En sus declaraciones públicas, Hillary Clinton se erige como uno de los candidatos más intervencionistas y antiliberales de la historia de EEUU (licencia que en gran medida se ha podido permitir merced a la nulidad ideológica de su adversario electoral). Su programa oficial busca seguir incrementando el tamaño del Estado en todos los frentes, estrangulando adicionalmente las ya capitidisminuidas esferas de libertad de las que disfrutan los estadounidenses. Sin embargo, en sus discursos privados, la demócrata muestra una imagen de sí misma bastante más matizada que la anterior.
Y es que, gracias a la filtración por parte de Wikileaks de los mails de su jefe de campaña John Podesta—filtración que ella misma ha tratado de frenar, llegando al extremo de cortarle el acceso a internet a Julian Assange en cooperación con la embajada de Ecuador—, hemos podido acceder a un perfil bastante menos negativo de las ideas políticas y económicas de Clinton (suponiendo, claro, que ésas sean sus auténticas ideas y no un capítulo más en la sempiterna sucesión de propaganda que caracteriza la actividad profesional de todo político). Así, en sus declaraciones privadas, la candidata demócrata se muestra contraria a la sobrerregulación de la economía, preocupada por los efectos pauperizadores de los impuestos altos, defensora de la moderación del gasto público como vía para atajar el déficit y, sobre todo, partidaria de una mayor apertura comercial y migratoria por parte de los EEUU. De hecho, el extracto de uno de sus discursos —ante el brasileño Banco Itaú— no puede ser más elocuente: “Mi sueño es lograr en algún momento futuro un mercado común hemisférico, con libre comercio y fronteras abiertas, con energía tan verde y sostenible como sea posible, el cual impulse el crecimiento y las oportunidades de todas y cada una de las personas en ese hemisferio”.
No es difícil darse cuenta de que el sueño cosmopolita de Clinton se contrapone radicalmente con la pesadilla nacionalista, autárquica y neomercantilista de Trump. De hecho, la visión globalista de Clinton engarza prima facie con los postulados tradicionales del liberalismo: un mundo caracterizado por la interacción voluntaria y la cooperación pacífica de todos sus ciudadanos en un entorno de libertad de movimientos de personas, capitales y mercancías. Tras el reciente rebrote del nacionalismo xenófobo en buena parte de Occidente (EEUU, Reino Unido, Francia, Alemania, Austria o Hungría), bienvenido sea un contrapeso aperturista dentro de la principal potencia mundial: lástima, eso sí, que Hillary no se atreva a defender en público esas saludables ideas y trate —como ya sucediera en el último debate presidencial— de ocultarlo y desdecirse tras una cortina de excusas y de requiebros engañosos.
Ahora bien, siendo los fines globalizadores de la candidata demócrata enormemente atractivos para casi cualquier liberal —y, diría más, para cualquier persona preocupada sinceramente por la prosperidad de las personas más pobres del planeta—, conviene mostrar cautela en lo relativo a los medios empleados para alcanzarlos. A la “aldea global” podemos llegar mediante dos procesos totalmente opuestos: la centralización y la descentralización política. El primero nos conduce a formas estatales de carácter imperial (un gobierno mundial que proporciona la infraestructura jurídica y policial para el desarrollo social de esa aldea global); el segundo, a formas de libre asociación (y desasociación) política como las ligas o las confederaciones (organizaciones políticas independientes que abren sus fronteras para que sus ciudadanos interactúen sin interferencias gubernamentales).
Avanzar hacia la globalización mediante el imperialismo y la centralización política conduce inexorablemente al conflicto internacional: al intento de conquistar, colonizar o someter a los demás para que se integren forzosamente en tu aldea global idealizada, con la esperable resistencia por parte de aquellos ciudadanos que no quieren ser sojuzgados por ese rodillo extranjero. La Unión Europea es un claro ejemplo de estructura política centralizada que pretende construir un “mercado” armonizado en su interior a costa de socavar la libertad de organización y reorganización política de sus ciudadanos (con todos los conflictos y tensiones internas que ello está generando). Por el contrario, avanzar hacia la globalización mediante la descentralización y libre asociación pasa por la apertura unilateral e incondicional de un país hacia el exterior o, subsidiariamente, por la firma de tratados de apertura bilateral.
De las declaraciones y de los discursos privados de Clinton es difícil anticipar por cuál de ambos procesos apuesta: por un lado, es verdad que muestra un claro entusiasmo hacia los acuerdos comerciales, como el Tratado Transpacífico (del cual llegó a decir que “constituía el patrón oro de los acuerdos comerciales para volver el comercio más libre, transparente y justo”), aun cuando durante la campaña esté intentando rectificar; pero, por otro, también es cierto que el tipo de tratados que está impulsando EEUU —como el ya mentado TPP o TTIP— suelen ser instrumentos no sólo para liberalizar el comercio, sino para regularlo centralizadamente e incluso para ejercer presión política (vía pseudo-embargos comerciales) hacia otros países como Rusia o China contra los que Clinton mantiene una actitud más bien frentista y agresiva.
Ése es justamente el riesgo del sueño de Clinton: no el punto de llegada —del todo atractivo para los liberales— sino el camino que quiera transitar para alcanzarlo. Si la apuesta de Clinton pasa por más imperialismo militarista de corte neoconservador, su sueño será o un fracaso o un desastre. EEUU no debe aspirar a ser el gendarme de la globalización: basta con que no la obstaculice dentro de su jurisdicción mediante arbitrarias barreras a la libre circulación de personas, capitales y mercancías. Por ahí es por donde debería empezar Clinton: por contrarrestar ideológicamente el envenenamiento autárquico y nacionalista de la sociedad estadounidense perpetrado durante los últimos años por Donald Trump (y, en parte, por Bernie Sanders) y por abrir políticamente el país hacia el exterior sin necesidad de imponer los términos de esa deseable apertura sobre el resto del planeta. Por desgracia, los políticos no suelen hacer lo que deben, sino aquello que les interesa a los lobbies que los aúpan o los mantienen en el poder: y de tales servidumbres, también ha estado plagada la candidatura de Clinton.
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