ser evidente para todos, menos para los más recalcitrantes defensores del keynesianismo que el estímulo no consiguió sus fines. La combinación de gasto descarado por parte del Congreso, los planes desesperados de reflotar el mercado inmobiliario, el intento de hacer transfusiones a las empresas con hemorragias con dinero de otros y la creación de billones en dinero artifical no han hecho nada por levantara a la economía de EEUU.
En realidad es todo lo contrario. Todos estos esfuerzos han impedido el ajuste de las fuerzas económicas al mundo posterior al auge. Y todos los recursos que consumió el estímulo se extrajeron del sector privado, porque debemos recordar siempre que el gobierno no tiene recursos propios. Todo lo que hace debe venir del pellejo de los productores privados y la ciudadanía en general, en el futuro, si no inmediatamente.
Es aburrido que tengamos que aprender otra vez esta lección, pues hace solo 38 años que experimentamos otro colapso más del paradigma keynesiano. El color de la teoría era un poco distinto en aquel entonces. Se suponía que la operaciones de ajuste fino del gobierno operaban de acuerdo con un modelo fijo en que había un equilibrio entre inflación y desempleo recesionista. Si el desempleo se hacía demasiado alto debido al lento crecimiento económico, se decía que la solución era sencilla: reflotar y afrontar los costes. Si el desempleo se convertía entonces en demasiado bajo por la recuperación, llevando a un “recalentamiento” como se decía entonces, la respuesta era desinflar.
Lo que trataba este equilibrio simple era de reducir las ideas opacas de Lord Keynes a su esencia de planificación centralizada y de evitar los interminables embrollos legislativos que plagaron los años del New Deal. Los keynesianos habían afirmado que el experimento de FDR en políticas contracíclicas no estuvo bien planificado ni administrado científicamente y por eso no funcionó como estaba planeado. Gracias a la claridad posbélica del nuevo y sencillo modelo, los keynesianos lo harían bien esta vez.
Ciertamente lo hicieron en términos políticos. En 1971, Richard Nixon había abolido los últimos vestigios del patrón oro, desligando finalmente al dólar de cualquier relación con el oro físico y dejándolo libre de flotar como una cometa con un hilo (o tal vez in el hilo). Se suponía que era el ideal keynesiano. No más limitaciones. No más reliquia bárbara. No más limitaciones a lo que los planificadores científicos en el gobierno podían o no hacer. Ahora podían actuar para conseguir la combinación socialmente óptima de inflación y desempleo. ¡El nirvana!
Ahora, tengamos en cuenta que era una proposición comprobable. Si había aquí en funcionamiento un equilibrio que el gobierno podía gestionar, no veríamos, por ejemplo, que aumentara el desempleo al tiempo que la inflación. En general, no habíamos visto esto en el pasado, es cierto. Durante la Gran Depresión, los precios siguieron cayendo (y gracias a Dios, pues fue lo único que nos salvó en todo el periodo). Hubo un ligero repunte de la inflación a mediados de la década de 1950, pero no fue suficiente como para disparar las alarmas.
Luego llegamos a 1973-1974. El desempleo era alto y aumentaba del 4% al 6% desde los mínimos de la recesión (y sí, era considerado alto en aquel momento). Al mismo tiempo, la inflación se disparaba a dobles dígitos. Así nació la recesión inflacionista. Era un animal que se suponía que no existía, de acuerdo con el modelo tal y como se entendía en aquel entonces.
Al escribir un ensaño ahora incluido en su gigantesca colección Economic Controversies, Murray Rothbard explicaba:
Este curioso fenómeno de inflación jactanciosa que se produce la mismo tiempo que una aguda recesión simplemente no se suponía que ocurriría en la visión keynesiana del mundo. Los economistas habían sabido siempre que o bien la economía está un periodo de auge, en cuyo caso lo precios subían, o estaba en una recesión o depresión marcada por el alto desempleo, en cuyo caso los precios caían. En el auge, el gobierno keynesiano se suponía que “absorbía el exceso de poder adquisitivo” aumentando los impuestos, de acuerdo con las prescripciones keynesianas (es decir se suponía que eliminaba gasto de la economía); en la recesión, por el contrario, se suponía que el gobierno aumentaba su gasto y su déficit, con el fin de impulsar el gasto en la economía. Pero si la economía tenía inflación y recesión con un duro desempleo al mismo tiempo ¿qué se suponía que tenía que hacer el gobierno? ¿Cómo podía pisar el acelerador económico y frenar al mismo tiempo?
Por supuesto, la respuesta era que el gobierno y sus políticos no podían hacerlo. Entonces se produjo el pánico y fue empleada cualquier teoría absurda conocida por el hombre para reducir el desempleo y la inflación a la vez. Pero había un problema. Los políticos siempre y en todo lugar son reacios a admitir errores en nada. Sin duda no había que culpar a la política monetaria, decían. Por el contrario, era la avaricia de los empresarios, la voracidad de los consumidores, el pánico de la población en general, cualquier cosa y todo era erróneo, excepto el propio gobierno.
Así que aunque el paradigma keynesiano había fracasado evidentemente, ¿quién estaba en el gobierno dispuesto a asumir la responsabilidad por este fracaso? Nadie. Por tanto las cosas se pusieron peor y la recesión inflacionista se convirtió en un modo de vida para los estadounidenses, hasta la indignación de finales de la década de 1970 que acabó llevando a Ronald Reagan a la presidencia.
Regan hizo campaña con un programa antikeynesiano. Incluso habló de reinstaurar un patrón oro. Dijo que recortaría impuestos y dejaría que la economía funcionara. Estas promesas se convirtieron en nada, pero parecía haber cierta conciencia entonces de que el gobierno no era capaz de navegar eternamente contra los vientos del mercado. Por supuesto, el mérito real  corresponde a Paul Volcker, nombrado por Carter. Como jefe de la Fed, planeó una reducción real en la oferta monetaria y rompió la espalda a la crisis. Pensemos en él como el anti-Greenspan o el anti-Bernanke.
Hoy reina el greenspanismo-bernankeísmo y ésa es la verdadera tragedia de nuestro tiempo. La Fed, el Tesoro, el presidente, los reguladores y el Congreso han hecho todo lo posible por reflotar, estimular, estabilizar y contrarrestar a las fuerzas del mercado. Como cabía esperar, han perdido la batalla. El desempleo sigue siendo escandalosamente alto y la inflación está de nuevo abriéndose paso al alza. Pero hay un problema aún más serio. En el curso de la estimulación de la economía, la Fed ha creado increíbles cantidades de dinero falso que ha llenado las arcas de sus mejores amigos en el sector bancario. Y estas falsas reservas parecen estar filtrándose ahora para causar terribles oleadas de inflación de precios.
Quienes echan la culpa de esto a Obama podrían considerar si cualquier republicano excepto Ron Paul no habría hecho exactamente lo mismo. La receta de Obama para la recuperación económica empezó en realidad bajo George Bush, exactamente igual que Hoover fue el primer new dealer. El problema es el hombre de la Casa Blanca, sin duda, pero no es el único problema. Lo principal es que (1) tenemos un sistema monetario y bancario que es socialista y por tanto utilizado por la élite en el poder para enriquecerse a nuestra costa y (2) la élite política se aferra a la pretensión keynesiana de que el gobierno es capaz de entablar una guerra contra las fuerzas del mercado. Por eso, y por el hecho de que el keynesianismo da poder a la élite, sigue repitiéndose esta historia patética y peligrosa.
En la economía de mercado, hay una tendencia a largo plazo a que los errores se corrijan y reemplacen por distintas prácticas sostenga la gente. En el gobierno hay una tendencia a largo plazo a seguir intentando lo mismo una y otra vez, sin que importe lo a menudo o mucho que fracase. Después de todo, el keynesianismo, como apunta Joseph Salerno, es la “economía del poder del estado”. Y eso nos lleva al problema fundamental: la entidad monopolística que gobierno y devasta la sociedad en su propio beneficio.

Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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