La Seguridad Social acumula desde 2010 un déficit de 40.000 millones de euros, lo que ha contribuido a devorar los ahorros de su Fondo de Reserva desde los 64.400 millones de euros de 2009 a los 32.400 millones de 2015. La situación está lejos de revertir en el corto plazo, a pesar de la tan cacareada creación de empleo: su desequilibrio presupuestario en 2015 fue el mayor de toda la crisis —13.150 millones de euros— y hasta julio de este año prácticamente se ha triplicado con respecto al del desastroso ejercicio anterior. El propio Gobierno ya admite que el susodicho Fondo de Reserva, ese que iba a asegurar ‘in saecula saeculorum’ el futuro de nuestras pensiones, se va a esfumar dentro de un año. Y, por si lo anterior no fuera suficiente, las perspectivas a muy largo plazo son todavía peores: actualmente, existen 1,85 afiliados a la Seguridad Social por cada pensión abonada por el sistema; en apenas tres décadas, habrá menos de un afiliado por pensión.
La crítica situación de la Seguridad Social no es, sin embargo, nada excepcional. Durante los últimos tres decenios ha sido sometida a múltiples recortes para cuadrar sus estructuralmente descuadradas cuentas: así, antes de 1985, apenas era necesario haber cotizado una década para cobrar a los 65 años el 100% de una pensión que se calculaba como la media de los dos últimos años de salario; además, las cotizaciones sociales también cubrían los gastos del sistema sanitario público. Hoy, en cambio, es imprescindible haber cotizado 37 años para recibir a los 67 el 100% de una pensión calculada como la media de los últimos 25 años de salario y, para más inri, las cotizaciones sociales han dejado de cubrir la sanidad pública (es decir, ha habido que habilitar ‘nuevos’ impuestos para pagarla).
Pero, pese a estos múltiples recortes, su estado continúa siendo terminal. Ante tan deprimente situación, aquellos agentes sociales que durante medio siglo han estado manipulando a los españoles para venderles unas virtudes absolutamente inexistentes del sistema de pensiones públicas se niegan ahora a reconocer su fiasco y se empeñan en continuar huyendo hacia delante: esto es, se empeñan en continuar recortando tanto las prestaciones recibidas por los pensionistas como la renta disponible de los cotizantes. Un doble agujero negro cuyo único propósito es la subsistencia de un esquema redistributivo que solo se satisface a sí mismo a expensas de todos sus partícipes.
Así, por ejemplo, el secretario general de Comisiones Obreras, Ignacio Fernández Toxo, recopiló hace unos días en este periódico las propuestas de su sindicato para volver “sostenible” la Seguridad Social. Las ideas no destacan precisamente por su originalidad dentro del panorama político actual: impuestos (supresión de los topes máximos de cotización), impuestos (elevación de la base de cotización de los autónomos) y más impuestos (eliminación de todas las bonificaciones y exenciones sociales). De entre tan variado batiburrillo, sobresale una novísima idea:muchos más impuestos; en concreto, extraer del sistema de Seguridad Social los más de 20.000 millones de euros que cada año cuestan las pensiones de viudedad y orfandad para empezar a sufragarlas con figuras tributarias distintas a las cotizaciones sociales.
Esta última propuesta, por cierto, es compartida con escasos matices por prácticamente todas las fuerzas políticas: desde Podemos al PP, que tanto monta monta tanto. Debe de ser que, como sugiere Fernández Toxo, se trata de una recomendación de absoluto sentido común: las prestaciones por viudedad y orfandad carecen de carácter contributivo y, por tanto, es ‘lógico’ que no sean sufragadas por cotizaciones sociales, sino por los impuestos generales del Estado.
Pero no: en realidad solo estamos ante una treta que pretende camuflar la enésima bancarrota del sistema saqueando todavía más al contribuyente. De lo que se trata, en última instancia, es de financiar más de 20.000 millones de su gasto —equivalentes a casi un tercio de toda la recaudación del IRPF— con nuevos gravámenes creados ‘ad hoc’ y soportados por los mismos que ya están soportando las sangrantes cotizaciones sociales. El modelo es calcado al francés, a la llamada “contribución social generalizada”: una exacción adicional sobre ‘todos’ los trabajadores que equivale al 7,5% de sus salarios. Que todos los partidos coincidan en perpetuar este fraude escapando hacia delante solo confirma la complicidad originaria de todos ellos en haberlo gestado y los suculentos beneficios en términos electorales que cosechan manejando las pensiones a su arbitrio.
Imagínense la siguiente situación: un trabajador realiza durante 30 años aportaciones a un plan privado de jubilación que, a cambio de una determinada contribución mensual, promete pagarle una pensión determinada a los 65 años, hacerse cargo de todas sus facturas sanitarias y, en caso de morir anticipadamente, entregarle una pensión subsidiaria a su cónyuge viudo y a sus huérfanos menores de edad. Imagínense además que, tras esas tres décadas de contribuciones, el plan privado de jubilación se rebela contra el trabajador para anunciarle que: a) solo podrá jubilarse a los 67 años y con una pensión mucho más baja que la inicialmente prometida; y b) que, si quiere seguir teniendo derecho a sanidad gratuita y a pensiones de viudedad y orfandad, deberá seguir pagando, incluso después de jubilado, una contribución mensual muy superior a la que paga ahora. ¿Qué conclusiones sacaríamos acerca del comportamiento de ese plan privado de jubilación? Lo primero, que ha estafado al trabajador: le prometió una serie de prestaciones que finalmente no va a cumplir; y, lo segundo, que probablemente su situación financiera esté cercana a la bancarrota, motivo por el cual tiene que sacar la tijera reduciendo sus gastos e incrementando sus ingresos.
Pues bien, ese ha sido exactamente el comportamiento de la Seguridad Social española durante las últimas décadas: una estafa en permanente bancarrota que, pese a ello, ha contado —y sigue contando— con aduladores y propagandistas en todos los partidos políticos y en la inmensa mayoría de organizaciones sociales. Una estafa en permanente bancarrota que, además, es incluso peor que la estafa perpetrada por cualquier fondo privado debido a un motivo fundamental: ‘todos’ estamos ‘obligados’ a participar en esa estafa, aunque seamos conscientes de su fraudulenta naturaleza y no queramos someternos a ella. Todo un hito en la historia de las conquistas sociales, sí señor.
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