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martes, 13 de enero de 2015

EL LIBERALISMO DEL REINO UNIDO GANA LA BATALLA AL PROTECCIONISMO FRANCÉS

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Destrona a Francia como quinta potencia económica del mundo gracias a una receta liberal que le ha hecho crecer a un ritmo anual del 3%


El liberalismo del Reino Unido gana la batalla al proteccionismo francés

La rajada fue asombrosa en su locuaz desinhibición. Pero seguramente sincera. A comienzos del pasado octubre, Andy Street, el máximo ejecutivo de los almacenes británicos John Lewis, que vienen a ser algo así como el Corte Inglés local, viajó a París para recibir un premio que distinguía a su cadena. De vuelta en Londres, en una reunión con emprendedores jóvenes, Street soltó a bocajarro sus impresiones de primera mano sobre lo que había visto al otro lado del Canal: «Francia está acabada. Nunca he visto un país tan enfermo y lo peor es que a nadie parece importarle. Está esclerotizada, desesperanzada y hundida». Ya a galope, recomendó retirar «rápidamente» las inversiones de allí y trazó una cruda comparación París-Londres, por supuesto desfavorable para los galos (hablaba un cincuentón inglés graduado en Oxford, claro). Puso como ejemplo el Eurotúnel: en Londres se parte en hora desde una estación rutilante, mientras en París se llega a una decadente, donde se reiteran los retrasos. Como ofensa final -ya exagerando- se atrevió a pronunciar la gran herejía: se come mejor en Londres que en París.
La diatriba de Street tiene una base real. Londres, que supone el 12,5% de los 64,1 millones de habitantes del Reino Unido y el 20% de su PIB, es una ciudad enérgica y cumplidora, un enclave global, donde la productividad se ha disparado en comparación con la mortecina Europa Continental. Pongamos un ejemplo de la vida real. Para mudarte a vivir al Reino Unido contratas en Madrid a una compañía británica que opera en los dos países. La mañana de la mudanza se presentan en tu piso de Madrid cuatro mozos de cuerda españoles, perfectamente uniformados con unos nikis estupendos y una coordinadora que anota. A la hora de comer, detienen el trabajo y se marchan a zampar. Acaban la tarea pasadas las cinco de la tarde. Los muebles embalados por ellos llegan a Londres. Aparecen solo dos mozos de cuerda en un camión destartalado. Visten unas camisetas descoloridas de su compañía. Pero cuando se ponen a trabajar acaban dos horas y media antes que los españoles. Entre otras cosas, porque no han plantado el servicio para irse a comer.
En 1850 el Imperio Británico cubría el 20% del globo. El país tenía 20 millones de vecinos, pero el hito de la revolución industrial lo había puesto en vanguardia y producía el 45% de las manufacturas del mundo. Una gloria así siempre es la antesala de un declive, aguzado en el Reino Unido por el esfuerzo de dos guerras mundiales victoriosas pero extenuantes, que dejaron las arcas públicas exangües. Tras el esfuerzo de parar a Hitler, el país estaba tan empobrecido que se optó por socializar la miseria, es decir, por implantar de facto una suerte de régimen socialdemócrata, que evitó privaciones lacerantes, pero a cambio colocó un cepo en las piernas de la economía. Desde la conclusión de la guerra hasta finales de los 80, Alemania y Francia crecieron más y mejor que el Reino Unido.
Todo cambia con la revolución que montará la hija de un tendero,Margaret Thatcher, residente en Downing Street entre 1979 y 1990. Lectora de Hayek y Friedman, y oyente de sus consejos, toda su acción política se regirá por una máxima elemental: hay que dar libertad a los particulares para que así puedan crear riqueza. Thatcher, que no es cierto que desmontase el Estado del Bienestar británico, pues aún hoy es mucho más generoso que el español, pone coto a los abusos sindicales, privatiza el ferrocarril y las telecomunicaciones y cierra las deficitarias minería y siderurgia estatalizadas. En resumen, crea una economía abierta. Tras ella, nadie ha cuestionado lo esencial de ese modelo, ni siquiera los gobiernos laboristas de centro de Blair y Brown. «En toda mi vida adulta ha habido un consenso político en que el futuro de Gran Bretaña descansaba sobre una economía abierta. Desgraciadamente ese consenso está amenazado por primera vez en un cuarto de siglo». La frase es del ministro de Hacienda, George Osborne, de 43 años, y la ha utilizado como arma contra sus adversarios laboristas en un país que ya está en precampaña para las elecciones de mayo. Que lo haga es revelador: toda la sociedad asume que el aperturismo económico es la clave del éxito.

Un mercado pujante

Los regocijantes triunfos en el mercado inglés de empresas españolas, advenedizas en su día, constituyen un ejemplo cercano de que todo el mundo es bienvenido… siempre que traiga dinero y ganas de trabajar.Ferrovial controla Heathrow y Aena, Luton; Telefónica posee la segunda mayor compañía británica de móvil, O2; el Santander es el tercer banco del Reino Unido, Iberdrola destaca en las renovables, Zara luce en los mejores emplazamientos y asoman Mango, Camper y Desigual; nuestros bares de tapas conquistan unos paladares ya acostumbrados a la tortilla y el Rioja, porque España es el primer destino de los turistas británicos.

La crisis, antes que nadie

Reino Unido pagó el peaje de la crisis con su mayor recesión desde la posguerra. Pero hoy es un punto de luz en las nieblas europeas. El PIB creció un 3% el año pasado, desbordando las previsiones, el desempleo ha bajado del 6% (es la mitad que en la zona euro), con solo 1,9 millones de parados. Cierto que hay problemas, como una deuda pública del 91% del PIB, objeto de preocupación y de debate -en España es dos puntos mayor y solo parece agobiar al partido en el Gobierno-, inquietan también la dependencia del fenómeno Londres, la posibilidad del estallido de una burbuja inmobiliaria en la capital y el lento y casi nulo traslado a los salarios de la mejoría macro. Peor incluso con esas incertidumbres, Reino Unido acaba de superar en volumen económico a Francia. Algunos centros de estudios, como el prestigioso CEBR, aseguran que en 2029 alcanzará a Alemania.
¿El secreto del éxito? La ventaja del idioma inglés como tarjeta de presentación, pues es la lengua franca (lo que debería llevar a pensar en la enorme utilidad del castellano), mientras que el francés, antigua lengua de la diplomacia, se cultiva globalmente cada vez menos. Gracias a la inmigración, Reino Unido cuenta con una pirámide demográfica sana, con una base joven y bien preparada, a pesar del auge de los cantos xenófobos de UKIP. También se beneficia de su excelencia educativa, Oxford y Cambridge no han perdido su marchamo, ni tampoco los grandes centros politécnicos. Pero sobre todo el secreto se llamalibertad, apertura. Hace cuatro décadas se levantaron los corsés del sector financiero y hoy se calcula que el país -que en este caso equivale a decir Londres- supone el 40% del movimiento del sector en la UE, con 255 bancos instalados en la City, el doble que en Nueva York.
Cuando se visita el pulmón financiero de Londres y se tiene el privilegio de hablar con sus autoridades, sorprende lo básico de su mensaje: viajan por el mundo predicando que Londres es el mejor lugar para instalarse, por su seguridad jurídica, su regulación poco intrusiva, una fiscalidad tolerable, la alta cualificación de sus empleados y la pujanza cultural y mundana de la metrópoli. Los dirigentes de la City salen a buscar el dinero a conciencia, se patean China, los países árabes, los emergentes… Quieren que el capital se mude a Londres. Han conseguido convertirla en un refugio para plutócratas y multinacionales de todo el planeta.
Hoy más del 30% de la población de Londres es foránea. La City no ha tenido empacho en aceptar que algunos bancos árabes que se han instalado allí se rijan de puertas a dentro por la sharia, la rigorista ley islámica. Los cataríes son los dueños de Harrods, de los rascacielos de Canary Wharf y hasta del mercado alternativo de Candem. La jequesa de Qatar se está construyendo frente a Regent’s Park un palacio que ya se apoda Buckingham 2, y cerca buscan casa Brad Pitt y familia. Londres es un imán planetario y la economía bulle, con unos precios inmobiliarios desbocados, con pisos decimonónicos que en las mejores zonas cuestan más de dos millones de libras por poco más de 60 metros.
El sector de servicios de negocios supone un tercio de la economía británica. Específicamente, solo los servicios financieros aportan el 7% del PIB. Reino Unido es también una meca para las aseguradoras, para las grandes firmas planetarias de servicios de arquitectura e ingeniería, los arbitrajes legales y últimamente, hasta para el cine, con cada vez más rodajes de Hollywood en sus estudios.
¿Problemas? Muchos. La postración de las antaño ciudades fabriles del Norte. La integración de las segundas generaciones de inmigrantes, sobre todo los musulmanes. Las deudas colosales que arrastra el Estado. El debate sobre cómo sostener la excelente sanidad pública y las generosas ayudas sociales. La necesidad de acometer reformas constitucionales tras las promesas hechas a Escocia. Pero se percibe pulso y autoestima. Dinamismo e ilusión. Empezando por los restaurantes, repletos de doce de la mañana a doce de la noche, siete días a la semana abiertos, como el comercio. El sello de las ciudades ganadoras: «Always Open». El siglo XXI será eso: la batalla de las metrópolis, porque se calcula que en la próxima década el 65% del crecimiento planetario vendrá de las súper urbes.
El Reino Unido le ha dado la vuelta a su destino post-imperial, que parecía tétrico. El antiguo líder en la era del vapor y el carbón se ha transformado y ha abrazado el catecismo liberal para competir también en la liza de las pantallas y las ideas. Una revolución que Francia, cómoda en la magnífica opulencia de sus viejas rentas, ha ido dejando para mejor ocasión.

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