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domingo, 28 de septiembre de 2014

Crítica a la teoría neo-ricardiana (y clásica) del valor

Publicado el 07 agosto 2013 por Juan Ramón Rallo
El economista italiano Piero Sraffa no escribió demasiado, pero lo poco escribió alcanzó una enorme influencia en ciertos ámbitos de la ciencia económica: dos artículos críticos con Hayek, la edición de las obras completas de David Ricardo y el que, probablemente, haya sido su libro más influyente, Production of Commodities by Means of Commodities (1960)El objetivo declarado de toda la obra de Sraffa era reinstaurar la teoría clásica del valor –en particular, su versión ricardiana–,  organizando una contrarrevolución reaccionaria contra el marginalismo subjetivista. Como explicó Ludwig Lachmann en Austrian Economics under Fire (1986): “El propósito de la contrarrevolución neorricardiana es el de revertir la  revolución subjetivista que tuvo lugar en el pensamiento económico a partir de 1870, gracias a Jevons, Menger y Walras, y que había demostrado que el valor de los bienes económicos dependía de la utilidad (subjetiva) que estos bienes poseen para los distintos individuos y no en sus costes (objetivos) de producción”.
Sraffa, sin embargo, no terminó de completar semejante empresa, y por ello su último libro lleva como subtítulo “preludio a una crítica de la teoría económica”. Como él mismo reconoce en el prefacio: “Las proposiciones aquí publicadas poseen la característica peculiar de que, aun cuando no atacan directamente la teoría marginal del valor y de la distribución, han sido diseñadas para que pueden servir como base a esa crítica. Si esa base posee un buen fundamento, la crítica podría ser elaborada más adelante, ya sea por este escritor o por alguien más joven y mejor formado”.
¿En qué consistía este preludio? La clave del modelo sraffiano la podemos encontrar en las primeras páginas de su último libro, ya que los restantes capítulos no son más que una ampliación y un desarrollo de los supuestos básicos desarrollados al comienzo.
El modelo sraffiano
Supongamos un sistema económico donde sólo se producen dos mercancías: trigo y hierro. Al principio el sistema está en equilibrio, de modo que las mercancías fabricadas sólo se utilizan para autorreproducirse. Por ejemplo, supongamos que con 280 quarters de trigo y 12 toneladas de hierro producimos 400 quarters de trigo y que con 120 quarters de trigo y 8 toneladas de hierro fabricamos 20 toneladas de hierro.
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El sistema está en equilibrio autorreproductivo: cada año, se producen 400 quarters de trigo y 20 toneladas de hierro para reinvertirlos en producir 400 quarters de trigo y 20 toneladas de hierro. En este sistema, los precios están determinados por las condiciones de producción: por necesidad, 10 quarters de trigo se han de intercambiar por 1 tonelada de hierro (el trigo o el hierro pueden hacer de numerario para expresar los precios). Así, el productor de hierro venderá 12 toneladas de hierro por 120 quarters de trigo, de modo que tanto él como el productor de trigo pueden repetir sus procesos anuales de producción. Cualquier otra ratio de intercambio no aseguraría la autorreproducción del sistema.
Ahora supongamos que la economía sufre un shock tecnológico que incrementa la productividad de los procesos de producción del siguiente modo:
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En este caso, el sistema se vuelve, en palabras de Sraffa, “autocontradictorio”: los procesos productivos fabrican más bienes que aquellos necesarios para su autorreproducción. Es decir, aparece un excedente productivo que debe distribuirse entre ambos productores: ese excedente es la tasa de ganancia o tipo de interés, cuya única restricción debido a la competencia del mercado es que sea idéntica en ambos procesos productivos.
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En este sistema de ecuaciones, la única solución positiva es un tipo de interés del 50% y unos precios de 1 tonelada de hierro por 10 quarters de trigo. De nuevo, los precios (incluyendo el tipo de interés) dependen esencialmente de las condiciones productivas.
Llegados a este punto, Sraffa se ve obligado a efectuar ciertas hipótesis cruciales para su planteamiento. La primera es la distinción entre bienes básicos y no básicos: los bienes básicos son aquellos bienes que a su vez son factores productivos de todos los otros bienes económicos. De acuerdo con el italiano, los precios de las mercancías sólo están determinados por las condiciones de producción de las mercancías básicas, y no por los de las mercancías no básicas: “Estos productos no desempeñan ningún papel en la determinación del sistema. Su papel es puramente pasivo”. La demanda, por tanto, no juega ningún papel. Por ejemplo, supongamos que el excedente de 200 quarters de trigo se utiliza para fabricar 100 quarters de pan.
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En tal caso, el precio del pan –3 quarters de trigo por un quárter de pan– no juega ninguna influencia sobre el precio del trigo o del hierro. Si, verbigracia, la productividad de la panadería permitiera fabricar 200 quarters de pan, la única repercusión sería que el precio del pan caería a 1,5 quarters de trigo, pero los precios del hierro, del trigo o los tipos de interés no se verían alterados (a diferencia de lo que sucedería si aumentara la productividad del trigo o del hierro).
El sistema anterior de tres ecuaciones puede reescribirse adoptando como numerario, no una mercancía arbitraria del sistema, sino todo el excedente productivo de los procesos básicos de producción (el valor de mercado de los 200 quarters de trigo y de las 10 toneladas de hierro). Para ello, basta con añadir una cuarta ecuación donde el valor del excedente básico se iguale a 1:
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Resolviendo, obtenemos un precio del trigo de 1/300 (del excedente productivo básico), un precio del hierro de 1/30 y un precio del pan de 1/100; el tipo de interés sigue siendo del 50%. La transformación resulta de utilidad porque nos permite incorporar explícitamente la participación del factor trabajo en las ecuaciones. Primero, asumiremos que la fuerza laboral es igual a la unidad: . Segundo, expresaremos el salario (w) como un porcentaje del excedente productivo. Así, si el salario es igual a 1, todo el excedente irá a parar a los trabajadores; si es igual a 0, todo el excedente irá a parar a los capitalistas (en el sistema anterior, estábamos considerando implícitamente que el salario de los trabajadores, por encima del mínimo necesario para su subsistencia, era igual a cero).
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En este sistema, tenemos cuatro ecuaciones para cinco incógnitas (precio del trigo, precio hierro, precio del pan, salario y tasa de ganancia). Sraffa propone ir dándole valores a w para estudiar qué magnitudes alcanzan el resto de variables. Por ejemplo, si el salario es 0,8 (el 80% de todo el excedente productivo va a parar a los trabajadores), el tipo de interés cae al 10%, y todos los precios relativos se modifican (el precio del trigo pasa a ser 0,003237, el del hierro 0,03525 y el precio del pan 0,007122).
La segunda hipótesis relevante que adopta Sraffa podemos encontrarla aquí: según el italiano, “nuestro objetivo es observar los efectos que provoca el cambio del salario sobre la tasa de ganancias y los precios de las mercancías individuales bajo la hipótesis de que los métodos de producción permanecen inalterados”. Que los métodos de producción permanezcan inalterados equivale a afirmar que la preferencia temporal y la aversión al riesgo de los capitalistas es igual a cero: sea cual sea la rentabilidad de sus inversiones, no las suspenden, sino que las mantienen año tras año. Y es que si su preferencia temporal y su aversión al riesgo determinaran un coste de capital mínimo (por ejemplo, el 20%), habría todo un rango de valores de la tasa de ganancia que no serían factibles sin inducir alteraciones en la estructura productiva.
Claro que Sraffa también se blinda de la posibilidad de que los capitalistas paralicen sus inversores adoptando otra crítica hipótesis muy vinculada a la anterior: en este mundo de capital circulante, los trabajadores cobran al final del período productivo, y no al principio. Es decir, el capitalista no adelanta su capital al trabajador: “También asumiremos a partir de aquí que el salario se paga a posteriori, como una porción del producto neto anual, abandonando la idea de los economistas clásicos de que los salarios se adelantan a partir del capital”. La cuestión a resolver a partir de aquí, claro está, es cómo se justifica el pago de intereses a unos capitalistas que se limitan a repetir año a año idénticas operaciones sin siquiera adelantar el capital a los trabajadores. Su rol es puramente parasitario, ya que suprimiéndolos nada cambiaría (salvo los precios relativos de las mercancías) dentro del sistema.
A partir de aquí, Sraffa sigue desarrollando su sistema de ecuaciones para abarcar distintos supuestos más complejos (producción conjunta de bienes de consumo y sistemas de ecuaciones donde aparezca la tierra o bines de capital fijos). Por nuestra parte, ya contamos con suficiente material para cuestionar las bases del modelo sraffiano, así que nos limitaremos a comentar brevemente la última de las formalizaciones que el italiano pretende incorporar a su sistema de ecuaciones: construir un numerario que no se vea afectado por los cambios en los precios relativos, esto es, que el valor del excedente productivo en relación con el valor de los medios de producción sea una constante con independencia de los precios, los salarios y los tipos de interés. Ese numerario será el excedente productivo de lo que Sraffa llama “sistema estándar”: un sistema donde coincidan las proporciones entre los medios de producción con las proporciones entre las mercancías básicas. En nuestro caso, el sistema que hemos presentado anteriormente ya responde a las características del sistema estándar –la proporción entre el trigo y el hierro usados como medios de producción (400:20) es la misma que entre el trigo y el hierro producidos (600:30)– por tanto no es necesario que lo reconvirtamos para seguir razonando dentro del marco sraffiano. Y es que, al usar como numerario el valor de mercado del excedente productivo del sistema estándar (lo que Sraffa denomina “renta nacional estandarizada”), la relación entre el tipo salarial y la tasa de ganancias se vuelve lineal. A saber: , donde r es la tasa de ganancia, w el tipo de salario, y  la tasa de ganancia máxima.
En todo caso, y por resumir, la clave de la teoría del valor de Sraffa es que la demanda no juega ningún papel en la determinación de los precios relativos de las mercancías: ni la demanda relativa entre bienes presentes ni la demanda de bienes presentes sobre bienes futuros (preferencia temporal). Es más, los precios no se determinan en el margen (entre el consumidor y el productor marginal), sino que son el resultado de los precios relativos entre volúmenes totales de producción. Todas las teorías objetivas del valor son fácilmente incorporables dentro del marco sraffiano (incluyendo la marxista, pues el propio Sraffa buscaba reducir todos los costes a cantidades homogéneas de trabajo), donde son las condiciones de la oferta las que determinan los precios: mercancías que producen mercancías con independencia de la subjetiva utilidad marginal. La revolución subjetivista habría sido, por consiguiente, abortada.
Crítica al modelo sraffiano
Mi objetivo es demostrar la falsedad de las dos hipótesis básicas de Sraffa, es decir: 1ª la demanda de bienes no básicos no juega ningún papel en la determinación de los precios y 2ª la preferencia temporal, por asumirse igual al 0%, no desempeña ningún papel en la determinación de los precios y de las técnicas productivas.
Comencemos con la primera. En el siguiente sistema de ecuaciones,  ya vimos que el tipo de interés era del 50%, el precio del hierro era de 10 quarters de trigo y el precio del pan de 3 quarters de trigo (los salarios asumíamos que eran los imprescindibles para mantener con vida a los trabajadores).
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La hipótesis de Sraffa implica que los cambios en la demanda del pan no pueden afectar a los precios del trigo y del hierro. Y, en efecto, si la demanda de pan aumenta un 10%, habrá que incrementar la inversión de trigo en la industria panadera en un 10% (20 quarters de trigo). Esos 20 quarters de trigo pueden extraerse de la industria siderúrgica reduciendo la producción de hierro en un 20%. Tras los pertienentes ajustes, el sistema quedaría del siguiente modo:
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En este sistema, ninguno de los precios se modifica, de modo que, en efecto, la mayor demanda de pan no afecta a los precios relativos. Bajo ciertas condiciones tampoco lo hace, por cierto, los cambios en la demanda de los bienes básicos. Ahora bien, para que esta conclusión sea cierta es imprescindible asumir la existencia de rendimientos constantes a escala, pues en caso contrario cualquier oscilación de la demanda (de los bienes básicos y también de los no básicos) sí ocasionará modificaciones en los precios relativos. Por ejemplo, si la reducción de la inversión en la industria siderúrgica no se traduce en una minoración de la oferta de hierra de 5 toneladas, sino de 10 toneladas, los precios relativos sufren un más amplia reajuste: el precio del hierro asciende 12,8 quarters de trigo, el precio del pan cae a 2,7 quarters de trigo y el tipo de interés se reduce al 38,2%. Por consiguiente, en ausencia de rendimientos constantes a escala, los cambios en la demanda dan lugar a modificaciones de las condiciones técnicas de producción y, por tanto, de los precios relativos.
Desde luego, no podrá decirse que Sraffa desconociera esta limitación de su sistema. El propio prefacio de su libro comienza con la siguiente admonición: “Cualquiera que esté acostumbrado a pensar en términos del equilibrio entre la oferta y la demanda se inclinará a pensar, una vez lea estas páginas, que todo nuestro argumento descansa en la hipótesis tácita de que existe un rendimiento constante a escala en todas las industrias”. El propio Keynes, padrino de Sraffa en Cambridge, le lanzó la misma advertencia: “Cuando en 1928 le entregué un borrador de las proposiciones iniciales de este libro a Lord Keynes, me recomendó que, si no asumía rendimientos constantes a escala, lo advirtiera de manera muy enfática”.
Al final, sin embargo, Sraffa trató de blindar sus conclusiones afirmando que en su libro no busca explicar las variaciones de los precios, sino sólo el nivel de precios en unas condiciones dadas: “En realidad, [no asumo rendimientos constantes a escala]. En este libro no estudiamos ningún cambio en la producción ni en las proporciones en las que se utilizan los factores productivos en cada industria. Nuestra investigación se concentra exclusivamente en analizar las propiedades de un sistema económico que no dependen de los cambios en la escala de producción o en la proporción de los factores”. Es por ello por lo que, además, Sraffa rechazaba el análisis marginalista: “El enfoque marginalista focaliza su atención en el cambio, pues sin cambios en la escala de la industria o en las proporciones de los factores productivos, no puede existir ni producto marginal ni coste marginal. En un sistema en el que, día tras día, la producción se repite sin cambios, el producto marginal de un factor productivo (o, alternativamente, su coste marginal) no es que resultara difícil de hallar, sino que sería imposible de encontrar”.
El blindaje de Sraffa, sin embargo, no es más que una forma de escurrir los enormes problemas implícitos en su análisis: por definición, cuando las cantidades producidas y los métodos empleados están dados (que es lo que sucede cuando se asumen rendimientos constantes a escala o cuando, en cambio, se asume que la demanda y la tecnología no varían), los precios de las mercancías sólo pueden depender de sus cantidades relativas ya producidas. Pero para llegar a explicar por qué son esas y no otras las cantidades que se están produciendo (por muy constantes y permanentes en el tiempo que resulten), habrá que recurrir a las utilidades marginales de los bienes en cuestión.
Creo que podemos comprender fácilmente este extremo a través de la famosa paradoja del agua y de los diamantes: como sabemos, los economistas clásicos rechazaron basar la explicación de los precios en la utilidad porque les resultaba imposible comprender cómo el agua, siendo más útil que los diamantes, era en cambio mucho más barata. Por ejemplo, podríamos representar una típica economía productora de agua y diamantes del siguiente modo:
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En tal caso, 1 diamante se intercambiaría por 1.000.000 de litros de agua, siendo el tipo de interés del 11%. Si esto es así, empero, es porque los agentes económicos han ido valorado sucesivamente las unidades marginales de agua por encima de las unidades marginales de los diamantes y, en consecuencia, han orientado los factores productivos hacia la obtención de un millón de litros de agua y hacia un diamante.
Supongamos ahora que, en cambio, los trabajadores y capitalistas de esta sociedad valoran extraordinariamente los diamantes, hasta el punto de que están dispuestos a concentrar prácticamente todos los factores productivos en su obtención, aun a costa de experimentar un desplome en la producción de agua y colocarse al borde de la muerte. De esta manera:
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En este biológicamente poco realista ejemplo, el precio de los diamantes caería a 0,65 litros de agua: es decir, un litro de agua sería más valioso que un diamante pese a que las técnicas productivas disponibles en esa sociedad no han variado. La diferencia entre ambas economías reside en que los factores productivos se han trasladado a fabricar más diamantes a costa de fabricar menos agua porque la utilidad marginal de la cuarta unidad de diamantes era superior a la utilidad marginaldel cuarto litro de agua. Por tanto, aun cuando queramos explicar los precios por los costes de producción, se hace indispensable incorporar el análisis subjetivista y marginalista para comprender cómo se organizan los factores productivos a la hora de conformar las condiciones de producción y, por tanto, a la hora de determinar las cantidades fabricadas y, en consecuencia, los precios relativos.
Refutada la primera de las hipótesis sraffianas, pasemos a la segunda. Al cabo, el economista italiano era bien consciente de las limitaciones analísticas que tenía que aceptar para que la primera hipótesis siguiera teniendo algo de sentido, pero en el caso de la segunda –referente a la distribución intertemporal de los recursos– ni siquiera llegó a darse cuenta de las inconsistencias en las que incurría.
Como decíamos, Sraffa deseaba estudiar los cambios distributivos que se producían en la renta agregada al modificar el tipo de salarios y recíprocamente la tasa de ganancias. Dado que el italiano no quería analizar los reajustes productivos originados en las preferencias subjetivas (pues ello le obligaría a incorporar el análisis marginalista), el italiano optó por asumir que las modificaciones en la tasa de ganancia no conllevarían cambios en la estructura productiva (nota: el último capítulo del libro de Sraffa está dedicado, en efecto, a estudiar los cambios o reswitchings en la estructura productiva derivados de una alteración de la tasa de ganancia, pero en tales reswitchings no juegan nunca ningún papel las preferencias temporales de los agentes, sino sólo la rentabilidad relativamente superior de cada técnica, por lo que nuestra crítica subsiguiente es del todo válida).
Como dijimos, semejante hipótesis sólo tendría sentido en caso de que la preferencia temporal de los capitalistas fuera nula: es decir, que cualquier tasa de ganancia que obtengan les compense por diferir su consumo. Pero, más allá del escaso realismo de la hipótesis (de nuevo, Sraffa opta por anular las preferencias para concluir que no desempeñan ningún papel en la formación de los precios), hay otro problema de consistencia interna mayor: si, en efecto, el coste de capital de los capitalistas es del 0%, toda tasa de ganancia positiva supone una situación de desequilibrio inestable. Y es que los capitalistas seguirían reinvirtiendo sus excedentes productivos hasta que la tasa de ganancia se equiparara con el coste del capital. Por continuar con el ejemplo original del trigo, el hierro y el pan: en este caso, ya vimos que la tasa de ganancia era del 50% y, en consecuencia, los capitalistas deberían reinvertir el excedente de trigo (200 quarters) y el del hierro (10 toneladas) en fabricar más trigo y más hierro.
sistema11Ahora bien, si asumimos que el pan es un bien de consumo (y que no puede ser empleado como bien de capital), el sistema de ecuaciones anterior sería económicamente contradictorio: si la preferencia temporal es nula, eso significa que los agentes son indiferentes entre el consumo presente y el futuro, de modo que pudiendo expandir el consumo futuro, optarán por renunciar al consumo presente (al pan). De entrada, pues, debemos eliminar la tercera ecuación del sistema y asumir que el excedente de trigo y hierro se reinvierte de manera proporcional en ambas industrias, de modo que, por ejemplo, el sistema queda así:
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En este sistema, la tasa de ganancia cae del 50% al 27,65% (y el precio del hierro se reduce desde 10 quarters de trigo a 9,3). Sin embargo, la reinversión del antiguo excedente ha generado un nuevo excedente que deberá ser a su vez reinvertido, proceso que se irá repitiendo (según la velocidad del decrecimiento de los rendimientos) hasta que la tasa de ganancia caiga al 0%. Por ejemplo:
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En este caso, el precio del hierro quedaría fijado en 10 quarters de trigo y la tasa de ganancia se vería reducida al 0%: es decir, los capitalistas no se quedarían con ninguna porción de la producción nacional, que iría íntegramente dirigida a reponerse a sí misma. Esa sería la única posición de equilibrio estable del sistema, asumiendo (como asume Sraffa) que la demanda de los productos y las técnicas productivas no puede variar y que la preferencia temporal y la aversión al riesgo de los capitalistas es nula. Al final, pues, los capitalistas se suicidarían como agentes económicos: adelantarían capital para no obtener nada a cambio.
Por supuesto, como ya expusimos, Sraffa asume que los capitalistas no adelantan en realidad ningún capital, pero en tal caso habrá que plantearse cuál es la preferencia temporal de los trabajadores. Sraffa asume que estos están dispuestos a esperar a que se complete todo el período productivo para cobrar, de modo que su preferencia temporal también sería nula (si no lo fuera, aceptarían cobrar por adelantado con descuentos sobre su producción futura). Pero si lo es, entonces deberán proceder a reinvertir los excedentes productivos (en lugar de consumirlos) hasta que el sistema adopte la forma anterior y se limite a autorreproducirse.
Por consiguiente, si asumimos que los agentes económicos sí poseen una cierta preferencia por la distribución intertemporal de su consumo (es decir, si asumimos que existe preferencia temporal y aversión al riesgo), estas preferencias subjetivas serán un elemento determinante del monto de la reinversión anual y, por tanto, un elemento determinante del tipo de métodos productivos que se emplearán en una economía. Es decir, un elemento determinante de los precios relativos según el propio esquema del italiano. Obviamente, si asumimos que las preferencias no existen, entonces las preferencias no juegan ningún papel: pero eso es una proposición meramente tautológica.
En definitiva, despojado de sus dos nada realistas hipótesis, el preludio a la crítica contra el subjetivismo y el marginalismo que pretende acometer Sraffa en Production of Commodities by Means of Commodities pierde todo su sentido. La intensidad de la demanda marginal sirve para determinar la distribución de los factores productivos entre las distintas producciones presentes y futuras, siendo los precios relativos de las mercancías producidas el resultado contingente del proceso y no su determinante estructural.
La revolución marginalista no abortada: releamos a Böhm-Bawerk
Ahora bien, el argumento de Sraffa, que no es otro que el argumento clásico del valor, sí parece tener su punto de razonabilidad: ¿cómo negar que en gran medida los precios sí dependen de los costes y de las condiciones de producción? ¿Acaso no hay algo aprovechable en la obra de los economistas clásicos que no se haya tenido en cuenta por parte de los pensadores subjetivistas, obsesionados con analizarlo todo a través de la primacía de la demanda subjetiva del consumidor?
Las influencias que los costes de producción –y de las condiciones técnicas de producción–puedan desempeñar sobre los precios ya fueron perfectamente desentrañadas por el economista austriaco Eugen Böhm-Bawerk durante el auge revolución marginalista. En el capítulo de “la ley de costes” de La teoría positiva del capital, el austriaco expone que las valoraciones subjetivas de los consumidores sobre las disponibilidades de bienes de consumo finales determinan sus precios y esos precios son los que a su vez determinan las demandas empresariales de los factores productivos y, por tanto, el precio de los factores productivos. Como explicaba para el caso del hierro: “Procedamos a examinar la secuencia causal que da lugar a los precios de mercado. Claramente, nos conduce por una línea continua desde el valor y el precio de los bienes basados en hierro al componente que supone el coste del hierro, y no al revés. La valoración subjetiva, por parte de los consumidores, de los productos basados en el hierro constituye el primer eslabón de la cadena. El proceso comienza con las valoraciones monetarias que permiten a los consumidores participar en la demanda de los productos basados en el hierro. Entonces, esas valoraciones monetarias, a través de los mecanismos que ya hemos estudiado, determinan el precio de los productos basados en el hierro. El precio resultante de esas mercancías les indica a sus productores la intensidad de valor monetario que pueden conferir a la materia prima hierro, y por tanto el valor monetario con el que pueden entrar a competir por la compra del hierro. Y de ahí, finalmente, llegamos al precio de mercado del hierro”. En este sentido, parecía indudable que son los precios de los bienes de consumo los que determinan los costes de producción. Sin embargo, Böhm-Bawerk explica que existe un mecanismo de realimentación por el cual, aparentemente, son los costes los que determinan los precios.
Imaginemos que los fabricantes de raíles, fundidores, palas, martillos y clavos pujan por una oferta de 100 toneladas de hierro hasta el punto de determinar un precio de mercado del hierro de 3 dólares la tonelada. Supongamos, además, que el precio de mercado de las mercancías que pueden producirse con una tonelada de hierro es el siguiente:
mercado de hierro
Claramente, tenemos un problema: hay consumidores marginales que están dispuestos a pagar 10 dólares por una cantidad de raíles que contenga una tonelada de hierro cuando el precio de mercado de la tonelada de hierro sigue siendo de tres dólares: eso significa que hay consumidores submarginales que están dispuestos a pagar 9, 8, 7 ó 6 dólares por los raíles (y por la tonelada de hierro allí contenida) y que no son capaces de comprarlos a ese precio; es decir, estamos diciendo que, aunque supuestamente el precio de mercado del hierro es de 3 dólares la tonelada, hay consumidores dispuestos a pagar 9 u 8 dólares la tonelada que no pueden adquirirlo en el mercado. Por el contrario, hay consumidores que están adquiriendo martillos o clavos a 2 y 1 dólar que, por tanto, valoran los martillos y los clavos menos que el coste de una tonelada de hierro (valoran los martillos y los clavos menos que el hierro que contienen). El sistema, pues, tiene que readaptarse: los productores de martillos y clavos sufrirán pérdidas extraordinarias que les llevarán a reducir su producción de ambas mercancías (y dado que reducirán la producción, la utilidad marginal, y por tanto el precio, de martillos y clavos aumentará hasta 3 dólares) y, por el contrario, los fabricantes de raíles y de fundidores, al cosechar beneficios extraordinarios, incrementarán su producción hasta que el precio unitario de sus productos descienda a 3 dólares (debido a la ley de la utilidad marginal decreciente).
Al final, pues, las cinco mercancías tendrán un precio de tres dólares (obviando el spread entre precios y costes que es el interés), aparentemente influidos por ese coste objetivo de producción del hierro de 3 dólares: la realidad, sin embargo, es que el coste del hierro fue, previamente, determinado por la intensidad de la demanda competitiva de los fabricantes de mercancías basadas en el hierro, que a su vez fue una demanda influida por la demanda esperada de los compradores de sus productos.
El ejemplo podrá parecer poco realista, pues resulta poco verosímil que los fabricantes de martillos o clavos siguieran pujando por el hierro para incrementar su propia producción hasta un punto en que el precio unitario de sus mercancías no cubriera sus costes de producción. Sin embargo, es un ejemplo más realista y común de lo que podría parecer: el mercado es un mecanismo de prueba y error (de tanteo), de manera que los empresarios pueden anticipar precios de venta futuros muy superiores a los que finalmente se darán, y en tal caso habrá que corregir y reajustar los patrones de producción y los precios (en muchos casos, también los costes: si la demanda de raíles fuera lo suficientemente intensa, el productor de raíles podría llevar el coste del hierro por encima de los tres dólares la tonelada). Esto es especialmente cierto cuando, para más inri, los empresarios no demandan un solo input para sus procesos productivos, sino una pluralidad de ellos, de modo que es bastante complicado conocer a priori cuál es el punto óptimo de demanda de cada factor productivo específico.
En todo caso, la lección clave que cabe extraer de las reflexiones de Böhm-Bawerk es que los precios determinan los costes y, a su vez, los costes influyen sobre los precios modificando los patrones de producción. Este último proceso (obviando por entero el primero) es que el Sraffa pretende cristalizar como propio de los mercados maduros, relegando a un papel absolutamente secundario la influencia rectora que juegan las valoraciones subjetivas de los consumidores. Pero no perdamos de vista que incluso en ese limitado y estático mundo en el que Sraffa quiere encapsular el análisis económico, los costes siguen teniendo una lectura absolutamente subjetivista: el coste monetario del hierro es un coste de oportunidad del hierro; recoge el valor monetario mínimo que deben poseer las mercancías basadas en el hierro para seguir siendo producidas y comercializadas en el mercado, pues si no alcanzan ese valor monetario mínimo (como los clavos o los martillos), habrá otros usos marginales del hierro que les proporcionen a los consumidores al menos una utilidad marginal equivalente a tres dólares por tonelada (por ejemplo, mayor producción de raíles o fundidores).
Al análisis subjetivista y marginalista, por consiguiente, no le queda nada por incorporar de la teoría del valor clásica y de los intentos neo-ricardianos por revivirla. Es un marco analítico muchísimo más rico donde los precios relativos de las mercancías pueden explicarse como resultado de la interacción entre las valoraciones subjetivas de los agentes y las condiciones objetivas de producción: si bien, incluso esas condiciones objetivas de producción deben ser subjetivamente apreciadas y configuradas de acuerdo con las preferencias de los agentes económicos.
Un mundo caleidoscópico
Ludwig Lachmann, recogiendo las aportaciones de George Shackle, concebía el mercado como un mundo caleidoscópico en el que nada estaba dado sino que todo debía ser subjetivamente descubierto, apreciado y elaborado. No es que Lachmann negara que la realidad física constriña la acción, sino que incluso esas restricciones “objetivas” deben ser tamizadas por la interpretación subjetiva de cada ser humano. En este sentido, ni los precios, ni los costes, ni los tipos de interés, ni las tasas de ganancia pueden venir objetivamente dadas, sino que todas ellas deben ser el resultado del encuentro de las diversas valoraciones subjetivas de los agentes, que por supuesto pueden verse influidas por la realidad objetiva (pero no plenamente determinadas por relaciones universales e inmutables sujetas a la misma).
Sraffa, como el propio Lachmann se encargó de refutar, pretendía revertir este saludable giro subjetivista dentro de la ciencia económica, regresando a teorías de los precios asentadas en las condiciones técnicas de producción. Y en un mundo donde todos los procesos productivos exhibieran rendimientos constantes a escala (es decir, donde pudiese incrementarse y reducirse linealmente la cantidad de todas las producciones por cuanto todos los factores son plenamente sustitutibles para todos los procesos), el análisis clásico de Sraffa resultaría válido: la demanda y las valoraciones subjetivas sólo determinarían qué y cuánto producir, de forma que, por definición, las ratios de intercambio de las mercancías vendrían determinados por las relaciones marginales de sustitución técnica (constantes y dadas). Pero semejante mundo es del todo irreal: no sólo porque no existan rendimientos permanentemente constantes a escala para todos los productos, sino porque asumimos un exceso de estabilidad y previsibilidad tanto en la identificación de las demandas relativas de los agentes económicos cuanto en los procesos productivos orientados a fabricarlas.
En nuestro caleidoscópico mundo real, las valoraciones de los consumidores son diversas, complejas, cambiantes, inconsistentes y muy difíciles de apreciar por el observador externo; asimismo, los procesos productivos factibles dirigidos a satisfacer –e influir en– las complejísimas  valoraciones de los consumidores mediante la explotación de las complementariedades de los factores productivos son virtualmente infinitos. Dadas estas dos condiciones, ¿en qué sentido podemos siquiera hablar de un equilibrio estable dentro del que las condiciones productivas determinen los precios relativos de las mercancías? Por supuesto, Sraffa puede asumir estabilidad en las preferencias y en la tecnología productiva (como hacen muchos austriacos al plantear sus modelos de Economía de Giro Uniforme) para exhibir el equilibrio de precios hacia el que tiende el mercado: esto es, puede congelar las relaciones económicas para plantearse cuáles serían las ratios de intercambio dentro de esas relaciones congeladas (y determinadas originalmente por las preferencias subjetivas de los individuos). Pero, ¿de qué nos sirve una teoría de los precios que deja fuera el motor fundamental de los precios? ¿De qué nos sirve afirmar que los precios orbitan en torno a sus costes relativos de equilibrio (o sus “precios naturales”) cuando no sólo los precios, sino también los costes relativos de equilibrio están orbitando según las distintas apreciaciones subjetivas de los individuos sobre la situación presente y futura del mercado? De absolutamente nada.
Es verdad que la teoría de los precios ha de ser capaz de explicar las convergencias tendenciales de éstos a los frágiles equilibrios de mercado, pero la teoría de los precios no puede desatender que esos equilibrios –así como las fuerzas que arrastran los precios hacia ellos– son frágiles debido a la subjetividad de las acciones de los agentes económicos. Sería tanto como decir que Jack el Destripador no mataba a sus víctimas, sino que eran las víctimas las que aparecían destripadas como consecuencia de la posición espacial relativa de sus cuellos y abdómenes con unos cuchillos asesinos. Es la subjetividad de las preferencias de los consumidores la que determina las proporciones relativas de los bienes que deben ser provistos y es la subjetividad de las expectativas y de los cálculos empresariales la que decodifica esas valoraciones subjetivas y la que configura los planes productivos orientados a dar satisfacción a esas preferencias. Nada de lo anterior significa, por cierto, que las circunstancias objetivas no influyan en esa subjetividad (la preferencia de comer de los seres humanos viene en gran parte determinada por mecanismos fisiológicos; y los empresarios no pueden implementar planes de negocio que sean físicamente imposibles), pero sí que no las determinan de un modo cognoscible por nadie.
Al final, pues, la revolución subjetivista y marginalista sigue plenamente vigente. Los neo-ricardianos capitaneados por Sraffa no consiguieron abortarla reanimando la cadavérica teoría clásica del valor, pese a contar con el que probablemente sea el arsenal más serio y formalizado hasta la fecha para haberlo logrado. De su estudio, sin embargo, podemos inferir fácilmente las enormes fallas implícitas en cualquier teoría objetiva del valor, pues las condiciones para que cualquiera de sus modalidades resultara cierta y aplicable son, simplemente, de otro mundo.

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