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sábado, 8 de octubre de 2016

EL ESTADO ES EL BIEN


Theresa May, primera ministra por accidente, sacó hace unos días la metralleta para disparar contra la “izquierda socialista” y contra la “derecha liberal”, si bien quien concentró sus mayores invectivas fue esta última. A su entender, los liberales yerran cuando demonizan al Estado, pues éste “debe convertirse en una fuerza del bien” dirigido a proporcionar “aquello que los individuos, las comunidades o los mercados no pueden conseguir”. La tesis de May contra el liberalismo, pues, se articula en dos partes: primero, el Estado es un agente del bien cuando cae en las manos correctas; segundo, el Estado existe para suplir aquello que la sociedad civil no logra por sí sola. Ambas tesis son, sin embargo, falaces.
En primer lugar, el Estado es, siguiendo la célebre definición e Max Weber, un monopolio territorial de la violencia: y el uso de la violencia contra una persona no puede equipararse prima facie con “hacer el bien”, algo que el propio Estado reconoce cuando proscribe, en el Código Penal que él mismo ratifica, la violencia entre ciudadanos. Si la única nota que distingue al Estado del resto de individuos es el derecho a iniciar arbitrariamente la violencia (exacción y erosión de la propiedad vía impuestos y regulaciones o restricción de la libertad de expresión, de movimientos, de prensa y de tráfico de bienes, etc.), ¿en qué sentido el Estado promueve el bien frente a las interacciones pacíficas del resto de ciudadanos? En ninguno. Por eso, como mucho, la deplorable coacción del Estado podría tener sentido a modo de ratio subsidiaria y última ante situaciones excepcionales como las guerras. Ése era, por cierto, el rol que los liberales clásicos —acaso con cierta ingenuidad— le asignaban al sector público: un vigilante nocturno y subsidiario del sector privado.
El En su segunda tesis, May parece suscribir este argumento: el Estado existe para hacer aquello que la sociedad no consigue por sí sola. Pero aquí claramente miente: la sociedad puede perfectamente proveerse su propia educación, sanidad o pensiones sin la coacción paternalista del Estado, pero el Estado se ocupa de todo ello. El Estado no aplica una violencia subsidiaria sobre las personas, sino una violencia preferente. Y May no quiere desmontar ese hiperEstado sino reforzarlo. Al final, pues, sólo apela al “bien común” para justificar la coacción estatal dirigida a imponerles a todos los británicos su particular y sectaria visión de ese bien común: no el bien, sino el mal.

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