Errores de la teoría monetaria actual
Por Jesús Gómez Ruiz
Cortesía de La Ilustración Liberal.
"Hay algo intelectualmente tentador en el intento de explicar los movimientos en los precios y en el nivel de actividad por los cambios en el volumen o el precio del crédito, o ambos. Tales explicaciones tienen el "atractivo" de una fórmula simple, aliviando al analista de la carga de estudiar la multiplicidad y complejidad de los fenómenos del mercado y sus interrelaciones; y también ofrecen un dispositivo 'científico' para controlar los pulsos de la economía... La metodología subyacente en el enfoque monetarista, un préstamo de la Mecánica, supone procesos automáticos más que la, a veces impredecible, conducta humana".
Las doctrinas monetarias imperantes hoy día se apoyan principalmente en dos hipótesis erróneas, o cuando menos, muy discutibles. La primera, que es indiferente que el dinero sea un pedazo de papel o un bien físico deseado por sí mismo, siempre y cuando se limite su cantidad, más aún, que en estas condiciones el papel moneda es preferible a los metales monetarios; y la segunda, que una adecuada manipulación de la oferta monetaria por parte de los bancos centrales puede garantizar un crecimiento sostenido con precios estables. Como consecuencia de las anteriores, aún podría añadirse una tercera: la creencia de que la misión de los bancos centrales es garantizar la estabilidad de precios interiores limitando la cantidad de dinero-crédito. Académicos, políticos empresarios y sindicatos, unos en mayor medida que otros, creen posible evitar las recesiones y la inflación con una política adecuada de tipos de interés basada en índices de precios, de producción, de consumo o de inversión; consultando encuestas sobre confianza empresarial; observando las cifras de acumulación de inventarios, etc.
Keynes, probablemente el mayor enemigo de la moneda sana desde los tiempos de John Law, dijo del oro que era una "bárbara reliquia de tiempos pasados". El célebre pasaje de su Teoría General "citado hasta la saciedad en la literatura económica" donde glorifica el gasto público y el papel moneda, ridiculizando la extracción de oro de las minas al equipararla con la extracción de billetes de banco previamente enterrados por el gobierno en minas abandonadas , muestra su ignorancia "cuando no su mala fe" acerca de la naturaleza del dinero; ignorancia o mala fe que han asumido irreflexivamente todos sus herederos intelectuales, incluido Milton Friedman. Intentemos explicar en qué consiste esa ignorancia.
Los manuales clásicos de Economía definían el dinero como medio de transacción, unidad de cuenta, depósito de valor y, por lo tanto, nexo entre el presente y el futuro. Como definición funcional, es esencialmente correcta, aunque insuficiente y desorientadora por una razón: sitúa en plano de igualdad todas las funciones, cuando en realidad hay entre ellas una relación causal. Para que un bien se convierta en dinero, primero debe conservar eficazmente el valor. Uno de los principales problemas a los que se enfrenta el hombre en su vida es cómo almacenar el fruto de sus esfuerzos de forma que, cuando lo necesite, pueda disponer de él con la mayor rapidez posible y sin tener que sacrificar una parte sustancial del valor acumulado. No es lo mismo acumular riqueza en forma de frutas y verduras (perecederas) que en propiedad inmobiliaria, por ejemplo. A esto se refieren los economistas cuando hablan de liquidez. Si se comparan entre sí los grados de liquidez de los distintos bienes presentes en el mercado, es evidente que habrá uno, o unos pocos que sean los más líquidos de todos. Y serán estos precisamente los candidatos a convertirse en dinero. Carl Menger puso de manifiesto las cualidades que debía reunir un bien para adquirir la cualidad de dinero, entre las que cabe destacar una demanda intensa y extensa geográficamente, fácil almacenamiento transporte y conservación, homogeneidad y fácil divisibilidad, acumulación de una gran cantidad de valor por unidad de volumen, y una baja proporción entre la producción y las existencias disponibles de ese bien. A lo largo de la Historia han sido dinero la sal (de aquí el salario), el ganado (pecunia), metales como el cobre, el bronce o el hierro, las especias y finalmente, la plata (los franceses y los sudamericanos utilizan la palabra plata para referirse al dinero) y el oro, especialmente este último.
Es, por tanto, un proceso de mercado "la constante búsqueda de la liquidez", y no el dictado de las autoridades, el que elige el bien o bienes en los que todo el mundo desea conservar su riqueza. Precisamente por esto se convierten en los medios de pago más idóneos, porque todo el mundo está dispuesto a aceptarlos voluntariamente a cambio de sus bienes o servicios.
1.2 ¿VALOR INTRÍNSECO O VALOR FACIAL?
Desde la Antigüedad, el sueño de todo gobernante despótico o en aprietos ha sido monopolizar la facultad de fabricar moneda para poder definir según su conveniencia cuál iba a ser el patrón monetario. Aun a pesar de que la famosa Ley de Gresham siempre ha demostrado que tales intentos están condenados al fracaso, nunca faltan ni faltarán gobernantes dispuestos a ensayar una vez más el experimento. Hasta el s. XVIII, antes de que empezaran a desarrollarse a gran escala el crédito y la banca, la estratagema era siempre la misma: los gobernantes fuertemente endeudados sostenían que el valor de las monedas de plata u oro no procedía de la cantidad de metal que éstas incorporaban, sino del sello que ellos imprimían en cada pieza, el cual era, en principio, una garantía del peso y de la pureza del metal. Esto, en la práctica, se traducía en la reducción del contenido de metal precioso de la moneda en las nuevas acuñaciones, sustituyéndolo por metales más baratos, como el cobre; y así era cómo los gobernantes insolventes saldaban sus deudas. Para hacer popular la medida, decretaban al mismo tiempo que las deudas entre particulares quedarían saldadas igualmente con las nuevas monedas, decretando su curso forzoso "a veces bajo pena de muerte" en plano de igualdad con las antiguas. Como el número de deudores es siempre muy superior al de acreedores, la medida siempre ha gozado al principio de gran popularidad.
1.3 DIFERENCIAS ENTRE EL BILLETE DE BANCO Y EL PAPEL MONEDA
Un billete de banco es un instrumento de crédito, es decir, una deuda al portador reconocida por el banco, reembolsable en metálico (oro o plata) y a la vista. El papel moneda, en cambio, ya no es un instrumento de crédito, sino la propia moneda en sí, aunque su apariencia sea la misma que la del billete de banco.
El billete de banco es un medio para hacer circular la moneda metálica con mayor rapidez, comodidad y eficacia, aprovechando todas las posibilidades que ofrecen los pagos en metálico aplazados por breves periodos de tiempo (letras de cambio, pagarés) y la compensación de saldos deudores y acreedores que confluyen en los bancos, procedentes de sus clientes. Su aceptación en pago de deudas es voluntaria, aunque la práctica totalidad de los participantes en el mercado lo aceptan siempre y cuando el crédito del banco sea suficientemente sólido.
En cambio, el papel moneda ha sido tradicionalmente el medio al que han recurrido los gobiernos para financiar sus gastos cuando han agotado su crédito. Normalmente viene acompañado de una ley de curso forzoso, que obliga a aceptarlo en pago de deudas bajo severas penas.
La cantidad de billetes de banco tiene un límite natural, que es el de la preservación de las reservas metálicas suficientes para hacer frente a la convertibilidad de los billetes, si es que el banco no quiere exponerse a la quiebra. Esto es, el volumen de billetes queda automáticamente ajustado a las necesidades del comercio y a los intereses de los ahorradores. Por el contrario, la cantidad de papel moneda emitido no tiene un límite natural. Como su origen suele ser el billete de banco impagado "por orden o connivencia gubernamental", su cantidad depende de la voluntad de las autoridades y de sus necesidades de financiación. No pues hay límite, en principio, al endeudamiento de los bancos.
Para captar fondos, los bancos deben ofrecer a sus clientes un interés suficiente para compensarles, en primer lugar, por el sacrificio del consumo presente en favor del consumo futuro, y en segundo lugar, para compensarles del riesgo que corren al cederles su dinero. Si ese interés no es suficiente, los ahorradores retiran sus fondos del banco o se abstienen de depositarlos. Si la retirada es suficientemente masiva, el banco corre el peligro de agotar sus reservas metálicas, por lo que se enfrenta, además, a un pánico y a la presentación masiva de sus billetes al cobro. En estas circunstancias, el banco sólo dispone de un recurso: elevar inmediatamente sus tipos de interés para frenar el drenaje de sus reservas y atraer al mismo tiempo nuevos depósitos. Esto implica una disminución de sus beneficios, o probablemente una pérdida neta. Pero la alternativa es la quiebra.
La soberanía del ahorrador consiste, pues, en fijar el suelo del tipo de interés de acuerdo con su tasa de preferencia temporal (consumo presente-consumo futuro), a la que se añade una prima de riesgo, y su arma es la presentación al cobro de las deudas que el banco tiene con él. El ahorrador pone, pues, límite al abuso del crédito.
Sin embargo, en un régimen de papel moneda, el ahorrador no puede ejercer su soberanía. De nada le sirve retirar sus ahorros del banco, puesto que el banco no le reembolsará sus depósitos en oro, sino en papel inconvertible, del que el banco puede emitir en principio todo cuanto quiera; luego su situación es aún peor después del reembolso, ya que no percibe intereses. Sólo le quedan dos opciones: atesorar el papel o comprar con él cualquier activo que conserve bien el valor o que ofrezca esperanzas de una rentabilidad suficiente.
La primera opción es desaconsejable, ya que el billete inconvertible no es un bien físico deseado por sí mismo, sino meramente un instrumento de pago cuya aceptación depende principalmente de la capacidad y credibilidad del gobierno para imponer su curso forzoso.
1.6 INFLACIÓN Y COLAPSO DE LA MONEDA
Pero en estas operaciones, el sistema bancario, liderado por el banco central, se coloca en una situación muy difícil. Los colaterales de sus préstamos se componen de activos supervalorados (hipotecas y préstamos con garantía de acciones) que dependen de la expansión del crédito para conservar su valor. Si los bancos o el banco central deciden restringir los préstamos subiendo los tipos de interés, la situación explota. Ya no habrá nuevos compradores de acciones o inmuebles que quieran endeudarse para seguir pujando por estos activos. Su precio dejará de crecer, las expectativas alcistas se anularán y los mercados sufrirán bajadas estrepitosas. Los que se hubieran endeudado con los bancos por meros propósitos especulativos serán incapaces de devolver los créditos, con lo que los bancos sufrirán grandes pérdidas. Por el contrario, si deciden seguir financiando el boom especulativo, corren el riesgo de provocar una hiperinflación. Los beneficios obtenidos de la especulación empiezan a pujar por los bienes de consumo, elevando su precio. Por otra parte, la especulación con materias primas encarece los costes de producción de los bienes de consumo. Una vez que las expectativas alcistas se han instalado y la gente se da cuenta de que los precios no van a dejar de subir, se deshacen inmediatamente de sus saldos de tesorería antes de que pierdan aún más valor. Además, los productores de bienes de consumo, esperando nuevas subidas de los precios de sus productos, deciden restringir su producción y acumular inventarios para obtener mejores precios en el futuro, con lo que la subida de precios se ve reforzada aún más por la escasez. En la fase final de la hiperinflación, nadie acepta el papel moneda a cambio de sus bienes, de su trabajo o de sus servicios.
Los gobernantes y los banqueros centrales de los países más avanzados han tomado nota de estos fenómenos, y se han dado cuenta de que es preciso restringir el crédito antes de que la situación se desborde. Pero sin el auxilio de la soberanía del ahorrador están condenados a dar palos de ciego.
Antes de que se redescubriera a Pitágoras, los matemáticos medievales creían posible expresar con números racionales el área de un círculo. Como no conocían la existencia de los números irracionales, pensaban que todo se limitaba a encontrar una fracción de números primos que representara tanto el área de un cuadrado como la de una circunferencia. Más de una vida se malgastó en vanos intentos.
De lo anterior se deduce algo muy importante: la teoría cuantitativa del dinero es inadecuada para explicar los fenómenos monetarios, puesto que no puede explicar el aspecto más importante: cómo un bien adquiere o pierde la cualidad monetaria.
El atractivo de la teoría cuantitativa del dinero reside en tres características. La primera, que aplica la ley de la oferta y la demanda a los fenómenos monetarios. Nadie puede negar, en principio, que si la cantidad ofrecida en el mercado de un determinado bien aumenta súbitamente, su precio necesariamente tiene que descender. La segunda, que no se complica distinguiendo entre dinero-mercancía (el oro) y el papel moneda. Y la tercera, que traza una frontera impermeable entre el dinero y el resto de los bienes, evitando las complicaciones que se derivan de tener en cuenta la liquidez.
La formulación clásica de la teoría cuantitativa del dinero es la siguiente: M·V=P·Q
Donde M es la masa monetaria, V es la velocidad de circulación, P el nivel de precios y Q volumen de producción física (aunque también es frecuente sustituir Q por T, el volumen de transacciones). La velocidad de circulación, esto es, el número de veces que una unidad monetaria interviene en la financiación de las transacciones, se considera aproximadamente constante, ya que es la expresión de los hábitos de pago en el mercado, los que a su vez dependen principalmente del grado de utilización del mecanismo de compensación bancaria; hábitos que se suponen bastante estables. Como, en principio, es posible conocer la masa monetaria y el nivel de precios, y la velocidad se asume como constante, de la ecuación se deduce que cualquier incremento de la masa monetaria necesariamente ha de repartirse entre un incremento del nivel de precios y un incremento de las transacciones o de la producción física, de tal forma que parece posible establecer una proporción entre el incremento de la masa monetaria y el de los precios.
De aquí se deduce que cuando la economía se aproxima al pleno empleo es preciso reducir o dejar de incrementar la masa monetaria (subir los tipos de interés) para garantizar el poder adquisitivo de la moneda. Y al contrario, cuando la economía no se encuentra en situación de pleno empleo, es necesario incrementar la masa monetaria para evitar la deflación y la recesión (bajar los tipos de interés). Simplificando mucho, esta es básicamente la política que siguen la mayoría de los bancos centrales del mundo, incluyendo a la Reserva Federal, al BCE y al Banco Central del Japón.
Por desgracia, las cosas no son tan simples. Como ya hemos dicho antes, el precio que paga la teoría cuantitativa por la sencillez y la claridad es ignorar la verdadera naturaleza del dinero, confundiendo éste con papel moneda y crédito. Veamos por qué.
Por otra parte, la distinción rígida que la teoría cuantitativa hace entre dinero y el resto de bienes o activos no se corresponde con la realidad. Un indicio de que esto es así, lo ofrece la dificultad de definir los agregados monetarios que entran en la definición de masa monetaria. Al principio, sólo se consideraban los billetes (M1) y los depósitos a la vista (M2). Después se incluyeron los depósitos a plazo (M3). Como esto no era suficiente, hubo que incluir también los activos del mercado monetario (letras, pagarés, etc.) bajo la denominación ALP (activos líquidos en manos del público). Posteriormente, ALPF (ALP más los fondos de inversión en activos del mercado monetario)...etc. Al final, se tiende a incluir cualquier activo que pueda cumplir funciones de medio de pago...pero existe una gran variedad de ellos. En realidad, la función de medio de pago puede cumplirla casi cualquier bien que no sea perecedero, siempre y cuando su demanda esté lo suficientemente extendida. Es decir, lo que la teoría cuantitativa ignora es que existen muchas más transacciones realizadas mediante trueque de las que nos figuramos. No se tienen en cuenta, por ejemplo, las permutas de activos, los intercambios de servicios, la compensación de saldos, los pagos en especie, etc., tanto más importantes cuanto más alta es la inflación y los tipos de interés del papel moneda. Naturalmente, los cuantitativistas no tienen más remedio que achacar todos estos factores a cambios en la velocidad de circulación, que en principio suponían constante.
2.3 CONFUSIÓN ENTRE DINERO Y DEUDA. EL MITO DEL "BONO DE COMPRA"
En un patrón metálico la distinción entre dinero y crédito es nítida: los créditos, al vencimiento, hay que reembolsarlos en moneda metálica o en billetes de banco convertibles en metálico a un cambio fijo. En un régimen de papel moneda, el mismo concepto de vencimiento carece de sentido. No es posible liquidar una deuda si no es repudiándola u obligando al acreedor a que conceda un nuevo crédito en peores condiciones que el anterior, esto es, entregándole más papel moneda.
Por otro lado, para que el papel moneda circule es preciso que el público entregue su producción de bienes y servicios a cambio de ese papel. Y para ponerlo en circulación por primera vez es preciso que alguien entregue sus bienes a cambio de nada. Esto es exactamente lo que sucedió cuando los bancos centrales del mundo dejaron de pagar sus deudas en oro representadas por los billetes que emiten. A partir de entonces empezó a circular de nuevo el mito del bono de compra. Es decir, la posesión de un billete de banco ya no es un derecho de cobro contra el emisor de ese billete, sino contra la producción de bienes y servicios de la economía. La deuda anterior, y la que posteriormente se vaya acumulando sobre ésta, se transfiere al resto de los ciudadanos, quienes están obligados por las leyes de curso forzoso a aceptar esos papeles a cambio de su producción, papeles que sólo mantendrán en su poder el tiempo estrictamente necesario, pues nada les garantiza que el emisor de esos papeles no siga emitiendo más para demandar bienes y servicios sin ofrecer nada a cambio.
De ser un bien físico demandado por sí mismo y que no es deuda de nadie, el dinero pasa a ser la deuda de los bancos centrales, de los gobiernos y de las grandes empresas financieras. Su valor ya no depende de criterios objetivos, como el peso o la pureza del metal, sino de la credibilidad del emisor, exactamente igual que le sucede a una empresa en suspensión de pagos. Cuanto mayores sean sus deudas, menores serán las esperanzas de los acreedores de cobrar algún día y menor será el valor de mercado de sus acciones y de sus deudas. Es en este caso cuando la teoría cuantitativa del dinero guarda alguna relación con los hechos de la realidad, aunque hay que señalar que las funciones de medio de pago o transacción y depósito de valor ya no están reunidas en un mismo instrumento. Por eso, la teoría cuantitativa sólo coincide vagamente con los hechos de la realidad cuando se refiere al papel moneda inconvertible exclusivamente como medio de pago.
2.4 POLÍTICA MONETARIA EN EL PATRÓN ORO
En un patrón metálico, la única preocupación de los bancos o del banco central es conservar las suficientes reservas metálicas para atender sus compromisos a corto plazo. Como hemos visto antes, la única forma de hacerlo es no endeudarse a corto plazo para invertir o prestar a largo plazo. Por ello, en los tiempos del patrón oro, la cartera de activos a corto plazo que servían de respaldo a los billetes de banco estaba compuesta casi exclusivamente de oro, buenas letras de cambio a no más de tres meses y pagarés de emisores solventes. No existía la preocupación por mantener los precios estables, y ni siquiera se planteaba la posibilidad de impulsar el crecimiento económico con medidas de política monetaria. El suelo de los tipos de interés venía determinado por la preferencia temporal del ahorrador marginal, el soberano del que hemos hablado antes. Y el techo lo fijaban los proyectos de inversión marginalmente menos rentables. La labor de los bancos era hacer de intermediario entre los ahorradores o capitalistas y los empresarios; y sus beneficios procedían de este arbitraje entre el suelo y el techo de los tipos de interés. De este modo, el sistema financiero estaba perfectamente coordinado con la economía real por medio del tipo de interés. Por otra parte, una subida puntual de precios motivada, por ejemplo, por una mala cosecha o una catástrofe natural se veía inmediatamente frenada por la abstinencia de los consumidores, quienes preferían restringir su consumo hasta que los precios volvieran a sus niveles normales, ya que podían confiar en la moneda de oro como refugio.
De vez en cuando se producía alguna crisis comercial, casi siempre a consecuencia del abuso del crédito por parte de uno o unos pocos bancos del sistema que no observaban convenientemente las exigencias de la liquidez. El problema se resolvía con una leve subida de los tipos de interés y unos pocos meses de recesión, los suficientes como para liquidar los excesos de inventarios acumulados al calor de un crédito demasiado barato. Los bancos sufrían leves pérdidas, los menos solventes quizá quebraban, pero al poco tiempo la actividad recobraba su pulso anterior. El oro había cumplido su función de policía financiero con el auxilio del ahorrador soberano, imponiendo una sanción por no respetar los principios de la liquidez. La sanción consistía en unos pocos meses de crisis y liquidación de inventarios.
Fue la I Guerra Mundial la que dio al traste con este maravilloso mecanismo, que fue el principal responsable del impresionante progreso de la civilización occidental en el s. XIX. Los gobernantes europeos, especialmente los alemanes y los austriacos, entraron a saco en las arcas de los bancos centrales, requisaron gran parte del oro y lo emplearon en la financiación del esfuerzo bélico. Al mismo tiempo, suspendieron la convertibilidad de los billetes y declararon su curso forzoso.
Después de la guerra, las cosas ya nunca volvieron a ser como antes. Salvo en EE.UU., que no abandonó el patrón oro estricto hasta 1933, y después en el Reino Unido y Francia, que recobraron más tarde la convertibilidad (aunque por poco tiempo), los gobiernos no mostraron ninguna voluntad por volver a la rectitud monetaria. Se encontraban demasiado cómodos en la nueva situación, donde no era necesario reembolsar las deudas. Siempre podían pagarse con nuevas emisiones que cubrieran el principal más los intereses. El banco central se encargaba de todo.
Sin embargo, las experiencias de la hiperinflaciones alemana, austriaca y húngara moderaron el entusiasmo por el papel moneda durante algún tiempo y enseñaron a los gobernantes y a los banqueros centrales que para administrar un papel moneda era preciso observar cierta rectitud financiera.
Pero aprendieron mal la lección. No atribuyeron las distorsiones de la economía ni la inflación a la falta de convertibilidad de los billetes, sino a su excesiva cantidad.
Hayek vio con claridad, ya en los años 20, que no era posible desarrollar una política monetaria objetiva sin el auxilio del coeficiente de reserva metálica. Ni siquiera fue posible en EE.UU., país que en todo momento conservó la plena convertibilidad de su moneda con el oro hasta 1933, puesto que la competencia mundial por el oro en la práctica había cesado y la Reserva Federal no corría peligro de perder sus reservas de oro, antes al contrario, recibía constantemente nuevas remesas procedentes de los países que se habían instalado en el papel moneda.
El pasado siglo XX está plagado de experimentos directamente orientados a sustituir al individuo y el mercado por el estado y la planificación. Desde las versiones más cruentas del comunismo (cuyo dogma era la planificación centralizada), pasando por el dirigismo económico del nazismo y el intervencionismo fascista, hasta las versiones más suaves de la socialdemocracia, todos creyeron posible sustituir al individuo y al mercado por un sistema de ecuaciones o por series estadísticas. Y todos esos intentos, desde los más cruentos hasta los menos intolerables, han cosechado estrepitosos fracasos. El mercado es el único instrumento que permite conocer cuales son las preferencias de los ahorradores y de los consumidores.
Los bancos centrales han usurpado el papel del mercado en la esfera monetaria. Carecen de criterios objetivos para fijar tanto el precio de la liquidez como el del alquiler del capital. Se encuentran en la misma situación que los planificadores de las antiguas economías de los países del socialismo real. Al igual que los planificadores, creen que la información dispersa que cada agente posee acerca de sus planes y de su parcela concreta del mercado puede condensarse en números índices o representarse con aparato matemático. Por otra parte, ignoran que en cuestiones monetarias, lo que importa no es la cantidad, sino la calidad, máxime cuando se trata de monedas basadas en el crédito; y que la cantidad excesiva de medios de pago no es la causa de la inflación, sino una de sus consecuencias, si por inflación se entiende lo que debe entenderse, esto es, abuso del crédito.
Tras un siglo de colectivismo, el mercado vuelve a ser el principio rector de la actividad económica. El dirigismo económico ha caído en el descrédito. Es más, en los países occidentales se han creado instituciones para vigilar el grado de competencia de los mercados "si bien inspiradas en un criterio erróneo, el número de participantes, en lugar de regirse por el principio de libertad de entrada y salida del mercado. Sin embargo, el mercado no ha llegado aún a la esfera monetaria. Es cierto que los bancos y las instituciones financieras compiten entre sí para captar pasivos y conceder créditos, pero son los bancos centrales los que marcan el precio de la liquidez y del crédito en sus líneas generales.
Los bancos centrales son el último residuo de esa era de colectivismo, y probablemente el más resistente a la eliminación. Puede que esto se deba a lo intrincado de los problemas monetarios, cuyo estudio requiere grandes dosis de tiempo, paciencia, lecturas, y meditación; que sólo acometerán quienes tengan un vivo interés e inquietud por estos temas. Y por desgracia, no es precisamente una gran mayoría la que se interesa por ellos.
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