Juan Pina
La semana pasada, a la vuelta del Brexit, Nigel Farage intervino en el Parlamento Europeo. Nunca me han caído bien ni él ni su partido, el UKIP, porque su rechazo a la Unión Europea se debe más a motivos nacionalistas que a una reflexión pro-Libertad acorde con nuestro tiempo. Sin embargo, me indignó ver cómo el jefe de los eurócratas, Jean-Claude Juncker, cuestionaba su presencia y se permitía incluso encararse con él para preguntarle “¿qué hace usted aquí?” Esto es el mundo al revés porque Farage, guste o no, sí tiene el mandato de una circunscripción electoral que le ha elegido para dirigirse a esa cámara. Quien no tiene la menor legitimidad democrática es, precisamente, Juncker. Y tampoco la tiene la Comisión Europea que preside. Es monumental la prepotencia de la oscura élite extractiva bruselense, ajena a todo voto y a todo control, al cuestionar a un eurodiputado electo que, sencillamente, dice cosas que ellos no quieren oír. Sobre esos cimientos se ha construido el entramado institucional europeo y cada vez parece tener peor arreglo. Es normal que el país cuna del parlamentarismo rechace un pseudoparlamento de cartón-piedra (generoso en privilegios para sus miembros, eso sí) y un poder ejecutivo ensoberbecido, opaco y ajeno a todo control, que además nos cuesta un riñón y recorta severamente nuestras libertades inmiscuyéndose en todo lo que hacemos.
Ya está bien de que la Unión Europea sirva como excusa para imponernos a todos decisiones que podríamos tomar individualmente, y para hacer ingeniería social, económica y cultural
O el brexit motiva una reflexión profunda y sirve de punto de inflexión para cambiar de arriba abajo esta Unión Europea, o el efecto dominó va a ser tan inevitable como lo es el abuso de poder de la patulea democristiana y socialdemócrata que manda en Bruselas (con la lamentable colaboración de los dizque liberales de Verhofstadt, que hay que ver para lo que han quedado, admitiendo incluso a Ciudadanos). Ya está bien de que la Unión Europea sirva como excusa para imponer decisiones al individuo y para hacer ingeniería social, económica y cultural.
Pero esta misma semana ha habido también un destello de sentido común en la élite. Ya veremos si dura. Se trata de la posición de Angela Merkel al apoyar la adscripción de Gran Bretaña a la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA, por sus siglas en inglés). Esto es precisamente lo que necesitamos todos, a ambos lados del Canal de la Mancha. Los británicos no han dicho que quieran romper con Europa —nada menos— sino con la dichosa Unión. O sea, con Juncker y su banda. La propia Merkel ha puesto el ejemplo de Noruega como camino a seguir por Londres. Pues muy bien, que Gran Bretaña se una a Islandia, Noruega, Liechtenstein y Suiza en ese club selecto de países prósperos, de economías libres que no se someten a los caprichos de Bruselas para poder comerciar.
Lo que no tiene sentido es que para acceder al mercado europeo haya que tragar con imposiciones políticas ni moldear la sociedad conforme a las instrucciones de Bruselas
Lo que no tiene sentido es que para acceder al mercado europeo haya que tragar con imposiciones políticas ni moldear la sociedad en función de las ocurrencias del aparato colectivista comunitario. Comerciar es un derecho. ¿Qué clase de chantaje es este, y por qué hay que aguantarlo? No tiene sentido para los británicos pero tampoco lo tiene para los demás, y seguramente el brexit ayude a muchos a comprenderlo. Hace muy bien Londres en plantarse y decirle a Europa “mira, yo lo que quiero es un comercio libre con vosotros pero sin el corsé de todo el lío que habéis montado”. Si Europa rechaza esa oferta perderá un mercado vecino de sesenta y cinco millones de clientes, y los británicos se verán empujados hacia Norteamérica y hacia la Commonwealth, lo cual, francamente, no es ningún problema para ellos. Será Europa la que salga perdiendo.
Lo que necesitamos es desmontar la lógica de una construcción europea que se hace a expensas de cada europeo: de su libertad personal y de su control sobre las instituciones. Y para ello es muy conveniente pasar a la “Europa de varias velocidades” como la llaman los cursis de Bruselas (todo lo que viene de la capital belga parece no ser apto para diabéticos, como sus afamados pralinés). En realidad no se trata de varias “velocidades”, y deberíamos empezar a desechar esa visión teleológica de Europa porque los grados de integración pueden ser indefinidamente los que quiera cada cual, e ir variando hacia más o hacia menos, y no tienen que entenderse como pasos más lentos o más rápidos pero encaminados por designio divino a un escenario final de fusión, resultante en un macroestado continental que eriza el vello.
Un buen paso sería regionalizar la integración. Pese a la oposición hispanofrancesa, entendible sólo en clave de política doméstica, es perfectamente razonable que Escocia, Gibraltar e Irlanda del Norte se mantengan en la Unión si así lo desean, y que Gales e Inglaterra se salgan. Simplemente se estaría respetando el resultado de las urnas. Además hay precedentes, desde las islas Feroe y Groenlandia, que son territorio danés pero no UE, hasta los muchos regímenes especiales de integración existentes, como los de las islas Aland, Campione, Ceuta y Melilla, etcétera.
Nos hace falta más EFTA y menos Juncker, más flexibilidad y menos infiernos regulatorios, más mercado y menos “armonización” fiscal
¿Por qué no ir hacia una Europa líquida, una Europa de geometría variable, una Europa a la carta que responda a los anhelos particulares, no ya de los veintitantos Estados nacionales, esos mamuts al borde de la glaciación, sino de los cientos de unidades territoriales más pequeñas, siempre susceptibles además de variar, unirse, escindirse, etcétera? ¿Por qué no retroceder hasta donde Europa empezó a ser opresiva y antipática, y emprender desde ahí un camino mejor, basado en lo que todos queremos compartir (mercado libre y espacio de libertades personales) sin hacer de nuestro continente una dictadura de burócratas y lobbies? Nos hace falta más EFTA y menos Juncker, más flexibilidad y menos infiernos regulatorios como la infame Política Agrícola Común, más mercado y menos “armonización” fiscal al alza, en definitiva más Libertad y menos Estado, ya sea nacional, subnacional o europeo. No necesitamos un eje París-Berlín con el resto de los europeos aplaudiendo como focas a la espera de un pescado que ya escasea, sino más Noruegas… muchas más Noruegas.
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