David Gordon
[Extraído de The Austrian (septiembre – octubre 2016)]
[Concrete Economics: The Hamilton Approach to Economic Growth and Policy · Stephen S. Cohen y J. Bradford DeLong · Harvard Business Press Review, 2016 · xi + 223 páginas]
Cohen y DeLong son economistas muy conocidos, pero acusan a sus colegas economistas de un excesivo énfasis en la teoría. Alejaos de modelos que tienen poca relación con la realidad, dicen nuestros autores. Aun así, no hacen partícipes de una lección sencilla acerca del origen de la prosperidad de Estados Unidos.
¿Cuál es esta lección sencilla? “En las economías de éxito, la política económica ha sido pragmática, no ideológica. Y lo mismo ha pasado en Estados Unidos. Desde su misma fundación, Estados Unidos ha aplicado una y otra vez políticas para redirigir su economía hacia una nueva dirección de crecimiento. (…) Estas redirecciones han sido grandes. Y han sido decisiones colectivas. (…) El gobierno señalaba la dirección, despejaba el camino, creaba la vía y, cuando se necesitaba, proporcionaba los medios. Y entonces los empresarios aparecían, innovaban, tomaban riesgos, obtenían beneficios y se expandían en esa nueva dirección en maneras que no se habían previsto ni podían preverse”.
Los periódicos líderes incluyen, sobre todo, a Alexander Hamilton; los seguidores de Hamilton del siglo XIX, que continuaron sus políticas de altos aranceles; Teddy Roosevelt y FDR y Dwight Eisenhower. Hamilton, un “gran teórico económico”, estaba a favor de “aranceles altos, grandes gastos en infraestructura, asunción de las deudas estatales por el gobierno federal [y] un banco central”. La justificación para este ambicioso programa era remodelar la economía “para promocionar la industria (…) el objetivo no era transformar la nueva y frágil economía para su ventaja comparativa, sino más bien cambiar esa ventaja comparativa”.
La política de Hamilton está abierta a una objeción evidente, pero Cohen y DeLong tienen lista una respuesta. La objeción es que el libre comercio beneficia a todos los afectados. Si, por el contrario, el gobierno elige “ganadores”, como las industrias a las que desea apoyar, también habrá perdedores. Si es así, ¿no tenemos aquí un caso en el que las preferencias de valor de los políticos han sustituido los deseos libremente expresados de los consumidores?
Los autores responden así: “Los libros de texto nos dicen que las operaciones de un sistema de libre comercio producen un juego de suma positiva: todas las partes ganan. Pero en sectores de economías sustanciales de escala, de aprendizaje y excedentes, hay un gran elemento de suma cero en el resultado. Pocos gobiernos, si es que hay alguno, ponen el bienestar del resto del mundo por encima del de sus propios ciudadanos: mi ganancia bien puede ser tu pérdida. (…) En términos de la estructura de producción y empleo, la ganancia de una parte se produce a costa de la otra, salvo (…) que la otra parte (en este caso, Estados Unidos) pueda trasladar sus recursos y personas a actividades con un mayor valor añadido, sectores del futuro de alto valor”.
Esta respuesta elude descaradamente la pregunta. Por supuesto, tienen razón en que si una industria subvencionada por el gobierno elimina del negocio a una industria competidora de otro país, la industria subvencionada se beneficia y la industria perdedora sufre. Sin embargo, difícilmente se deduce de esto que una política de libre comercio ponga el bienestar del mundo por encima del de sus propios ciudadanos. ¿Por qué las pérdidas de la industria no protegida son más importantes que las ganancias de los consumidores en tu propio país que ahora son capaces de comprar productos más baratos a la empresa extranjera? Por supuesto, si se supone que una economía próspera debe estar fuertemente industrializada, puede responderse a nuestra pregunta, pero precisamente se trata de eso. ¿Por qué no dejar que el equilibrio entre productos industriales y no industriales se establezca por medio de los deseos libremente expresados de los consumidores?
Aún no puede expulsarse a Cohen y DeLong del campo de batalla. Dicen acerca del “modelo asiático oriental”: “El objetivo era estimular la inversión hacia industrias que rindieran más a largo plazo. Esto es no dirigir recursos a las industrias que den los mayores beneficios inmediatos a las empresas con precios smithianos de libre mercado. El objetivo es dirigir recursos a industrias que rindan más en términos de desarrollo económico”.
¿No es el estado, con su visión de futuro, mejor que los hombres de negocios, despreocupados por el largo plazo, dada su avidez por los beneficios actuales? Los lectores más escépticos con respecto al estado que los autores tienen que ser perdonados por dudar acerca del asunto, más aún cuando los propios autores reconocen problemas en su esquema: “¿Pueden ir mal esas políticas? Sí. ¿Pueden esas políticas producir desastres económicos horribles? En muchos casos lo han hecho”.
Además, incluso si los observadores estatales de tendencias futuras “tuvieran razón”, desde el punto de vista de la política a favor de la cual está nuestros autores, reaparecería la pregunta fundamental. ¿Por qué debería el balance entre producción actual y producción futura ser establecido por algo distinto de las decisiones de los consumidores? ¿Por qué un mayor énfasis en el en el futuro que en el deseo de los consumidores es “mejor” en algún sentido? Los autores sugieren que si la economía crece lo suficientemente rápido, los sacrificios del consumo presente se verán compensados por un mayor consumo en el futuro. Sin embargo, aunque tuvieran razón, ¿quiénes son ellos para decir que los sacrificios merecen la pena? De nuevo Cohen y DeLong sustituyen sin base alguna los juicios de los consumidores del mercado libre y por sus propios juicios de valor.
Sospecho que los autores, si se dignaran leer estos comentarios, responderían con desdén: “Plantead todos los puntos puristas de libre mercado que queráis. ¡Lo que proponemos funciona!” Dicen: “Lo que sí sabemos es que, desde los días de Hamilton, es un hecho que la política económica triunfante de Estados Unidos ha sido pragmática, no ideológica. Ha sido concreta, no abstracta”.
Estados Unidos, bajo la política de altos aranceles que apoyan los autores, se convirtió en la economía más próspera del mundo y el éxito de economías dirigidas por el estado en China y Asia oriental añade más evidencias. ¿No es sencillamente una obstinación negar esto?
El argumento es vulnerable en dos aspectos. El primero de estos resultará familiar a cualquier lector de Bastiat y Hazlitt. Aceptando que la economía estadounidense alcanzado una gran prosperidad, ¿Cómo sabemos que esa prosperidad no habría sido todavía mayor bajo el régimen de laissez faire que desdeñan nuestros autores? ¿no debemos examinar “lo que no se ve”, igual que “lo que se ve”, como señaló Bastiat hace mucho tiempo?
¿Nos hemos apresurado demasiado en esta respuesta? Los autores podrían haber decidido respondernos de esta manera: “Estados Unidos tuvo todas las posibilidades de compartir lo que W. Arthur Lewis llamó las economías de asentamiento europeo templado. Estos otros países (Australia, Argentina, Canadá e incluso Ucrania) se convirtieron en el siglo XIX en grandes graneros y ranchos para la Europa industrial. Pero ninguno de ellos desarrolló la base industrial para convertirse en economías completas y equilibradas de primera clase a finales del siglo XIX. (…) Cuando las tendencias de los precios de las materias primas se volvieron contra ellos, perdieron espacio relativo. Por el contrario, el siglo XX se convirtió en el siglo de Estados Unidos, precisamente porque en 1880 Estados Unidos no era una gigantesca Australia”.
Aquí nuestros autores han vuelto a eludir la cuestión. Suponen que, en ausencia de “política industrial”, Estados Unidos el habría sido un país predominantemente agrícola. ¿Por qué pensar esto?
Aquí la duda es más que una posibilidad abstracta, del tipo que Cohen y DeLong miran con desdén y esto plantea la segunda línea ataque que puede dirigirse contra su argumento de que “funciona”. Hay pocas razones para creer que las políticas de Hamilton llevaran a la prosperidad estadounidense. Es verdad que los aranceles fueran a menudo altos y que los gobiernos del siglo XIX favorecieron las mejoras internas. Pero los aranceles eran prácticamente la única fuente de ingresos del gobierno y el tamaño y ámbito de este eran minúsculos en comparación con el hinchado estado actual. ¿Por qué no atribuir el éxito de la economía estadounidense a la relativa libertad de esta en lugar de a la política industrial? Apelar a lo “concreto” no supone nada: los hechos sin teoría son mudos. La cuestión se hace más acuciante cuando se considera que los autores estiman como un caso intervención con éxito del estado el hecho de que el gobierno creara tierra disponible a través de la Ley de Ocupación de 1862. El hecho de que el gobierno hiciera muy fácil adquirir títulos, en lugar de vender terrenos por subasta al mejor postor, es por alguna razón considerado como un triunfo para la política estatal. Si uno va a calificar una manera de privatizar terrenos como un ejemplo de supervisión estatal de la economía, el alegato a favor del control estatal de la economía ya está hecho. Para los lectores que no compartan las inclinaciones de Cohen y DeLong, sin embargo, su procedimiento les parecerá equivalente a llamar negro al blanco.
El artículo original se encuentra aquí.
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