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martes, 13 de enero de 2015


ANÁLISIS

Piketty y su camino a la plutocracia

El economista identifica una causa única de todos los males y ofrece una solución: que los ricos paguen más impuestos y volveremos a la Arcadia Feliz. No es tan sencillo




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Pocas veces un economista académico se ha convertido en un gurú mediático. Piketty lo ha conseguido y por ello tiene toda mi admiración y un poco de envidia. Su libro se ha convertido en superventas después de haber sido adoptado como catecismo por la nueva izquierda americana. Porque el libro confirma los clásicos prejuicios ideológicos y “porque la clase media-alta americana que compra libros está muy angustiada”, en palabra de Bradford DeLong, un conocido economista americano neokeynesiano. El libro es también un éxito comercial y político en Europa porque consuela a la clase media de las economías desarrolladas, que ve con creciente ansiedad cómo la globalización y la crisis financiera han echado por tierra sus expectativas de prosperidad continua y ocio creciente. Un economista serio por fin les tranquiliza. No es culpa suya, no es que trabajen, estudien, ahorren, inviertan e innoven poco, como les fustigan los neoliberales, sino que una ley inexorable del capitalismo conspira en su contra: la creciente concentración de la riqueza. Al identificar una causa única de todos nuestros males, Piketty nos ofrece también una fácil solución; si solo los ricos pagasen más impuestos, si solo evitáramos esa concentración insultante de renta y riqueza en unas pocas manos, volveríamos a la Arcadia Feliz. ¿Quién puede negarse a la belleza de tal argumento? Lástima que las cosas no sean tan sencillas. Permítanme que les amargue la película que tan cuidadosamente se habían construido.
La tesis central del libro es conocida. La ratio riqueza-renta aumenta constantemente con el capitalismo y conduce a un capitalismo patrimonialista, plutocrático, en el que la concentración de la riqueza en unas pocas manos es una consecuencia necesaria, una ley natural porque “la tasa de rentabilidad del capital excede la tasa de crecimiento económico”. En esto Piketty no es un economista muy moderno y comparte la obsesiva ilusión que ha acompañado a la profesión desde la revolución marginalista de buscar leyes económicas de la naturaleza. Como Boyle-Mariotte o Newton, Piketty también quiere su ley. Para ello maneja una cantidad ingente de datos de la que pretende extraer una regularidad en todo tiempo, lugar o sociedad.
La concentración del capital en unas pocas manos está lejos de ser evidente. Más bien todo lo contrario
Los datos utilizados han sido desmenuzados por Gillian Tett en elFinancial Times y ha encontrado tres tipos de problemas: meros errores de transcripción y entrada de datos, errores metodológicos al rellenar los huecos en las series históricas, y más serios problemas de fabricación de datos al mezclar diferentes series de riqueza de un mismo país y elegir la que sobrestima la desigualdad. Problemas que sinceramente no me preocupan en demasía, porque no hay datos ni series perfectas y en economía hay que trabajar con lo que se puede. Toda construcción de una serie nueva conlleva problemas y decisiones arbitrarias, recordemos lo que les pasó a Reinhardt y Rogoffcon su serie de deuda pública y su límite del 90% del PIB como umbral de recesión. Ninguna polémica científica entre economistas se ha resuelto nunca apelando inequívocamente a la evidencia empírica. No ha pasado con el debate entre keynesianos y monetaristas, por citar el más clásico de los clásicos.
Piketty formula tres proposiciones básicas: el tamaño y la importancia del capital aumentan con el tiempo y el crecimiento económico, la propiedad del capital se va concentrando, y la desigualdad creciente es el resultado inevitable, salvo que se corrija la economía de mercado con un fuerte intervencionismo fiscal sobre la propiedad. Las tres proposiciones contienen, en mi opinión, serios problemas metodológicos y empíricos.
El debate sobre el tamaño e importancia del capital es crucial en la tesis de Piketty. El problema es que no queda claro qué entiende por capital. Hay problemas de medición: ¿cómo afecta la inflación al rendimiento del capital? Porque nadie puede negar que con tipos de interés negativos como los actuales el capital se pierde, por eso los economistas hablamos de represión financiera para definir la política actual. Además, si algo hemos aprendido en la teoría del crecimiento es que el capital no es un bien homogéneo salvo que lo reduzcamos a capital financiero, a dinero contante y constante. Pero entonces ignoraremos, como hace el autor francés, fuentes importantes de ingresos y de desigualdad, como el capital humano, institucional o relacional, que cada vez tienen mayor poder explicativo.
Los países más igualitarios del mundo deben ser Corea del Norte, Camboya o Birmania
La concentración del capital en unas pocas manos está lejos de ser evidente. Más bien todo lo contrario. Si nos referimos al capital financiero, el capitalismo popular es una característica de la última mitad del siglo XX. No hace falta ser un thatcherista irredento para pensar que las privatizaciones han hecho capitalista a la inmensa clase media. ¿Quién no tiene matildes en su patrimonio? ¿Quiénes son los grandes propietarios de las empresas cotizadas sino los fondos de pensiones de las viudas escocesas, los maestros de California o los sindicatos suecos? Y si pensamos en términos internacionales, ¿es lógico suponer que la desigualdad en el mundo ha aumentado con la globalización?, ¿no es evidente que la globalización ha sacado de la pobreza a millones de seres humanos? Que la desigualdad haya crecido en China, Brasil o Sudáfrica no es incompatible, sino precisamente la causa de que haya disminuido en el mundo. O vamos a redescubrir ahora, gracias a Piketty, lo que ya sabíamos desde las novelas de Dickens, que la desigualdad en un país aumenta con el despegue económico, por utilizar la clásica terminología de Rostov. Pero de eso a afirmar que a China o a Inglaterra en su caso le hubiera ido mejor sin crecer hay un abismo al que volveremos más adelante. Piense el lector en la siguiente paradoja sobre la igualdad: si en un país determinado se introduce un sistema público de pensiones de jubilación, lo más probable es que la concentración del capital y la desigualdad aumenten porque la población dejaría de ahorrar para la vejez: ¿quiere eso decir que defender un sistema público de pensiones es reaccionario?
El imparable crecimiento de la desigualdad es para Piketty una conclusión necesaria porque el capital tiene rendimientos crecientes, lo que es contrario a toda lógica económica. Pero además porque supone que las rentas del capital son el principal determinante de la distribución de la renta e ingresos de la población. Lo que es sencillamente falso. Si algo distingue a un país desarrollado es precisamente el peso de los salarios en la distribución de la renta. Si trabajo y capital son complementarios y no sustitutivos, como de hecho lo son por muchos ludditas que haya entre políticos y economistas, entonces a mayor capital mayor rendimiento del trabajo, mayor productividad y mayores salarios. ¿Qué hay de malo en ello? Otra cosa distinta es que el trabajo cualificado sea más complementario del capital que el no cualificado. Porque esa es la causa fundamental de la ansiedad creciente en los países desarrollados con la globalización y la revolución industrial de las nuevas tecnologías de la información. Se ha abierto una brecha inmensa entre los trabajadores por su nivel de cualificación, una brecha que afecta a sus expectativas laborales, salariales y vitales. El enemigo del trabajo no es el capital, sino la falta de conocimientos. Pero paradójicamente nadie puede argumentar seriamente que el acceso a la educación es hoy menos igualitario. La escolarización obligatoria, la universalidad de la enseñanza secundaria y las tasas de penetración de la enseñanza universitaria no permiten afirmar que el acceso al capital humano se haya hecho más desigual. Pero la igualdad de oportunidades no garantiza, ni debe garantizar, la igualdad de resultados.
El énfasis actual en la desigualdad es excesivo, una interpretación sesgada y torticera del bien público. El periodo más igualitario de la historia de la humanidad ha sido probablemente la Edad Media europea, un periodo en el que no pasaba nada. Los países más igualitarios del mundo deben ser Corea del Norte, Camboya o Birmania. Nunca he entendido la reivindicación de la envidia como guía para las políticas públicas. Para mí, lo importante son los niveles absolutos de consumo, no los niveles relativos. En China se vive hoy mejor que hace 20 años, medido por el porcentaje de la población que tiene acceso a bienes y servicios básicos, aunque haya aumentado el índice de Gini. El nivel de consumo de Felipe II, infinitamente superior al de sus coetáneos e insoportablemente desigual, estaba sin duda alguna por debajo del umbral de pobreza de la España de hoy. El desarrollo económico y social consiste en aumentar los niveles de consumo y acceso a servicios públicos de los segmentos más desprotegidos de la población, no en estrechar la distribución de la renta. Una sociedad obsesionada con la igualdad es una sociedad estacionaria, sin crecimiento ni progreso económico y social. Una sociedad de suma cero en la que los conflictos redistributivos, incluidos los territoriales, se agravan necesariamente; una sociedad en la que gravar a los ricos con impuestos se convierte en el principal argumento político y en la que se olvidan, o ignoran deliberadamente, las consecuencias en el crecimiento, el equilibrio intergeneracional o la movilidad social; una sociedad de rentistas en definitiva. Déjeme concluir con una cita de Larry Summers, responsable del Tesoro con Clinton y Obama y rector de Harvard: “El momento del libro de Piketty es perfecto, impecable. El libro merece nuestra atención. Lo que no significa que sus conclusiones aguanten el test de la historia o la crítica académica”.
Fernando Fernández Méndez de Andés es profesor en IE Business School

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