Por qué los Quantitative Easing no generan inflación pero sí desajustes
juan ramón rallo
Todo aumento de la demanda de dinero tiene sus efectos reales. Keynes supuso que atesorar dinero implicaba dejar de invertir y condenar a parte de los factores productivos al desempleo. Nunca fue necesariamente así. Con patrón oro, había dos mecanismos naturales para reabsorber a los recursos desempleados tras una caída del gasto y un aumento de los saldos de tesorería por parte de los agentes económicos: por un lado, la producción de oro se volvía más rentable (los costes de producir oro se reducían pero los ingresos de producir oro, expresados en el propio oro extraído, no) y, por otro, los tipos de interés a muy corto plazo con los que se financiaba el descuento de letras y pagarés comerciales se reducían (por la mayor oferta de fondos prestables a muy corto plazo),estimulando así la producción de los bienes que servían como colateral de ese crédito comercial.
Keynes no entendió ninguno de estos dos puntos. En cuanto al oro, simplemente asumió a la muy mercantilista manera que no podía producirse salvo en aquellos países que contaran con suficientes minas (cuando es posible producirlo indirectamente: exportando los bienes que desean los productores de oro). En cuanto a los bienes que servían como colateral al crédito comercial a corto plazo, el inglés jamás llegó a conocer la Doctrina de las Letras Reales de Adam Smith: la elección no es dicotómica entre inversión y atesoramiento, sino entre inversión a muy distintos plazos y con muy distintos niveles de liquidez, siendo la financiación de la distribución de bienes de consumo en alta demanda una inversión casi tan líquida y segura como el atesoramiento de dinero.
De este modo, produciendo más oro y más bienes de consumo en alta demanda, se lograba reabsorber a los factores desocupados por el mayor atesoramiento. La lógica macroeconómica era impecable: la sociedad quería volverse más líquida (es decir, no comprometer sus factores productivos a inversiones a largo plazo y difícilmente reconvertibles) y la estructura productiva se volcaba en fabricar más oro y más bienes de consumo a muy corto plazo (más inversiones rápidamente autoliquidables). Una vez el dinero se desatesoraba y se volvía a invertir a largo plazo, los factores se iban retirando desde las minas y desde las industrias de bienes de consumo sin que se produjeran pérdidas irrecuperables de capital, pues desde el primer momento el capital sólo se inmovilizó a muy corto plazo.
Con el abandono del patrón oro y la instauración de la moneda fiduciaria, el proceso no tendría por qué haber cambiado de manera sustancial: ciertamente, la opción de producir más oro perdía su automatismo, pero seguía siendo posible descontar créditos comerciales a corto plazo que desplazaran los factores ociosos a las industrias de bienes de consumo en alta demanda. Sucede, sin embargo, que despreocupado por su liquidez interna al no tener que atender la convertibilidad de sus pasivos en oro, el sistema bancario no tenía por qué limitar su crédito a activos líquidos como los anteriores, sino que podía extenderlo a activos ilíquidos pero más rentables, como la deuda pública a largo plazo. He ahí el nacimiento del famoso “quantitive easing” o “flexibilización cuantitativa”.
¿Qué es el “quantitative easing”?
Aunque suela describirse la flexibilización cuantitativa que desde 2009 viene realizando la Reserva Federal estadounidense como una impresión sin cuartel de dólares, la realidad es algo distinta: la Fed les ha comprado a los bancos privados una parte de sus activos a largo plazo (fundamentalmente deuda pública y titulizaciones hipotecarias) y lo ha hecho reconociéndoles un depósito a su favor. En el fondo, igual da que sea contra billetes de nueva impresión o contra depósitos en la Fed: los dos son pasivos del banco central estadounidense que sirven como moneda de curso legal para saldar las deudas privadas nominadas en dólares. Sin embargo, la aclaración sí es útil para despejar una de las típicas confusiones acerca del “quantitative easing”: la inflación que, con anteojeras estrechamente cuantitativistas, muchos economistas pronostican que debería generar. Y es que, cuando se habla de billetes impresos, se presupone que esos billetes están circulando por la economía, cuando la realidad es que se están guardando debajo del colchón: o, mejor dicho, los bancos no están haciendo uso de los depósitos a su favor que la Fed les ha reconocido.
Lo que tenemos, por tanto, es un incremento del atesoramiento en un régimen de papel moneda inconvertible: es ese atesoramiento el que lleva al sistema bancario a poder descontar a bajos tipos de interés créditos públicos o privados. El rol que antaño desempeñaba el crédito comercial privado a corto plazo es hoy jugado por la deuda estatal y las titulizaciones hipotecarias. En lugar de trasladar los factores desempleados a las minas de oro o a las industrias de bienes de consumo, estos factores son ocupados por los proyectos de gasto público (especialmente, por los “planes de estímulo”) o, si hubiese nuevo endeudamiento hipotecario privado (que apenas lo hay), por la industria de la construcción.
Si toda esa magna “impresión” de dólares no ha generado inflación es porque, a efectos prácticos, atesorar dólares (no gastarlos) equivale a un incremento del ahorro que permite sufragar inversiones: yo dejo de gastar (atesorando) y permito que el gasto que yo debería haber realizado, lo efectúes tú (en este caso, el sector público). El proceso es tan poco inflacionista como cuando un ahorrador compra un bono a 10 años para sufragar las inversiones que acomete un empresario. Pero que sea de inmediato poco inflacionista no significa que esté libre de importantes riesgos.
Los riesgos del “quantitative easing”
Cuando el sistema bancario se limitaba a descontar créditos comerciales a corto plazo, el sistema económico conservaba su liquidez y su capacidad de readaptación ante los cambios. Desde un punto de vista real, los factores concentrados en las minas o en las industrias de bienes de consumo pueden abandonar de inmediato sus puestos sin provocar descoordinaciones en el conjunto de la economía (pues están colocados en la parte final de las etapas productivas). Desde un punto de vista financiero, el desatesoramiento de dinero permite saldar con rapidez los pasivos generados por la banca al monetizar el crédito comercial: el mero gasto en consumo corriente proporciona la totalidad de los ingresos necesarios para saldar extinguir el crédito comercial y amortizar esos pasivos bancarios.
Cuando, por el contrario, el sistema bancario procede a descontar créditos a largo plazo (como la deuda pública), la coordinación entre los distintos agentes económicos se rompe por entero. Desde un punto de vista real, los factores ocupados en inversiones a largo plazo no pueden retirarse de inmediato sin interrumpirlas precipitadamente y sin impedir su rentabilización; puede parecer que éste sea un problema menor cuando el cliente de esas inversiones sea el Estado y las sufrague con impuestos a fondo perdido, pero una mala inversión para la ciudadanía sigue siendo una mala inversión con sus correspondientes costes de oportunidad. Ahora bien, el verdadero problema se materializa con mayor claridad en el lado monetario, esto es, en la imposibilidad de un pronto reflujo monetario: cuando se reduzca la demanda de dinero (esto es, cuando los agentes pasen a desatesorar) será imposible minorar correspondientemente todos los pasivos creados por la Fed, pues para ello habría que amortizar anticipadamente unos activos que recogen parte de los ingresos fiscales de dentro de 20 ó 30 años (deuda pública a 20 y 30 años).
La Fed confía en que, llegado ese momento, los bancos privados utilizarán los nuevos dólares creados para recomprar la deuda pública que previamente ella les adquirió (les monetizó) y así limpiar su muy deteriorado balance. Pero los bancos no funcionan de ese modo: no adquieren activos (es decir, no conceden préstamos) contra sus reservas (contra los dólares que tienen en caja), sino apalancándose sobre esas reservas (es decir, generando nuevos depósitos con los que adquirir los activos). La billonaria inyección de dólares de la Fed, por consiguiente, confiere a los bancos privados un brutal margen de apalancamiento sobre sus multiplicadas reservas, que si no están explotando ahora mismo es por dos motivos: por un lado, no existe demanda privada sana de crédito como para prestar desbocadamente; por otro, los fondos propios de los bancos no se han incrementado, de modo que su margen de apalancamiento financiero no ha mejorado sustancialmente. Pero llegado el momento de reabsorber los activos de la Fed (cuando supuestamente esos bancos privados se encuentren lo suficiente saneados para ello), lo harán apalancándose mediante la creación de nuevos depósitos, no desprendiéndose de sus reservas de tesorería.
A efectos prácticos, por tanto, los “quantitative easing” de la Fed no son más que una línea de crédito gratuita, irrevocable y casi ilimitada a favor de la banca privada de la que, por el momento, esa banca no está haciendo uso alguno. Pero eso no quita que en el futuro (cuando toda la sociedad, incluida la propia banca, se haya recapitalizado a conciencia y pueda volver a demandar y a ofertar crédito) no vaya a usarla; momento en el que la inflación nos atacaría por partida doble: rapidísima expansión del crédito bancario (lado financiero) y estructura productiva malinvertida incapaz de acomodar con producción presente esa expansiva demanda basada en el crédito (lado real).
Los habrá que crean que una subida generalizada de precios en el futuro supone un coste harto reducido para solventar la actual crisis deflacionaria. Pero semejante cavilación incurre en dos errores. El primero es que los “quantitative easing” no constituyen una forma de superar la actual crisis deflacionaria, por cuanto el exceso de deuda acumulada que genera las presiones deflacionistas sigue sin desaparecer del sistema (sólo es absorbida por la banca central), lo que contribuye a retrasar todo el necesario proceso de saneamiento real y financiero; el segundo es que las subidas futuras de precios serán sólo la exteriorización de un problema mucho más de fondo: un generalizado desajuste entre ahorradores e inversores, esto es, entre tenedores de dólares (que querrán gastarlos de un modo determinado) y empresarios (que los habrán invertido de un modo muy distinto al necesario para atender las demandas de los tenedores de dólares), que obligarán a atravesar por una nueva crisis (por una nueva purga interna del aparato productivo).
En suma, los “quantitative easing” retrasan los reajustes actuales y son el germen de desajustes futuros. Si hoy gozan de tan buena prensa es por las mismas razones por las que también lo hace el saltar de una burbuja a otra tratando de retrasar el necesario saneamiento económico (recordemos a Krugman pidiéndole a Greenspan que bajara los tipos para estimular una nueva burbuja inmobiliaria). La preferencia temporal de los agentes nos lleva a preferir hipotecar el futuro a sacrificar parte del (insostenible) nivel de vida presente: la misma enfermedad de hiperendeudamiento que nos ha conducido al desastre actual.
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