[Este artículo apareció por primera vez enModern Age para el otoño de 1973], y se recoge en el Capítulo 1 de El igualitarismo como una revuelta contra la Naturaleza y otros ensayos (Auburn: Mises Institute, 2000 [1974]), pp. 1-20.
Durante más de un siglo, generalmente se ha aceptado que es la Izquierda quien tiene a la moral, la justicia y el “idealismo” de su parte mientras que la oposición conservadora a esa Izquierda se ha limitado en buena medida a poner el acento en la “imposibilidad” de realizar esos ideales. Un punto de vista común, por ejemplo, es que el socialismo es fantástico “en teoría”, pero no puede “funcionar” en la práctica. Lo que los conservadores no ven es que aunque, en efecto, consigan rédito a corto plazo apelando a la imposibilidad de llevar a la práctica cambios radicales en el status quo, al ceder la ética y los “ideales” a la izquierda están condenándose a una derrota a largo plazo. Porque si desde el principio se deja que la ética y el “idealismo” sean patrimonio de la Izquierda ello equivale a garantizar que pueda hacer avanzar sus objetivos mediante cambios graduales que, al ir paulatinamente acumulándose, hacen que el estigma de la “inviabilidad” sea cada vez menos relevante. La oposición conservadora, al haber apostado toda su argumentación en el aparentemente firme baluarte de la “practicidad” (es decir, en la defensa del status quo) está condenada a la derrota conforme el status quo se vaya desplazando más y más hacia la izquierda. El hecho de que en la Unión Soviética se considere universalmente a los estalinistas recalcitrantes como “conservadores” es una broma divertida que con toda lógica se le hace al conservadurismo; en efecto, en Rusia los estatistas impenitentes son, aunque solo lo sean superficialmente, los depositarios de la “practicidad“ y los apegados al status quo.
Nunca ha estado el virus de la “practicidad” más generalizado que en los Estados Unidos porque, como los estadounidenses se consideran un pueblo “práctico”, aunque allí en un principio la oposición a la izquierda fuese más fuerte que en otros sitios, ha sido quizás menos firme en la defensa de sus principios. Ahora son los partidarios del libre mercado y de una sociedad libre quienes tienen que hacer frente a la común acusación de “no tener sentido práctico”.
En ningún aspecto se le ha reconocido a la Izquierda tan generosa y universalmente la justicia y la moralidad como en su adhesión a la igualdad. Es difícil encontrar en los Estados Unidos a alguien, especialmente a algún intelectual, que desafíe la belleza y la bondad del ideal igualitario. Está todo el mundo tan comprometido con ese ideal que su “impracticabilidad” —por el debilitamiento de los incentivos económicos que conlleva— ha sido casi la única crítica que se ha hecho hasta a los programas igualitarios más descabellados. El avance inexorable del igualitarismo es indicio suficiente de que los compromisos éticos no se pueden eludir; los muy “pragmáticos” estadounidenses, al tratar de evitar las doctrinas éticas, no pueden eludir exponerlas, pero ahora sólo pueden hacerlo de una forma inconsciente, ad hoc, y asistemática. La famosa ocurrencia de Keynes según la cual “los hombres prácticos, que se creen exentos de cualquier influencia intelectual, son por lo general esclavos de algún economista ya difunto“, es aún más cierta tratándose de juicios éticos y de teorías éticas.[1]
La incuestionable dimensión ética de la “igualdad” se puede observar incluso en la práctica diaria de los economistas quienes se ven a menudo atrapados en juicios de valor que les llevan a hacer declaraciones políticas ¿Cómo pueden hacerlo sin dejar de ser “científicos” y pretender que lo hacen sin prejuicios? En este asunto los economistas igualitaristas han emitido crasos juicios de valor con notoria impunidad. Algunas veces, lo han hecho a título personal, en otras, en nombre de la “sociedad”. Sin embargo, el resultado es el mismo. Consideremos, por ejemplo, al desaparecido Henry C. Simons. Tras criticar acertadamente diversos argumentos “científicos” avanzados en defensa de la progresividad en la tributación, se suma a los defensores de la progresividad fiscal de la siguiente manera:
La defensa de la progresividad fiscal debe fundamentarse en la lucha contra la desigualdad —sobre el juicio ético o estético de que la distribución de la riqueza y de los ingresos existentes revela un grado (y/o un tipo) de desigualdad que es claramente mala o rechazable—.[2]
Otra táctica característica puede extraerse de cualquier manual sobre finanzas públicas. Según el profesor John F. Due,
[El] argumento más poderoso en favor de la progresividad de los impuestos es el hecho de que el consenso de opinión en la sociedad actual ve la progresividad como necesaria para conseguir la equidad. Esto, a su vez, descansa en el principio según el cual el patrón de distribución de los ingresos, antes de impuestos, implica una desigualdad excesiva. Y esa desigualdad “puede condenarse por su intrínseca injusticia desde la perspectiva de los estándares comúnmente aceptados por la sociedad”.[3]
Sin embargo, tanto cuando los economistas avanzan audazmente sus propios juicios de valor como cuando creen que sus planteamientos reflejan los valores de la “sociedad”, su inmunidad a la crítica ha sido notable. Mientras que la franqueza en la proclamación de los valores de uno puede ser admirable, sin duda no es suficiente; en la búsqueda de la verdad no basta con proclamar los propios juicios de valor para que sean aceptados como si fueran las tablas de la ley y estuvieran exentos a la crítica y a evaluación intelectual ¿No debe acaso exigirse que esos juicios de valor respeten ciertos requisitos para que de alguna manera puedan considerarse como válidos, razonables, comprensibles y ciertos? Por supuesto que plantear tales consideraciones equivale a burlarse de los cánones modernos de laWertfreiheit pura que rige en las ciencias sociales desde Max Weber en adelante así como de la tradición filosófica aún más severa que postula la separación entre los “hechos” y los “valores”, pero tal vez haya llegado la hora de afrontar estas cuestiones esenciales. Supongamos, por ejemplo, que el juicio ético o estético del profesor Simons no fuera favorable a la igualdad, sino a un ideal social muy distinto. Supongamos, por ejemplo, que se hubiera mostrado partidario de la eliminación de todas las personas de baja estatura, de todos los adultos que midiesen menos de un metro ochenta de altura. Y supongamos también que hubiese escrito: “El argumento en pos de la liquidación de todas las personas de baja estatura se debe fundamentar en la lucha contra la gente bajita —sobre el juicio ético o estético de que la existencia de un gran número de adultos de baja estatura es claramente mala o rechazable—“. Uno se pregunta si la acogida brindada a las observaciones del profesor Simons por sus colegas economistas o sociólogos habría sido la misma. O bien, podemos igualmente ponderar los escritos del profesor Due de forma parecida en consideración a la “opinión de la sociedad actual” en la Alemania de la década de 1930 con respecto al tratamiento social de los Judíos. La cuestión es que en todos estos casos la conclusión lógica que se extrae de las observaciones de Simons o de Due habría sido exactamente la misma, aunque su acogida por parte de la comunidad intelectual estadounidense habría sido notoriamente distinta.
Mi objetivo hasta ahora ha sido doble: (1) mostrar que no es suficiente que un científico intelectual o social proclame sus juicios —que el valor de esos juicios debe ser racionalmente defendible y debe ser demostrable para que puedan ser válidos, coherentes y correctos: en resumen, que no deben tratarse como si estuvieran por encima de la crítica intelectual—; y (2) que el objetivo de la igualdad hace demasiado tiempo que ha venido considerándose de manera acrítica y axiomática como el ideal ético. Por eso, es típico que los economistas partidarios de programas igualitarios rara vez cuestionen su “ideal” aunque reconozcan sus posibles efectos desincentivadores sobre la productividad económica.[4]
Procedamos, pues, a una crítica del ideal igualitario en sí mismo considerado — ¿Debe reconocerse a la igualdad su estatus actual de ideal ético incuestionable?— En primer lugar, tenemos que negar la idea misma de que exista una separación radical entre algo que es “cierto en teoría” pero que “no es válido en la práctica”. Si una teoría es correcta, entonces tiene que funcionar en la práctica; si no funciona en la práctica, entonces es una mala teoría. La separación común entre la teoría y la práctica es artificial y falaz. Y eso es cierto en Ética y en cualquier ámbito. Si un ideal ético es inherentemente “poco práctico”, es decir, si no puede funcionar en la práctica, entonces es un pobre ideal y se debe desechar inmediatamente. Por decirlo con más precisión, si un objetivo ético viola la naturaleza del hombre y/o del universo y, por lo tanto, no puede operar en la práctica, entonces es un ideal malo y debe desestimarse como tal objetivo. Si el objetivo en sí mismo viola o es contrario a la naturaleza humana, entonces querer realizarlo es también una mala idea.
Supongamos, por ejemplo, que se hubiera adoptado como objetivo ético universal que todos los hombres fueran capaces de volar agitando sus brazos. Supongamos que generalmente se ha reconocido a los “pro-voladores” la belleza y la bondad de su objetivo, pero se ha criticado por ser algo “impracticable”. El resultado es una inagotable miseria social mientras la sociedad se empeña en conseguir que la gente vuele moviendo los brazos y los predicadores del aleteo hacen que la vida de todos sea mísera al acusarlos de ser demasiado flojos o demasiado pecadores para estar a la altura del ideal común. La crítica correcta en este caso es rechazar la bondad de ese objetivo “ideal”; señalar que el objetivo en sí es imposible en vista de la naturaleza física del hombre y del universo; y, por lo tanto, liberar a la humanidad de su esclavización el pos del logro de un objetivo que es inherentemente imposible y por ello algo objetivamente malo. Pero esta liberación nunca podrá ocurrir mientras los anti-voladores se queden solamente en el ámbito de lo “práctico” y concedan la ética y los “ideales” a los sumos sacerdotes del vuelo a brazo. La batalla se ha de dar en torno al núcleo del asunto —el de la presunta superioridad ética de una meta sin sentido—. Sostengo que lo mismo, puede decirse del ideal igualitario excepto que sus consecuencias sociales son mucho más perniciosas que el intento de conseguir que el hombre vuele sin ayuda. Y ello porque los condicionantes necesarios para lograr esa igualdad causarían mucho más daño a la humanidad.
¿Qué es en realidad la “igualdad”? El concepto ha sido invocado con mucha frecuencia pero se ha analizado poco. A y B son “iguales” si son idénticos entre sí con respecto a un atributo determinado. Por lo tanto, si Smith y Jones tienen exactamente seis pies de altura, entonces puede decirse que son “iguales” en estatura. Si dos palos son idénticos en longitud, entonces sus longitudes son “iguales”, etc… Luego solo hay una forma para que dos personas puedan realmente ser “iguales” en el más amplio sentido: deben ser idénticas en todos sus atributos. Esto significa, por supuesto, que la igualdad de todos los hombres —el ideal igualitario— sólo puede lograrse si todos los hombres son precisamente uniformes, precisamente idénticos con respecto a la totalidad de sus atributos. El mundo igualitario sería necesariamente un mundo de terrorífica ficción —un mundo de criaturas idénticas y sin rostro desprovisto de toda individualidad, variedad o especial creatividad—.
De hecho, es precisamente en el terror de ficción, donde las implicaciones lógicas de un mundo igualitario se han expuesto en su totalidad. El Profesor Schoeck ha resucitado para nosotros la representación de un mundo semejante en la novela británica anti-utópica “Facial Justice“de L.P. Hartley, en la que la envidia está institucionalizada por el Estado al encargarse éste de asegurar que los rostros de todas las niñas sean igual de bellos por medio de procedimientos médicos que se practican tanto a las chicas guapas como a las feas para dar a sus caras una apariencia uniforme.[5] Un cuento breve de Kurt Vonnegut ofrece una descripción más completa de una sociedad plenamente igualitaria. Así es como Vonnegut comienza su historia:
Harrison Bergeron: Era el año 2081, y todo el mundo era por fin igual. No sólo eran iguales ante Dios y la ley. Eran iguales en todos los sentidos. Nadie era más listo que nadie. Nadie era más guapo que nadie. Nadie era más fuerte o más rápido que nadie. Toda esa igualdad se debió a las Enmiendas a la Constitución números 211, 212 y 213 y a la incesante vigilancia de los agentes del Descapacitador General de los Estados Unidos.
El “descapacitador” funcionaba en parte como sigue:
Hazel tenía una inteligencia perfectamente normal, lo que significaba que no podía pensar en nada excepto en breves ráfagas. Y aunque la inteligencia de George estaba muy por encima de la media, tenía un pequeño radio-transmisor de discapacidad mental en el oído. Estaba obligado por ley a llevarlo en todo momento. Se sintonizaba a un transmisor del Estado. Cada veinte segundos más o menos, el transmisor enviaba un breve pero agudo ruido para impedir que los que eran como él pudieran injustamente aprovecharse haciendo uso de su cerebro.[6]
El horror que todos sentimos instintivamente ante historias como ésas responde a nuestro reconocimiento intuitivo de que los hombres no son uniformes, que la especie, la humanidad, está caracterizada por un alto grado de variedad, de diversidad, de diferenciación; en definitiva, por la desigualdad. Una sociedad igualitaria sólo puede aspirar a lograr sus objetivos por métodos totalitarios de coacción; e, incluso en ese caso, todos creemos y esperamos que el espíritu humano del hombre individual se alce y frustre cualquier intento dirigido a lograr un mundo que sería un hormiguero. En resumen, la representación de una sociedad igualitaria es propia de una ficción del género de terror ya que, cuando las consecuencias de un mundo así se explican en su totalidad, reconocemos que un mundo como ése y los intentos dirigidos a implantarlo son profundamente anti-humanos; y lo son en el sentido más profundo, la meta igualitaria es por lo tanto un mal y cualquier intento dirigido a conseguirla se debe considerar también como algo malo.
El gran hecho de la diferenciación individual y la variabilidad (es decir, de la desigualdad) es evidente a lo largo de toda la experiencia humana; de ahí el general reconocimiento de la naturaleza anti-humana de un mundo de uniformidad forzada. Social y económicamente, esa variabilidad se manifiesta en la división universal del trabajo y en la “Ley de Hierro de la Oligarquía” —la idea de que, en cada organización o actividad, unos pocos (generalmente los más capaces y/o los más motivados) acabarán siendo los líderes mientras la masa, integrada por todos los demás miembros, llenará las filas de sus seguidores—. En ambos casos, se da el mismo fenómeno —el éxito excepcional o liderazgo en cualquier actividad se alcanza por lo que Jefferson denominó “la aristocracia natural”—los que están más en sintonía con esa actividad—.
El registro secular de desigualdad parece indicar que esta variabilidad y diversidad tiene sus raíces en la naturaleza biológica del hombre. Pero es precisamente esa conclusión sobre la biología y la naturaleza humana la que les resulta más irritante de todas las posibles a los igualitaristas. Incluso a ellos les sería difícil negar el registro histórico, pero su respuesta es que “la cultura” ha sido la culpable; y como, obviamente, sostienen que la cultura constituye puramente un acto de voluntad, el objetivo de cambiar la cultura y de inculcar igualdad a la sociedad les parece algo que se puede alcanzar. En esta cuestión, los igualitaristas se desprenden de cualquier pretensión de prudencia científica; ni siquiera reconocen a la biología y a la cultura como influencias que interactúan entre sí. La biología debe excluirse rápidamente y por completo.
Consideremos un ejemplo que es deliberadamente bastante frívolo. Supongamos que tras observar nuestra cultura concluimos que por lo común “las pelirrojas tienen mucho carácter y son por ello más excitables“. Aquí hay un juicio de desigualdad, la conclusión de que las pelirrojas, como grupo, tienden a diferir de la población que no tiene ese atributo, la de las mujeres no pelirrojas. Supongamos, entonces, que los sociólogos igualitaristas estudian el problema, y se encuentran con que en efecto las pelirrojas sí que tienden a ser más excitables que las que no lo son en una medida que es estadísticamente significativa. Pero en vez de admitir la posibilidad de que exista algún tipo de diferencia biológica, los igualitarios se apresurarán a añadir que la responsable de este fenómeno es la “cultura”: el “estereotipo” generalmente aceptado de que las pelirrojas son excitables se habría inculcado a cada niña pelirroja desde temprana edad, y ella simplemente habría interiorizado esos juicios y actuaría en la forma que la sociedad espera de ella. En síntesis, la cultura predominante en el mundo de los no pelirrojos habría “lavado el cerebro” de las niñas pelirrojas.
Sin negar la posibilidad de que un proceso de ese tipo pueda ocurrir, esta queja tan habitual parece decididamente poco probable si la analizamos racionalmente. El espantajo de la cultura que agitan los defensores del igualitarismo supone implícitamente que la “cultura” procede de algún sitio y se va depositando al azar, sin ninguna referencia a los hechos sociales. La idea de que “las pelirrojas son fuertes de carácter” no es algo que surja de la nada, no dimana de un mandamiento divino ¿De dónde surgió entonces esa idea y cómo es que se extendió hasta convertirse en una idea generalmente aceptada? Uno de los mecanismos favoritos de los igualitarios es atribuir todas las características diferenciadoras que identifican a los miembros de un grupo a oscuros impulsos psicológicos. El público tendría una necesidad psicológica de acusar a algún grupo social de excitabilidad y las pelirrojas se convirtieron en el chivo expiatorio. Pero ¿Por qué eligieron a las pelirrojas? ¿Por qué no a las rubias o a las morenas? Una horrible sospecha comienza a hacerse visible: quizás las pelirrojas fueron señaladas porque eran y son de hecho más excitables y, por tanto, los “estereotipos” sociales son simplemente una general constatación de hechos de la realidad. Sin duda esta explicación se ajusta mucho más a los datos y a los procesos en acción y es además una explicación mucho más simple. Considerada objetivamente, parece que es una explicación mucho más razonable que la idea de que sea la cultura el coco al que arbitrariamente hay que atribuírselo. De ser esto así, podríamos concluir que las pelirrojas son biológicamente más excitables y que la propaganda de los igualitaristas dirigida contra ellas instándolas a ser menos excitables constituye un intento de inducir a las pelirrojas a actuar de una forma contraria a su naturaleza; por lo tanto, es esa propaganda lo que puede calificarse con más propiedad de “lavado de cerebro”.
Esto no quiere decir por supuesto, que la sociedad nunca cometa errores y que siempre acierte cuando identifica a un grupo y que sus conclusiones siempre vengan respaldadas por la realidad. Pero me parece que la carga de la prueba recae mucho más en los igualitaristas que en el bando de los presuntos ignorantes que defienden lo contrario,
Como los igualitaristas comienzan con el axioma apriorístico de que todas las personas y por lo tanto todos los grupos son uniformes e iguales, se sigue entonces que para ellos todas y cada una de las diferencias grupales basadas en el estatus, prestigio o autoridad que rigen en una sociedad deben ser resultado de una injusta “opresión” y una irracional “discriminación”. La prueba estadística de la “opresión” de las pelirrojas podría obtenerse de una forma que nos es muy familiar en la vida política norteamericana; podría demostrarse, por ejemplo, que el promedio de los ingresos de las pelirrojas es inferior a la de las no pelirrojas, y, además, que la proporción de pelirrojas que son ejecutivas de empresas, profesoras universitarias, o congresistas está por debajo de la cuota que representan en la población en su conjunto. La manifestación más reciente y notable de este tipo de pensamiento cuotal puede verse en el movimiento impulsado por McGovern en laConvención Demócrata de 1972. Se identifica a algunos grupos y se dice que han sido “oprimidos” porque en las convenciones políticas del pasado obtuvieron un número de delegados que estaba por debajo de la cuota que proporcionalmente representaban en la población en su conjunto. Fueron en particular las mujeres, los jóvenes, los negros y los chicanos (o el llamado Tercer Mundo) los individualizados como grupos oprimidos; como resultado, el Partido Demócrata, bajo la guía del pensamiento igualitario y de cuotas, hizo caso omiso de las decisiones de los votantes para imponer la debida representación cuotal atribuida a esos particulares grupos.
En algunos casos, el distintivo de “oprimido” era una construcción casi ridícula. Así la idea de que los jóvenes de 18 a 25 años de edad habían sido “insuficientemente representados” podría haberse colocado en la perspectiva correcta por medio de una reducción al absurdo. Seguramente algún apasionado reformador McGovernita podría haber puesto de relieve la penosa “infra-representación” de los niños de cinco años en la convención e instado que se reconociera de inmediato al bloque de los niños de hasta cinco años de edad el número de los delegados que le correspondían. Para comprender que los jóvenes consiguen alcanzar una posición en la sociedad a través de un proceso de aprendizaje solo hay que tener un poco de perspicacia social y biológica y cierto sentido común; los jóvenes tienen menos conocimientos y tienen menos experiencia que los adultos maduros, por lo que debe quedar claro por qué tienden a alcanzar un estatus y autoridad inferiores a los de sus mayores. Pero aceptar esto equivale a poner sustancialmente en duda el credo igualitario; además, supondría violentar el culto a la juventud que ha sido durante mucho tiempo un grave problema de la cultura americana. Y es por ello por lo que los jóvenes han sido debidamente designados como una “clase oprimida”, y la coacción de su cuota de población se concibe sólo como justa reparación por su condición previa de explotados.[7]
Las mujeres son otra “clase oprimida”, recientemente descubierta y el hecho de que los hombres que han sido o son delegados políticos esté habitualmente muy por encima del 50 % se tiene ahora como signo evidente de la opresión de aquéllas. Los delegados de las convenciones políticas provienen de las filas de los activistas del partido, y ya que las mujeres no han sido tan activas políticamente como los hombres, su número ha sido comprensiblemente más bajo. Pero, frente a este argumento, en Estados Unidos las crecientes fuerzas del movimiento de “liberación de la mujer” vuelven una vez más a recurrir al argumento talismán del “lavado de cerebro” de nuestra “cultura”. Pero como no pueden negar el hecho de que todas las culturas y civilizaciones de la Historia, desde las más primitivas a las más complejas, han sido dominadas por hombres (en su desesperación, últimamente han intentado contrarrestar este argumento con fantasías sobre el poderoso imperio de las amazonas). Su respuesta una vez más es que desde tiempo inmemorial una cultura dominada por los hombres ha lavado el cerebro de las mujeres para que se limitaran a la crianza, al hogar y al ámbito de lo doméstico. La tarea de los liberacionistas es efectuar una revolución en la condición femenina mediante un puro acto de voluntad, por medio de la “elevación de la conciencia”. Si la mayoría de las mujeres sigue realizando tareas domésticas, esto sólo revela una “falsa creencia” que debe extirparse.
Por supuesto, se pasa por alto el hecho de que en la práctica los hombres han conseguido dominar en todas las culturas, lo que constituye en sí mismo una demostración de la “superioridad” de lo masculino; porque si ambos sexos son iguales ¿Cómo es que la dominación masculina se dio en todos los casos? Pero aparte de esta cuestión, se está airadamente desechando y negando la biología misma. Para ellos no hay, no puede haber y no debe haber diferencias biológicas entre los sexos; todas las diferencias, ya sean históricas o del presente, se deben al lavado de cerebro cultural. En su brillante refutación a la activista del movimiento de liberación femenina Kate Millett, Irving Howe esboza varias diferencias biológicas importantes entre los sexos, las diferencias son lo suficientemente importantes como para tener efectos sociales duraderos. Son: (1) “la distintiva experiencia femenina de la maternidad”, incluido lo que el antropólogo Malinowski llama una “conexión íntima e integral con el niño … asociada a efectos fisiológicos y a emociones intensas“; (2) “los componentes hormonales de nuestros cuerpos que no solo son distintos para cada sexo sino que también lo son en función de la edad de los miembros de cada sexo“; (3) “las diferentes aptitudes para el trabajo causadas por una distinta musculatura y control físico“; y (4) “las consecuencias psicológicas inherentes a las distintas posibilidades abiertas a cada sexo“, en particular, “la distinción fundamental entre los roles sexuales activo y pasivo“, asignados biológicamente a los hombres y a las mujeres respectivamente.[8]
Howe continúa señalando que la Dra. Eleanor Maccoby admite en su estudio de la inteligencia femenina que:
es muy posible que existan factores genéticos que diferencien a los dos sexos y que afecten a su rendimiento intelectual … Por ejemplo, hay buenas razones para creer que los niños son por naturaleza más agresivos que las niñas —y me refiero a agresivos en su sentido más amplio, no sólo en cuanto a la lucha, sino también de dominación e iniciativa— y si esta cualidad es la que subyace en el crecimiento posterior del pensamiento analítico, en cuyo caso los niños tienen una ventaja que las niñas … encontrarán difícil superar.
La Dra. Maccoby añade que “si se probase a separar la educación infantil entre hombres y mujeres, podríamos descubrir que ellas tienen que esforzarse más que los hombres para desarrollar esa faceta“.[9]
El sociólogo Arnold W. Green destaca la reiterada aparición de lo que los igualitaristas denuncian como “estereotipados roles sexuales” hasta en las comunidades más estrictamente comprometidas, desde sus orígenes, con el ideal igualitario. A tal efecto, cita la experiencia histórica de los kibutzim de Israel:
El fenómeno es mundial: las mujeres se concentran en los campos que requieren, por separado o en combinación, habilidades de ama de casa, paciencia y rutina, destreza manual, atractivo sexual, contacto con niños. La generalización es válida para el kibutz israelí, con su declarado ideal de igualdad entre sexos. Una “regresión” a una separación de “trabajo de mujeres” y “trabajo de hombres” se produjo en la división del trabajo, estado de cosas que se hizo extensivo a otros asuntos. Considerando en su conjunto el contenido de ambos sexos el kibutz está dominado por los hombres y las actitudes masculinas tradicionales.[10]
Irving Howe percibe infaliblemente que en la raíz del movimiento de liberación de las mujeres se encuentra el resentimiento contra la existencia misma de la mujer como entidad diferenciada:
Lo que parece perturbar a la Señorita Millett no son sólo las injusticias que las mujeres han sufrido o las discriminaciones de las que siguen siendo objeto. Lo que le preocupa por encima de todo… es la mera existencia de la mujer. A la Srta. Millett no le gusta el carácter distintivo psico-biológico de la mujer y no irá más allá de reconocer — ¿Qué alternativa le queda para su desgracia?— las diferencias ineludibles de la anatomía. Odia la perversa negativa de la mayoría de las mujeres a reconocer la magnitud de su humillación, la dependencia vergonzosa que muestran con respecto a hombres (no muy independientes) y le vuelve loca la idea de que experimenten placer cocinando para el “grupo dominante” y limpiando las narices de sus mocosos. Le da rabia la idea de que este tipo de roles y actitudes estén biológicamente determinados, ya que la sola idea de lo biológico le parece una forma de reducir para siempre a las mujeres a la condición de subordinadas que ella en cambio atribuye a la “cultura” la cual ha erigido una serie de costumbres, ultrajes y males que se han convertido en una fuerza más inamovible y ominosa que la biología misma.[11]
En una aguda crítica del movimiento de liberación de la mujer, Joan Didion concluye que en sus raíces no es resultado únicamente de una rebelión contra la biología, sino que también constituye una rebelión contra la “organización misma de la naturaleza” en sí misma considerada:
Si la necesidad de la reproducción convencional de la especie parece injusta para las mujeres, entonces trascendamos por medio de la tecnología “la organización misma de la naturaleza”, la opresión, que como dijo Shulamit Firestone, “se remonta a través de la historia al reino animal“. Finalmente Margaret Fuller dijo “Sí, acepto el Universo“, Shulamit Firestone nunca lo hizo.[12]
A lo que uno se siente tentado a contestar parafraseando la amonestación de Carlyle: “Pardiez, señora, más le vale hacerlo“.
Otra rebelión contra las normas sexuales biológicas, así como contra la diversidad natural, ha sido la creciente defensa que los intelectuales de izquierda hacen de la bisexualidad. La evitación de una “rígida y estereotipada” heterosexualidad y la adopción de la bisexualidad indiscriminada se supone que debe ampliar la conciencia y eliminar las distinciones “artificiales” entre los sexos para que todas las personas de manera sencilla y unisexual se vean a sí mismas como “seres humano”. Una vez más, el lavado de cerebro de la cultura dominante (en este caso, heterosexual) ha supuestamente oprimido a una minoría homosexual y ha bloqueado la uniformidad y la igualdad inherentes a la bisexualidad. Sin ella cada individuo podría alcanzar su más plena “humanidad” en esa “polimorfa perversidad” que es tan cara a los corazones de distinguidos filósofos sociales de la Nueva Izquierda como son Norman O. Brown y Herbert Marcuse.
Que la biología se yergue como una roca frente a las fantasías igualitarias es algo que se ha hecho cada vez más evidente en los últimos años. Las investigaciones del bioquímico Roger J. Williams han subrayado en repetidas ocasiones la variada gama de diversidad individual presente en todo organismo humano. Es por ello que:
Los individuos difieren entre sí, incluso en los más mínimos detalles de su anatomía así como en la química y física de su cuerpo; en las huellas dactilares de manos y pies; en la textura microscópica del pelo; en el patrón de pilosidad del cuerpo; en las crestas y “lunas” de los dedos y de las uñas de los pies; en el espesor de la piel, en su color, en su tendencia a que se le hagan ampollas; en la distribución de las terminaciones nerviosas de la superficie del cuerpo; en el tamaño y forma de las orejas, de los canales del oído o de los canales semicirculares; en la longitud de los dedos; en la forma de sus ondas cerebrales (de los pequeños impulsos eléctricos emitidos por el cerebro); en el número exacto de músculos de sus cuerpos; en el funcionamiento de su corazón; en la resistencia de sus vasos sanguíneos; en su grupo sanguíneo; en la velocidad de coagulación de la sangre —y así sucesivamente casi hasta el infinito—.
Ahora sabemos mucho sobre cómo funciona la herencia y sobre cómo, no sólo es posible, sino seguro, que todo ser humano posee, en virtud de su herencia, un mosaico extremadamente complejo, compuesto de miles de elementos, que son únicos y lo distinguen solo a él.[13]
La base genética de la desigual inteligencia también se ha convertido en algo cada vez más evidente, a pesar del abuso emocional acumulado sobre tales estudios por colegas científicos y por el público en general. Los estudios de gemelos idénticos criados en ambientes en abierto contraste han sido una de las formas en que se ha llegado a esta conclusión; y el profesor Richard Herrnstein ha estimado recientemente que el 80 por ciento de las variaciones de la inteligencia humana son de origen genético. Herrnstein concluye que cualquier intento político orientado a proporcionar igualdad ambiental a todos los ciudadanos intensificará el grado de las diferencias socioeconómicas provocadas por la variabilidad genética.[14]
La revuelta igualitaria contra la realidad biológica, siendo importante como es, forma parte de una revuelta más profunda: en contra de la estructura ontológica de la realidad misma; contra la “organización misma de la naturaleza”; contra el universo como tal. En el corazón de la Izquierda igualitaria se encuentra la creencia patológica de que no hay ninguna estructura de la realidad; que todo el mundo es una tábula rasa que se puede cambiar en cualquier momento en cualquier dirección deseada por el mero ejercicio de la voluntad humana —en una palabra, que la realidad puede ser instantáneamente transformada por el mero deseo o capricho de los seres humanos—. Sin duda, este tipo de pensamiento infantil anida en el corazón de Herbert Marcuse cuando niega apasionada y por completo la estructura de la realidad existente y pretende transformarla en lo que él adivina que es su verdadero potencial.
En ninguna parte es el ataque de la Izquierda a la realidad ontológica más evidente que en los sueños utópicos de lo que la futura sociedad socialista debe ser o será algún día. En el futuro socialista de Charles Fourier, en palabras de Ludwig von Mises:
Todas las bestias dañinas habrán desaparecido, y en su lugar habrá animales que ayudarán al hombre a realizar su trabajo, y que hasta llegarán a hacer su trabajo por él. Un anti-castor se encargará de la pesca; una anti-ballena impulsará a los veleros como en un mar en calma; un anti-hipopótamo remolcará los barcos río arriba. En lugar de un león habrá un anti-león, un corcel maravillosamente veloz, sobre cuya espalda el jinete se sentará tan cómodamente como en un coche de buena suspensión. “Será un placer vivir en un mundo con tales siervos”.[15]
Además, según Fourier, hasta los mismos océanos contendrán limonada en vez de agua salada.[16]
Del mismo modo fantasías absurdas están en la raíz de la utopía marxista del comunismo. Liberado de los supuestos límites de la especialización y la división del trabajo (la base de cualquier producción por encima del nivel más primitivo y por lo tanto de cualquier sociedad civilizada), cada persona en la utopía comunista desarrollaría plenamente todas sus capacidades en cada dirección.[17] Como Engels y que escribió en su Anti-Dühring, el comunismo le daría “a cada individuo la oportunidad de desarrollar y ejercer todas sus facultades, físicas y mentales, en todas las direcciones“.[18] Lenin en 1920 esperaba la “la educación, la enseñanza y la capacitación de las personas serían sustituidas por un desarrollo integral y una formación integral que haría que la gente fuera capaz de hacer cualquier cosa. El comunismo está marchando y debe marchar hacia esa meta y la alcanzará“.[19]
En su crítica mordaz de la visión comunista, Alexander Gray señala:
Que cada persona debe tener la oportunidad de desarrollar todas sus facultades, físicas y mentales, en todas las direcciones, es un sueño que solo puede excitar la imaginación del simple que ignora las restricciones que imponen los estrechos límites de la vida humana. Porque la vida implica una serie de elecciones y cada elección es al mismo tiempo una renuncia.
Incluso el habitante del futuro país de las hadas de Engels tendrá que decidir tarde o temprano, si quiere ser el arzobispo de Canterbury o Primer Lord de los Mares, si debe intentar destacar como violinista o como púgil, si debe elegir entre saberlo todo sobre literatura china o sobre las ocultas páginas de la vida de una caballa.[20]
Por supuesto, una manera de tratar de resolver este dilema es fantasear que el Hombre Nuevo comunista del futuro será un superhombre, superhombre en sus habilidades para trascender la naturaleza. William Godwin pensó que, una vez que la propiedad privada se aboliera, el hombre se convertiría en inmortal. El teórico marxista Karl Kautsky afirmó que en la futura sociedad comunista, “un nuevo tipo de hombre se alzará… un superhombre… un hombre exaltado“. Y León Trotsky profetizó que bajo el comunismo:
Uno se hará incomparablemente más fuerte, más sabio, más fino. Su cuerpo más armonioso, sus movimientos más rítmicos, su voz más musical…. El promedio humana se elevará al nivel de un Aristóteles, un Goethe, un Marx. Por encima de esas cimas se levantarán nuevos picos.[21]
Comenzamos considerando la común opinión de que los igualitaristas, a pesar de su poco sentido práctico, gozan del favor de la ética y de la moralidad. Terminamos concluyendo que los igualitaristas, aunque sean individuos inteligentes, niegan la base misma de la inteligencia y de la razón humana: la identificación de la estructura ontológica de la realidad, de las leyes de la naturaleza humana y del universo. Y al hacerlo, se comportan como niños muy malcriados, que rechazan la estructura de la realidad en pos de la rápida materialización de sus absurdas fantasías. No sólo demuestran ser unos malcriados sino también que son gente muy peligrosa porque el poder de las ideas es tal que los igualitarios pueden llegar a destruir el universo mismo del que reniegan y que quieren cambiar y extender; y pueden conseguir que el universo se estrelle estrepitosamente. Como sus métodos y fines niegan la estructura misma de la humanidad y del universo, son profundamente anti-humanos por lo que sus ideas y acciones también se pueden calificar como profundamente malignas. Los igualitaristas no tienen a la ética de su lado a menos que uno sostenga que la destrucción de la civilización, e incluso de la propia raza humana, merece la corona de laurel de una elevada y loable moralidad.
[1] John Maynard Keynes, “General Theory of Employment, Interest and Money“ (Nueva York: Harcourt, Brace, 1936), p. 383.
[2] Henry C. Simons, “Personal Income Taxation“ (1938), pp 18-19, citado en Walter J. Blum y Harry Kalven, Jr., “The Uneasy Case for Progressive Taxation“. (Chicago: University of Chicago Press, 1953), p . 72.
[3] John F. Due, “Government Finance“ (Homewood, Ill .: Richard D. Irwin, 1954), pp. 128-29.
[4] Por lo tanto:
Una tercera línea argumental contra la progresividad y, sin duda, la que ha recibido la mayor atención, es que reduce la productividad económica de la sociedad. Prácticamente todos los que han abogado por la progresividad del impuesto sobre la renta han reconocido esto como una consideración de peso que actúa en sentido contrario (Blum y Kalven, “The Unease Case for Progressive Taxation“, p. 21) ¡Otra vez lo “ideal” frente a lo “práctico”!
[5] Helmut Schoeck, “Envy“ (Nueva York: Harcourt, Brace y World, 1970), pp. 149-55
[6] Kurt Vonnegut, Jr., “Harrison Bergeron” en “Welcome to the Monkey House“ (Nueva York: Dell, 1970), p. 7.
[7] Los igualitaristas, entre sus demás actividades, han estado muy ocupados “corrigiendo” el idioma Inglés. El uso de la palabra “chica”, por ejemplo, se considera ahora como un término peyorativo que degrada gravemente a las jóvenes féminas y da a entender su sumisión natural a los adultos. Como resultado, los igualitaristas de izquierda ahora se refieren a las niñas de prácticamente cualquier edad como “mujeres”, y podemos confiadamente esperar que algún día leeremos algo acerca de las actividades de “una mujer de cinco años de edad”.
[8] Irving Howe, “The Middle-Class Mind of Kate Millett” Harper (diciembre de 1970): 125-26.
[9] Ibíd., P. 126.
[10] Arnold W. Green, “Sociology“ (6a ed, Nueva York:. McGraw-Hill, 1972), p. 305. Green cita el estudio de A.I. Rabin: “The Sexes: Ideology and Reality in the Israeli Kibbutz“, en GH Seward y R.G. . Williamson, eds, “Sex Roles in Changing Society“ (Nueva York: Random House, 1970), pp 285 a 307.
[11] Howe, “The Middle-Class Mind of Kate Millett” p. 124.
[12] Joan Didion, “The Women’s Movement“, New York Times Review of Books (30 de julio de 1972), p. 1.
[13] Roger J. Williams, “Free and Unequal“ (Austin: University of Texas Press, 1953), pp 17, 23. Véase también por Williams “Biochemical Individuality“. (Nueva York: John Wiley, 1963) y “You are Extraordinary“ (Nueva York: Random House, 1967).
[14] Richard Herrnstein, “IQ” Atlantic Monthly (septiembre de 1971).
[15] Ludwig von Mises, “Socialism: An Economic and Sociological Analysis“(New Haven, Conn .: Yale University Press, 1951), pp 163-64.
[16] Ludwig von Mises, “Human Action“ (New Haven, Conn .: Yale University Press, 1949), p. 71. Mises cita el primer y cuarto volúmen de “Oeuvres complètes“ de Fourier.
[17] Para más información sobre la utopía comunista y la división del trabajo, véase Murray N. Rothbard, “Freedom, Inequality, Primitivism, and the Division of Labor“ (“Libertad, Desigualdad, Primitivismo, y la desaparición de la división del trabajo entre la gente (cap. 16, este volumen)).
[18] Citado en Alexander Gray, “The Socialist Tradition“ (Londres: Longmans, Green, 1947), p. 328.
[19] Las cursivas son de Lenin. V.I. Lenin, “Left Wing Comunism: An Infantile Disorder“ (Nueva York: International Publishers, 1940), p. 34.
[20] Gray, “The Socialist Tradition“, p. 328.
[21] Citado en Mises, “Socialism: An Economic and Sociological Analysis“ p. 164
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