Buscar este blog

sábado, 16 de agosto de 2014

Lección 3 – La reacción de la Escuela Clásica contra el mercantilismo

Publicado el 14 noviembre 2012 por admin
El presente texto es un resumen de la lección tercera de la asignatura Historia de las doctrinas monetarias que imparto dentro del máster en Value Investing y Teoría del Ciclo del centro de estudios OMMA.
Antecedentes
El pensamiento mercantilista dominó la escena intelectual europea hasta bien entrado el siglo XVIII. Como ya estudiamos en la lección 2, el objetivo fundamental del mercantilismo era incrementar los medios de pago internos de un país, a través de las restricciones sobre el comercio internacional y de la manipulación del crédito, para así estimular su actividad económica y reducir los tipos de interés nacionales.
Desde comienzos del s. XVIII, sin embargo, comienzan a aparecer economistas de diversa índole que cuestionan las bases mismas del sistema mercantilista. En Inglaterra ya mencionamos a Dudley North, pero fue en Francia donde se gestó un movimiento más numeroso durante la primera mitad del s. XVIII: la fisiocracia, encabezada por François Quesnay. Los fisiócratas eran de la opinión de que la riqueza se originaba únicamente en el proceso de producción agraria y no en el comercio o en la acumulación de metales preciosos, de ahí que rechazaran las políticas mercantilistas consistentes en subvencionar industrias, restringir la importación de mercancías u obsesionarse con la acumulación de oro; en su opinión, la riqueza que sólo se generaba en el campo era posteriormente distribuida y transmutada en manufacturas que, sin embargo, no suponían riqueza adicional (de hecho, a los industriales los consideraban la “clase estéril”). Carecía de sentido, pues, tratar de manejar políticamente este comercio para impulsar el crecimiento de una nación, cuando lo verdaderamente imprescindible era lograr un respeto mucho más riguroso hacia la propiedad privada de los ciudadanos (especialmente en la tierra) y una amplia libertad de intercambio que garantizara la eficaz distribución de la producción agraria (lo que permitiría asegurar, a su vez, la satisfacción del consumidor y una adecuada retribución al productor). Todo esto les llevó a rechazar casi cualquier tipo de interferencia gubernamental sobre unas relaciones económicas individuales que, según su punto de vista, promovían mucho mejor el bienestar general. De hecho, se cuenta que en 1680 el padre del mercantilismo francés, Jean-Baptiste Colbert, le preguntó a un comerciante llamado Le Gendre qué debía hacerse para mejorar la industria y el comercio de la nación, a lo que Le Gendre le respondió: “Déjenos en paz” (laissez-nos faire); con los años, y gracias a la labor divulgativa del fisiócrata Vicent de Gournay, la frase laissez faire, laissez passer (dejad hacer, dejad pasar) se convirtió en un efectivo slogan contra el mercantilismo y en favor del libre mercado.
Pero la crítica a los presupuestos del mercantilismo fue mucho más allá de los fisiócratas. A partir de la segunda mitad del s. XVIII, la gran mayoría de autores emprende una inestimable labor de ir desarmando todas y cada una de las ideas mercantilistas que habían colonizado la política económica europea durante los dos siglos anteriores. Surge así una generación de economistas que recibirá el nombre de “economistas clásicos” y que conformará un extraordinario caldo de cultivo de nuevas, acertadas y profundas teorías económicas,  claramente superiores a los planteamientos mercantilistas y a una parte de los escolásticos (en especial, su errónea concepción de los tipos de interés). Dos nombres propios sobresalen en este período sobre todos los restantes excelentes economistas: Richard Cantillon y Adam Smith (seguidos muy de cerca por Jean Baptiste Say). Aunque Smith haya sido tildado, no sin buena parte de razón, como el padre de la ciencia económica moderna, conviene dejar constancia de que varias décadas antes el economista irlando-francés Richard Cantillon ya había escrito una refutación del mercantilismo mucho más breve pero también completa que la de Smith. Como a continuación estudiaremos, no hubo prácticamente argumento mercantilista que Cantillon dejara en pie, aun cuando el mismo mantuviera algunos componentes marcadamente mercantilistas. En cierto modo, podríamos calificar a Cantillon como el anti-John Law, es decir, como el paradigma del antimercantilismo: ironías del destino, Cantillon fue amigo y posteriormente enemigo de John Law y cultivó su fortuna comprando y vendiendo las acciones de la Compañía del Mississippi que Law se encargó de inflar con su perverso esquema inflacionista.
En las siguientes páginas, dividiremos la réplica ofrecida por la escuela clásica al mercantilismo a partir de los dos grandes errores de esta última doctrina: los relativos a la circulación monetaria y a los tipos de interés. Dado que, a su vez, esos dos errores constituían la base de su contraproducente programa de política económica consistente en manipular el comercio exterior, dedicaremos el último epígrafe a revisitar la nueva teoría de las relaciones exteriores. Es aconsejable prestar atención, además, en que al mismo tiempo en que los prejuicios mercantilistas iban decayendo ante la implacable argumentación de los clásicos, otras erróneas doctrinas dirigidas a restringir el laissez faire fueron emergiendo en cada uno de los campos estudiados; en ocasiones, se tratará de simples refritos y reformulaciones del mercantilismo, en otras nos hallaremos ante nuevas y más peligrosas falacias que pisotearán el desarrollo y la libertad de la humanidad por varias generaciones.
Los errores mercantilistas sobre la circulación monetaria
Los errores del mercantilismo a propósito de la circulación monetaria pueden clasificarse en dos: a) la idea de que es necesario incrementar la cantidad de dinero para que aumente el número de intercambios monetarios y, por tanto, la división del trabajo, b) la idea de que es menester incrementar la cantidad de dinero para relanzar la demanda agregada de la economía y, con ella, la oferta agregada. En realidad, ambos prejuicios están en buena parte interrelacionados, pues afirmar que la carestía de dinero constriñe los intercambios monetarios también constituye la base para afirmar que la demanda de bienes es inferior a la que podría haber sido y, por tanto, que la oferta también lo es. A efectos analíticos, sin embargo, conviene que las tratemos por separado, pues el primer razonamiento sí tiene un cierto poso de verdad mientras que el segundo es un completo fiasco desde su mismo planteamiento y, además, ambos argumentos evolucionarán por derroteros distintos.
La carestía de dinero como obstáculo a la división del trabajo
El argumento de que la carestía de dinero restringe la división del trabajo sólo puede sostenerse si se asume tanto que una misma cantidad de dinero no puede circular con mayor rapidez y por tanto participar en un mayor número de intercambios, cuanto que no existen otros instrumentos complementarios al dinero que actúen como medios de pago en los intercambios.
La primera de estas ideas fue cuestionada por el brillante economista Richard Cantillon en su Ensayo sobre la naturaleza del comercio en general (1755). En la segunda parte de este libro, Cantillon busca demostrar que “una circulación más rápida del dinero en el cambio equivale, hasta cierto punto, a un aumento del dinero efectivo”, es decir, que no es cierto que la única forma de incrementar los intercambios monetarios sea, tal como pensaban muchos mercantilistas, aumentar la cantidad de dinero disponible: si ese dinero circula con mayor rapidez, una menor cantidad prestará el mismo servicio que una mayor. El economista irlando-francés pretende demostrar su argumento ilustrándolo con un ejemplo imaginario sobre la economía inglesa, donde puede observarse que no necesita una cantidad de dinero equivalente al valor de mercado de su producción anual para lograr que toda esa producción se intercambie por dinero.
Así, Cantillon expone que los agricultores ingleses tienen que preocuparse por la gestión de tres rentas: el alquiler que pagan a los propietarios de las tierras, los gastos relacionados con la producción de las tierras (salarios y otros factores productivos) y los beneficios empresariales (que asume que se transforman en consumo o en inversión). Cantillon considera que la primera renta equivale a un tercio del total y es una renta que debe pagarse en dinero. En cuanto a las otras dos rentas, el irlando-francés explica que sólo se necesitará contar con dinero para aquella porción que se desee intercambiar por bienes comercializados en la ciudad y que Cantillon la estima en un sexto del total; el resto puede distribuirse en especie (“el colono puede preparar su cerveza o hacer su vino, sin gastar dinero efectivo; cocer su pan, matar los bueyes, corderos y cerdos que le sirven de sustento en el campo; puede pagar en granos, en carne y bebida a la mayor parte de sus ayudantes, no sólo a los obreros manuales, sino a los artesanos del campo, evaluando tales artículos al precio del mercado más próximo, y el trabajo al precio ordinario de la localidad”) de manera que no será necesario contar con dinero para la mitad de la renta. Por consiguiente, si toda la producción nacional sale del campo (tal como Cantillon asume: “todos los artículos alimenticios producidos por un país salen, directa o indirectamente, de las manos de los colonos, y otro tanto ocurre con los materiales de los que se confeccionan las mercancías”), esa economía sólo necesitará, de entrada, contar con una cantidad de dinero equivalente a la mitad del valor de su producción. Para facilitar su cálculo, sin embargo, Cantillon parte de la base de que se necesitarán dos tercios del total.
Por ejemplo, si el valor de mercado de toda la producción anual es de 15.000 onzas de plata, el equivalente a 5.000 onzas se tendrán que transferir en forma de renta a los terratenientes, otras 5.000 onzas se destinarán a comprar bienes en la ciudad, y el resto será repartido en especie entre los agricultores: esta economía, pues, sólo requeriría de 10.000 onzas de plata para distribuir bienes valorados en 15.000. Pero para ser más exactos habría que decir que se requerirán 10.000 onzas si “todos los pagos que se hacen con ese dinero, del campo a la ciudad y de la ciudad al campo, se realizan una vez al año”. Si, como Cantillon pasa a considerar inmediatamente, “los propietarios de tierras estipulan con sus colonos el pago semestral de las rentas, en lugar de pagos anuales, y los deudores de las otras dos rentas hacen también sus pagos cada seis meses”, la economía sólo necesitará 5.000 onzas de plata, “porque cinco mil onzas, pagadas dos veces, producirán el mismo efecto que diez mil onzas pagadas una sola vez”.
Verbigracia, a comienzos de año, los terratenientes tienen 5.000 onzas de plata y los comerciantes de la ciudad otras 5.000. Terminado el año, terratenientes y comerciantes les compran dos tercios de su producción a los agricultores (recordemos que el otro tercio lo autoconsumen ellos) a cambio de 10.000 onzas y estos, a su vez, utilizan esas 10.000 onzas para pagar la renta a sus propietarios (5.000 onzas) y para adquirir los bienes que les venden los comerciantes en la ciudad (5.000 onzas), volviendo así a reiniciar el año. Si, en cambio, los pagos se realizaran cada semestre, bastaría con que los terratenientes y los comerciantes tuvieran unas reservas de tesorería de 2.500 onzas cada uno: a finales de junio, comprarían la producción cosechada hasta ese momento a cambio de 5.000 onzas y los agricultores destinarían ese dinero a pagar su renta semestral (2.500 onzas) y a comprar bienes en la ciudad (2.500 onzas); a finales de diciembre, se repetiría la operación, concluyendo la redistribución de una producción de 15.000 onzas (incluyendo el autoconsumo) con apenas 5.000, un tercio del total.
Pero Cantillon va más allá: si los pagos fueran trimestrales, sólo se requeriría un dinero total de 2.500 onzas, esto es, de un sexto del valor total de la producción; y, obviamente, si los pagos fueran mensuales, apenas se necesitarían 833 onzas de plata (un 5% del total de producción). La cuestión en realidad no era tanto la de calcular empíricamente cuánto dinero hacía falta en las economías de la época (que, dicho sea de paso, Cantillon estimaba en una novena parte dela renta total), sino la de desmentir al mercantilismo demostrando que una misma cantidad de dinero puede circular a distintas velocidades, y que a mayor rapidez de circulación, menor dinero será necesario y por el contrario, a menor rapidez, mayor: “Bastará con que [mi estimación] se acerque a la verdad y evite que los gobernantes de los Estados se formen ideas extravagantes acerca de la cantidad de dinero que en ellos circula”.
En nuestro último ejemplo, sin embargo, hemos empleado una hipótesis simplificadora que el propio Cantillon se encarga de desmentir: que todos los pagos dentro de la economía se sucedían de un modo perfectamente coordinado. Así, los agricultores pagaban a comerciantes y terratenientes justo después de que éstos compraran su producción, pero, ¿qué sucedería si los agricultores necesitaran comprar los productos de los comerciantes, o pagar las rentas de los terratenientes, unos días o meses antes? ¿Qué sucedería si los agricultores vendiesen su producción cada trimestre y, en cambio, hubiesen de pagar el alquiler de su tierra todos los meses? Por un lado, los agricultores necesitan efectuar unos pagos para los que carecen de dinero y, por otro, terratenientes y comerciantes tienen unas reservas de dinero a las que no piensan darles ningún uso en el corto plazo.
Una posible solución sería que los agricultores pidieran ese dinero prestado a terratenientes y comerciantes, abonándoles los correspondientes intereses. Pero tal solución no siempre será la más adecuada, pues supone abocar a los agricultores a tener que pedir prestado (pues tienen la obligación de pagar) un bien (el dinero) que no tiene por qué ostentar el monopolio de los medios de pago. Así, otra posibilidad sería que negociaran un aplazamiento del pago de varios meses, hasta que cobren su dinero de terratenientes y comerciantes; es decir, terratenientes y comerciantes podrían cobrarse sus servicios no al contado sino de manera aplazada. Otra posibilidad, muy vinculada a la anterior pero más útil, es que los agricultores compren las mercancías a los comerciantes o paguen sus alquileres a los terratenientes a cambio de una promesa de pago a, por ejemplo, dos meses vista: dentro de dos meses, y una vez los agricultores hayan enajenado a cambio de onzas de plata sus cosechas, saldarán estas promesas de pago entregando las onzas de plata recibidas… pero hasta entonces los terratenientes o los comerciantes podrán haber endosado a otras personas esas promesas de pago para efectuar sus respectivas compras (incluso, como ahora mismo veremos, pueden endosárselas a los agricultores, volviendo innecesario el desplazamiento de la plata). Llegado el vencimiento de los distintos créditos, muchos de ellos ni siquiera tendrán por qué pagarse en dinero, ya que si un agricultor A debe entregarle 10 onzas de plata a un mercader B que, a su vez, tiene que abonarle 10 onzas de plata a ese agricultor A, ambos podrán saldar sus posiciones compensando respectivamente sus deudas. Es lo que Cantillon denomina “trueques por evaluación”: “Todos los trueques que se hacen por evaluación no exigen, en absoluto, dinero contante. Si un cervecero suministra a un lencero la cerveza que consume para su familia y el lencero suministra al cervecero los paños que éste necesita, todo ello al precio vigente en el mercado, el día de la entrega no hará falta entre estos dos comerciantes más dinero que la suma necesaria para pagar la diferencia de lo que uno de ellos ha suministrado de más”.
Dicho de otra manera, la posibilidad de efectuar compras a crédito y, posteriormente, de que las distintas deudas acumuladas se compensen entre sí, reduce todavía más la cantidad de efectivo que necesita una economía. A mayores pagos por compensación de créditos, menor necesidad de dinero en efectivo. Y, obviamente, para que las compras a crédito se puedan generalizar, hace falta que exista una relación de confianza entre las distintas partes implicadas (básicamente, la confianza en saber que te va a poder pagar cuando venza su deuda): “Semejantes trueques por evaluación pueden ahorrar mucho dinero contante en la circulación, o al menos acelerar su movimiento, haciéndolo innecesario en varias manos por donde necesariamente debería pasar si no existiera esta confianza y este género de trueques por evaluación. Así se justifica la afirmación de que la confianza en el comercio hace menos escaso el dinero. Los orfebres y los banqueros públicos, cuyos billetes circulan corrientemente en los pagos como dinero contante y sonante, contribuyen también a la velocidad de circulación, la cual sufriría un retraso si hiciera falta dinero efectivo en todos los pagos en que la gente se contenta con billetes”.
Nótese una consideración que Cantillon efectúa de pasada pero que resultará esencial para la adecuada comprensión de las interrelaciones entre dinero y crédito: utilizar deudas como medio de pago (por ejemplo, billetes de banco) no equivale a incrementar la cantidad de dinero en circulación, sino a incrementar la velocidad a la que ese dinero circula. O dicho de otro modo, las promesas de pago pueden denominarse “medios de cambio” pero no deberían recibir el nombre de “dinero”: ya que, de hecho, su cometido es incrementar la rapidez a la que circula ese dinero. Será necesario esperar hasta finales del s. XIX para que Knut Wicksell termine de poner de manifiesto que los medios de pago crediticios no aumentan la oferta de dinero sino su velocidad de circulación (o, lo que es lo mismo, reducen su demanda), tal como estudiaremos en la lección 6.
Ahora bien, démonos cuenta de que esta emisión de promesas de pago para sufragar las compras de quienes todavía no tienen dinero en sus bolsillos es una propuesta muy cercana a la efectuada por John Law y que estudiamos en la lección anterior. Al fin y al cabo, John Law proponía grosso modo financiar las compras de bienes presentes merced a la venta de la producción futura de las tierras. De hecho, nosotros mismos denominamos lawismo a la creación de moneda presente contra bienes futuros. ¿Acaso Cantillon, a quien en la introducción hemos denominado el anti-Law, terminó cayendo en los mismos errores teóricos que el propio Law? Ciertamente, Cantillon no fue muy explícito en este punto, pero todo parece indicar que era consciente de la necesidad de evitar monetizar deudas a largo plazo: “El banquero estará en condiciones de prestar buena parte del dinero que debe y recibe al comienzo de cada semestre, por un corto término de algunos meses, antes de la terminación de dichos períodos”. Desde luego, existe una notable diferencia de grado: mientras John Law estaba dispuesto a monetizar la producción agraria de los próximos 20 ó 30 años, Cantillon apenas pensaba en unos meses. Pero, aún así, en esta rúbrica el irlando-francés no hilo tan fino como habría sido recomendable.
Con tal de complementar las teorías de Cantillon sobre la circulación monetaria, tendremos que recurrir al otro gran genio del s. XVIII: Adam Smith y su obra Una investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones (1776). Es aquí donde Adam Smith expone la que posteriormente será conocida como la Doctrina de las Letras Reales, es decir, la teoría que explica qué condiciones deben cumplir los activos para poder ser convertidos en moneda (monetizados) sin descoordinar a los agentes económicos que participan en la división del trabajo. Pero para comprender adecuadamente este teorema, necesitamos describir el contexto argumental en el que se inserta.
Smith dedica su libro II de La riqueza de las naciones a analizar la naturaleza del capital y el proceso por el que se acumula. Para Smith, los bienes de capital (el escocés habla de “capital” en lugar de “bien de capital”, pero es mucho más correcto y menos confuso este segundo término) son aquel conjunto de bienes producidos que se utilizan para producir más bienes. Se dividen en tres partes: los bienes de consumo ya distribuidos a los consumidores (aquellos bienes “que no proporcionan un ingreso o beneficio. Consiste en el stock de comida, ropa, muebles… que han sido adquiridos por los consumidores finales pero que todavía no han sido consumidos”), el capital fijo (“aquellos bienes que proporcionan un ingreso o beneficio sin circular o cambiar de propietario”) y el capital circulante (aquellos bienes “que proporcionan ingresos al circular o cambiar de propietarios”). A su vez, el capital fijo se divide en “maquinaria y los instrumentos comerciales que economizan el trabajo”, en “todos aquellos edificios que son instrumentos para proporcionar un beneficio”, en “las mejoras de la tierra” y en “las destreza útiles aprendidas de todos los habitantes y miembros de esa sociedad”. Por su parte, el capital circulante se divide en “el dinero, con el cual las otras tres partes del capital circulante se distribuyen al consumidor final”, en “el stock de provisiones que ya están en posesión del carnicero, el pastor, el ganadero, el mercader de trigo, el cervecero… y de cuya venta se espera derivar un beneficio”, en “los materiales de la ropa, los muebles o los edificios que, aunque primarios y más o menos terminados, no se han transformado todavía en alguna de estas formas” y en los bienes “ya terminados pero que todavía están en poder del mercader o del productor y todavía no han sido distribuidos a los consumidores finales”. Actualizando la terminología a partir de un filtro moderno de la contabilidad, podríamos esquematizar la división de los bienes de capital que establece Smith del siguiente modo:
Estas tres clases de bienes de capital están, para Smith, interrelacionadas: el propósito último tanto de los bienes de capital fijo como de los bienes de capital circulante es “mantener y aumentar el stock de bienes que se reserva para el consumo inmediato”.; los bienes de capital fijo “no pueden proporcionar ningún ingreso sin la cooperación de los bienes de capital circulante”; y los bienes de capital circulante han de terminar transformándose o en bienes de consumo o en bienes de capital fijo. Smith sólo exceptúa un bien de capital circulante cuyo propósito no es ni transformarse en bien de consumo ni en bien de capital fijo: el dinero. El dinero es, más bien, “la gran rueda de la circulación, el gran instrumento del comercio”, que por su permanencia dentro del sistema económico guarda enormes parecidos con los bienes de capital fijos (Smith, pues, entiende el dinero como una gran infraestructura para distribuir y hacer circular los bienes): en particular, que su uso y mantenimiento son costosos y detraen factores productivos de otras ramas de la producción. Es entonces cuando Smtih se plantea si no existen maneras de sustituir al dinero en sus funciones y, por tanto, de economizarlo incrementando con ello la renta total de la sociedad. Y, en efecto, la respuesta a la que llega es que es posible sustituirlo a través del uso del “papel moneda”: “la sustitución del dinero oro y plata por el papel moneda supone reemplazar un instrumento muy caro del comercio por otro más barato y, en muchos casos, igualmente adecuado. En tal caso, la circulación comienza a realizarse con otra rueda, que es menos costa de construir y mantener que la anterior”.
Démonos cuenta de que en esta denominación Smith no es demasiado riguroso, por cuanto se deja llevar por las apariencias físicas en lugar de por el sustrato económico. En efecto, tan papel moneda es el billete de un banco que promete entregar una determinada cantidad de oro o plata en cuanto se le solicite a la entidad, como el papel moneda que no da derecho a nada en concreto y que circula porque el Gobierno obliga a pagar los impuestos con él. Smith mete dentro del saco de papel moneda tanto a uno como a otro –en la lección cinco explicaremos las fundamentales diferencias entre ambos– pero su ideal y sobre el que basa su razonamiento es en “un papel moneda que consista en billetes bancarios, emitido por gente de indudable crédito, pagadero a la demanda sin condicionalidad alguna y que, de hecho, se pueda pagar tan pronto como se solicite”. En puridad, pues, estamos ante una promesa de pago en oro o en plata: lo sustancial y lo que le da valor no es el soporte físico de la promesa (el papel) sino el contenido de la promesa (entrega inmediata de una cantidad de metales nobles). De ahí que en adelante, y por coherencia con el resto de las lecciones, hablaremos de promesas de pago, de pasivos a la vista o de derechos de cobro y no de papel moneda (término que dejamos reservado para el papel moneda inconvertible).
Así, Smith concibe la emisión de pasivos bancarios como una manera de economizar el uso del dinero caro; dinero caro que, ante su superfluidad, podrá exportarse al exterior a cambio de bienes de consumo o de capital que enriquecerán al país. Sin embargo, la creación bancaria de promesas de pago no está exenta de riesgos, ya que si las entidades emiten más pasivos que aquel oro que habría circulado en su lugar, el oro se sobreexportará al extranjero y las reservas de los bancos –merced a las cuales pueden honrar sus promesas– se tensionarán, obligándoles a limitar su política de monetización de activos. Es decir, el uso de pasivos bancarios como medio de pago acarrea indudables ventajas pero también importantes riesgos. Tal como Smith resume en uno de los pasajes más bellos y conocidos de su obra:
El oro y la plata que circulan por un país puede compararse, en rigor, con una autopista que, si bien contribuye a transportar a la ciudad todos los cereales y el trigo del campo, no contribuye en sí misma a producirlos. El juicioso funcionamiento de la banca proporciona, si se me excusa el uso de esta metáfora tan forzada, una especie de puente a través del cielo que nos permite transformar gran parte de las autopistas en pastos y labranzas, incrementando con ello la producción anual de la tierra y el trabajo. Ahora bien, hay que reconocer que el comercio y la industria del país, aunque puedan de algún modo incrementarse, no pueden ser tan seguros cuando están suspendidos en el cielo con las alas de Dédalo del papel moneda que cuando viajan a través del firme terreno del oro y la plata; incluso más allá de los accidentes a los que se exponen por la impericia de los conductores del papel moneda, el comercio se expone a otros riesgos contra los que ni la prudencia ni la habilidad de esos conductores pueden protegernos.
La cuestión, por consiguiente, es qué comportamientos bancarios son los que Smith pensaba que resultaban lo suficientemente prudentes como para minimizar los riesgos de la operación. Y es aquí donde entra de lleno la Doctrina de las Letras Reales que desarrolla el propio Smith y que supone un fundamental complemento a la teoría de la circulación monetaria de Cantillon. Para el escocés, los bancos deben limitarse a descontar letras reales, esto es, promesas de pago que emerjan de transacciones comerciales reales: “Cuando un banco le descuenta a un comerciante una letra de cambio real, girada por un acreedor real sobre un deudor real, y que, tan pronto llegue a vencimiento, sea verdaderamente pagada por el deudor, tan sólo le está adelantando una parte del valor que, en caso contrario, se habría visto obligado a mantener ocioso en forma de tesorería para hacer frente a demandas ocasionales”. Pero no sólo es necesario que las transacciones que originan la deuda impliquen el traslado de bienes presentes, sino que deben ser bienes presentes que integren el capital circulante de la comunidad y que estén a punto de transformarse en bienes de consumo en poder de sus demandantes finales: “Un banco, de acuerdo con sus propios intereses, no puede adelantar a un mercader la totalidad o la mayor parte del capital circulante de ese mercader; pues, aunque ese capital le está continuamente entrando y saliendo en forma de dinero, la totalidad de los cobros son demasiado tardíos en relación con la totalidad de los pagos, de manera que, en períodos tan cortos de tiempo como los que incumben al banco, los repagos del mercader no pueden igualar a los adelantos. Y todavía menos puede el banco adelantarle al comerciante una parte considerable de su capital fijo”. Y, en todo caso, la circulación máxima de pasivos bancarios que pueden circular en una economía deberá constreñirse a la siguiente limitación: “La totalidad del papel moneda de toda clase que puede circular con facilidad en cualquier país no puede exceder el valor del oro y de la plata que viene a reemplazar o que circularía –asumiendo que el volumen del comercio es constante– si no hubiera papel moneda”.
Estas tres directrices son, en el fondo, las que conforman la Doctrina de las Letras Reales: los bancos sólo pueden monetizar deudas comerciales (primera directriz) que reflejen transacciones sobre bienes presentes a punto de llegar a su consumidor final (segunda directriz) y por un importe igual al valor de mercado, en oro o plata, de esos bienes de consumo (tercera directriz). En tal caso, el dinero y los pasivos bancarios facilitarán la distribución de bienes pero no se dedicarán a financiar su producción: “El modo en que las operaciones juiciosas de los bancos pueden incrementar la industria del país no es incrementando su capital, sino logrando que una mayor parte de ese capital esté activo y productivo”. La lógica de la Doctrina de las Letras Reales es palmaria: no crear medios de pago presentes contra bienes futuros (como demandaba Law) ni contra bienes presentes por un importe mayor a aquel por el que vayan a poder enajenarse; es decir, sólo se deberán crear nuevos medios de pago contra el valor al que vayan a poder venderse los bienes presentes que estén ya en proceso de alcanzar a su consumidor final (es decir, contra bienes de capital circulante terminados o semiterminados pero en un estadio muy avanzado), de modo que los medio de pago que creen los bancos puedan liquidarse en el mismo proceso de la distribución de los bienes para el que se requieren esos medios de pago.
Probablemente, sin embargo, Jean Baptiste Say se expresó con mayor claridad que Smith en su Tratado de Economía Política (1803), cuyo propósito era, de hecho, volver más asequible y comprensible La riqueza de las naciones de Smith. No sólo porque Say sí diferencie entre crédito-papel y papel moneda (estas últimas, “obligaciones a las que el poder político les otorga circulación coactiva en el pago de todas las compras y en la amortización de todas las deudas”), sino porque su exposición de los límites de la monetización bancaria resulta bastante más clara que la de Smith:
El crédito papel sólo puede suplantar, y parcialmente, a aquella porción del capital nacional que desarrolla las funciones del dinero, que circula de mano en mano para facilitar las transacciones; en consecuencia, ningún banco comercial, o ningún crédito papel de ningún tipo, puede proporcionarles a las empresas agrícolas, manufactureras o comerciales los fondos que necesitan para la construcción de barcos y maquinaria, para excavar las minas o los canales, para desbrozar tierras descuidadas, o para emprender especulaciones duraderas; en pocas palabras, no se ha de utilizar ningún fondo como inversión de capital. El requisito esencial del crédito papel es su instantánea conversión en dinero; cuando la totalidad del papel no está cubierta con dinero en las reservas del banco, la diferencia debe plasmarse en activos a corto plazo.
Si los bancos se restringen a este principio –a la Doctrina de las Letras Reales– los prestamistas del banco correrán nulos riesgos de acuerdo con Say: “Los tenedores de billetes de banco convertibles en dinero asumen poco o ningún riesgo, siempre que el banco esté bien administrado y no dependa del gobierno. Aun cuando se produjera un colapso total de la confianza y todos se agolparan para amortizar sus billetes, lo peor que les podría suceder es que cobraran en forma de letras de cambio a corto plazo adquiridas a un descuento (…) Si el banco tiene capitales propios, incluso existe seguridad adicional”. Si, por el contrario, el banco actúa imprudentemente y monetiza activos a largo plazo “se producirá un reflujo continuado de los billetes del banco, quien se verá en la costosa obligación de conseguir un dinero que desaparecerá de sus manos tan rápidamente como lo haya conseguido”.
Es curioso, además, cómo en este punto el economista suizo Simonde de Sismondi, crítico radical de una parte de las teorías de Say que a continuación estudiaremos, coincide casi punto por punto con el francés. Tal como expone en sus Nuevos Principios de Economía Política (1819):
Para un banco es de enorme importancia que sus descuentos sean empleados en los limitados modos en que pretendió que se utilizaran; y si la letra de cambio que se les presenta para el descuento no se ha originado de una mayor actividad comercial sino que es sólo el vehículo para pedir prestado cuando todo el mundo pide prestado y no hay suficientes prestamistas, es muy importante para el banco que rechace esos descuentos. De hecho, al rechazarlo contribuirá a restringir el número de préstamos y a reducir el endeudamiento del público; o, mejor dicho, los reducirá a un nivel equivalente al capital que se ha ofrecido para financiarlos.
Queda clara, pues, la enorme distancia que existe entre los planteamientos de Cantillon, Smith y Say con respecto a los de John Law: los primeros defendían unos pasivos bancarios convertibles en oro y el segundo no; los primeros defendían la monetización de créditos comerciales a corto plazo garantizados por bienes de consumo presentes, el segundo veía con buenos ojos monetizar tantos bienes futuros como fuera posible. De hecho, la cautela de Smith era tal que consideraba que el único crédito comercial que debía monetizarse era el que surgiera en las transacciones entre empresarios (y no entre empresarios y consumidores), debiendo el consumidor efectuar sus compras en monedas de oro; sólo así, creía el escocés, los bancos no tendrían ninguna capacidad para influir sobre los precios de los productos, cuyas ventas ellos mismos se dedicaban a adelantar. Recordemos que uno de los fallos del lawismo era precisamente ése, que el nivel de precios de los activos monetizados quedaba endógenamente determinado por la actividad de los bancos o de las casas de emisión de papel moneda.
Aunque pueda parecer innecesario, es importante que diferenciemos claramente el lawismo de la Doctrina de las Letras Reales y, a su vez, que no olvidemos todos los elementos constituyentes de la segunda. No en vano, son muchos quienes consideran a John Law como el primer representante de la Doctrina de las Letras Reales y también, como veremos en la lección siguiente, fueron muchos los economistas que, después de Smith, quisieron emplearla para justificar un régimen monetario donde los billetes de banco no eran convertibles en oro: cuando, justamente, la convertibilidad del pasivo bancario en oro era la salvaguarda y la garantía de que los bancos no se pueden sobrepasar por mucho tiempo en sus monetizaciones de activos y, en última instancia, en sistema no caía presa de los vicios del lawismo.
Hechas todas estas aclaraciones, podemos fácilmente concluir por qué el temor mercantilista de que la insuficiencia de dinero impidiera extender los intercambios monetarios y constriñera la división del trabajo estaba parcialmente infundado: el dinero no sólo puede circular físicamente con mayor rapidez, sino que un sistema económico es capaz de crear internamente los medios de pago, garantizados con la producción de mercancías en alta demanda, que ese sistema necesita (y cuyo efecto es el de incrementa todavía más la velocidad de circulación efectiva del dinero). O tal como lo resume magistralmente Say: “No es la suma de las monedas la que determina el número y la importancia de los intercambios; son el número y la importancia de los intercambios los que determinan la cantidad de moneda que se requiere”. Los miedos mercantilistas sólo estarían fundados para economías primitivas, donde el escaso dinero disponible no pudiese circular con mayor rapidez y donde, además, los pagos mediante instrumentos crediticios no resultasen posibles debido a la escasa confianza entre las partes. En todos los restantes casos, la obsesión por acumular metales preciosos o de implantar esquemas inflacionistas de papel moneda con tal de impulsar la división del trabajo carece de sentido pues la propia división del trabajo creará sanamente los medios de pago necesarios para instrumentar los intercambios. De hecho, durante las décadas posteriores el debate sobre la circulación monetaria pasó a girar sobre cuáles eran las condiciones institucionales y económicas que permitían esa sana creación de medios de pago; precisamente, éste será el asunto que trataremos con mucho más detalle en la lección 4.
Todo esto debería haber despejado definitivamente los prejuicios mercantilistas contra una insuficiencia de medios de pago, pero, aun así, a finales del siglo XIX volvieron a aparecer los temores sobre una inadecuada provisión de oro ante la desmonetización de la plata. Ése será uno de los asuntos que estudiaremos en la lección 6.
La carestía de dinero como lastre de la demanda agregada
El otro gran error mercantilista relacionado con la circulación monetaria hace referencia a aquel grupo de pensadores que veían el incremento en la cantidad de dinero como una vía para aumentar la demanda agregada de la economía y, de este modo, relanzar la oferta. Y si el anterior argumento de que la insuficiencia de dinero limitativa la división del trabajo ya resultaba innecesariamente exagerado, el presente es del todo punto incorrecto.
De entrada, si normalmente un mercado libre es capaz de generar endógenamente los medios de pago que necesita para profundizar en su división del trabajo y distribuir su producción, cabe plantearse cuáles serían las consecuencias de un súbito incremento de estos medios de pago; a la postre, que algo sea innecesario no significa forzosamente que sea perjudicial, de modo que los mercantilistas podrían seguir teniendo razón a la hora de querer impulsar la demanda agregada con un acaparamiento interno de medios de pago. Nuevamente, el primer economista que se plantea cuáles son los efectos de un cambio en la oferta de dinero dentro de una economía fue Richard Cantillon en su Ensayo sobre la naturaleza del comercio en general. De hecho, la respuesta que ofrece el irlando-francés se ha convertido en tan célebre con el paso de los siglos que ha pasado a conocerse como el “Efecto Cantillon”. En concreto, nuestro autor se centra en analizar los efectos de un incremento en la cantidad de dinero según éste se derive de una mayor producción minera en el interior del país o de un saldo exterior favorable.
En el primer caso, “el propietario de estas minas, los empresarios y cuantos trabajan en ellas no dejarán de aumentar sus gastos en proporción a las riquezas que obtengan; además, prestarán a interés las sumas de dinero remanente después de disponer de lo necesario para sus gastos”. El hecho de que el gasto en consumo comience a incrementarse en un punto concreto de la economía no es neutral para Cantillon: aquellos artículos que demanden los mineros y sus trabajadores serán los que concentrarán los aumentos de precios y de gasto, lo que a su vez hará que sus productores puedan incrementar sus contrataciones y sus gastos. “Estos precios elevados inducirán a los colonos a emplear más extensión de tierra para producir [aquellos productos que consumen los mineros y sus trabajadores] en años sucesivos. Estos mismos colonos se beneficiarán con el referido aumento de precios e incrementarán, como los otros, sus gastos familiares”. Sucede, no obstante, que no todos los habitantes del país podrán aumentar su consumo: si la producción no ha crecido (o lo ha hecho en menor medida que el nuevo dinero inyectado), unos podrán gastar de más porque otros gastarán de menos. Y éstos últimos serán quienes vean sus rentas incrementar en menor medida de lo que se ha encarecido su cesta de consumo: “Quienes sufrirán este encarecimiento y el aumento del consumo ajeno serán, primeramente, los propietarios de las tierras, mientras duren sus contratos de arrendamiento; después, sus criados y todos los obreros o gentes con salario fijo. Será preciso que todas estas personas disminuyan su gasto en proporción al nuevo consumo, circunstancia que obligará a un gran número a salir del Estado y a buscar fortuna en otros países”. Pero si la producción de dinero y el alza de precios continúan, finalmente todas las rentas internas terminarán aumentando, lo que llevará a los nacionales a comprar más al exterior y a los extranjeros a comprar menos a los nacionales, esto es, se generará un déficit con el exterior que se saldará con la salida del exceso de producción de dinero: “Cesará esa abundante circulación de dinero, que era general al principio, y sobrevendrán la pobreza y la miseria, con lo que el trabajo de las minas no resultará sino en ventaja de quienes están ocupados en ellas, y de los extranjeros que con ello se benefician”.
En el segundo caso, cuando el incremento en la cantidad de dinero se deriva de un saldo favorable con el exterior, Cantillon asume que “el aumento de dinero enriquecerá a un gran número de comerciantes y empresarios en el propio Estado y permitirá ocupar a los numerosos artesanos y obreros que producen los artículos exportables al extranjero, de donde el dinero se obtiene. Ello aumentará el consumo de estos habitantes industriosos y encarecerá el precio de la tierra y el del trabajo, pero las gentes laboriosas, atentas a amasar un patrimonio, no aumentarán por lo pronto sus gatos; esperarán hasta que hayan reunido una buena suma de donde puedan obtener interés seguro”. Dicho de otra manera, si el dinero llega primero a quienes lo invierten para aumentar su producción futura en lugar de a aquellos que desean gastarlo inmediatamente en bienes de consumo, los efectos antes descritos (encarecimiento desigual de los precios, destrucción de empleo y déficit exterior) tardarán mucho más tiempo en manifestarse.
En el fondo, estos dos Efectos Cantillon sólo indican que si el aumento de dinero se transforma directamente en un aumento del gasto en consumo, el proceso inflacionista será mucho más rápido que si se transforma indirectamente, esto es, si el nuevo dinero se invierte inicialmente y se gasta en consumo después. Aunque no ofreceremos una descripción completa del Efecto Cantillon hasta que consideremos en el siguiente epígrafe las dispares consecuencias que estos fenómenos ejercen sobre los tipos de interés, sí podemos adelantar que Cantillon anticipa parte del proceso que en la lección 8 nos permitirá describir el ciclo económico: distorsiones en los patrones de gasto, en las especializaciones productivas y en los precios relativos de la economía. Su teoría es incompleta e imperfecta (por ejemplo, como explicaremos en la lección 6, la producción minera de oro, cuando responde a un sistema de precios libre, es socialmente beneficiosa) y no deja de tener ciertas reminiscencias mercantilistas (su conexión demasiado rígida entre déficit exterior y desempleo), pero al final supuso una durísima crítica contra la pretensión de querer manipular la oferta monetaria de un país con el propósito de impulsar su industria: el resultado a corto o medio plazo de ese proceso no será más sino menos riqueza.
Refutado que los incrementos en la cantidad de dinero tengan efectos sosteniblemente beneficiosos para la industria y que haga falta una mayor cantidad de medios de pago para sostener una división del trabajo de mayor tamaño, sólo restaba comprender cómo es posible sostener la demanda de una producción creciente de bienes y servicios sin que haya un incremento previo de la circulación de medios de pago. Esto es: si la oferta depende de la demanda y la demanda es incapaz de crecer por la congelación parcial de la cantidad de dinero, ¿no corre un país el riesgo de producir un exceso invendible de todos los bienes y de caer en una crisis económica por el desplome de los ingresos empresariales? En parte, la respuesta ya la hemos adelantado con la Doctrina de las Letras Reales, pero hacía falta una teoría que pusiera adecuadamente en relación la oferta y la demanda agregada.
El artífice de esta teoría fue fundamentalmente Jean Baptiste Say, quien en suTratado de Economía Política enunció lo que más adelante se conocería como “ley de los mercados” o incluso como Ley de Say:
El hombre que dedica su trabajo a crear objetos valiosos que proporcionen utilidad de algún tipo no puede esperar que ese valor sea apreciado y pagado por otras personas, a menos que esas otras personas cuenten con los medios para adquirirlos. Pero, ¿en qué consisten esos medios? En otros productos valiosos, como lo son los frutos de la industria, del capital y de la tierra. Lo que nos lleva a una conclusión que puede resultar paradójica: es la producción la que posibilita la demanda de otros productos.
La Ley de Say, que conecta perfectamente con la Doctrina de las Letras Reales que el propio Say defendía, sirve para demostrar que las sobreproducciones generalizadas son imposibles: no es la insuficiente demanda la que constriñe las posibilidades de producir más, pues producir más supone, también, contar en última instancia con los medios (mercancías producidas) para demandar más. De hecho, las conclusiones que extrae el francés de su razonamiento ponen de manifiesto la fundamental armonía de intereses que existe en una economía de libre mercado en contra de los prejuicios mercantilistas: 1. “En cualquier comunidad, a mayor número de productores y a mayor variedad de producciones, más concurridos, numerosos y extensos serán los mercados de esos productos”, 2. “Cualquier individuo está interesado en la prosperidad general, pues el éxito de una rama de la industria promociona el éxito de las restantes”, 3. “No es perjudicial para la industria y la producción nacional que importemos mercancías extranjeras, pues no podemos comprarles nada a los extranjeros que no paguemos con productos nacionales que coloquemos en el exterior”, 4. “El simple estímulo del consumo no beneficia al comercio, pues lo realmente complicado es proporcionar la producción, no estimular el deseo de consumir”.
En contra de lo que han sostenido economistas posteriores (como John Maynard Keynes), Say jamás negó la posibilidad de que aparecieran sobreproducciones en algunos sectores económicos concretos, sino que descartaba que una sobreproducción generalizada fuera posible: “El exceso de una mercancía concreta se produce cuando su oferta excede su demanda total por alguno de estos dos motivos: o porque se ha fabricado de manera excesiva o porque la producción de otras mercancías se ha quedado corta”. Acaso, lo que a Say se le olvidó considerar es que sí podía desplomarse la demanda agregada presente de todas las mercancías si esa demanda venía en gran parte alimentada por el crédito, esto es, por la promesa de entregar una producción futura que repentinamente puede descubrirse que no existirá; pero incluso en ese caso no hay una insuficiente demanda agregada: la demanda presente se desploma cuando la oferta futura también lo hace, de modo que la ley de Say sigue siendo cierta. De hecho, considerando la producción y la demanda agregadas, presentes y futuras, la Ley de Say es absolutamente: ni puede consumirse aquello que no se produce ni es posible que se sobreproduzcan bienes de todas las clases para cualquier período de tiempo.
La claridad y profundidad teórica de Say no consiguieron, sin embargo, despejar por entero los viejos prejuicios mercantilistas, que encontraron nuevas reformulaciones en el s. XIX. Probablemente, fue el suizo Simonde de Sismondi, a quien ya hemos mencionado, el economista que más contribuyó a renovar la fachada intelectual de los viejos temores subconsumistas del mercantilismo, aunque con un matiz esencial: Sismondi, que no se consideraba mercantilista, parecía tener claro que el problema de la falta de gasto en una economía no cabía buscarla en la falta de dinero. Tal como expuso en su Economía Política (1815): “Un incremento en el capital nacional es la herramienta más poderosa para incentivar el trabajo, pero un incremento de los medios de cambio no posee el mismo efecto. Los capitales cooperan en la reproducción anual de la riqueza, dando lugar a un ingreso anual; pero el dinero continúa estéril y no da lugar a ningún ingreso. (…) [Si se le pregunta a un capitalista por qué ha dejado de invertir, responderá que por la falta de dinero], pero no es el dinero lo que le falta, sino las ventas del consumidor, ya que ha ajustado la comercialización de sus manufacturas a la demanda”. Para Sismondi, la inversión actual que realizan los capitalistas con tal de producir mercancías y venderlas en el futuro depende de la demanda esperada de otros trabajadores y de otros capitalistas, que a su vez viene limitada por la renta que hayan cosechado en el período actual. Si se incrementa la producción futura por encima de la renta presente, o bien no se adquirirá toda esa producción (dando lugar a bancarrotas empresariales y despidos) o bien, si se adquiere, será a costa del capital acumulado y necesario para mantener el nivel de renta (lo que dará lugar a despidos de trabajadores y a contracciones de su gasto); por tanto, los capitalistas sólo invertirán adecuadamente sus capitales si la producción esperada se iguala a la demanda esperada (constreñida por la renta actual). Tal como expone en sus Nuevos Principios de Economía Política: “Nuestras naciones son susceptibles de caer en dos peligros que parecen contradictorios. Se pueden empobrecer tanto por gastar demasiado como por gastar demasiado poco. Una nación que gasta demasiado y que excede su renta, debe echar mano de su capital y perjudica su capacidad futura de producción (…) Por otro lado, si gasta demasiado poco y no consume o exporta toda su producción, pronto se encontrará en la posición del individuo aislado que, teniendo su granero lleno de trigo y no estando deseoso de incurrir en trabajos inútiles, rehúsa sembrar nuevos campos”.
Sismondi, al revés de Say, cree que es el deseo de consumir lo que delimita y precede las posibilidades de producción, por cuanto, en última instancia, las necesidades del ser humano no son ilimitadas y, por tanto, no pueden fabricarse bienes indefinidamente que no sean demandados por nadie: “Muchos economistas contemporáneos cometen el gran error de considerar el consumo como si tuviera una capacidad ilimitada y estuviera siempre listo para devorar una producción ilimitada (…) Transformar a la sociedad en un complejo fabril de incesante producción no nos traería la prosperidad sino que haría que sintiéramos la miseria de manera más acusada que en la actualidad”. En su opinión, las economías de su época  (principios del s. XIX) ya habían alcanzado un nivel de desarrollo suficiente como para satisfacer las necesidades básicas de todos los individuos, quienes deberían preferir reducir su insoportable carga laboral antes de seguir fabricando cantidades adicionales de bienes y servicios: “Gracias al progreso industrial y científicos que permite a la humanidad aprovechar todas las fuerzas de la naturaleza, un trabajador puede producir hoy más de lo que necesita consumir por día. Pero aunque el trabajo individual permite producir una cantidad creciente de bienes, si el goce de la riqueza se distribuyera entre todos, se tendería a trabajar menos”. Si esto no sucede es porque la sociedad se divide en dos clases: un conjunto de obreros depauperados que se ven forzados a trabajar durante prolongadas jornadas laborales para simplemente ser capaces de adquirir los bienes básicos con los que subsistir y otro conjunto de rentistas que viven de los beneficios que obtienen por pagar bajos salarios a los trabajadores y que destinan sus ganancias al consumo suntuario: “El lujo sólo es posible en tanto sea adquirido con el trabajo ajeno; y la gente sólo está dispuesta a vender su trabajo durante largas jornadas laborales en lugar de incrementar su tiempo libre porque apenas puede adquirir los bienes básicos para subsistir, no porque desee adquirir bienes de lujo”. Según el economista suizo, sería preferible que, para mantener la economía en funcionamiento, los ricos no tuvieran que adquirir crecientemente bienes de lujo sino que se procediera a una amplia redistribución de la renta que redujera la producción agregada a cambio de incrementar el tiempo libre de los obreros.
En realidad, los argumentos de Sismondi no son del todo incompatibles a los de Say. El economista suizo pensaba que la sobreproducción podía acaecer en mercancías físicas, sin llegar a considerar que el mayor tiempo de ocio es un bien económico como los demás y, por tanto, también cabe considerarlo un subproducto de la organización económica. En concreto, una vez la división del trabajo satisface las necesidades más perentorias del ser humano, éste puede optar por seguir trabajando para fabricar otras mercancías o por reducir su carga de trabajo para disfrutar de un mayor tiempo libre. Nada de ello va en contra de la Ley de Say correctamente entendida: si producimos menos mercancías (gracias al mayor tiempo libre) será porque demandemos menos mercancías, pero a cambio disfrutaremos de una mayoroferta de tiempo libre porque es lo que estaremos demandando. Más discutible resulta, sin embargo, su proposición de que todo incremento de la producción ha de venir necesariamente precedido de un aumento del deseo de consumir con cargo a la renta del período anterior: justamente, el punto demostrado por Say fue que el propio incremento de la producción puede ser la base de esa nueva demanda, sin que ésta quede constreñida a la renta del período anterior; lo cual no quita que, como ya vimos que aceptaba Say, el aumento de los distintos tipos de producción puede ser el inadecuado por no coincidir con los deseos de los consumidores.
Esta polémica continental tuvo sus ecos en territorio inglés. Prácticamente durante esos mismos años, los economistas James Mill y David Ricardo defendieron tesis muy parecidas a las de Say frente al reverendo Thomas Malthus, que mantenía opiniones muy similares a las de Sismondi. James Mill, padre de John Stuart Mill, publicó en 1808 su libro Commerce Defended, donde apenas un lustro después de Say anunciaba en paralelo una versión muy similar a su ley de los mercados:
La producción de mercancías es la única y universal causa que crea un mercado para esas mercancías producidas (…) De este modo, resulta que la demanda de una nación siempre es igual a la producción de esa nación. Una proposición que debe ser así, por cuanto, ¿qué es la demanda de una nación? Exactamente su poder adquisitivo. ¿Y de qué depende su poder adquisitivo? De la magnitud de su producción anual. Por tanto, la extensión de su demanda es siempre igual a la extensión de su oferta. Todo artículo producido anualmente en un país se convierte en la renta de otra persona y las personas efectúan sus compras a partir de la renta que acaparan (…) Resulta conveniente, sin embargo, destacar que una nación puede fácilmente producir más de lo necesario de alguna mercancía, pero no puede tener más de todas en general. La cantidad de un bien puede irse de proporción de manera habitual, pero eso mismo implica que alguna otra mercancía no ha sido producida en suficiente cantidad.
De nuevo, conviene matizar, como ya hicimos con Say, que sí es posible un exceso general de producción presente cuando la misma se adquiera con cargo a una producción futura que sobrevenidamente se descubre ficticia (justamente eso es lo que sucederá durante los ciclos económicos que estudiaremos en la lección 8). En una línea parecida se expresó David Ricardo unos años después en sus Principios de Economía Política y Tributación (1817):
Todos los hombres producen con la expectativa de consumir o vender y nadie vende sino con la intención de comprar alguna otra mercancía que pueda ser inmediatamente útil o que pueda contribuir a la producción futura. Al producir, por tanto, toda persona se convierte o bien en un consumidor de sus propios bienes o bien en comprador y consumidor de bienes ajenos (…) La producción siempre se compra con producción o con servicios; el dinero sólo es el medio por el que se realizan los intercambios. Es verdad que puede producirse demasiado de alguna mercancía que genere un excedente invendido en algún mercado y que no permita rentabilizar el capital invertido; pero esto no puede suceder con respecto a todas las mercancías.
Sin embargo, Ricardo sí admitía un caso en el que podía darse una sobreproducción generalizada de mercancías: cuando el capital se reinvirtiera en la acumulación de bienes básicos más allá de las necesidades de los individuos; llegado ese momento, como también indicó Sismondi, “se dejaría de consumir y también de producir”. Y, de nuevo, conviene reiterar, como ya hicimos con Sismondi, que la reducción del ritmo de producción no implica contradecir la Ley de Say, pues solo significa que el tiempo de ocio pasa a valorarse más que las mercancías que adicionalmente pueden fabricarse y, por tanto, se reduce la producción y la demanda de las mismas.
Frente a estas apreciaciones de Mill y Ricardo, el reverendo Thomas Malthus publicó en 1820 sus Principios de Economía Política para su aplicación prácticaobra donde, algo más de dos décadas después de que expresara en su Ensayo sobre el principio de la población (1798) el temor al agotamiento de los recursos naturales como consecuencia del exceso de demanda de una creciente población, mostró su recelo a que las economías modernas cayeran en la miseria por una insuficiente demanda agregada:
No es ni mucho menos cierto que las mercancías siempre se intercambien por mercancías. Una gran parte de las mercancías se intercambia directamente por trabajo o servicios personales; y es evidente que esa masa de mercancías, comparada con el trabajo por el que se ha intercambiado, puede depreciarse como consecuencia de un exceso de producción, tal como sucede con cualquier mercancía individual que se sobreproduce en relación con el trabajo o el dinero (…) Es evidente que sin una cantidad de gasto suficiente que incentiven el comercio, las manufacturas y los servicios personales, los terratenientes no tendrán estímulos suficientes para cultivar sus tierras, por lo que un país como el nuestro, que ha sido rico y populoso, inevitablemente caería en la pobreza y en la despoblación relativa por los hábitos austeros de sus ciudadanos (…) Ninguna nación puede enriquecerse merced a una acumulación de capital que se deba a una reducción permanente del consumo; pues semejante acumulación, al proporcionar más bienes de los que son efectivamente demandados, desvalorizará una parte muy importante del capital acumulado, que perderá su cualidad de riqueza.
Con tal de compatibilizar estas conclusiones con sus teorías sobre la población, Malthus argumentó que un incremento de la población, aunque pueda ser útil para aumentar la demanda, no servirá de nada si los deseos del resto de la población ya han llegado a un punto de saturación y no desean consumir nada más (si no hay nada que producir, la nueva población quedará desempleada). Esto es, la clave de todo el problema es que la gente ya no quiere consumir más bienes, ni básicos ni de lujo, y, como ya sugirió Sismondi, sólo desea incrementar su tiempo de ocio: “[Say, Mill y Ricardo] asumen que los bienes de lujo siempre son preferidos al tiempo de ocio (…) el efecto de una mayor preferencia por el tiempo de ocio sería evidentemente un caso de insuficiente demanda para explotar toda la capacidad productiva de la economía y una ocasión para despedir a trabajadores”. Obviamente, considerando el tiempo de ocio como un bien, la saturación de la demanda de mercancías corpóreas no supone ni mucho menos una excepción a la Ley de Say, sino una clara ratificación de la misma. De ahí que la acumulación de capital no esté condenada a fracasar sin un paralelo incremento del consumo, como asume Malthus: es posible y rentable acumular más capital para incrementar la productividad del trabajo con el propósito de, manteniendo constante la cesta de mercancías fabricadas, reducir el tiempo medio que cuesta obtenerlas. Es decir, acumular más capital permite incrementar la producción de tiempo de ocio reduciendo el tiempo necesario para mantener constante la cesta consumida. Lo que sucederá en tales casos será, simplemente, que el coste medio de producir mercancías se reducirá debido a la mayor acumulación de capital mientras que el precio de las mercancías no lo hará en mayor proporción debido a que su oferta no incrementará, por lo que los beneficios seguirán refluyendo en cantidad suficiente al capitalista como para rentabilizar su inversión.
Por desgracia, como Ricardo hacía depender los precios de todas las mercancías de, en última instancia, el coste laboral, resultaba inviable concebir, a partir de cierto punto, un incremento de los salarios reales (pagadero no en dinero sino en tiempo libre) que no acarreara una reducción de los beneficios necesarios para que esa inversión se materializara. Como dice Ricardo en sus Principios en una máxima que posteriormente se conocerá como “el Efecto Ricardo”, “los beneficios serán altos o bajos según los salarios sean bajos o altos”; por tanto, un incremento permanente del salario real necesariamente llevaba a un hundimiento de los beneficios que los subconsumistas tomaron como disparadero de la depresión. De ahí que la refutación de Malthus por parte de Ricardo no fuera todo lo efectiva que podría haber sido, pues éste tuvo que adoptar hipótesis no necesariamente ciertas una vez se excluye el tiempo libre de la categoría de bien. Como le dijo Ricardo a Malthus en una de sus misivas: “En pocas palabras, considero que los deseos y las necesidades de la humanidad son ilimitados”.
En todo caso, debería quedar claro que la ley de los mercados enunciada por Say, Mill y Ricardo es fundamentalmente cierta siempre que tengamos en cuenta que la oferta de bienes futuros puede convertirse en demanda de bienes presentes (crédito) y que el tiempo libre es también un bien económico cuya provisión es deseada por el ser humano. Con estas dos cualificaciones, el pesimismo de Sismondi y Malthus, y obviamente el de los pensadores mercantilistas, resulta absolutamente infundado. Ni hace falta incrementar la circulación monetaria para estimular una mayor demanda agregada, ni las economías capitalistas tenderán a ver limitada su acumulación de riqueza por una insuficiencia de gasto. De hecho, lo único que necesita cualquier sistema económico para funcionar con fluidez es alinear correctamente la producción con las necesidades, presentes y futuras, de los individuos: en tal caso, la demanda (la distribución final de los bienes) quedará determinada por la propia oferta producida.
Pero no fue ni Sismondi ni Malthus quien adquirieron una relevancia e influencia universal a cuenta de sus teorías subconsumistas, sino un economista del que luego tendremos más que decir: Karl Marx en su obra El Capital (escrita en tres tomos publicados entre 1867 y 1894). Marx pensaba que la dinámica propia del capitalismo era la de reinvertir continuamente el capital que los capitalistas obtenían merced a los beneficios derivados de explotar a los trabajadores. El problema, como luego tendremos más ocasión de desarrollar, es que Marx considera que sólo el trabajo y no el capital generaba valor, de modo que cuanto más capital se acumulara, más se reduciría el peso del trabajo generador de valor dentro de la masa total de capitales y, por tanto, menor será la rentabilidad de ese capital: es lo que se conoció como ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia. La contrapartida que esta sobreinversión en capital tendrá sobre el mercado de bienes y servicios será un exceso de producción de mercancías que no podrá ser adquirido por una masa de proletarios insuficientemente remunerados:
Una crisis sólo puede ser el resultado de una producción desproporcionada en las diversas etapas de la economía, consecuencia a su vez de una desproporción entre el consumo del capital y su acumulación. Tal como son las cosas, la renovación del capital invertido depende del poder de consumo de las clases no trabajadoras, pues el poder de consumir de los trabajadores se halla limitado en parte por la ley de los salarios, en parte por el hecho de que sólo son contratados si pueden ser empleados rentablemente por la clase capitalista. La razón última de todas las crisis siempre la encontramos en la pobreza y el consumo restringido de las masas frente a la dinámica de la producción capitalista conducente a desarrollar las fuerzas productivas como si el único límite cupiese encontrarlo en el poder de consumo global de la sociedad.
Si, por el contrario, el conjunto de los trabajadores controlaran los medios de producción, la acumulación de capital se detendría justo en el momento en el que ya no necesitaran más mercancías y optaran por reducir su carga de trabajo.
Es decir, estamos ante una teoría marcadamente subconsumista, por mucho que diversos marxistas posteriores hayan querido renegar del término. Acaso sólo quepa matizar la posición subconsumista de Marx señalando que él la observaba como una problemática estructural del sistema de organización capitalista –la tendencia decreciente de la tasa de ganancia– que no cabía solventar dentro del mismo subiendo los salarios de los trabajadores y procediendo a una más amplia redistribución de la renta (pues esto sólo ralentizará una dinámica imparable propia del sistema capitalista): la única solución era abandonar y remplazar el capitalismo. Salvo por eso y porque Sismondi contemplaba la posibilidad de que el sobreconsumismo también arruinara a la economía, la teoría marxista de las crisis es claramente un (mal) calco de la de Sismondi; de hecho, el propio Marx en su Teorías del plusvalor (escrito en 1863) alababa la teoría de las crisis de Sismondi con la única crítica de que seguía sometido al marco conceptual capitalista: “Sismondi es un profundo conocedor de las contradicciones de la producción capitalista (…) En particular, es consciente de esta fundamental contradicción: por un lado, el incremento ilimitado de las fuerzas productivas y de la riqueza que toman la forma de mercancías que deben convertirse en efectivo; por otro, el sistema se basa en el hecho de que a las masas de productores [trabajadores] se les restringe el consumo a lo necesario (…) Sin embargo, en su argumento subyace la intuición de que las nuevas formas de apropiación de riqueza deben ajustarse a las fuerzas productivas y a las condiciones sociales de producción de riqueza que han sido desarrolladas en una sociedad capitalista”. Al fin y al cabo, Sismondi se ponía el énfasis –excesivo y casi siempre erróneo pero en todo caso de interés– en los problemas de coordinación entre la capacidad productiva y la renta distribuida en el período anterior, sin descartar la posibilidad de que se produjera una correcta coordinación; Marx, en cambio, vaticinaba un subconsumismo estructural e irresoluble, fruto de su desconocimiento sobre los mecanismos de coordinación entre las decisiones de inversión de los capitalistas y las decisiones de consumo de los consumidores (que estudiaremos con más detalle en la lección 7).
Para terminar esta breve exposición de las teorías subconsumistas que siguieron a la economía clásica, debemos hacer mención a un autor ligeramente posterior a Marx, cuyo nombre no ha quedado para la posteridad pero cuyas teorías subconsumistas sí lo hicieron o, mejor dicho, el modo de presentarlas  y comercializarlas sí lo hizo. Nos referimos, a John M. Robertson, quien en su libro La falacia del ahorro (1892) expuso con bastante precisión lo que en el futuro se conocería como la “paradoja del ahorro”.
De entrada, Robertson denuncia la falacia del ahorro consistente en “la reciente enseñanza, explícita o implícita, de que la frugalidad de todos los ciudadanos es el camino más seguro hacia la prosperidad, no sólo del ahorrador individual, pero de toda la comunidad a la que pertenece”. En su opinión, el ahorro de una parte de la renta no se traduce en un incremento de la dotación de riqueza y de capital productivo de la sociedad, por cuanto para ello deberían existir oportunidades de inversión que, no obstante, irán desapareciendo por la propia restricción del consumo necesaria para aumentar el ahorro; si los beneficios de la industria dependen del consumo y el consumo cae, la rentabilidad de la industria también lo hará. Así, el ahorro de las masas no se traducirá en un incremento de la capacidad productiva del sistema económico, sino sólo en un atesoramiento de dinero en el banco que éste no podrá prestar a nadie por falta de oportunidades de inversión: “Adam Smith asumía que siempre habría oportunidades rentables de inversión para los productores, pero como esto no puede ser así, el dinero depositado en el banco no se va a prestar. Para que hubiera oportunidades de inversión dirigidas a incrementar la producción debería darse alguna de estas dos condiciones: o a) una población estacionaria o cuasi-estacionaria que incremente crecientemente su consumo, o b) una población en constante y rápido crecimiento que aumente la demanda [total] de bienes básicos”.
Si hasta la fecha había sido posible que la clase capitalista ahorrara sin que con ello se paralizara el crecimiento económico, ello se debía a que la clase trabajadora seguía incrementando su consumo; pero lo que Robertson ve imposible es que todos los agentes, capitalistas y trabajadores, incrementen su ahorro reduciendo su consumo. En unas líneas muy sismondianas expuso: “En tanto quienes gastan tienden a mantener la industria en funcionamiento y en tanto quienes ahorran la paralizan por reducir su consumo y su demanda, los despilfarradores se han estado sacrificando (sin saberlo, claro) en beneficio de los austeros (…) Dado que los despilfarradores facilitan la acumulación de los ahorradores, la clase pobre, trabajadora pero poco austera, ha estado contribuyendo a la prosperidad general tanto como ha podido, mientras que los afortunados ahorradores han hecho lo contrario: en pocas palabras, los ahorradores han estado viviendo a costa de los gastadores”. Y es justamente aquí, en medio de esas dos citas, cuando Robertson expone la famosa “paradoja del ahorro”: “En caso de que toda la población se hubiese dispuesto a ahorrar, los ahorros totales probablemente se hubiesen reducido, por cuanto, ceteris paribus, habríamos entrado en una parálisis industrial, los beneficios se habrían hundido, los intereses caerían y los ingresos serían más y más precarios. Esto, como ya hemos comprobado en los capítulos anteriores, no es ninguna paradoja irrelevante, sino la más rigurosa de las verdades económicas”. Dicho en otras palabras, la paradoja del ahorro sostiene, por un lado, que el ahorro puede parecer individualmente virtuoso, pero es socialmente negativo; y, por otro, que el intento general de incrementar el ahorro terminará reduciendo su volumen total.
Robertson era tan pesimista a propósito de la generalización de la falacia sobre las bondades del ahorro que creía que las sociedades de su tiempo (finales del s. XIX) estaban condenadas al desempleo generalizado: “El resultado será que enviaremos a miles de personas al desempleo debido a la parquedad del consumo de unos ahorradores privados de inversiones, a menos que sigamos uno de estos dos cursos de acción: o a) abandonamos entre todos el principio de las bondades del ahorro, de manera que la mayoría pasemos a demandar bienes de alto standing o servicios que sean provistos por aquellos que antes proporcionaban bienes de alto standing u otros servicios a los ahorradores, o b) el Estado o los ayuntamientos se disponen a financiar importantes programas de empleo público (como reconstrucciones de ciudades, viviendas para los trabajadores y amplios alcantarillados) que den extensamente empleo y formación a los trabajadores inexpertos”. Esta última idea, la de los planes de estímulo basados en programa de empleo estatal, resurgirá en numerosas ocasiones a lo largo del s. XIX.
Vemos que tanto Sismondi, como Marx, como Robertson, lejos de creer como los mercantilistas que la demanda agregada sería insuficiente debido a la carestía de dinero,  atribuyen la merma de la demanda agregada a la progresiva acumulación de riqueza en unas clases opulentas que tienden a consumir demasiado poco como para rentabilizar toda la inversión que sería necesaria con tal de emplear a la totalidad de los trabajadores. Por consiguiente, los sistemas capitalistas tenderán a producir más de lo que será consumido –la oferta será superior a la demanda, es decir, todos ellos rechazan la Ley de Say– y ello les abocará a la pauperización. En la lección novena comprobaremos que muchas de esas ideas fueron renovadas y refundidas con las del mercantilismo por John Maynard Keynes (en particular, el temor a que no hubiese oportunidades de inversión suficientes para emplear a todos los factores productivos).
En realidad, todos los errores del subconsumismo podrían haberse solventado en caso de haber leído o entendido el desarrollo y la extensión de la Ley de Say que realizó John Stuart Mill en lo que él mismo denominó “las cuatro proposiciones básicas sobre el capital”, recogidas en su libro Principios de Economía Política(1848). Estas cuatro proposiciones son:
  1. La industria se halla limitada por la disponibilidad de capital: Según Mill, los límites del funcionamiento y del crecimiento de la industria de un país están establecidos por la disponibilidad de capital. En momentos concretos, como cuando haya que reajustar la organización industrial, parte de la misma puede hallarse subutilizada, pero en cualquier caso la frontera de su desarrolla la marca la abundancia de capital. De ahí que la única manera de incrementar la producción de un país sea incrementar el capital, sin que existan límites a los proyectos empresarialmente rentables: “La porción del capital destinada a mantener a los empleados puede incrementarse indefinidamente, sin que sea imposible encontrarles a todos ellos empleo; en otras palabras, mientras halla seres humanos capaces de trabajar y comida para alimentarles, siempre podrían ser empleados en producir algún bien.
  2. Todo el capital nace del ahorro: La única manera de mantener e incrementar el capital –y por tanto la industria– es mediante el aumento absoluto de la cantidad de ahorro, lo que no necesariamente implica una reducción absoluta del consumo si, en paralelo, la producción se incrementa: “Consumir menos de lo producido es ahorrar; y este proceso es el que hace aumentar el capital, pero no necesariamente por la vía de consumir menos en términos absolutos (…), [ya que podemos] producir más”. Acaso quepa recriminarle a Mill el insuficiente énfasis que colocó dentro de esta rúbrica en las enormes complejidades que acarrea el proceso de acumulación sana del capital: no se trata sólo de ahorrar por ahorrar, sino que el ahorrador debe inmovilizar ese capital haciendo uso de su ingenio empresarial para descubrir qué proyectos son económicamente viables en un mundo de enorme e inerradicable incertidumbre. Una característica esencial del proceso de inversión que, dicho sea de paso, no se le había pasado por alto a Cantillon, padre de la palabra empresario. Tal como expresa reiteradamente en su libro el economista irlando-francés: “Muchas gentes en la ciudad se convierten en comerciantes o empresarios, comprando los productos del campo a quienes los traen a ella, o bien trayéndolos por su cuenta: pagan así un precio cierto, según el del lugar donde los compran, revendiéndolos al por mayor, o al menudeo, a un precio incierto (…) los empresarios viven, por decirlo así, de ingresos inciertos, y todos los demás cuentan con ingresos ciertos durante el tiempo que de ellos gozan (…) Los empresarios, ya se establezcan con un capital para desenvolver su empresa, o bien sean empresarios de su propio trabajo, sin fondos de ninguna clase, pueden considerarse que viven en la incertidumbre”. En la lección 7 veremos que la incertidumbre constituye un elemento central en la configuración de las estructuras de capital, algo que Mill enfatizó demasiado poco y que Marx prácticamente daba por automatizado en el proceso agregado de acumulación del capital.
  3. Todo el capital, aun cuando sea el resultado del ahorro, es consumido: Según Mill, que el capital nazca del ahorro sólo significa que no será inmediatamente consumido por el ahorrador, pero sí lo será por terceras personas. El capital, al ser invertido en la industria, se transformará en salarios y otras rentas que irán a parar a factores productivos, quienes lo consumirán. Mill, de hecho, se queja de los economistas vulgares que confunden ahorro con atesoramiento: “Para el economista vulgar, lo que se ahorra no se consume; en su opinión, todo el mundo que ahorra está atesorando”. Esta tercera proposición sobre el capital de Mill es la única que debemos, no ya complementar como la anterior, sino corregir de manera apreciable, pues aunque en muchos casos sea cierta (de hecho, todo el consumo masivo actual se financia enteramente del ahorro ajeno), puede haber otros en los que el capital no sea consumido sino ahorrado y reinvertido. Ésta es precisamente la mayor crítica que Robertson dirigía contra Mill: si estamos diciendo que el ahorro generalizado es positivo para las sociedades, ¿cómo podemos sostener a renglón seguido que lo normal es que todo ese ahorro sea consumido? ¿Qué sucedería entonces si los trabajadores que reciben sus salarios desean ahorrar en lugar de consumir? Y, verdaderamente, puede haber capitales invertidos que no se traduzcan en consumo, sino en nuevo ahorro e inversión: si los trabajadores restringen su consumo y comienzan a invertirlo en bienes de capital, lo que se estarán alimentando será la demanda de bienes de inversión, no de consumo. Pero esto, lejos de ser problemático, es una bendición para la capitalización de la economía, ya que permite dedicar mucho más tiempos y recursos a fabricar bienes que incrementarán nuestra productividad futura. En el extremo y forzando los términos, podríamos concebir una sociedad que no consumiera nada y que invirtiera todo su capital y todos sus recursos con tal de aumentar su capacidad futura de producción: todos los factores productivos se trasladarían desde las industrias de bienes de consumo a las de bienes de capital. Por supuesto, para que ello fuera así, los agentes económicos deberían desear volver a consumir en algún momento futuro (justo el momento en que las nuevas inversiones proporcionen los bienes de consumo), pero es que si ese deseo no subsistiera (si ningún agente económico quisiera consumir ni en el presente ni en el futuro) lo lógico sería disolver la división del trabajo: si no se desea consumir en ningún momento ningún bien, carece de sentido producir nada.
  4. La demanda de mercancías no constituye la fuente de la demanda de trabajadores: La cuarta de las proposiciones fundamentales sobre el capital sea quizá la más complicada de entender y la más importante de visualizar. El economista austriaco Friedrich Hayek, de quien hablaremos más extensamente en la lección 7, llegó a decir en su libro La teoría pura del capital (1941) que “ahora más que nunca, la completa comprensión de que ‘la demanda de mercancías no constituye la fuente de la demanda de trabajadores’ –así como de sus limitaciones– es el mejor test para discernir quién es un economista”. Con esta proposición, Mill quiere desmontar que exista una relación directa entre gasto en consumo y empleo; en su opinión, lo que permite financiar el nivel de empleo es el capital de que dispongan los empresarios para adelantar los salarios a sus trabajadores y ese capital se nutre del ahorro, esto es, del no-consumo: “Lo que sostiene y da empleo al trabajo productivo es el capital invertido en ponerlo a trabajar, y no la demanda que efectuarán los consumidores de su producción una vez terminada”. El capitalista, cuando contrata a los trabajadores, lo hace de cara al futuro: dado que tardarán tiempo en rentabilizar su inversión inicial a través de su producción futura, no es el gasto en consumo de un producto que todavía no existe lo que permite incrementar la escala de las contrataciones, sino la mayor disponibilidad de capital. Un aumento del consumo, en tanto reduce el capital disponible, puede, en consecuencia, reducir el nivel de empleo o, al menos, su remuneración. El consumo futuro esperado sólo sirve para orientar a los capitalistas acerca de qué bienes específicos deben producir mediante la inversión de su capital, pero no es la fuente que mantiene y remunera los salarios.
Estas cuatro fundamentales proposiciones sobre el capital permiten refutar por completo los temores de los subconsumistas: un mayor ahorro presente permite una mayor producción futura de bienes de consumo. Si los agentes no desean mayor producción de bienes corpóreos, la inversión se orientará a reducir el tiempo medio necesario para fabricar la cesta actual de la compra, permitiendo un mayor tiempo de ocio; si, en cambio, los agentes sí desean muchos más bienes de consumo (como obviamente sucedía en los tiempos de Sismondi, Marx o Robertson), esa mayor producción fruto de la mayor inversión actual se los proporcionará sin necesidad de que incrementen la porción de su renta destinada al consumo futuro (o incluso reduciéndola), pues esa mayor producción puede comercializarse en forma de precios más bajos que, en cualquier caso, la sigue haciendo rentable (ya que otra parte de la inversión puede haberse destinado a reducir los costes medios). El problema fundamental de los sistemas económicos no es estabilizar o incrementar el gasto en consumo, sino escoger aquellos proyectos empresariales que proporcionen los bienes de consumo deseados en el momento deseado; si ello sucede, no habrá subconsumo; si ello no sucede, lo habrá (será el reflejo de que los agentes no quieren los bienes específicos que los empresarios les ofrecen) a menos que se obligue políticamente a consumirlos (como en parte proponía Robertson con sus programas públicos de empleo).
Ciertamente, una adecuada comprensión de la Ley de Say y de su ulterior desarrollo mediante las cuatro proposiciones fundamentales del capital permitía desechar los temores subconsumistas, pero ello no impidió que siguieran creciendo y alimentándose hasta refugiarse en las teorías más complejas y aparentemente refinadas de John Maynard Keynes, a quien estudiaremos en la lección novena.
Los errores mercantilistas sobre los tipos de interés
El otro de los grandes beneficios que el mercantilismo atribuía al aumento interno de los medios de pago era el de reducir los tipos de interés. Como ya vimos, tal conclusión derivaba lógicamente de considerar que los tipos de interés eran un fenómeno puramente monetario, idea que de hecho se mantenía desde la Escolástica. No fue hasta la llegada de Anne Robert Jacques Turgot cuando la auténtica naturaleza del tipo de interés comenzó a clarificarse.
Así, en su libro Reflexiones sobre la formación y distribución de riqueza (1766), Turgot explica que las personas frugales tienden a consumir una parte inferior de sus ingresos anuales, amasando así un capital: “Todo aquel que, gracias a la renta de su tierra, o al sueldo de su trabajo o industria, recibe cada año más valor del que necesita gastar, es capaz de apartar este excedente y acumularlo: y la acumulación de estos valores es lo que llamamos capital”. El capitalista puede optar o por atesorar ese capital en forma de dinero (con todos los inconvenientes que ello acarrea: “si los peligros que temía se desatan, y en su pobreza se ve forzado a vivir cada año de su tesoro, o si lega su capital a un heredero pródigo, su tesoro pronto se extinguiría, perdiéndose todo el capital”) o por invertirlo en algún activo que proporcione rentas: tierra (“en primera instancia, el dueño de capital puede usarlo para adquirir tierras”) , en empresas industriales (“será uno de los dueños del capital quien los emplee en parte para los pagos adelantados en la construcción del establecimiento, la compra de los materiales o el pago diario de salarios a los trabajadores. Será él quien esperará a la venta [del producto] para recuperar no sólo sus adelantos, sino también un beneficio suficiente que le compense por haber renunciado a su dinero”), empresas agrícolas (“son los propietarios del capital quienes arriendan la tierra y pagan a los terratenientes elevadas rentas para volver sus empresarias agrarias productivas”) y compañías comerciales (“dado que el comercio es necesario y dado que no es posible desarrollar actividades comerciales sin adelantos de dinero, aquí encontramos otro método donde utilizar el capital”).
El capital, por consiguiente, es un elemento indispensable para desarrollar cualquier actividad económica (agrícola, industrial o comercial), de modo que quienes poseen buenas ideas pero carecen de capital estarán dispuestos a compartir una parte de sus ganancias con quienes se lo proporcionen: “El dinero es el medio principal para crear dinero, de modo que aquellos que disponen de fuerzas y pasión por trabajar pero carecen de capitales suficientes como para montar la empresa que desean, no tendrán problema alguno en renunciar a una parte de sus ganancias en favor de quienes les proporcionen el capital”. Nótese como Turgot le da completamente la vuelta a la máxima aristotélica de pecunia non parit pecuniam al afirmar que “el dinero es el medio principal para crear dinero”; pero, una vez admitido esto, la conclusión natural es admitir que existe otro uso igualmente legítimo del capital: prestarlo a todos aquellos que quieran invertirlo de alguna de las otras cuatro formas anteriores. “El dinero considerado como una sustancia física, como una masa de metal, no produce nada, pero el dinero empleado en efectuar adelantos a las empresas agrícolas, manufactureras o comerciales sí proporciona un claro beneficio (…); la persona que presta su dinero, por tanto, no renuncia a una posesión estéril de dinero, sino que le priva del beneficio que podría haber obtenido, siendo  el interés una indemnización que no puede verse como injusta”. Turgot rechaza especialmente que el contrato a interés pueda ser considerado como injusto en tanto es voluntario y beneficia a ambas partes: “El préstamo es un contrato recíproco y libre que se suscribe porque beneficia a ambas partes. Es evidente que no sólo el prestamista encuentra ventajoso alquilar su dinero, sino que el prestatario no está menos interesado en obtener el dinero que necesita, pues es él quien decide pedir prestado y pagar algo por el alquiler del dinero. ¿En qué sentido puede calificarse de criminal un contrato ventajoso para ambas partes y que no daña a nadie más?”.
Para Turgot el objeto del contrato de préstamo no es tanto una transferencia de dinero, sino del poder de disposición de un capital durante un determinado período de tiempo: “En el mercado, una cantidad de trigo es equivalente a un determinado peso de plata, lo que viene a expresar la cantidad de plata que puede adquirirse con esa mercancía (…) En el préstamo a interés, el objeto de valoración es el uso de una determinada cantidad de valor durante un cierto período de tiempo”. Precisamente por ello, el tipo de interés dependerá de la oferta y de la demanda de capitales, esto es, de la oferta y demanda de una riqueza transferible que no necesariamente adopta la forma de dinero: “El precio del interés depende directamente de la relación entre la demanda de los prestatarios y la oferta de los prestamistas, y esa relación depende en esencia de la cantidad de riqueza transferible que se haya acumulado a través del ahorro de los ingresos y de la producción anual, ya adopten estos capitales la forma de dinero o de cualquier otro bien que tenga valor en el comercio”. De hecho, el dinero puede ser muy abundante y los tipos de interés pueden ser muy altos: “El dinero puede ser muy abundante en el comercio ordinario y poseer tan poco valor que es capaz de adquirir muy pocas mercancías, pero el tipo de interés puede ser al mismo tiempo muy alto”.
En suma, la explicación fundamental que ofrece Turgot sobre el tipo de interés es que se trata de una remuneración por la disposición temporal del capital ajeno; capital que no es más que el reflejo del exceso de valor que un agente económico ha aportado al mercado por encima del que ha retirado del mismo (ahorro) y que permite generar riqueza adicional. La teoría de Turgot dista de ser completa y perfecta, pero se acerca mucho a la realidad. Su gran defecto es que, hasta cierto punto, cae en un razonamiento circular: según el francés, es legítimo cobrar intereses del préstamo en el mismo sentido en que lo es utilizar el capital para adquirir una tierra que proporcionará una renta futura. Pero la cuestión sigue siendo: ¿cómo es posible que una tierra –o cualquier otro activo– proporcione una renta sobre su precio de adquisición? Es decir, si esperamos que un activo genere una renta de 1.000 onzas de oro durante 10 años, ¿cómo es posible que seamos capaces de adquirir ese activo por menos de 10.000 onzas? ¿Qué hay en la capitalización de las rentas futuras que lleva a que su valor presente sea inferior al agregado de sus rentas futuras? Turgot simplemente asume que los activos proporcionan renta sobre su precio de adquisición, pero no explica por qué, y ese es justamente el gran reto que plantea la teoría del interés.
En este sentido, el economista escocés John Rae dio algo más de medio siglo después de Turgot con una respuesta casi exacta al afirmar en sus Statements of Some New Principles on the Subject of Political Economy (1834) que:
La creación de todo instrumento [de todo activo] implica el sacrifico de una cantidad más pequeña de bienes presente para producir una mayor cantidad de bienes futuros. Si se considera que para producir esa mayor cantidad de bienes futuros merece la pena sacrificar la menor cantidad de bienes presentes, el instrumento se creará y, si no, no. (…) El deseo de sacrificar una cierta cantidad de bienes presentes para una mayor cantidad de bienes futuros puede denominarse deseo efectivo de acumulación, y todos los bienes en mayor o menor medida lo poseen.
El problema residía en que, en principio, ese deseo efectivo de acumulación no parecía tener demasiado sentido para el ser humano ya que “un bien futuro, cuando se lo compara con un bien presente, es excesivamente incierto en el momento de su llegada y probablemente inferior en la cantidad de disfrute que proporciona”. El escocés sostuvo que, no obstante lo anterior, ese deseo efectivo de acumulación se veía alimentado por el sentimiento de benevolencia hacia el progreso del género humano, los hábitos de austeridad y la estabilidad social, pero se veía debilitado por los deseos de gratificación individual, los impulsos irreflexivos hacia el placer inmediato y la inestabilidad social.
Rae, por consiguiente, traza ya una teoría muy avanzada del tipo de interés para su tiempo, haciéndolo depender acertadamente de sus dos elementos constituyentes –la impaciencia y la aversión al riesgo– e incluso razonando con bastante corrección sobre qué circunstancias influían positiva y negativamente sobre esos dos elementos constituyentes. La teoría de Rae, expresada en unas pocas páginas a lo largo de toda su obra, no será superada hasta que, unas décadas más tarde, lleguen Eugen Böhm-Bawerk e Irving Fisher. De hecho, Fisher dedicó su libro La teoría del interés (1930) a Böhm-Bawerk y a Rae, afirmando en él que “siempre he sido de la opinión que John Rae se acercó más que ninguno de sus antecesores a comprender todos los elementos que rodean a la problemática del interés”.
Pero que, como Turgot y Rae nos mostraran, el interés no dependiera de la abundancia de dinero sino de la abundancia relativa de capital –determinada a su vez por la impaciencia y la aversión al riesgo– no significa que las fluctuaciones en la cantidad de dinero no puedan influir a corto plazo sobre el tipo de interés del dinero. Turgot (tampoco Rae) no reflexionó sobre tal posibilidad, acaso por interesarle más descubrir cuál era la naturaleza última del interés que reflexionar sobre su determinación como precio de mercado, y Rae simplemente centró escasa atención dentro de su obra al asunto del interés, de modo que no iba a desarrollar cuáles eran las influencias monetarias sobre el mismo. Pero lo cierto es que ese hueco teórico dejaba un enorme flanco al descubierto para que el mercantilismo volviera al ataque: si el tipo de interés depende del capital pero puede verse influido a corto plazo por los cambios en la oferta dinero, todavía puede haber margen para, aunque sea a corto plazo, rebajar el tipo de interés del dinero. Sin embargo, como ya sabemos, el gran Richard Cantillon había publicado su afamado libro diez años antes que Turgot y en él no sólo reflexionaba, como ya hemos tenido ocasión de constatar, sobre la naturaleza y efectos de la circulación monetaria, sino también sobre los tipos de interés. Y, como en los casos anteriores, el análisis de Cantillon resulta extremadamente atinado: lejos de limitarse a plantear la relación simplista de que una mayor cantidad de dinero tiende a reducir los tipos de interés, el irlando-francés distinguió dos escenarios, derivados a su vez de los dos Efectos Cantillon antes descritos: a saber, que el aumento del dinero alimente el ahorro y la inversión o, por el contrario, financie un incremento del gasto en consumo.
En el primer caso, “si la abundancia de dinero en el Estado viene a través de gentes que lo prestan, disminuirá sin duda el interés corriente, conforme aumenta el número de prestamistas”. Es decir, si el aumento de la oferta monetaria se filtra por el mercado crediticio, la mayor oferta de capitales prestables tenderá, a corto plazo, a reducir el tipo de interés. Ahora bien –y esto es lo interesante por cuanto ha sido escasamente considerado por la literatura económica anterior y posterior– si la mayor oferta de dinero se filtra “por mediación de personas que lo gastan, tendrá el efecto inverso y elevará el tipo de interés aumentando el número de empresarios que encontrarán trabajo como consecuencia de este aumento de los gastos, viéndose obligados a tomar dinero a préstamo para equipar su industria”.
Lo que Cantillon en última instancia está subrayando es que el aumento de la oferta de dinero puede afectar inicialmente o al tipo de interés del mercado crediticio (mediante una mayor oferta de capitales prestables) o a la tasa de rentabilidad de las empresas (mediante un mayor gasto en los productos que venden) y que, en el segundo caso, la mayor rentabilidad empresarial fomentará un mayor apalancamiento de las compañías que, al traducirse en una mayor demanda de crédito, elevará los tipos de interés.
En principio, pues, tenemos dos tipos de Efectos Cantillon: aquel cuyo origen se sitúa en los consumidores (incluyendo el gasto público estatal) y que genera un alza de precios, una elevación de los tipos de interés y un déficit exterior, y aquel otro cuyo origen se ubica en los inversores y que se plasma en tipos de interés más bajos, aumento de la producción y superávit comercial durante un prolongado período de tiempo. En realidad, el asunto es algo más complejo como tendremos ocasión de tratar en la lección 7, pues un aumento del gasto de los inversores en bienes de capital puede dar lugar a un incremento en la tasa de rentabilidad de las industrias que fabriquen esos bienes de capital, disparando su demanda de crédito y por tanto los tipos de interés; asimismo, una reducción del tipo de interés, en tanto favorece una mayor inversión, terminará traduciéndose en un aumento del gasto que incrementará la demanda a crédito y, por ende, los tipos de interés hasta un nivel incluso superior al inicial. Pero, sobre todo, el asunto que Cantillon sólo trata muy parcialmente es cuán sostenibles son estos procesos de manipulación monetaria de los tipos de interés y, en su caso, qué distorsiones concretas aparecen dentro del sistema económico hasta el punto de terminar abocándolo a la insostenibilidad. Cuestiones que deberemos esperar hasta la lección 8 –más de 150 años después de Cantillon– a que sean respondidas.
En todo caso, a pesar de la incompletitud del modelo teórico sobre los tipos de interés que conjuntamente proporcionaban Turgot, Rae y Cantillon, lo cierto es que a a comienzos del s. XIX ya se contaba con una comprensión bastante acercada de los tipos de interés: son una remuneración por el uso del tiempo y del riesgo, y se determinan a partir de la oferta y demanda de capitales prestables aunque se vean distorsionados a corto plazo por las fluctuaciones de la oferta monetaria. Sin embargo, ni las concepciones mercantilistas e inflacionistas terminaron de desaparecer por entero ni la teoría se inmunizó frente a nuevos y, si cabe, más profundos errores.
Un ejemplo del resurgimiento del pensamiento mercantilista en materia de intereses podemos encontrarlo en el célebre debate de catorce misivas entre los franceses Pierre-Joseph Proudhon y Frédéric Bastiat a cuenta de la gratuidad del crédito (1849-1850). Proudhon concebía los medios de pago como un factor productivo más: “denomino capital a todo valor constituido en tierra, maquinaria, mercancías, provisiones o en dinero, y que es capaz de asistir a la producción”. Como ya analizaremos con Menger en la lección 5, ésta no es ni mucho menos una mala definición de capital, pero Proudhon incurría en dos errores: uno, pensar que cualquier incremento de cualquier bien de capital (también del dinero) permite incrementar la producción de bienes de consumo con independencia de lo que les suceda al resto; dos, confundir un incremento del crédito con un aumento del capital de una economía, cuando un aumento del crédito es tanto un aumento de los activos (crédito) como de los pasivos (deuda). De ahí que Proudhon llegara a conclusiones similares a las de John Law y todos los demás mercantilistas defensores del crédito artificialmente barato –por conversión de bienes futuros en medios de cambio actuales– y que décadas después recogería y asumiría como propias John Maynard Keynes. Afirma Proudhon:
Imaginemos que, gracias a la recaudación fiscal, creamos un banco que compita con el mal llamado Banco de Francia y que se dedique a descontar papel comercial y dar crédito hipotecario a un tipo de interés del 1,5% o del 1%. Es evidente que, en primer lugar, el tipo de descuento del papel comercial, el tipo hipotecario, los dividendos sobre el capital, etc. caerían hasta el 1,5%, por cuanto la tesorería que guardara la gente se volvería absolutamente estéril: el interés se desplomaría a cero y el crédito sería gratuito. Si el crédito comercial y el hipotecario –en otras palabras, el capital en forma de dinero, cuyo único propósito es el de circular– fuera gratuito, el capital en forma de viviendas pronto lo sería también, de hecho las casas dejarían de ser capital y pasarían a ser mercancías, con precios fijados en el mercado como en el caso del queso o el del brandy, y alquiladas o vendidas (términos que vendrían a ser sinónimos) a su coste. Si las casas, como el dinero, fueran gratuitas (es decir, si su uso se pagara a modo de intercambio y no de préstamo) la tierra tampoco tardaría mucho en serlo; por tanto, la renta del campo, en lugar de pagarse a los terratenientes que no trabajan en el campo, se convertiría en una simple compensación por la diferencia de calidad entre suelos; o mejor, dejarían de existir terratenientes y arrendados, sólo habría granjeros y viñateros, como sólo hay ebanistas y maquinistas.
Bastiat, por el contrario, concebía el capital como aquel conjunto de factores productivos que había creado el factor trabajo mediante el ahorro de sus rentas, de modo que la supresión del interés sólo provocaría que se dejara de acumular capital: “Aquel que presta una casa, un saco de trigo, un cepillo de carpintero, una pieza de dinero o un banco –en una palabra, un activo– durante un determinado período de tiempo está proporcionando un servicio. Él debería recibir, además de la restitución del activo una vez haya expirado el prestado, un servicio equivalente (…) Ese algo que debe recibir yo lo llamo interés”.
El problema de la caracterización de Bastiat, y de tantas otras que, como la de Turgot, definen el interés a modo de renta o fruto del capital, es que no pueden explicar por qué el valor del capital es inferior a la suma de todas sus rentas futuras, es decir, por qué el valor del capital es siempre un valor descontado de las rentas futuras que se espera que perciba (descuento que,  justamente, es el interés que deseamos explicar). Pero además en el caso de Bastiat existe un problema añadido: la estrecha dependencia que establece entre interés y trabajo. De hecho, en una de una de las cartas entre Bastiat y Proudhon el primero le espeta al segundo: “Todo el capital (en cualquier forma que adopte: cultivos, herramientas, maquinaria, viviendas…) es el resultado del trabajo previo y se dedica a incrementar el poder del trabajo subsiguiente (…) Todo nuestro debate se reduce a esto: ¿ha llegado ya el día, o llegará alguna vez, en que el capital pueda crearse espontáneamente sin la ayuda del esfuerzo humano?”. Semejante punto de Bastiat es extremadamente débil, pues puede existir mucho capital (las relaciones de confianza, la calidad de una tierra de cultivo, la producción de una máquina automatizada, etc.) que ni son el resultado del trabajo humano ni, mucho menos, tienen un valor que dependa remotamente del trabajo empleado.
Sin embargo, la mistificación del factor trabajo como creador del valor (es decir, la llamada teoría del valor-trabajo) fue un error muy extendido entre todos los pensadores postmercantilistas como consecuencia del error cometido por Adam Smith en La riqueza de las naciones de vincular el valor al trabajo (“el valor de cualquier mercancía para la persona que la posee y que no desea consumirla sino intercambiarla por otras mercancías es igual a la cantidad de trabajo que le permite adquirir. El trabajo, por tanto, es la medida real del valor de cambio de todas las mercancías”) en lugar de a la utilidad marginal de cada bien (como estudiaremos en la lección 5). Curiosamente, los pensadores pre-smithianos (muy en particular la Escolástica) o post-smithianos pero no influidos por Smith (por ejemplo, los economistas alemanes de la Gebrauchtwertschule, que recibieron muy tardíamente de La Riqueza de las Naciones) tenían bastante claro que el valor dependía no del trabajo, sino de la utilidad de los bienes. En cualquier caso, este error contaminó a la economía clásica inglesa y francesa, y provocó errores de muchísimo más calado que el de oscurecer la teoría del interés de Bastiat. Más en concreto, proporcionó alas a toda una doctrina del interés fundamentada en la presunta explotación capitalista del valor-trabajo creado por los proletarios, es decir, dio alas a la teoría marxista.
Como ya explicamos en el epígrafe anterior, Marx publicó sus tres tomos de El Capital entre 1867 y 1894. El objetivo global de esta obra era demostrar que si los capitalistas obtenían un rendimiento sobre el capital que invertían era porque se estaban apropiando de parte de un trabajo (el de los obreros) que no les pertenecía. Para probar esta hipótesis, Marx asumía, siguiendo a Smith, que el valor de cambio de las mercancías (lo que hoy en día llamaríamos precio, si bien Marx distinguía entre ambos conceptos) venía regulado exclusivamente por el tiempo de trabajo socialmente necesario que cuesta fabricar cada mercancía: en todo intercambio, pues, hay un trueque igualitario de valores de cambio, nadie da más valor de cambio del que recibe. Siendo ello así, lo que se planteaba Marx era cómo resultaba posible que el capitalista comprara una determinada cantidad de tiempo de trabajo –en forma de factores productivos– pagando por él una suma de dinero (D) y que, con ese tiempo de trabajo en forma de factores, fabricara una mercancía (M) cuyo valor, en principio, debería ser igual al del tiempo de trabajo cristalizado en los factores productivos pero que, posteriormente, lograra venderla en el mercado por una suma de dinero superior a la inicialmente invertida (D’). La diferencia entre D’ y D (el incremento entre el dinero pagado y el recibido) era lo que Marx llamará plusvalía o plusvalor, y constituyó el objeto principal de su estudio.
La respuesta que halló el economista prusiano al origen de la plusvalía fue que uno de los factores productivos que adquiría el capitalista no era tiempo de trabajo cristalizado (como puede serlo una máquina) sino fuente de nuevo tiempo de trabajo y, por tanto, de nuevo valor de cambio: obviamente, nos estamos refiriendo al trabajador. Así las cosas, si el capitalista obtenía plusvalías era porque le pagaba al trabajador menos horas de las que éste en realidad estaba creando valor y, por consiguiente, se apropiaba de esas horas no remuneradas: “Durante un período el trabajador produce un valor igual o equivalente al valor de su fuerza de trabajo. Este producto para el mercado es el que el capitalista recibe por haber adelantado el precio de la fuerza de trabajo. Durante el otro período, el período del plusvalor, el usufructo de la fuerza de trabajo genera un valor para el capitalista por el que no tiene que soportar coste alguno. El gasto de esa fuerza de trabajo le es gratuito. Por este motivo, podemos denominar al trabajo que genera plusvalor como trabajo no remunerado”. Así pues, si ponemos en relación la plusvalía obtenida con el pago de los salarios obtendremos la tasa de plusvalía, que para Marx “es la expresión exacta del grado de explotación de la fuerza de trabajo por el capital, o del trabajador por el capitalista”.
Nótese que esa tasa de plusvalía es un concepto bastante similar al de la rentabilidad del capital, aunque sólo considerando lo que Marx llama “capitales variables” (la mano de obra). Para, en cambio, llegar a la tasa de beneficios observable en las economías de mercado, deberemos calcular la plusvalía obtenida por cada capitalista en relación con el conjunto de capitales adelantados; por eso, de hecho,  Marx pronosticaba una tendencia a la reducción de la tasa de beneficios: porque los “capitales constantes” (todos los factores que no son mano de obra) se reinvertían y crecían exponencialmente, sin que los capitales variables pudieran seguirles el paso, siendo la única fuente de valor la plusvalía que se extraía del capital variable (por tanto, ese plusvalor se volvía cada vez más pequeño en relación con el conjunto de capitales adelantados).
En cualquier caso, la tasa de beneficios de la que habla Marx es un concepto no ya similar sino idéntico al del interés del capital que estamos tratando de dilucidar: “Si una mercancía se vende a su valor de cambio, se obtiene un beneficio igual al exceso de su valor de cambio sobre su coste de producción, y por tanto igual a todo el plusvalor incorporado en el valor de cambio de la mercancías”. Ese diferencial entre los precios de venta y los costes de producción, entre ingresos y gastos, es precisamente el interés al que aludíamos antes cuando nos planteábamos cómo era posible que el valor presente del capital sea inferior a la suma de todas las rentas futuras que ese capital generará. De hecho, el propio Marx explicó cómo los beneficios obtenidos se transforman en distintos tipos de renta para los capitalistas, entre las que incluía los intereses del crédito: “El interés es sólo otro nombre, un término especial, para designar cierta parte delos beneficios que el capital, en su proceso normal de funcionamiento, tiene que otorgar a su propietario en lugar de quedárselo para sí mismo”. Lo distintivo de la teoría marxista, por tanto, es atribuir no ya el interés crediticio, sino el interés general del capital (incluyendo los beneficios empresariales), únicamente a la explotación que el capitalista ejerce sobre el trabajador; si tal explotación fuera eliminada nacionalizando los medios de producción, entonces el tiempo de trabajo sería plenamente remunerado y el precio de venta de las mercancías sería igual a su coste (laboral) de producción, desapareciendo el interés.
La teoría marxista del interés tiene serios problemas que terminaremos de resolver cuando estudiemos la obra de Böhm-Bawerk en la lección 7. Baste apuntar, a este respecto, que, siguiendo la teoría de Marx, veinte años de servicios laborales de un trabajador deberían ser intercambiadas por un bien presente que ya incorpore veinte años de trabajo. Por ejemplo, una vivienda que haya tardado en construirse 20 años debería intercambiarse hoy por un proyecto de vivienda que vaya a tardar 20 años en edificarse, pues ambos bienes representan el mismo tiempo de trabajo. La pregunta que se planteará Böhm-Bawerk y que constituirá la clave de su crítica a Marx y de su teoría del interés es: ¿acaso podemos decir que un bien presente y disponible que satisface nuestras necesidades actuales tiene el mismo valor que un bien futuro y no disponible para satisfacer nuestras necesidades presentes? Si la respuesta es negativa –y lo es, como ya tuvimos ocasión de constatar con John Rae–, la diferencia de valor (plusvalía) entre los capitales (o bienes presentes) que los capitalistasadelantan a los factores productivos y los ingresos que obtendrán esos capitalistas enajenando los bienes futuros que les fabricarán sus factores productivos podrá explicarse no en función de la explotación del factor trabajo, sino simplemente porque los bienes presentes son más valiosos que los bienes futuros y, por tanto, siempre se adelantará un menor valor en el presente del que planea lograrse en el futuro. En el fondo, la teoría marxista sería equivalente a señalar que si una  vivienda con un peso de 10.000 kilogramos tiene un precio equivalente al de millón de kilogramos de arroz (en lugar de sólo 10.000 kilogramos de arroz, esto es, kilo por kilo) es debido al poder de explotación que los promotores de viviendas ejercen sobre los productores de arroz, cuando, en realidad, es simplemente por la diferencia de valor entre una casa y los diferentes kilos de arroz; lo mismo sucede con las diferencias de valor entre bienes presentes y bienes futuros, con independencia del tiempo de trabajo (o de los kilos) que incorporen las distintas mercancías presentes y futuras.
Desgraciadamente, por equivocada que estuviera la teoría marxista de la explotación capitalista y por mucho que Böhm-Bawerk se encargara de refutarla a finales del s. XIX, se convirtió en una doctrina muy extendida durante más de un siglo que subyugó a más de medio mundo.
Una nueva visión sobre el sistema económico internacional
En la lección 2 explicamos que el mercantilismo era la doctrina económica del nacionalismo. Su propósito era subordinar las relaciones económicas al interés de la nación, entendida ésta como colectivo con necesidades propias y distintas de las de sus partes constituyentes. Este sometimiento de las relaciones económicas al interés nacional se traducía en articular diversos mecanismos dirigidos a quebrantar o manipular la división internacional del trabajo (promoción de las exportaciones, restricción de las importaciones y uso generalizado de un patrón monetario basado en el papel inconvertible de carácter nacional) con tal de lograr una acumulación interna de medios de pago que, a su vez, les permitiera alcanzar tres objetivos: aumentar la demanda agregada, profundizar en la división del trabajo gracias a la difusión de los intercambios monetarios y rebajar los tipos de interés.
En las páginas anteriores hemos analizado cómo los economistas clásicos fueron desmontando, una tras otra y desde diversas perspectivas, la conveniencia de esos tres objetivos. Al hacerlo, despojaron a los mercantilistas de todo argumento para defender su injerencia y manejo de las relaciones exteriores y, por tanto, generaron un vacío en el modo en el que se habían venido comprendiendo esas relaciones exteriores durante más de dos siglos. La demolición clásica del mercantilismo, por consiguiente, no habría sido completa en caso de que, al tiempo que barrían el mercantilismo, no lo hubiesen sustituido por otra visión más abierta e internacionalista de esas relaciones exteriores, lo que los fisiócratas franceses llamaron “el orden natural” y que a día de hoy conoceríamos como liberalismo económico.
En materia de relaciones económicas internacionales, lo primero era demostrar que, en contra de lo que pensaban ciertos pensadores mercantilistas, un país no podía perder todo su oro ni por una manipulación especulativa de los tipos de cambio (postura de Malynes) ni por un saldo comercial desfavorable (postura de Mun), sino que, al contrario, como mostraron Richard Cantillon y David Hume, los tipos de cambio y la distribución internacional del oro se autorregulaban en mutuo beneficio de todas las partes implicadas.
A Cantillon le correspondió la misión de desentrañar la naturaleza de los cambios internacionales bajo el patrón oro: es decir, ¿cómo es posible que, representando una libra esterlina una determinada cantidad de oro (por ejemplo, 500 gramos de oro) y el ducado español otra determinada cantidad de oro (por ejemplo, 5 gramos de oro) el tipo de cambio entre las libras y los ducados no esté rígidamente fijado en 100 ducados por libra? ¿Cómo es posible que en ocasiones una libra se intercambie por 105 ducados y en otras por 95 ducados? ¿Cómo es posible, en suma, si “libra esterlina” no es más que el nombre que recibe una determinada cantidad de oro en Inglaterra y “ducado” no es más que el nombre que recibe una determinada cantidad de oro en España? La explicación que ofreció Cantillon es que quien tiene oro en España y necesita tener oro en Inglaterra puede estar dispuesto a pagar un sobreprecio (105 ducados por libra) para ahorrarse los costes de transportar físicamente su oro desde Madrid a Londres. En lugar de explicar los movimientos de los tipos de cambio utilizando distintas divisas internacionales, el economista irlando-francés optó, sin embargo, por exponer ese mismo proceso dentro de las fronteras de un país, demostrando gracias a ello que la fluctuación del tipo de cambio tienen poco que ver con arbitrarias divisiones territoriales y sí con la simple naturaleza de los cambios: “En el fondo, este cambio extranjero no difiere mucho del efectuado entre París y Châlons, más que por la distintiva jerga de que se sirven los banqueros”.
Así, Cantillon nos sugiere que nos sumerjamos en el siguiente ejemplo hipotético: la ciudad de Châlons-sur-Marne ha de pagar todos los años 50.000 libras tornesas al recaudador de impuestos del Rey (que se encuentra en París) y, al mismo tiempo, los agricultores de Châlons venden todos los años su cosecha a los comerciantes parisinos a cambio de 50.000 libras tornesas; dicho de otro modo, el recaudador de impuestos ha de enviar 50.000 libras de Châlons a París y los comerciantes parisinos han de enviar 50.000 libras de París a Châlons. Obviamente, resulta bastante ineficiente y costoso que cada uno traslade físicamente sus libras desde una ciudad a otra: lo inteligente es que el recaudador les compre a los agricultores de Châlons su derecho a recibir 50.000 libras en París pagándoles con las 50.000 libras que tiene en Châlons: “Esa doble transacción o transporte podrá obviarse mediante una compensación o, en otros términos, por medio de letras de cambio, si las partes lo estipulan así y se acomodan con ello”. Fijémonos que en este caso, como coinciden las cantidades a trasladar de una localidad a otra, los agentes intercambian libra por libra (onza de oro por onza de oro), de modo que diremos que el tipo de cambio entre las libras de Châlons y las libras de París “está a la par”.
Cuando, por el contrario, los agricultores de Châlons hayan vendido más mercancías a los comerciantes parisinos de los impuestos que haya que enviar de Châlons a París, no quedará otro remedio que remitir la diferencia en metálico, asumiendo por parte de algunos comerciantes los correspondientes costes de transporte y aseguramente. Por ejemplo, si hay que transferir 50.000 libras de Châlons a París y 75.000 de París a Châlons, 100.000 libras (50.000 en un sentido y 50.000 en otro) podrán trasladarse por el mecanismo antes apuntado de la compensación, pero las 25.000 restantes habrá que transportarlas físicamente. Ahora bien, si parte de los deudores parisinos que deben efectuar pagos en Châlons deben asumir los costes de transportar el dinero mientras que otros se librarán de esos costes por pagar mediante compensación, lo lógico es que se inicie un proceso competitivo entre los comerciantes parisinos para pujar por los derechos de cobro de 50.000 libras que el recaudador de impuestos tiene sobre la población de Châlons. Al hacerlo, al haber 75.000 libras parisinas pujando por 50.000 libras en Châlons, el precio de las libras en Châlons se elevará sobre el de las parisinas. Por ejemplo, los comerciantes parisinos ofrecerán pagar 102 libras en París a cambio de cobrar 100 libras en Châlons, con el propósito claro de ahorrarse los costes de transporte de las 100 libras desde París a Châlons (que, supongamos, representan 3 libras por cada 100 transportadas); en tal caso, diremos que el tipo de cambio de París frente a Châlons se ha depreciado un 2% o que el tipo de cambio de Châlons frente a París se ha apreciado un 2%.
El tipo de cambio de aquella plaza comercial que esté endeudada en términos netos con el resto de plazas comerciales se depreciará hasta que resulte más barato transportar el oro que seguir sobrepujando por los derechos de cobro en las plazas extranjeras. En el caso anterior, si los costes de transporte y aseguramiento eran del 3%, el tipo de cambio no se depreciará más de un 3%: llegados a este límite, quienes deben efectuar pagos en Châlons pasarán a transportar el dinero. Ese límite superior, determinado por los gastos de transporte o aseguramiento derivados de trasladar el oro, es lo que posteriormente se conocerá como “punto de exportación de oro”: siempre que el tipo de cambio se deprecie por encima del punto de exportación del oro, los pagos al extranjero se efectuarán trasladando el metal; y viceversa, si los gastos de transporte corren a cargo del acreedor, cuando se rebase el “punto de importación del oro” se procederá a traerlo desde el extranjero. Por consiguiente, una vez se alcance el punto de exportación de oro, quienes no hayan conseguido comprar libras en Châlons tendrán que proceder a trasladar físicamente el saldo neto de 25.000.
El tipo de cambio, pues, quedará fijado entre el punto de exportación e importación del oro, meramente indicando que aquel país o territorio cuya divisa se deprecia está relativamente endeudado con respecto al país cuya divisa se aprecie. Según Cantillon: “Es evidente que la ciudad o plaza donde el cambio está por encima de la par se halla en deuda con aquella otra donde el precio está por debajo”. Ahora bien, ¿qué impide que temporalmente la depreciación o la apreciación de la divisa se sitúen más allá de los puntos oro? Básicamente el arbitraje internacional: si la moneda se deprecia un 5% y los costes de transporte equivalen al 3%, los arbitrajistas sitos en París puede exportar oro a Châlons a un coste 3% y venderles a los parisinos los derechos de cobro contra Châlons al 5%. Igualmente, si la divisa de Châlons está apreciada en un 5%, los arbitrajistas de Châlons pueden comprar derechos de cobro en París (contra oro en Châlons) con un 5% de descuento y traerse el oro de vuelta asumiendo un coste del 3%.
Pero a Gerard de Malynes no le preocupaban tanto los arbitrajistas cuanto la inestabilidad en los cambios que introducían los especuladores. Cantillon también analiza esta figura para explicar que el especulador no es más que la persona que anticipa que el tipo de cambio se depreciará (apreciará) en unos meses y se dedica a exportar (importar) el dinero con anterioridad para beneficiarse del cambio futuro. Por ejemplo, si el cambio París-Châlons está a la par y se espera que en dos meses se vaya a depreciar al 5%, los especuladores parisinos pueden comprar derechos de cobro en Châlons, para así lucrarse con el 5% de revalorización de su divisa. Esta operación, que lo único que hace es anticipar y minimizar las fluctuaciones de los tipos de cambio a lo largo del tiempo, es lo que llevó a Malynes a pensar que había una conspiración internacional contra Inglaterra, pues si nos fijamos la especulación contribuye a depreciar (o apreciar) anticipadamente la divisa, dando la impresión de que no hay ninguna razón real para que ello suceda. Sin embargo, al final, la influencia de la especulación sólo puede ser pasajera y terminará revirtiendo, como concluye Cantillon: “Las especulaciones a menudo vienen a alterar los cambios durante poco tiempo, independientemente del balance del comercio; pero a la larga es forzoso volver a ese saldo que constituye la norma constante y uniforme de los cambios.
Y aunque las especulaciones y créditos de los banqueros puedan retrasar a veces el transporte de las sumas que un Estado deba a otro, siempre es preciso, en definitiva, pagar la deuda y enviar el saldo de comercio en especies al lugar donde aquélla es debida”.
En suma, el temor de Malynes sobre los cambios estaba injustificado: éstos giraban en torno a la paridad en oro de las divisas, no podían desviarse sostenidamente más allá de los puntos-oro y la especulación, aun cuando pudiera ser desestabilizadora, sólo era capaz de ejercer su influencia en el corto plazo, de manera que era imposible que un país perdiera todo su oro por un tipo de cambio desfavorable. Pero, como sabemos, el temor Thomas Mun y el de todos los defensores de la balanza comercial no era exactamente ése, sino que un país con un saldo comercial deficitario podría terminar perdiendo todo su oro. Por consiguiente, era necesario explicar por qué un saldo comercial deficitario tendía a autorrevertirse en lugar de a seguir agravándose. Esta misión le correspondió al filósofo escocés David Hume, muy especialmente en su artículo Sobre la balanza comercial (1742), donde expuso lo que, a partir de entonces, se conoció como el mecanismo “flujo especie-dinero”.
Básicamente, Hume argumentó que si un país perdía su oro como consecuencia de un déficit comercial, los precios internos de ese país tenderían a caer y los precios del país receptor del oro comenzarían a subir. Esta redistribución internacional del oro provocaría que la competitividad de ambos países se invirtiera: el país que perdió el oro y que veía caer sus precios comenzaría a importar menos y a exportar más; por el contrario, el país que ganó oro y veía subir sus precios, pasaría a importar más y a exportar menos. Por consiguiente, los déficits (y los superávits) de la balanza comercial tenderían a corregirse por la propia operativa del sistema:
Supóngase que cuatro quintos de todo el dinero en Gran Bretaña sean destruidos en una noche y la nación reducida a la misma condición, en relación con el numerario, que baja el reinado de los Enriques y Eduardos. ¿Cuál sería la consecuencia? ¿No debería descender proporcionalmente el precio de todo el trabajo y de las mercancías, y cada cosa ser vendida tan barata como en aquellas épocas. ¿Qué nación podría entonces disputar con nosotros en algún mercado exterior, pretender navegar o vender manufacturas al precio que a nosotros nos proporciona suficiente beneficio? ¿En qué breve plazo de tiempo, por consiguiente, debería esto devolver el dinero que hemos perdido y llevarnos al nivel de todas las naciones vecinas? Una vez hayamos llegado a esa situación, inmediatamente perderemos la ventaja de la baratura del trabajo y las mercancías, y el posterior trasvase detenido por nuestra plenitud y saciedad.
De nuevo, supóngase que todo el dinero de Gran Bretaña fuese multiplicado cinco veces en una noche, ¿no se seguiría el efecto contrario? ¿No debería todo el trabajo y las mercancías ascender a tan exorbitante altura que ninguna nación vecina vendría a comprarnos? Mientras, por otro lado, sus artículos se harían comparativamente tan baratos que, a pesar de todas las leyes que pudiéramos concebir, correrían hacia nosotros y el dinero sería trasvasado fuera, hasta que descendiésemos al nivel de los extranjeros y perdiéramos la gran superioridad de riqueza que nos había colocado bajo semejante desventaja.
Desde que Hume expuso su teoría a mediados del s. XVIII, muchos han tomado el mecanismo flujo especie-dinero como una descripción exacta de qué sucede en un sistema de patrón oro cuando aparecen saldos comerciales desfavorables: el oro entra o sale físicamente de un país y su nivel general de precios aumenta y se reduce con él. Sin embargo, los grandes movimientos de oro no traían su causa de saldos exteriores desfavorables, sino de grandes variaciones en la oferta mundial de oro que debían redistribuirse por todo el planeta. En condiciones normales, el oro apenas se desplazaba entre países y, sobre todo, el ajuste de precios no tenía un carácter general,  sino particular en aquellas industrias que habían visto perder su demanda.
Así, los déficits de carácter estacional no solían provocar grandes salidas de oro hacia el país acreedor, por cuanto la depreciación del tipo de cambio modificaba marginalmente las pautas de comportamiento de los ciudadanos de uno y otro país. Los comerciantes del país deficitario se veían incentivados a vender menos al mercado interior y a exportar más al extranjero, debido a que tener oro (o derechos de cobrar oro) en el extranjero permitía comprar con descuento la divisa nacional (obteniendo plusvalías); asimismo, también se veían incentivados a comprar menos al extranjero y más en el mercado nacional, por cuanto el coste de las mercancías extranjeras se expresaba en una divisa relativamente más cara. Por su parte, los comerciantes del país superavitario tendían a poner a disposición de los extranjeros parte de sus saldos de tesorería (vendiéndoles pagarés con prima, por ejemplo) paralizando para ello sus compras de aquellos productos con una menor tasa de retorno, y especialmente sus compras internas en lugar de sus importaciones (que les resultaban relativamente más baratas). En el fondo, lo que unos y otros comerciantes trataban de lograr era incrementar la disponibilidad de oro del país deficitario en el país superavitario para minimizar los desplazamientos de oro. De hecho, al tratarse de desequilibrios estacionales, era perfectamente factible que los déficits presentes se compensaran con superávits futuros sin que el oro llegara a desplazarse y sin que los niveles nominales de precios de ambos países se modificaran.
Sucede, sin embargo, que pueden aparecer déficits exteriores que no tengan un componente estacional sino estructural. Por ejemplo, si la industria de un país queda obsoleta y pierde su demanda internacional, el déficit exterior resultante no revertirá por sí mismo con el paso de los meses. En tales casos, sin embargo, habrá que proceder a reajustar los precios relativos de las distintas industrias, pero no del nivel general de precios, tal como estudiaremos en la lección 10. La cuestión fundamental en este momento es que esa modificación de los precios relativos no requerirá por fuerza de una salida de oro del país, sino de un cambio interno de precios y rentas particulares que podrá ir, o no, acompañado de salidas de oro (pero también de un cambio en las posiciones deudoras y acreedoras entre países). En realidad, las salidas de oro servirán más bien como amortiguador del ajuste derivado de los cambios súbitos de la demanda internacional (incluyendo períodos de malas cosechas) para ganar algo más de tiempo en reequilibrar el saldo exterior, pero no como mecanismo principal de ese ajuste.
Tal como expuso un economista del que tendremos más ocasión de hablar en la siguiente lección, William Huskisson en su libro El asunto de la depreciación de nuestra divisa descrito y examinado (1810):
En la medida en que estas letras de cambio se compren por debajo de la paridad, su tenedor puede comprar más baratos bienes en Inglaterra. Por ejemplo, si en Hamburgo 100 onzas de oro de un determinado peso y calidad pueden comprar un derecho de cobro de 105 onzas en Londres, es evidente que esto equivale a una prima del 5% sobre la compra de tales bienes. Un tipo de cambio desfavorable equivale, en consecuencia, a subvencionar las exportaciones y gravar las importaciones. Esta subvención y este gravamen necesariamente excitan la competencia por exportar y reducen la predisposición a importar; y, en todos los casos ordinarios, este doble efecto servirá para hacer regresar el tipo de cambio a la paridad sin necesidad de transmitir el metal de oro. Asimismo, las apreciaciones son contrarrestadas por la misma vía; dicho de otro como, los tipos de cambio, como la brújula de un marinero, están en continuo cambio, pero su variación se restringe dentro de unos límites naturales. De hecho, si el tipo de cambio excediera esos límites, que vienen dados por el coste de transportar el metal desde el país deudor al acreedor, ciertos individuos comenzarían a exportarlo (…) Pero en el curso normal del comercio, la exportación de metal, lejos de ser, como habitualmente se cree, el modelo habitual de ajustar los saldos entre países, es un fenómeno raro que, cuando se da, no puede durar por mucho tiempo, pues la exportación de una pequeña cantidad del metal que conforma el patrón y la moneda de un país, no sólo permite, como cualquier otra mercancía, reducir la deuda acumulada entre países, sino que además fuerza las exportaciones y disminuye las importaciones del resto de bienes.
La teoría de Hume, por consiguiente, exageraba la influencia que jugaban los movimientos internacionales de oro a la hora de poner fin a los desequilibrios comerciales, dejando completamente de lado el papel que sí desempeñaban el arbitraje financiero estacional o los ajustes reales de carácter estructural. Así, el mecanismo flujo especie-dinero sólo sería parcialmente cierto en un mundo donde todos los pagos se efectuaran al contado y en un patrón monetario internacional. Pero fue esta enorme simplificación la que condujo a los economistas a caer en dos tipos de errores muy frecuentes desde entonces: el primero, que analizaremos en la siguiente lección, pensar que todo mecanismo que retrase la salida de oro de un país ante un déficit exterior está manipulando el normal funcionamiento del mercado; el segundo, que estudiaremos en la lección 10, sostener que allí donde la salida de oro no sea posible, la única vía de ajuste externo consiste en una depreciación de la divisa nacional que reduzca el nivel general de precios interno. El simple modelo desarrollado por Hume sí sirvió, sin embargo, para mostrar por qué el muy extendido temor mercantilista de que un país podría terminar perdiendo todo su oro como consecuencia de un saldo exterior desfavorable era un error descabellado: aun cuando se verificaran las condiciones extremas descritas por los mercantilistas, rápidamente se pondrían en marcha los procesos que las revertirían.
Quedaba, con todo, una pieza final por derribar dentro de la arquitectura mercantilista: la idea de que es prioritario promover el interés nacional frente al extranjero como si entre ambos existiera una relación de suma cero, esto es, como si todo lo que ganara un país fuera necesariamente a costa del otro.
Y aunque nos hemos apoyado frecuentemente en el brillante economista Richard Cantillon para componer una especie de refutación completa del mercantilismo, en este punto hemos de apuntar que el irlando-francés no fue capaz de librarse de todas las influencias del pasado; de hecho, en su libro podemos leer que “un Estado puede resultar defraudado por otro en el comercio”. El propio Hume desarrolló un claro discurso a favor del libro comercio en diversos ensayos como, por ejemplo, Sobre la envidia en el comercio (1742) donde afirmaba que:
Es obvio que la industria doméstica de una población no puede ser dañada por la mayor prosperidad de sus vecinos y, como esta rama del comercio es indudablemente la más importante en cualquier extenso reino, debemos reconocer que carecemos de razones para la envidia. Pero voy aún más lejos y observo que donde una abierta comunicación se mantiene entre las naciones es imposible que la industria de cada una no reciba un estímulo de las mejoras ajenas (…) Donde un gran número de mercancías son reunidas y perfeccionadas para el mercado nacional, siempre se encontrarán algunas que pueden reexportarse con beneficio. Pero si nuestros vecinos carecen de artes o refinamiento, no las pueden tomar porque no tiene nada que dar a cambio. A este respecto, los Estados se encuentran en la misma condición que los individuos. Una persona difícilmente puede ser laboriosa donde todos sus conciudadanos son holgazanes. Las riquezas de los diferentes miembros de una comunidad contribuyen a incrementar mis riquezas, con independencia de la profesión que siga (…) Si nuestros limitados y malignos políticos tuvieran éxito, reduciríamos todas las naciones vecinas al mismo estado de pereza e ignorancia que prevalece en Marruecos y en la costa de Berbería. ¿Cuál podría ser la consecuencia? No nos enviarían mercancías porque no podrían tomar ninguna de las nuestras. El comercio nacional languidecería por falta de emulación, ejemplo e instrucción, así que nosotros mismos pronto caeríamos en la misma condición a la que los hemos reducido a ellos.
Resulta harto llamativo el paralelismo de estas reflexiones de Hume con las que sesenta años después realizaría Say (recordemos una de las implicaciones de la Ley de los Mercados sobre el comercio exterior: “no es perjudicial para la industria y la producción nacional que importemos mercancías extranjeras, pues no podemos comprarles nada a los extranjeros que no paguemos con productos nacionales que coloquemos en el exterior”). Otro economista francés que, apenas unas décadas después de Cantillon, reafirmó con absoluta rotundidad los beneficios del libre comercio fue Étienne Bonnot de Condillac en su libro El comercio y el gobierno considerados en su relación mutua (1776): “Si los Estados europeos persisten en denegar la completa libertad comercial, nunca serán tan ricos y poblados como podrían serlo; si uno de ellos diera completa y permanente libertad, aun cuando las otras naciones sólo permitieran un comercio temporal y restringido, se convertiría en la nación más rica de todas, si todo lo demás se mantuviera constante; y finalmente, si cesaran todos los obstáculos al comercio, todas alcanzarían su potencial de riqueza”. Pero por encima de Hume, Condillac o Say, fueron dos economistas clásicos quienes dejaron una mayor impronta, tanto en la opinión pública como entre los economistas, a propósito de la libertad comercial: Adam Smith y David Ricardo.
Adam Smith ha pasado a la historia por numerosas razones pero, como ya explicamos, probablemente la principal sea el haber refutado con aparente eficacia la doctrina mercantilista. Y dentro de su refutación del mercantilismo, ocupa un lugar preeminente el libro IV de su La Riqueza de las Naciones, donde intentó demostrar que las ganancias que cabe esperar del comercio internacional no tienen nada que ver con el acaparamiento de oro o plata, sino con la obtención de bienes que permitan satisfacer las necesidades del ser humano: “Importar oro y plata ni es el principal ni, mucho menos, el único beneficio que obtiene una nación del comercio exterior. Del comercio siempre surgen dos beneficios: se exporta aquella parte de excesiva de la producción nacional de la tierra y del trabajo para la que no existe demanda interna, y se traen a cambio bienes para los que sí existe demanda”.
La cuestión es cómo se compatibilizan esos principios con el evidente riesgo de que las industrias nacionales se vean desplazadas, y sus trabajadores desempleados, ante la feroz competencia internacional. Según Smith, tales pensamientos están absolutamente desencaminados ya que “la industria general de una sociedad nunca puede exceder el capital disponible en esa sociedad (…) Ninguna regulación comercial puede incrementar el volumen de la industria más allá de lo que el capital puede mantener; sólo puede redirigir parte de él hacia usos en los que no se habría empleado y que no son ni mucho menos más ventajosos para la sociedad”. Dicho de otra manera, la restricción del comercio internacional no incrementa el empleo, sino que sólo cambia su configuración en una dirección subóptima para la propia sociedad. De ahí que lo conveniente para una nación siempre sea comerciar e intercambiar sus mercancías con aquella otra que puede producirlos, en términos absolutos, más baratos: “Todas las naciones encuentran beneficioso organizar toda su industria de tal manera que tengan alguna ventaja sobre sus vecinos, comprándoles con parte de su producción (o del precio que cobran por esa parte) lo que necesiten (…) Lo que resulta prudente para una familia privada difícilmente puede ser estúpido para todo el reino. Si un país extranjero nos puede proporcionar mercancía más barata de la que nosotros podemos fabricar, la mejor decisión que podemos tomar será comprarla con parte de la producción de nuestra industria en la que sí tenemos ventaja”. Smith admitía tres razones para restringir el comercio internacional: las industrias de defensa (como la naval), cuando los productos nacionales estén gravados por impuestos internos y los extranjeros no, y en casos de no reciprocidad (cuando el resto de países imponían aranceles a los productos nacionales). En resumen, el mercantilismo se equivocaba porque:
El único fin de toda producción es el consumo y el interés del productor debería ser simplemente el de atender las necesidad del consumidor. Tal aserto es tan autoevidente que resulta absurdo tratar de probarlo. Pero en el sistema mercantil el interés del consumidor se sacrifica continuamente por el del productor, dando a entender que el fin último de la industria y el comercio no es el consumo, sino la producción (…) Al restringir la importación de mercancías extranjeras que puedan competir con las nacionales, el interés del consumidor doméstico es sacrificado por el del productor (…) No es demasiado difícil descubrir quiénes han sido los principales defensores del sistema mercantil: no los consumidores, cuyos intereses han sido despreciados, sino los productores.
Probablemente, esta última sea una de las críticas más frecuentes que se han dirigido desde entonces contra el mercantilismo, pero fijémonos que no es del todo acertada: los intereses de muchos productores eran machacados y perseguidos por el sistema mercantilista (aquellos que atendían el consumo interno, especialmente si lo hacían importando bienes). Más adecuado sería caracterizar al sistema mercantilista como aquel que se valía de los productores orientados a la exportación para promover un interés nacional estrechamente entendido y que, desde luego, no tenía nada que ver con el interés de los consumidores. O dicho de otro modo, el sistema mercantilista era una ideología al servicio del lobby exportador (que no productor en general), lo que aparentemente lo volvía extremadamente complicado de arrinconar. El propio Smith, por ejemplo, expresaba su (exagerado) pesimismo a este respecto: “Esperar que Gran Bretaña recupere una completa libertad comercial es tan absurdo como esperar que tomen forma Oceana o Utopía. A esa libertad comercial se oponen irresistiblemente no sólo los prejuicios del público, sino, lo que es más difícil de combatir, los intereses privados de muchos individuos”. Por fortuna, apenas unas décadas después, tales restricciones se terminaron levantando.
En suma, la teoría comercial de Smith propugnaba que el comercio internacional era beneficioso siempre que cada país produjera alguna mercancía a un coste total inferior al de otro país. Es lo que se ha conocido desde entonces como ganancias del comercio derivadas de la “ventaja absoluta” entre países. Por ejemplo, si el coste por unidad de ropa es más barato en Inglaterra que en Portugal y sucede lo inverso con el coste del vino, los patrones de intercambio serán que Inglaterra venderá ropa a Portugal para comprarle parte del vino que fabrica. De este modo, Portugal obtendrá ropa a un coste menor (5 oz. frente a 9) e Inglaterra vino a un coste también menor (8 oz. frente a 12).
InglaterraPortugal
Coste por unidad de vino12 oz.8 oz.
Coste por unidad de ropa5 oz.9 oz.

Ahora bien, ¿qué sucede en una economía internacional donde algún país no posea ventaja absoluta a la hora de fabricar algún producto? Por ejemplo, supongamos que la relación de costes entre Inglaterra y Portugal es la siguiente:
InglaterraPortugal
Coste por unidad de vino12 oz.8 oz.
Coste por unidad de ropa10 oz.9 oz.

¿Significa ello que a Portugal no le interesará comerciar con Inglaterra? ¿Acaso Inglaterra sí tiene buenos motivos para impulsar políticas mercantilistas que la protejan de la invencible competencia lusa? Smith no afrontó esta importante cuestión y su resolución quedó pendiente de que Robert Torrens y, sobre todo, David Ricardo escribieran, respectivamente, Ensayo sobre el comercio exterior de cereales (1815) yPrincipios de Economía Política y Tributación (1817) para que desarrollan el concepto de “ventaja comparativa” como motor del comercio internacional. Así, Torrens expone en el primero de los libros que:
Si Inglaterra hubiese alcanzado tal nivel de maestría en la producción de manufacturas que cualquier cantidad de su capital pudiera producir tal cantidad de ropa que, intercambiada por la cosecha del agricultor polaco, le proporcionara una cantidad de cereales mayor que la que hubiese podido obtener con la misma porción de su capital, entonces la explotación de su suelo, aun cuando pudiera ser tan o más productivo que el de Polonia, debería ser abandonada, y parte de los cereales deberían ser importados. Pues, aunque el capital empleado para cultivar en Inglaterra proporcione un mayor beneficio que en Polonia, el capital dedicado a las manufacturas todavía proporcionaría un beneficio mayor, y ese exceso relativo es lo que determinaría la especialización industrial.
Asimismo, Ricardo, en un pasaje mucho más famoso que el anterior, afirmó:
La cantidad de vino que Portugal entrega a cambio de las ropas que le compra a Inglaterra no está determinado por las cantidades respectivas de trabajo que ambas dedican a producir, como sucedería si ambas mercancías se fabricaran en Inglaterra o Portugal. Inglaterra puede estar en tales circunstancias que para producir ropa requiera el trabajo de 100 hombres durante un año y para fabricar vino, el de 120 (…) Portugal, en cambio, puede ser capaz de producir vino con el trabajo anual de 80 hombres y ropa con el de 90. Sería ventajoso para Portugal exportar vino a cambio de importar ropa. Semejante intercambio tendría lugar aun cuando la mercancía importada por Portugal pudiese ser producida en el país con menos trabajo que en Inglaterra: aun cuando pudiese producir ropa con 90 hombres, importará la ropa del país que necesita 100 hombres para fabricarla, pues será preferible que utilice su capital en la producción de vino, a cambio del cual podrá obtener más ropa de Inglaterra, que dejar de utilizarlo para producir ropa.
Lo que Torrens y Ricardo están indicando es que, a la hora de calcular los costes de producción de un bien, los costes realmente relevantes no son los absolutos, sino los relativos, esto es, los costes de oportunidad de un bien en términos del otro. Si volvemos a la segunda tabla, constataremos que por cada unidad de ropa adicional que produzca Portugal, éste tendrá que renunciar a 1,12 unidades de vino, mientras que Inglaterra sólo ha de renunciar a 0,83 unidades de vino; asimismo, por cada unidad de vino que Portugal quiera incrementar, deberá renunciar a 0,88 unidades de ropa, frente a las 1,2 a las que deberá renunciar Inglaterra. Es evidente, pues, que en ausencia de comercio internacional, Inglaterra sólo puede convertir ropa en vino a un coste de 1,2 unidades de ropa y Portugal sólo puede convertir vino en ropa a un coste de 1,12 unidades de vino. Sin embargo, abriendo el comercio internacional, Portugal puede acceder a la ropa inglesa, cuyo coste de oportunidad es de 0,83 unidades de vino, mientras que Inglaterra puede acceder al vino luso, cuyo coste de oportunidad es de 0,88 unidades de ropa. Existe, pues, un razonable margen para la negociación y el entendimiento: si la ratio de intercambio entre la ropa y el vino se establece en un rango entre las 0,83 y 1,12 unidades de vino por unidad de ropa (o lo que es lo mismo, entre 0,88 y 1,2 unidades de ropa por unidad de vino) ambos países saldrán ganando, pues podrán maximizar su cartera de consumo.
Por ejemplo, si Portugal e Inglaterra disponen cada uno de un capital de 100 oz de oro (capital no en términos de dinero, sino de factores productivos a valor de mercado), una posible cartera de consumo para cada uno en ausencia de comercio internacional sería: Inglaterra produce 5 unidades de ropa y 4,1 unidades de vino; Portugal produce 4,4 unidades de ropa y 7,5 unidades de vino. Si el comercio internacional se abre y los precios se fijan en un punto comprendido entre los costes de oportunidad de cada uno (verbigracia a 1 unidad de vino por 1 unidad de ropa), Inglaterra puede pasar a consumir 5 unidades de ropa y 5 unidades de vino (incrementa en 0,9 unidades su consumo de vino) y Portugal puede pasar a consumir 5 unidades de ropa y 7,5 unidades de vino (incrementa en 0,6 unidades su consumo de ropa): de hecho, la producción mundial pasa de 9,4 unidades de ropa y 11,6 unidades de vino a 10 unidades de ropa y 12,5 unidades de vino. Por tanto, aunque otras combinaciones de producción y consumo son posibles, el ejemplo de Ricardo sí ilustra que, aun cuando un país posea ventaja absoluta en todas las líneas de producción, el libre comercio puede resultar en ganancias para todos los países.
Fue, sin embargo, John Stuart Mill quien, en su Tratado de Economía Política, terminó de concretar qué país saldría relativamente más beneficiado del comercio internacional (es decir, si en el caso anterior el precio de la ropa se aproximara a 0,83 unidades de vino, el mayor beneficio sería para Portugal, y si se acercara a 1,12 unidades, el mayor beneficio sería para Inglaterra): y tal resultado dependía de cuál de las dos “demandas recíprocas” (la demanda de un país por las exportaciones de su vecino, es decir, su demanda de importaciones) resultara más elástica. Aquel país que incrementara más su demanda de importaciones ante su abaratamiento internacional sería el que menos beneficios obtendría del comercio; al cabo, la elasticidad de las importaciones significará una mayor demanda total, que deberá incentivarse con una oferta sobreproporcional de la producción nacional: “Puede suceder que el abaratamiento del lino [la producción alemana] incremente la demanda de esta mercancía en Inglaterra en mayor proporción de lo que se ha abaratado (…) en tal caso, Inglaterra deberá ofrecer términos más ventajosos que antes (…) de manera que el país no podrá beneficiarse de toda la mejora en la producción de lino, mientras que Alemania, además de su beneficio interno, tendrá que pagar menos por la ropa [la producción inglesa]”.
Eso sí, tanto Torrens, Ricardo o Mill basaban su teoría de la ventaja comparativa en el supuesto de que el capital no pudiera desplazarse entre países: al cabo, si los factores productivos de Inglaterra con un valor de mercado de  100 onzas pudieran deslocalizarse a Portugal (cuyos costes de producción son menores) la conclusión de que habrá ganancias del comercio ya no parece tan inmediata. Ricardo, por ejemplo, da por sentado que, incluso con libre movilidad de capitales, los consumidores de ambos países saldrán beneficiados, pero no lo demuestra: “Sería indudablemente ventajoso para los capitalistas de Inglaterra, y para los consumidores de ambos países, que en estas circunstancias tanto el vino como la ropa se fabricaran en Portugal, y por tanto que el capital y el trabajo de Inglaterra dedicados a la fabricación de ropa, se trasladaran a Portugal para este propósito”. Conforme la movilidad del capital fue acelerándose durante el s. XX, los miedos volvieron a resurgir entre la profesión económica; unos temores que analizaremos en la lección 10.
Empero, no hace falta irse tan lejos: la victoria de Smith-Ricardo frente al mercantilismo ni siquiera fue completa durante su época. Así, en 1841, el alemán Friedrich List publicó el libro neomercantilista más influyente del s. XIX, El sistema nacional de Economía Política. Percíbase ya desde el comienzo que List recupera la esencia del pensamiento mercantilista: la economía se organiza en sistemas o bloques nacionales de intereses potencialmente enfrentados que nada tienen que ver con los intereses de sus ciudadanos. Como señala en su libro: “El interés de los mercaderes individuales y el interés comercial de toda la nación son cosas muy diferentes”. List, de hecho, distingue desde el comienzo dos tipos de organizaciones comerciales: el sistema nacional (que viene a coincidir con el ideal mercantilista) y el sistema cosmopolita (“que se basa en la hipótesis de que todas las naciones de la tierra conforman una sola sociedad y viven en un estado de paz perpetua”).
La tesis de List es que las naciones deben superar su etapa de desarrollo agrario y comenzar a industrializarse con intensidad para enriquecerse y alcanzar una cierta independencia económica. Las naciones agrarias son economías incivilizadas y que no explotan todo su potencial debido a su menor grado de maquinización y de aprovechamiento de los recursos naturales: “Una nación que sólo se dedique a la agricultura es como un individuo que se dedica a producir bienes sólo con un brazo (…) Una Estado simplemente agrario es una institución infinitamente menos perfecta que un Estado agrario y manufacturero”. Salvo la fisiocracia, no cabe decir que la Escuela Clásica viera con malos ojos la industrialización, pero, a diferencia de List, sí pensaba que ésta se veía impulsada, y no restringida, por el libre comercio. En cambio, List es de la opinión contraria: “Bajo un sistema de libre competencia contra naciones manufactureras más avanzadas, aquéllas menos desarrolladas, aunque cuenten con un buen potencial para la manufactura, nunca podrán alcanzar todo su potencial ni una completa independencia nacional sin aranceles protectores”. La razón de esa incapacidad para competir es lo que hoy llamaríamos un efecto de dependencia de camino, a saber, que las industrias ya asentadas consiguen una ventaja competitiva permanente sobre las nuevas que impide que estas últimas les arrebaten su posición, aun cuando posean un mayor potencial: “Como regla general, es incomparablemente más fácil perfeccionar y extender un negocio ya existente que fundar uno nuevo. Por todas partes nos encontramos con antiguas empresas que, habiendo operado durante varias generaciones, consiguen mayores beneficios que las nuevas”.
De ahí que, forzando la interpretación del principio de reciprocidad que exigía Smith en las relaciones exterior, considere que sólo se dará reciprocidad cuando una nación haya alcanzado cierto nivel de autonomía y desarrollo manufacturero que le permita entablar relaciones comerciales en pie de igualdad con otras naciones. En caso contrario, la falta de reciprocidad se tornará en dominación económica y justificará el proteccionismo arancelario: “En el presente estado del mundo, el resultado del libre comercio internacional no sería disfrutar de una república universal sino, por el contrario, de un sometimiento de las naciones menos avanzadas a la supremacía manufacturera comercial y naval de las naciones predominantes”. Estos aranceles que protejan la industria manufacturera (List era contrario a la protección agraria) son beneficiosos para el “sistema nacional” aun cuando no lo sean para unos ciudadanos que tendrán que importar y comprar productos mucho más caros: “Si se sacrifica valor como consecuencia de los aranceles, aun así salimos ganando por ver incrementar nuestro potencial productivo, el cual no sólo le asegura a la nación cantidades infinitamente mayores de bienes materiales, sino también independencia industrial en caso de guerra”.
El rol activo de industrializar a la nación, por consiguiente, no residía tanto en los empresarios nacionales cuanto en unos gobernantes encargados de diseñar políticas económicas que aceleraran la modernización del país: “La tarea de los políticos es civilizar a las nacionalidades bárbaras, lograr que los pequeños y débiles se vuelvan grandes y fuertes, pero, sobre todo, asegurar su existencia y continuidad”. Dentro de este paquete de políticas económicas que fomentaban la industrialización, según List, la colonización de las bárbaras naciones extranjeras ocupaba un lugar preeminente y vendría a ser la conclusión lógica de todo el proceso: “El mayor mecanismo para desarrollar el potencial manufacturero, el comercio interno y externo, las rutas marítimas y la explotación pesquera (el potencial naval, en definitiva) son las colonias (…) Si otras naciones europeas quieren, como Inglaterra, aprovecharse de los beneficios de cultivar territorios abandonados y civilizar a naciones bávaras, o a naciones civilizadas que hayan recaído en el barbarismo, deben comenzar por desarrollar sus propio potencial manufacturero interno”.
Ciertamente, List fue un hijo de su tiempo: observando con envidia y miedo el formidable desarrollo inglés, racionalizó una política económica que permitiera proteger a las industrias nacientes alemanas de las más baratas mercancías inglesas para presuntamente fomentar su desarrollo y defenderse en caso de conflicto militar sin depender de las manufacturas foráneas (una excepción al libre comercio que también admitía, de manera mucho más limitada, Smith). De hecho, en el tramo final de la parte teórica de su libro no puede dejar de reconocer el (infundado) temor y la (merecida) admiración que le provocaba la economía inglesa: “La supremacía de la Isla en manufacturas, comercio, navegación y en su imperio colonial constituye el mayor de los impedimentos existentes para todas las naciones cercanas; si bien, también hemos de admitir que Inglaterra, merced a esa supremacía, ha incrementado inconmensurablemente, y sigue haciéndolo día a día, el potencial productivo de la raza humana”.
Pero, como ya sucedía con el mercantilismo, las doctrinas de List no sólo son erróneas, sino que acarrean un importante peligro para las sociedades. Por un lado, List tenía una concepción extremadamente limitada de la división internacional del trabajo: que las industrias de un país sean muy eficientes produciendo determinados bienes no significa que las industrias de otros países no puedan especializarse en fabricar otros bienes distintos; visto con perspectiva histórica, resulta absurdo pensar que la Inglaterra del s. XIX ya concentraba en su interior todas las industrias posibles, sobre todo cuando gran parte del comercio tiene un carácter intraindustrial (por economías de escala, un país se concentra en fabricar todas las unidades de una de las clases de un producto industrial –por ejemplo una marca de automóviles– y otro país en fabricar todas las unidades de otra de las clases –otra marca de automóviles–, intercambiando posteriormente algunas cantidades entre sí). Además, la hipótesis que adopta del camino dependencia no tiene ni mucho menos por qué ser cierta para todas las industrias: en muchas de ellas no es infrecuente que los nuevos entrantes, al adoptar los métodos de producción más recientes, punteros y eficientes, posean una ventaja competitiva frente a industrias más obsoletas y anquilosadas que todavía acumulan muchos errores del pasado; sobre todo si, para mayor abundamiento, el país no industrializado posee unos salarios más bajos que los del país ya industrializado. Sólo asumiendo que todos los países tienen que contar con el mismo tipo de especialización industrial y que el primero que lo alcance se quedará con todo el mercado mundial puede suscribirse la muy equivocada idea de que una nación no puede desarrollarse sin aranceles: lo que, en cambio, sí lograrán los aranceles es trocear la división internacional del trabajo y abocar a las distintas regiones a especializaciones descoordinadas y subóptimas que, trayendo a colación el principio de ventaja comparativa, serán mutuamente perjudiciales.
Por otro lado, además, las políticas proteccionistas conducen inevitablemente al enfrentamiento bélico y al colonialismo militar. El propio List describe las relaciones entre los bloques nacionales no cómo intercambios voluntarios, pacíficos y mutuamente beneficiosos para los individuos implicados, sino como batallas sin cuartel por dominar y subyugar al contrario. La necesidad de cerrar fronteras frente al extranjero va de la mano de la necesidad de asegurarse mercados en exclusiva conquistando territorios extranjeros e incorporándolos manu militari a la unión arancelaria: si un país cierra sus fronteras con parte del extranjero (Alemania deja de comerciar con Inglaterra, por ejemplo), su provisión de ciertas mercancías clave (ciertas materias primas) puede verse muy perjudicada a menos que haya colonizado ciertos territorios que puedan proporcionárselas y que no estén bajo la influencia de esas naciones extranjeras de las que quiere separarse comercialmente. List fue un claro defensor del imperialismo económico dirigido a excluir a los ingleses de los mercados controlados por Alemania. Es más, ni siquiera descartó la necesidad de invadir países extranjeros que hubiesen recaído en el barbarismo, sentando la base para un conflicto militar abierto con las naciones del Primer Mundo.
Frédéric Bastiat supo sintetizar perfectamente durante esas mismas fechas los riesgos para la paz mundial del proteccionismo: “Si las mercancías no cruzan las fronteras, lo harán los soldados”. Por desgracia, pese al predominio teórico de las ideas comerciales de Smith o Ricardo sobre las de List, los impulsos mercantilistas no desaparecieron jamás del panorama político y, de hecho, durante la primera mitad del siglo XX cobraron nuevos bríos con devastadoras consecuencias.
Conclusión
Si el mercantilismo fue la teoría económica del nacionalismo, la Economía Clásica de Cantillon, Turgot, Smith, Say, Ricardo o Mill fue, en gran medida, la teoría económica del internacionalismo o, como a List le gustaba llamarlo, del cosmopolitismo. Lejos de medir el éxito de una política económica en función de su contribución para alcanzar ciertos intereses nacionales estrechamente definidos, los clásicos defendían la primacía del interés personal, articulado en torno a las libertades individuales y a la propiedad privada, dentro de un entorno económico no constreñido por fronteras nacionales artificialmente definidas. La división del trabajo superaba de este modo el ámbito arbitrariamente nacional y se extendía a todo el planeta para exprimir al máximo las ventajas comparativas de cada individuo y de cada región: todos los seres humanos podían salir ganando con independencia de la cantidad de metales preciosos que un territorio acumulara en su interior, pues éstos ni aumentaban la demanda agregada de la comunidad ni rebajaban sosteniblemente sus tipos de interés.
La libre circulación metálica, sin embargo, sí jugaba un papel esencial, frente al papel moneda inconvertible defendido por parte de los mercantilistas, por cuanto permitía la adecuada coordinación entre individuos y empresas allí donde se encontraran. Aquellas compañías que veían caer la demanda internacional de sus productos experimentaban una reducción de sus ingresos, los cuales se transferían a aquellas otras compañías que hubiesen ganado demanda internacional. Con un papel moneda inconvertible de carácter nacional, en cambio, esa redistribución de ingresos entre industrias eficientes e ineficientes sólo acaecía dentro de las fronteras de un país; como estudiaremos en la lección 10, la coordinación internacional se quiebra con la moneda fiduciaria. Ahora bien, unidos en su rechazo al papel moneda inconvertible, los clásicos no alcanzaron un acuerdo unánime acerca de qué principios debían regular el sistema de pagos nacional; un asunto sobre el que se desarrolló un prolongadísimo debate de más de cinco décadas que estudiaremos en la siguiente lección.
A pesar de la completa refutación que la Economía Clásica efectuó del mercantilismo, mostrando la conveniencia de una división internacional del trabajo asentada sobre un patrón monetario internacional, las teorías contrarias al libre mercado fueron reelaborándose con perseverancia: Sismondi, Malthus, Marx o List fueron autores que o bien dieron una nueva fachada a los viejos y desprestigiados errores mercantilistas o bien buscaron nuevos argumentos contra el capitalismo propugnado, grosso modo, por la mayoría de los clásicos. Por desgracia, muchos de esos argumentos no pudieron ser respondidos eficazmente por la deficiente teoría del valor que arrastraba la Economía Clásica y que no se vio enmendada hasta finales del s. XIX, como tendremos ocasión de estudiar en la lección 5. Sólo cuando esta teoría del valor, el fundamento último de la ciencia económica, estuvo adecuadamente perfilada, se pudo elaborar una teoría económica verdaderamente sólida y consistente blindada frente a los prejuicios liberticidas como los del mercantilismo, el subconsumismo o el marxismo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario