Un día de 1959, cientos de estudiantes, educadores y personas importantes llenaban hasta los topes la enorme aula magna de la Universidad de Buenos Aires, desbordándose en dos aulas cercanas. Argentina todavía estaba tambaleante por el reinado depresidente populista Juan Perón, que había sido derrocado cuatro años antes. Las políticas económicas de Perón se suponía que darían el poder y alzarían al pueblo, pero solo crearon pobreza y caos. Tal vez los hombres y mujeres en ese auditorio estuvieran preparados para un mensaje distinto. Sin duda recibieron uno.
Un digno hombre mayor se presenta ante ellos y les da un mensaje valiente y vigoroso: lo que de verdad da el poder y alza al pueblo es el capitalismo, el muy denostado sistema económico que deriva de la propiedad privada de los medios de producción.
Este hombre, Ludwig von Mises, había sido el principal defensor mundial del capitalismo durante medio siglo, así que su mensaje estaba muy bien construido. No era solo un genio creativo, sino un soberbio educador, que reducía el capitalismo a las características esenciales que creía que todo ciudadano necesitaba conocer. Como ha recogido su esposa, Margit, el efecto sobre la masa fue estimulante. Después de pasar años en una atmósfera intelectual de ideas obsoletas y estancadas: “La audiencia reaccionó como si se hubiera abierto una ventana y se hubiese permitido que aire fresco pasara por las aulas”.
Este discurso fue el primero de una serie cuyas transcripciones se recogen en el libro Política económica (Seis lecciones sobre capitalismo), editado por Margit.
Vida (y muerte) antes del capitalismo
Para demostrar en su discurso lo revolucionario que fue en la historia mundial el advenimiento del capitalismo, Mises lo comparaba con lo que llamaba los principios feudalistas de la producción en las primeras etapas de Europa.
El sistema feudal se caracterizaba por la rigidez productiva. Poder, ley y costumbre prohibían a las personas abandonar su situación en el sistema económico y pasar a otra. Los siervos campesinos estaban irrevocablemente ligados a la tierra que trabajaban, que a su vez estaba inevitablemente ligada a sus señores nobles. Príncipes y gremios urbanos limitaban estrictamente la entrada en sectores completos e impedían la aparición de otros nuevos. Casi todos los papeles productivos en la sociedad eran castas. Esta rigidez productiva se traducía en rigidez socioeconómica o “inmovilidad social”. Como recordaba Mises a su audiencia argentina:
El estatus social de un hombre estaba fijado desde el inicio hasta el fin de su vida: lo heredaba de sus antecesores y nunca cambiaba. Si había nacido pobre, permanecía siempre pobre y si nacía rico (un señor o un duque) mantenía su ducado y la propiedad unida a él durante el resto de su vida.
Más del 90% de la población se dedicaba a la producción de comida, para conseguir a duras penas sostener sus propias familias y contribuir a los banquetes de sus protectores dominantes y parásitos. También tenían que fabricarse su propia ropa y otros bienes de consumo en casa. Así que la producción era en buena parte autárquica y no especializada. Como destacaba Mises, la pequeña cantidad de fabricación especializada que existía en los pueblos se dedicaba sobre todo a la producción de bienes de lujo para la élite.
A partir de la Edad Media Central, la producción en Europa occidental fue mayor y la persona media era mucho menos probable que fuera un esclavo que durante la antigüedad y la Alta Edad Media. Pero el sistema económico seguía fijo y moribundo, el hombre común no tenía esperanza de progresar más allá de una vida que se movería entre la simple subsistencia y el hambre.
Y en el siglo XVIII, en Holanda e Inglaterra, decía Mises, multitudes estaban al borde de la desesperación, porque la población había crecido por encima del terreno disponible entonces para emplearlos y sustentarlos.
Fue ahí y entonces cuando el capitalismo entró en escena, salvando millones de vidas y mejorando enormemente la vidas de millones más.
Pueden adivinarse cuatro características propias del capitalismo en el discurso de Mises. Lo que sigue es una exposición de estas características, que pueden considerarse como, por parafrasear a Richard Feynman, “Mises en cuatro partes sencillas”.
Es importante señalar que, como advertía Mises en otro lugar, lo que apreció en el siglo XVIII y se desarrolló a continuación nunca fue un mercado libre puro. Así que las siguientes características nunca han sido universales. Pero estas características sí entraron en juego más extensamente en este periodo que nunca antes.
Una: Producción dinámica
Bajo lo que Mises llamaba “principios capitalistas de producción”, la rigidez productiva feudal se ve remplazada por la flexibilidad productiva y la libre entrada. No hay privilegios legales que protejan a nadie en el sistema de producción. Señores y gremios no pueden excluir nuevos productos e innovaciones. Y capital, productos y ganancias de empresarios advenedizos se garantizan frente a la codicia de los príncipes y la envidia de los afectados.
Por supuesto, la libre entrada equivale a poco sin la correspondiente libre salida. Con el capitalismo, los campesinos eran libres para dejar sus campos y antiguos amos en busca de oportunidades en los pueblos. Y los propietarios son libres de vender o poner en alquiler sus terrenos y otros recursos al mejor postor. (Aunque durante la transición entre la producción feudal y la capitalista, realmente deberían haber sido los campesinos los que realizaran las ventas y los alquileres, ya que se merecían la indemnización nunca percibida por sus pasadas servidumbres y expropiaciones).
La libre entrada/salida es el corolario lógico de la libertad: autopropiedad y propiedad privadas no violadas. Es la libertad de una persona para poner su trabajo y ganancias en cualquier uso productivo que considere ventajoso, independientemente a las pretensiones de privilegio de los intereses creados.
Bajo el capitalismo los nobles ya no pueden confiar en una fuerza laboral cautiva y en una base de “clientes” o disfrutar de la imposibilidad de que los recursos sean comprados por productores más eficientes. Estos barones ladrones convertido en barones territoriales ya no podían dormirse en los laureles de una conquista armada pretérita.
Mises identificaba el resentimiento de este hecho como una fuente original del anticapitalismo, que se originó por tanto, no con el proletariado, sino con la aristocracia terrateniente. Citaba la consternación de los junkers prusianos de Alemania sobre elLandflucht o “huida del campo” de sus súbditos campesinos. Y relataba una divertida historia de cómo Otto von Bismarck, ese príncipe de los junkers que fundó el estado del bienestar (con el propósito expreso de ganarse a las masas) refunfuñaba por un trabajador que había dejado su propiedad por los mayores salarios y los agradables Biergartens de Berlín.
Bajo el capitalismo los comerciantes ya no podían usar viejos métodos ni viejos mercados. Hacerlo es imposible en un mundo en el que cualquier hombre con ahorros y agallas puede vender potencialmente más barato y comprar más caro. A los afectados por la industria también les asquea la competencia, así que sus ruegos especiales son otra fuente importante de retórica anticapitalista.
La libre entrada/salida impone el estímulo y la disciplina de la competencia sobre los productores, impulsándoles a trabajar para superar a otros en satisfacer a los consumidores potenciales. Como anunciaba Mises en Buenos Aires: “El desarrollo del capitalismo consiste en que todos tienen el derecho a servir al consumidor mejor o más barato”.
La producción, antes a la deriva en las aguas muertas del estancamiento feudal, empieza a navegar bajo el dinamismo capitalista, dirigida por los vientos fortalecedores de la competencia.
Dos: Soberanía del consumidor
Cuando los productores compiten entre sí para servir mejor a los consumidores, inevitablemente actúan cada vez más como servidores devotos de esos clientes. Esto es verdad para incluso los productores mayores y más ricos. Como expresaba brillantemente Mises:
Al hablar acerca de los capitanes modernos de la industria y los líderes de las grandes empresas (…) llaman a un hombre “el rey del chocolate” o “el rey del algodón” o “el rey del automóvil”. Su uso de esa terminología implica que no ven diferencia en la práctica entre los jefes modernos del sector y esos reyes, duques o señores feudales de otros tiempos. Pero la diferencia es en realidad muy grande, pues un rey del chocolate no manda en absoluto, él sirve. No reina sobre un territorio conquistado, independiente del mercado, independiente de sus clientes. El rey del chocolate (o el rey del acero o el rey del automóvil o cualquier otro rey de la industria moderna) depende del sector en el que opera y de los clientes a los que sirve. Este “rey” debe tener la gracia de sus súbditos, los consumidores: pierde su “reino” tan pronto como ya no está en disposición de dar a sus clientes un servicio mejor y proporcionarlo con un coste inferior que otros con los que debe competir.
Con el capitalismo, igual que los productores desempeñan el papel del sirviente, los clientes desempeñan el papel del amo o soberano: en sentido figurado, por supuesto. Son sus deseos los que predominan, al luchar los productores por concedérselos. Y deben luchar si quieren tener éxito en los negocios. Pues igual que un soberano del ancien régime era libre de quitar el favor a un cortesano y dárselo a otro, el consumidor “soberano” es libre para llevarse su negocio a otro lugar.
Esta relación es expresa incluso en el lenguaje que usamos para describir el comercio. Los clientes son patrones que patrocinan tiendas y otros vendedores. Los vendedores dicen “gracias por su confianza” o patrocinio e insisten en que “el cliente siempre tiene razón”. La deferencia educada y respetuosa antes dada por los cliens (clientes) romanos antiguos a supatronus (patrón) la da ahora en su lugar el productor a su consumidor/patrón, salvo que generalmente de una forma mucho más digna y menos servil.
Si es cliente es él mismo también un productor en el mercado debe dar la misma solicitud y deferencia a sus propios clientes, no sea que pierda su negocio ante la competencia. Así que sus deseos de bienes de sus suministradores ansiosamente atentos están conformados por su propia ansia de cumplir los deseos de sus propios clientes. Por tanto, el productor de nivel superior, al luchar por hacer feliz a su cliente, intenta indirectamente hacer también felices a los clientes de sus clientes.
Esta serie termina con los clientes que no tienen clientes: es decir, los consumidores, que son por tanto la “locomotora” de este “tren” de causaciones finales. Así que, con el capitalismo, son los consumidores lo que tienen el influjo definitivo sobre toda la producción. Mises se refería a esta característica fundamental del capitalismo, hablando figuradamente, como lasoberanía del consumidor.
Repito, esto está limitado en la medida en que la intervención estatal obstaculiza el capitalismo. Los “líderes de las grandes empresas” pueden usar y a menudo usan al estado para adquirir poderes y privilegios que les permiten saltarse los deseos de los consumidores y adquirir riqueza a través de la dominación en lugar del servicio. De hecho, uno de los ejemplos recientes más claros de esto se daba en una persona real a quien se le apodaba realmente, como en el ejemplo de Mises, el “rey del chocolate”: un magnate de las golosinas llamado Petro Poroshenko, que aprovechaba su éxito empresarial para una carrera política que culminó recientemente con su elección como presidente de la junta patrocinada por EEUU que ahora gobierno Ucrania.
Tres: Producción en masa para las masas
En la primera lección de su curso en línea “Why Capitalism”, David Gordon sacaba de su inagotable memoria de anécdotas intelectuales a relatar que Maurice Dobb, un economista y comunista británico, replicó al punto de Mises sobre la soberanía del consumidor aseverando que esta característica del capitalismo difícilmente produce ningún bien al hombre común, ya que los consumidores más importantes son los más ricos. El error de Dobb, por supuesto, es olvidar el hecho de que aquí no se trata de la importancia de un solo consumidor. El poder adquisitivo combinado de la preponderancia de consumidores normalmente ricos, sobrepasa con mucho el de los anormalmente ricos.
Por tanto, como apuntaba Mises, la principal vía del capitalista para convertirse en uno de los pocos consumidores ricos con medios extraordinarios es mediante la producción masiva de cosas que atiendan a las masas de consumidores con medios normales. Incluso un pequeño margen de beneficio por unidad, si se multiplica millones de veces, suma una guita importante. Las empresas de boutiques que atienden solo a la élite como hacían los fabricantes de la era feudal, simplemente no pueden compararse. Y por eso, como informaba Mises a los sorprendidos peronistas:
Las grandes empresas, el objetivo de los ataques más fanáticos de los llamados izquierdistas, producen casi exclusivamente para satisfacer los deseos de las masas. Las empresas que fabrican bienes de lujo solamente para los pudientes nunca pueden obtener la magnitud de las grandes empresas.
Por eso, como Mises nunca se cansó de decir, el capitalismo es un sistema de producción masiva para las masas. Son abrumadoramente las masas de “tipos normales” las que son los consumidores soberanos cuyos deseos son las estrellas que guían la producción capitalista.
El capitalismo dio la vuelta de cabeza al feudalismo. Con el feudalismo, era la élite (la aristocracia terrateniente) la que dominaba a las masas (los campesinos siervos). Con el capitalismo, son los deseos de las masas (consumidores normales) las que tienen el influjo sobre la actividad productiva de la élite emprendedora, desde los gigantes de las ventas a los millonarios de las punto com.
Como se deducía del discurso de Mises, el anhelado “poder del pueblo” siempre prometido por demagogos como Perón, pero que invariablemente se convierte en ceniza en las bocas de las masas, como hizo con los argentinos, es el resultado natural del capitalismo, un sistema tan a menudo desdeñado como “realismo económico”.
¡Imaginad la sorpresa de su audiencia!
Pero la verdad completa que estaba impartiendo Mises era aún más sorprendente que eso. El capitalismo no solo cumple las promesas rotas del populismo económico, sino que, como señalaba brillantemente en su lección, también sigue la promesa más concreta ofrecida por los sindicalistas y socialistas marxistas: el control del trabajador sobre los medios de producción. Es así porque, como destacaba Mises en su discurso, la gran mayoría de los masas de consumidores “soberanos” normales son también trabajadores.
Con el capitalismo el pueblo trabajador realmente tiene el control definitivo de los medios de producción. Solo que no lo hacen en su papel de trabajadores, sino en su papel de consumidores. Ejercen su influjo en las cajas de las tiendas y en los carros de compra de los sitios web y no en las salas de los sindicatos, los sóviets (consejos revolucionarios de trabajadores) ni en una “dictadura del proletariado” que reine en su nombre mientras se monta a sus espaldas.
El capitalismo tiene la atractiva disposición de dar le poder a la persona trabajadora, al tiempo que conserva la sensatez económica poniendo medios (factores de producción, como el trabajo) al servicio de fines (demanda del consumidor), en lugar de la tontería de hacer lo contrario, como hace el fetiche laboral del sindicalismo.
Cuatro: Prosperidad para el pueblo
El capitalismo no solo a poder al trabajador, sino que lo levanta.
El capitalismo, como implica su nombre, se caracteriza por la inversión de capital, que fue la solución a la crisis que planteaba cómo integrar en la economía y hacer sobrevivir a los millones de marginales de la Inglaterra y la Holanda del siglo XVIII.
El trabajo por sí solo no puede producir: tiene que aplicarse a recursos materiales complementarios. Si con técnicas dadas de producción no hay suficiente tierra en la economía como para emplear toda la mano de obra, esa mano de obra debe dedicarse a bienes de capital si las bocas relacionadas han de comer. Durante la Revolución Industrial, esos bienes de capital fueron salvavidas que los dueños de nuevas fábricas lanzaban a los náufragos económicos y que los sacaban del abismo y los devolvían a la división del trabajo que mantenía a flote sus vidas.
Sabiendo esta verdad sobre el asunto, Mises estaba correctamente asombrado ante los agitadores anticapitalistas que “falsificaban la historia” (Gordon identificaba a Thomas Carlyle y Friedrich Engels entre los peores) para extender el mito ahora dominante de que el capitalismo era una desgracia por los trabajadores pobres. Expresaba esto correctamente con pasión:
Por supuesto, desde nuestro punto de vista, el nivel de vida de los trabajadores era extremadamente bajo: las condiciones bajo el primer capitalismo eran absolutamente impactantes, pero no porque las industrias capitalistas recién desarrolladas hubieran dañado a los trabajadores. La gente contratada para trabajar en fábricas ya existía en un nivel prácticamente infrahumano.La famosa vieja historia, repetida cientos de veces, de que las fábricas empleaban a mujeres y niños y que esas mujeres y niños, antes de trabajar en las fábricas, habían vivido en condiciones satisfactorias, es una de las mayores mentiras de la historia. Las medras que trabajaban en las fábricas no tenían nada que cocinar, no abandonaron sus casas y sus cocinas para ir a las fábricas, fueron a las fábricas porque no tenían cocinas y si tenían cocinas no tenía ninguna comida para cocinar en esas cocinas. Y los niños no venían de cómodas guarderías. Estaban pasando hambre y muriendo. Y toda la palabrería acerca del supuesto horror indecible del primer capitalismo puede ser refutada con una sola estadística: precisamente en esos años en los que se desarrolló, precisamente en la época llamada Revolución Industrial en Inglaterra, en los años de 1760 a 1830, precisamente en esos años se dobló la población de Inglaterra. Lo que significa que cientos o miles de niños (que habrían muerto en otros tiempos) sobrevivieron y crecieron para convertirse en hombres y mujeres.
Y como explicaba posteriormente Mises, el capitalismo no solo salva vidas, sino que las mejora enormemente. Porque el capitalismo también se caracteriza por la acumulación de capital (que es por lo que Mises adopta el término, a pesar de originarse en sus enemigos como un insulto), que es el resultado del ahorro acumulado y la reinversión perpetua desatados por una mayor seguridad en las propiedades frente a leyes entrometidas, así como frente a príncipes y parlamentos avariciosos. La acumulación de capital significa una productividad laboral siempre creciente, lo que a su vez significa salarios reales siempre crecientes para el trabajador.
Estos mayores salarios son las vías a través de las cuales los trabajadores adquieren el poder adquisitivo que les corona con la soberanía del consumidor. Y no son tampoco pequeños soberanos. Gracias a la alta productividad mejorada por el capital, la demanda de un consumidor moderno con la potencia salarial de un trabajador guía el desarrollo de multitud de máquinas complejas, fábricas, vehículos, materias primas y otros recursos vertiginosamente expandidos por todo el mundo, así como el trabajo voluntario de otros trabajadores que los usan, todos los cuales colaboran para producir una cornucopia de productos domésticos de calidad, dispositivos maravillosos, experiencias asombrosas y otros bienes y servicios de consumo que puede elegir el trabajador para su disfrute. Comprar esos bienes con sus mayores salarios y la forma en que el trabajador reclama su porción de la mayor abundancia, que se aproxima a su propia contribución potenciada por el capital.
Y los mayores salarios no son la única forma en que la persona trabajadora media puede enriquecerse a través del capitalismo. Especialmente desde la aparición de los fondos de inversión, puede suplementar y, en la jubilación, incluso reemplazar su renta salarial por los intereses y dividendos poniendo a trabajar sus ahorros conseguidos con sus mayores salarios y participando ella misma en la inversión de capital.
Debido a estas características, como Mises proclamaba a los reunidos: “[El capitalismo], dentro de un tiempo comparativamente breve, ha transformado el mundo entero. Ha hecho posible un aumento sin precedentes de la población mundial”.
Volvía al tema de Inglaterra para uno de los ejemplos más paradigmáticos de esto:
En la Inglaterra del siglo XVIII, la tierra solo podía mantener a 6 millones de personas con un nivel muy bajo de vida. Hoy más de 50 millones de personas disfrutan de un nivel de vida mucho mayor incluso del que disfrutaban los ricos en el siglo XVIII. Y el nivel de vida actual en Inglaterra probablemente habría sido mayor si no hubiera sido por la gran cantidad de energía que desperdiciaron los británicos en lo que fueron, desde distintos puntos de vista “aventuras” políticas y militares evitables.
En una de esos maravillosos destellos de mordacidad que iluminaban de vez en cuando su discurso, Mies pedía a su audiencia que, si alguna vez encontraban a un anticapitalista de Inglaterra, deberían preguntarle: “¿cómo sabes que eres el uno entre diez que habría vivido en ausencia de capitalismo? El mero hecho de que hoy estés vivo es una prueba de que el capitalismo ha triunfado, consideres o no que tu propia vida es muy valiosa”.
Mises citaba además el hecho más general y claramente evidente: “No hay país capitalista occidental en el que las condiciones de las masas no hayan mejorado de una manera sin precedentes”.
Y en las décadas que siguieron a este discurso, las condiciones de las masas mejoraron increíblemente en países no occidentales (como China) que se abrieron también parcialmente al capitalismo.
Mises concluía su discurso pidiendo a sus compañeros argentinos que aprovecharan el momento y luchara por la liberación económica que desataría el maravilloso funcionamiento del capitalismo y no sentarse y esperar un milagro económico:
Pero tenéis que recordar que, el políticas económicas, no hay milagros. Habéis leído en muchos periódicos y discursos acerca del llamado milagro económico alemán: la recuperación de Alemania tras su derrota y destrucción en la Segunda Guerra Mundial. Pero no fue un milagro. Fue la aplicación de los principios de la economía del libre mercado, de los métodos del capitalismo, aunque no se aplicaran completamente en todos los aspectos. Todo país puede experimentar el mismo “milagro” de recuperación económica, aunque debo insistir en que la recuperación económica no proviene de un milagro, proviene de la adopción (y es el resultado) de buenas políticas económicas.
Conclusión
Si las posteriores políticas adoptadas en Argentina, Sudamérica y el mundo son alguna indicación, el mensaje de Mises, por muy lúcido y emotivo que fuera, no se propagó mucho más allá de las paredes del aula magna ese día. Tal vez en la época de los teléfonos con cámara, YouyTube y las redes sociales, lo habría hecho. Pero su brillante resumen de la benevolencia y la belleza del capitalismo no se disipó en el aire argentino. Gracias a Margit y su tocayo institucional, su mensaje se conservó para la posteridad y ahora está a solo un clic de ratón para miles de millones.
Ludwig von Mises todavía puede salvar el mundo enseñando póstumamente a su pueblo la verdad desconocida de la naturaleza inherentemente populista del capitalismo de una forma que habla a sus esperanzas y deseos: que la propiedad privada significa producción dinámica, lo que significa una economía competitiva dirigida por el consumidor, lo que significa un sistema de producción dirigido a mejoras las vidas de las masas, lo que significa en primer lugar un auxilio extendido y en definitiva una prosperidad siempre creciente para la gente del mundo.
Publicado originalmente el 22 de enero de 2016. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.
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