Lección 7 – La teoría del interés y del capital
Publicado el 08 mayo 2014 por Juan Ramón Rallo
El pensamiento seminal de Carl Menger dio lugar a toda una rica tradición de pensadores que se agruparon en torno a la llamada Escuela Austriaca de Economía. El propósito de los economistas austriacos fue desarrollar la teoría económica a partir de los principios del marginalismo y del subjetivismo brillantemente expuestos por Carl Menger. En la lección 5 ya comprobamos que Menger se había centrado en analizar los intercambios al contado, esto es, la compraventa de bienes a cambio de dinero, de manera que apenas llegó a examinar el otro gran campo que representan los intercambios aplazados o intertemporales, a saber, los intercambios entre bienes presentes y bienes futuros.
Los discípulos de Menger, especialmente Eugen Böhm-Bawerk, sí fueron más exhaustivos a la hora de desarrollar una teoría sistemática de los intercambios intertemporales. En concreto, la atención de los economistas austriacos –y de otros que orbitaban en su entorno– giraba en torno a dos aspectos básicos de los intercambios intertemporales: cuáles son los términos en los que se producen esos intercambios entre bienes presente y bienes futuros; y de qué modo la renuncia a bienes presentes contribuye a generar estructuras de valor capaces de coordinar a los agentes en la producción de los bienes futuros más urgentemente deseados. El primer conjunto de reflexiones se agrupará dentro de lo que denominaremos teoría del interés; el segundo en torno a la llamada teoría del capital. A lo largo de las siguientes páginas, vamos a proceder a analizar con detalle cada uno de estos bloques temáticos y trataremos de complementar la visión austriaca del capital y del interés con las aportaciones de otras escuelas, hasta el punto de que caracterizaremos capital e interés como el estudio de los intercambios entre bienes con diversos perfiles temporales, de riesgo y de liquidez.
La teoría del interés
El desarrollo de la teoría del interés
Como ya tuvimos ocasión de estudiar en la lección 3, la teoría económica dominante anterior a Turgot había partido de la base de que el tipo de interés era un fenómeno esencialmente monetario: los intereses se pagaban sobre una suma prestada de dinero porque el dinero era escaso. Turgot modificó esa idea, mostrando que el interés no se pagaba por una suma de dinero, sino por el control temporal de los bienes presentes que podían adquirirse con el dinero prestado y a los que podía dárseles un uso productivo. Era esa productividad la que, para Turgot, justificaba el pago de intereses.
Sin embargo, esta idea de Turgot no sólo sufría de los problemas de planteamiento que ya tuvimos ocasión de comentar (¿por qué el precio de mercado de los factores productivos no aumentaba hasta recoger el valor monetario pleno que previsiblemente ostentarán los bienes futuros que fabriquen?), sino que simplemente sirvió para que Marx le terminara dando la vuelta: si lo que era escaso no era tanto el dinero, cuanto los medios de producción, al final lo que sucedía es que los capitalistas, propietarios de esos medios de producción, tenían capacidad para explotar a los trabajadores no remunerándoles de acuerdo con todo el valor que habían generado durante su tiempo de trabajo.
En realidad, ya comentamos que sólo el escocés John Rae había llegado a ofrecer, durante la primera mitad del s. XIX, una teoría bastante depurada sobre la naturaleza del interés: según Rae, para producir bienes futuros se hacía necesario sacrificar bienes presentes, pero el valor de los bienes futuros no era equiparable al de los bienes presentes por ser menos ciertos y menos útiles. Esa diferencia de valor entre bienes presentes y bienes futuros se traducía en una prima de valor de los bienes presentes sobre los bienes futuros (o, desde otro ángulo, en un descuento de valor de los bienes futuros sobre los presentes) que constituiría, precisamente, el fenómeno del interés.
En las siguientes páginas vamos a explicar por qué la teoría de Rae es esencialmente correcta pero incompleta: en efecto, podremos caracterizar uno de los componentes del interés como el descuento valorativo por alejar nuestro consumo del momento deseado. O dicho de otro modo, los bienes temporalmente más cercanos a satisfacer nuestras necesidades cotizarán con una prima de valor sobre los bienes más alejados. Esa prima de valor es justamente la prima temporal que destacara Rae y que, como a continuación veremos, desarrollaron los economistas de la Escuela Austriaca: los bienes presentes se hallan más cerca de satisfacer nuestras necesidades que los bienes futuros y, por tanto, resultan más valiosos. Pero, en efecto, semejante exposición resulta incompleta. Primero, porque se basa en una visión lineal del tiempo: bajo determinadas circunstancias, la prima temporal no sólo puede emerger por retrasar el consumo con respecto al momento deseado, sino también por adelantarlo; segundo, porque existen dos otras primas valorativas que también justificarán la emergencia del fenómeno del interés y que, por desgracia, apenas merecieron la atención de los economistas austriacos, a saber, la prima de riesgo y la prima de liquidez.
Sólo a través del estudio de estas tres primas valorativas lograremos una comprensión plena sobre la naturaleza y la evolución del fenómeno del interés.
La prima temporal
Como decíamos, el análisis de Rae es fundamentalmente correcto y, de hecho, no será mejorado en profusión analítica hasta la aparición de Capital e interés, la obra de Eugen Böhm-Bawerk, el mejor discípulo de Menger, publicada en dos partes –Historia y crítica de las teorías del interés(1884) y La teoría positiva del capital(1889)– a finales del s. XIX. En Historia y crítica de las teorías del interés, Böhm-Bawerk se dedica a revisar y refutar todas las teorías sobre el interés que lo habían antecedido. Si bien reconoce los méritos de algunas de ellas (sobre todo la de Turgot, a quien dedicó su tesis doctoral, y la de Rae), el austriaco considera que, en general, todas las teorías del interés previas adolecen de un problema: no plantearlo como el resultado de un intercambio intertemporal entre bienes presentes y bienes futuros.
Böhm-Bawerk observa en La teoría positiva del capital que en todo mercado tiende a prevalecer la llamada “ley del coste”, a saber, “el precio de mercado de los bienes reproducibles tiende a equipararse a largo plazo con sus costes de producción”. Si en un sector económico el precio de venta de las mercancías se mantiene muy por encima de los costes medios de producción, aparecerán beneficios extraordinarios que atraerán a nuevos competidores, y estos nuevos competidores o bien reducirán el precio de venta (mayor oferta de la mercancía) o bien incrementarán esos costes de producción (mayor demanda de sus factores productivos) hasta que los beneficios extraordinarios desaparezcan.
Ahora bien, y eso es lo que llama la atención de Böhm-Bawerk, la diferencia entre el precio de venta y el coste medio de producción no desaparecerá completamente. A menos que el sector productivo sea ruinoso (en cuyo caso los costes superarán a los ingresos, esto es, aparecerán pérdidas), siempre subsistirá un diferencial (o spread) entre los precios y los costes. Böhm-Bawerk atribuye ese diferencial a la influencia que sobre el valor ejerce el tiempo. En efecto, los costes son sufragados con anterioridad al cobro de los precios (los factores productivos se contratan antes de tener lista y vendida su producción), lo que lleva a que por necesidad estos no puedan coincidir: el tiempo influye sobre la valoración, por cuanto no es lo mismo disfrutar de un conjunto de bienes hoy que disfrutar de ese conjunto de bienes mañana: en el caso del dinero, no es lo mismo renunciar al dinero hoy que recuperarlo mañana (por necesidad, el dinero presente será más valioso que el dinero futuro).
De nuevo, pues, regresamos a la idea de prima valorativa por razón del tiempo. En particular, Böhm-Bawerk sostiene que “como regla general, los bienes presentes son más valiosos que los bienes futuros de igual clase y número. Esta proposición es el núcleo de mi teoría del interés”. Así es que, si los bienes presentes son más valiosos que los bienes futuros, cualquier individuo sólo aceptará renunciar a la disposición de los primeros a cambio de una mayor cantidad de los segundos: “[El que pide prestados bienes presentes a cambio de bienes futuros] tiene que pagar un ‘agio’ o una prima, y este agio es el interés. De este modo, el interés procede de un modo más directo de la diferencia de valor entre los bienes presentes y los bienes futuros”. Por ejemplo, un individuo puede valorar más 100 onzas de oro hoy que 100 onzas dentro de diez años, de manera que sólo renunciará a sus 100 onzas presentes a cambio de, verbigracia, 120 onzas dentro de diez años. Esa prima de valor de los bienes presentes sobre los futuros, cifrada en 20 onzas, se correspondería con el interés.
Ahora bien, ¿por qué los bienes presentes han de ser más valiosos que los bienes futuros? ¿Acaso no podría ser al revés y que, por tanto, los bienes presentes cotizaran con un descuento frente a los bienes futuros? Böhm-Bawerk ofrece tres razones (sus famosas Drei Gründe) por las que cabe pensar que, como regla general, los bienes presentes serán más valiosos que los futuros.
La primera es que existen diferencias entre las necesidades y la provisión de bienes en cada momento del tiempo, a saber, nuestras necesidades siempre son superiores a los bienes de que disponemos para satisfacerlas. El austriaco asume que la escasez relativa de bienes será normalmente más acusada cuanto más nos aproximemos al presente, por lo que los bienes presentes serán relativamente más útiles (y valiosos) que los futuros. Por supuesto, habrá casos en los que la provisión de bienes en relación con las necesidades será mayor en el presente que en el futuro, lo que en principio debería llevar a que se valoraran más los bienes futuros que los presentes; pero como normalmente será posible trasladar esos bienes (o su valor monetario) del presente al futuro, el valor de los más abundantes bienes presentes será, como poco, igual al de los bienes futuros. Sólo en aquellas no demasiado habituales situaciones en las que la correa de transmisión se rompa y en las que los bienes presentes sean relativamente más abundantes que los futuros, éstos devendrán más valiosos que aquéllos: “Aquellas personas que no estén tan bien provistas en el presente como esperan estarlo en el futuro, valorarán en más los bienes presentes que los futuros. Aquellas otras personas que estén mejor provistas en el presente de lo que esperan estarlo en el futuro, pero que tienen la ocasión de preservar los bienes presentes para utilizarlos en el futuro usándolos como un fondo de reserva para cualquier contingencia que pueda surgir entre tanto, valorarán los bienes presentes en la misma medida que los futuros o un poco por encima. Sólo aquella minoría de casos donde la comunicación entre el presente y el futuro esté trabada o amenazada por circunstancias peculiares, tendrán los bienes presentes un valor subjetivo inferior a los futuros”.
La segunda razón que ofrece el austriaco para justificar la prima de valor de los bienes presentes sobre los futuros es que tendemos a subestimar nuestras necesidades futuras con respecto a las presentes: “Constituye uno de los hechos más llamativos de nuestra experiencia el que asignamos un menor valor a los placeres y dolores futuros simplemente porque son futuros. Por tanto, a aquellos bienes que se destinan a satisfacer las necesidades del futuro les asignamos un valor inferior su futura utilidad marginal. Sistemáticamente subestimamos las necesidades futuras y los bienes que destinamos a satisfacerlas”. Los motivos de fondos por los que subestimamos las necesidades futuras con respecto a las presentes serían, primero, la insuficiente capacidad para prever todas nuestras necesidades futuras; segundo, un carácter impaciente y cortoplacista; y tercero, la brevedad y la incertidumbre de la vida.
Por último, la tercera razón que aduce Böhm-Bawerk es que los métodos de producción que acarrean más tiempo son en general más productivos que los métodos que acarrean menos tiempo: “Es un hecho elemental de nuestra experiencia el que los métodos de producción que toman más tiempo son más productivos. Es decir, dada una misma cantidad de factores productivos, cuanto más dure el proceso productivo, mayor cantidad de bienes futuros podrán obtenerse”. Conviene aclarar que Böhm-Bawerk no afirma que todo incremento en la duración de un proceso de producción lo vuelva más productivo, sino que “entre los procesos de producción más duraderos siempre podremos encontrar algunos que sean más productivos”. Como las oportunidades más rentables y que requieren menos tiempo (y menos disposición sobre bienes presentes) ya habrán sido explotadas hasta su saturación, sólo seguirá habiendo proyectos altamente rentables entre aquellos que requieran de una mayor provisión de tiempo (y de bienes presentes) y que, precisamente por ello, no hayan sido explotados hasta ese momento. Por consiguiente, disponer de los bienes presentes con anterioridad permitirá disfrutar de una mayor cantidad de bienes futuros en una determinada fecha, de ahí que tiendan a valorarse más intensamente los bienes presentes que los bienes futuros.
Estas tres razones pueden llevarnos a pensar que, como norma general, los bienes presentes serán más valiosos que los bienes futuros: sin embargo, fijémonos que en el análisis de Böhm-Bawerk no hay nada que impida que los bienes futuros sean más valiosos que los bienes presentes. El economista austriaco no lo consideraba probable —y, de hecho, en presencia de un dinero que permita trasladar valor del presente al futuro mediante el atesoramiento no será posible: como mucho, los bienes futuros serán tan valiosos como los presentes y por tanto la prima de valor intertemporal será nula— pero conviene remarcar ya desde el comienzo que su teoría no es incompatible con esta posibilidad, lo cual lejos de restarle fuerza le confiere un importante matiz subjetivista que luego retomaremos al caracterizar el descuento temporal como el descuento valorativo frente al momento de consumo óptimo (sea descuento por adelantar el consumo o por retrasarlo).
En cualquier caso, Böhm-Bawerk pensaba que las dos primeras causas que explican la existencia del interés actuaban acumulativamente: es decir, que si una persona está dotada con insuficientes bienes presentes y además subestima sus necesidades futuras, la prima de los bienes presentes sobre los futuros será muy superior que si sólo concurriera una de ambas circunstancias. Ahora bien, las dos primeras causas operaban con respecto a la tercera de manera alternativa: por ejemplo, si la primera y la segunda causa justifican conjuntamente una prima del 30% de los bienes presentes sobre los futuros y la tercera una del 20%, la que prevalecerá es la más alta del 30%; si, en cambio, la tercera justificara una prima del 40%, sería esta la que prevaleciera.
Años después, sin embargo, Irving Fisher criticó a Böhm-Bawerk afirmando que la tercera causa no era en realidad independiente de las otras dos: si la tercera causa se eliminaba pero seguían operando las dos primeras, el interés subsistía (la tercera causa sería una condición no necesaria del interés); si la tercera causa subsistía y las otras dos no, el interés desaparecería (la tercera causa no sería una condición suficiente). En realidad, la discusión entre Böhm-Bawerk y Fisher jamás debería haberse producido pues existía una casi completa coincidencia entre ambos autores que, extrañamente, ambos se negaban a reconocer. Ciertamente, si siempre pudiese incrementarse la producción de bienes futuros alargando la duración de una inversión y si, además, no hubiese ninguna preferencia sobre la distribución temporal de ese consumo, entonces, como el propio Böhm-Bawerk reconocía, el período de producción se prolongaría indefinidamente (la producción se maximizaría en el infinito y nadie estaría dispuesto a renunciar a una producción futura mayor a cambio de una producción presente menor). Por tanto, Fisher tendría razón al afirmar que la tercera causa no podía operar con completa independencia sobre las otras dos.
Pero, de nuevo, Böhm-Bawerk no buscaba afirmar que la tercera causa pudiese ejercer su influencia con independencia, sino que, cuando actuaba, lo hacía con independencia (de manera alternativa) con respecto a las otras dos. Tal como Böhm-Bawerk le respondió a Fisher en Further Essays on Capital and Interest:(1921): “[Fisher] confunde ‘no sin mí’ con ‘sólo a través de mí’. Admito que aquellos recursos invertidos en distintos momentos del tiempo sólo encuentran su ‘punto de gravedad económica’ si las dos primeras causas mueven ese centro de gravedad más cerca del presente. Pero al hacerlo sólo proporcionan la oportunidad para que la tercera causa ejerza toda su influencia sobre la valoración [de los bienes presentes]”. Además, el austriaco explicaba que, aun cuando las dos primeras causas estuvieran ausentes, la propia demanda de factores productivos presentes para incrementar la provisión de bienes futuros tendería a volver los bienes presentes relativamente más escasos que los futuros, haciendo que la primera causa del interés (infraprovisión relativa de bienes presentes) reapareciera y ejerciera también su influencia sobre el interés (por eso, además, también resultaba muy complicado, aunque no imposible, que emergiera una prima temporal por adelantar el consumo en lugar de por retrasarlo). Fisher, en cambio, consideraba en su La teoría del interés (1930) que este ejemplo suponía, por el contrario, “un reconocimiento de que la tercera causa depende de la presencia de las otras dos”.
No obstante, como decíamos, los dos economistas tenían razón: la causa de laexistencia de la prima temporal que da lugar al interés sólo cabe buscarla en las dos primeras razones –si los agentes fueran indiferentes con respecto al momento de disposición de sus bienes, no podría haber interés–, pero la tercera razón sí contribuye decisivamente a determinar la intensidad de la prima de valor temporal y, por tanto, cuál es el tipo de interés: a saber, una intensa demanda de inversión puede volver más escasos los bienes presentes y más abundantes los futuros, modificando las escaseces relativas de bienes a lo largo del tiempo y, por tanto, intensificando la prima valorativa de los bienes presentes sobre los futuros. Probablemente, el punto de fricción quepa hallarlo en que Fisher consideraba impertinente distinguir entre los principios que explican la existencia del interés y aquellos que regulan su determinación (por cuanto existencia equivale a que la determinación del interés sea superior a cero), mientras que Böhm-Bawerk sí consideraba que eran dos cuestiones que requerían un tratamiento separado. Y obviamente requerían de un tratamiento separado: la existencia del interés estudia qué causas son condición necesaria o suficiente para que exista el fenómeno del interés, mientras que la determinación analiza qué otras causas, sin ser condiciones ni necesarias ni suficientes, concurren con aquellas que explican su existencia.
En definitiva, y siguiendo a Böhm-Bawerk, la prima temporal que da lugar al interés existirá porque, en general, los bienes presentes son preferidos a los bienes futuros. Las razones que explican esta preferencia estructural son la infraprovisión relativa de bienes presentes y la subestimación de nuestras necesidades futuras: ambas razones ligan, por cierto, con las más modernas teorías del asset allocation y de la economía conductual (en particular, con la miopía de los agentes económicos). Ahora bien, a estas dos razones hay que añadir una tercera –la mayor productividad de los métodos de producción que emplean un mayor tiempo– para explicar la intensidad de la preferencia de los bienes presentes sobre los bienes futuros; a saber, la demanda de inversión sobre factores productivos presentes también influye en la determinación del interés.
Por ejemplo, y por utilizar el ejemplo que emplea Böhm-Bawerk en La teoría positiva del capital: supongamos que un grupo de individuos (A1, A2, A3, A4…) está dispuesto a comprar 100 unidades de un bien presente a cambio de entregar sumas mayores de bienes futuros y que, por el contrario, otro grupo de individuos (B1, B2, B3, B4…) está dispuesto a vender 100 unidades de un bien presente a cambio de recibir sumas mayores de bienes futuros. El pago máximo de cada comprador de bienes presentes y el cobro mínimo de cada vendedor de bienes presentes aparece reflejado en la siguiente tabla:
Si estas fueran las preferencias, el precio de mercado para 100 bienes presentes quedaría fijado –por la pareja de compradores marginales A7 y A8 y por la pareja de vendedores marginales B7 y B8– entre 106 y 107 unidades de bienes futuros: por ejemplo, en 106,5. Eso significaría que el interés (la prima temporal de los bienes presentes sobre los bienes futuros) sería de 6,5 unidades, y el tipo de interés (la ratio entre la prima y los bienes presentes) sería del 6,5%. Como decíamos, si el tipo de interés existe es porque tanto los compradores como los vendedores valoran más los bienes presentes sobre los futuros (salvo B1, que es una rara avis que no modifica las conclusiones finales) por la primera o la segunda razón que aduce Böhm-Bawerk; pero el nivel concreto que alcance el interés dependerá no sólo de la primera y de la segunda razón, sino también de la tercera. Verbigracia, si todos los compradores de bienes presentes pasan a estar dispuestos a entregar todavía más bienes futuros porque han encontrado planes de negocio presentes extremadamente productivos, el precio máximo que estarán dispuestos a pagar por los bienes presentes subirá y, por tanto, también lo harán los intereses.
Habiendo descrito el interés como la prima de valor de los bienes presentes sobre los futuros, la implicación lógica será que el interés deberá estar presente en todos los intercambios intertemporales… adopten la forma que adopten. La mayoría de economistas previos a Böhm-Bawerk había restringido el fenómeno del interés a los préstamos en dinero, pero ya vimos que Turgot lo extendió a todos aquellos proyectos que implicaran adelantos de capital. El economista austriaco sigue esa misma línea, pero redefiniéndolo como un fenómeno propio de todo intercambio entre bienes presentes y futuros, incluyendo los intercambios intertemporales que se producen en el mercado laboral. Para Böhm-Bawerk, el capitalista ofrecerá bienes presentes (el capital con el que paga los salarios y paga la renta a los terratenientes) a cambio de recibir bienes futuros (los ingresos de las mercancías fabricadas), mientras que el trabajador o el terrateniente impaciente demandarán bienes presentes (salario o renta) a cambio de entregarle al capitalista bienes futuros (el fruto de su trabajo o de su tierra). La diferencia de valor entre los bienes presentes entregados y los bienes futuros recibidos –la diferencia de valor entre los costes incurridos y los precios recibidos– sería el beneficio del empresario, que no es más que otra forma de llamar al fenómeno del interés materializado en el mercado intertemporal de medios de subsistencia: “Hemos identificado todos los tipos y métodos de obtener interés y los hemos reducido a una misma fuente: el incremento de valor de los bienes futuros al ser reducidos a bienes presentes. Así sucede con el beneficio de los empresarios, quienes adquieren trabajo –el bien futuro que compran– a cambio de bienes de consumo. Así sucede con los terratenientes, los propietarios o los dueños de bienes duraderos, quienes aguardan a que vayan madurando los servicios futuros de los bienes que poseen, enajenándolos cuando han alcanzado su valor pleno. Y así sucede con los préstamos”. Como luego veremos, este será el germen de la refutación de la doctrina de la explotación marxista a manos de Böhm-Bawerk.
En definitiva, a finales del s. XIX, Eugen Böhm-Bawerk ya había pergeñado una rigurosa teoría del interés basada en las preferencias marginales intertemporales de los agentes económicos que permitía explicar tanto el diferencial irreductible entre precios y costes cuanto servir de base para una más amplia teoría de la gestión patrimonial y de la riqueza. Sin embargo, por avanzada que fuera la teoría del interés de Böhm-Bawerk basada en la preferencia temporal, distaba de ser perfecta y completa. Y no lo era por diversos motivos: primero porque, como luego expondremos, Böhm-Bawerk dejó fuera de la explicación del interés a los fenómenos del riesgo y de la liquidez. Segundo, porque no desarrolló suficientemente cómo la productividad marginal del capital (su tercera causa) influía sobre la preferencia temporal y, por tanto, sobre el tipo de interés. Tercero, porque no incorporó adecuadamente la posibilidad de que hubiera distintos tipos de interés según el período temporal considerado. Y cuarto, porque debido a todo lo anterior le faltaba un barniz subjetivista a su visión del interés.
Pese a estas deficiencias, la teoría de Böhm-Bawerk supuso una auténtica revolución dentro de la ciencia económica decimonónica, hasta el punto de que fueron muy pocos los economistas que estudiaran el fenómeno del interés y no se consideraran a sí mismos discípulos del austriaco. Por supuesto, no todos los que se consideraron a sí mismos herederos de Böhm-Bawerk desarrollaron una línea de pensamiento que pueda reputarse verdaderamente seguidora de la del austriaco: en particular, algunos de sus discípulos desarrollaron la línea de pensamiento vinculada al descuento de valor intertemporal —en especial, Irving Fisher—, mientras que otros —muy significativamente, Knut Wicksell— prefirieron seguir el camino de la productividad marginal del capital olvidándose del descuento intertemporal. Y algunos otros de sus discípulos —como Joseph Alois Schumpeter— incluso optaron por rescatar del olvido las viejas doctrinas de los mercantilistas.
A continuación nos concentraremos en el estudio del primer grupo de economistas (los que desarrollaron las ideas böhm-bawerkianas en la tradición del descuento por valor intertemporal) y dejaremos la crítica a los otros grupos para más adelante.
Así, entre los discípulos intelectuales de Böhm-Bawerk que concedieran primacía a su primera y segunda razones para justificar la existencia del interés se hallan economistas de la talla de Frank Fetter, Irving Fisher, Ludwig von Mises, Murray Rothbard, Israel Kirzner o Antal Fekete. La posición fundamental de estos economistas, que se adscriben a lo que podríamos llamar “teoría pura de la preferencia temporal”, es que la existencia de los tipos de interés se explica únicamente por la preferencia temporal, si bien sobre su determinación pueden influir otros factores (fundamentalmente, la productividad marginal del capital). La posición de todos estos economistas la resume perfectamente Israel Kirzner en The Pure Time-Preference Theory of Interest: An Attempt at Clarification (1993):
La observación común nos indica que la posesión de una determinada cantidad de capital permite, a través de su juiciosa inversión (por ejemplo, en una máquina) proporcionar un flujo continuo de renta (excluyendo su depreciación anual) sin perjuicio de la habilidad de ese fondo de capital para seguir siendo un flujo permanente de renta. El problema es explicar cómo puede suceder esto. A saber, ¿por qué el precio de mercado de la máquina (abonado por el capitalista en el momento de comprarla) no se eleva (a través de la competencia que ejerzan los otros capitalistas que quieran quedarse con ese flujo de renta neto sobre su coste) hasta el punto en que desaparezca el excedente de las rentas recibidas sobre el precio pagado por la máquina?
Es decir, la cuestión es por qué si una máquina se espera que proporcione una renta de 100 onzas anuales durante diez años, su precio de mercado presente jamás se elevará hasta 1.000 onzas, sino que se quedará por debajo: por ejemplo, en 900 onzas (la pregunta es la misma que se planteaba Böhm-Bawerk cuando constataba que la ley del coste jamás se cumplía hasta sus últimas consecuencias). La diferencia irreductible entre las 900 onzas que se pagarán hoy por la máquina y la renta neta de 1.000 onzas que arrojará esa máquina a largo de la siguiente década es justamente el tipo de interés (en este caso, el tipo de interés anual medio sería del 1,96%). ¿Pero cómo es posible que la competencia entre los capitalistas no eleve el precio de la máquina hasta 1.000 onzas?
De acuerdo con este grupo de pensadores, la clave cabe buscarla en la primera y segunda razones aducidas por Böhm-Bawerk, a saber, la mayor valoración de los bienes presentes sobre los bienes futuros: lo que ellos llamarán la “preferencia temporal”. Ahora bien, el acuerdo entre estos pensadores termina aquí: a propósito de las razones por las que, como norma general, los seres humanos prefieren los bienes presentes a los bienes futuros no habrá acuerdo. Como sabemos, Böhm-Bawerk lo atribuía a la infraprovisión de bienes presentes y a la subestimación de las necesidades futuras. Tanto Frank Fetter como Irving Fisher o Antal Fekete consideran que la preferencia temporal es una consecuencia de la relación entre fines y medios en cada momento del tiempo, lo que hará que no sea un fenómeno universal, pero sí uno muy generalizado. Mises y Rothbard, en cambio, intentan demostrar que la preferencia temporal es una categoría a priori que impregna toda la estructura de las acciones humanas. Así pues, entre los defensores de la teoría de la preferencia temporal pura encontramos dos grupos: aquellos que la consideran un elemento contingente de la acción humana y aquellos que la reputan un elemento necesario.
Por un lado, Frank Fetter concebía el interés como el resultado de un intercambio intertemporal entre rentas presentes y rentas futuras a través de la conversión de las primeras en riqueza: de ahí que denomine a su teoría una teoría de “la capitalización de rentas”. En su artículo Interest Theory and Price Movements(1927), Fetter escribió que la preferencia temporal se debía “a la existencia de diferencias temporales en la disponibilidad de bienes específicos (y también de sus usos distintos) (…) La experiencia y la observación nos enseñan que en la inmensa mayoría de los casos, la preferencia de los bienes presentes sobre los futuros es muy intensa especialmente entre niños, salvajes y las masas”. De ahí que la valoración de los bienes que componen esas rentas en distintos momentos del tiempo dependa de la escasez relativa de esos bienes con respecto a la importancia subjetiva de los fines que se dirigen a satisfacer, y de ahí que contemple la posibilidad de que haya “muchos bienes presentes menos valiosos para cualquier individuo que bienes futuros similares del mismo tipo y cantidad”. Sin embargo, en esos casos Fetter pensaba que, como ya decía Böhm-Bawerk, el atesoramiento tendería a limitar la aparición de tipos de interés negativos.
Por otro, Irving Fisher mostró una perspectiva muy similar a la de Böhm-Bawerk y Fetter. No en vano, el anterior artículo de Fetter, Interest Theory and Price Movements, fue presentado y comentado y discutido en el trigésimo noveno congreso anual de la American Economic Review en 1927 por parte de diversos economistas, entre los que se hallaba Fisher, ya entonces afirmó que: “Existen muy pocas diferencias entre mí y el profesor Fetter. Prácticamente estoy de acuerdo en todo lo que ha dicho hoy a propósito de esta materia”. Así, no extrañará que en su La teoría del interés (1930), Fisher repita casi punto por punto el análisis de Böhm-Bawerk y Fetter con muy escasas diferencias. De entrada, también concebía el intercambio intertemporal como un intercambio entre renta presente y renta futura mediada por el instrumento de la riqueza: “El capital es simplemente renta futura descontada o, en otras palabras, capitalizada. El valor de cualquier propiedad o riqueza es su valor como fuente de renta y se puede calcular descontando su renta esperada”. Fisher considera que existe un sentimiento de impaciencia (o preferencia temporal) por “un goce más temprano de la renta frente a un goce retrasado”, y que el grado de esa impaciencia depende tanto de factores objetivos (el tamaño de la renta, su distribución temporal, su composición y el riesgo asociado a sus elementos futuros) como de elementos subjetivos (previsión, autocontrol, hábitos, esperanza de vida, preocupación por las generaciones futuras y modas), aclarando que “la preferencia temporal no siempre tiene por qué ser preferencia por los bienes presentes por encima de los bienes futuros; ante ciertas circunstancias, podría ser al revés. ¡La impaciencia podría ser en ocasiones negativa!”.
Por último, Antal Fekete se suma a esta tradición de Fetter y Fisher dedicada a estudiar los intercambios intertemporales como intercambios entre renta y riqueza, llegando a rechazar la dicotomía de intercambios entre bienes presentes y futuros por no considerarla relevante para el análisis del interés. La idea fundamental de Fekete es que en toda sociedad existe un grupo de personas que necesitan transformar su renta en riqueza (los jóvenes que necesiten ahorrar para su jubilación) y otro grupo que necesita transformar su riqueza en renta (los ancianos que necesitan desahorrar por su jubilación); tales intercambios pueden efectuarse de manera directa o primitiva (atesoramiento y desatesoramiento de los bienes deseados) o de manera indirecta y sofisticada a través del mercado (intercambio de flujos de renta entre los agentes económicos). En ese sentido, resultaría concebible que aquellos individuos deseosos de acumular riqueza estuvieran dispuestos a capitalizar su renta a tipos de interés negativos (esto es, que valoraran los bienes futuros más que los bienes presentes), pero en tal caso el intercambio intertemporal indirecto desaparecería y sería sustituido por el mero atesoramiento de dinero, de ahí que el mínimo tipo de interés concebible con un dinero estable en valor sea del 0%. Como expone Fekete en The Exchange o Income and Wealth (2003): “Por conversión directa de renta en riqueza queremos decir atesoramiento, y por conversión directa de riqueza en renta queremos decir desatesoramiento de una mercancía consumible. Dado que las conversiones directas son engorrosas e ineficientes, la transición de un intercambio intertemporal directo a uno indirecto supone una mejora. El interés puede entenderse como la medida de esa mejora. En particular, interés del 0% significaría conversión directa: en tal caso, aquellos que tengan un excedente de riqueza no acometerían ninguna conversión indirecta sino que regresarían a su conversión directa. Es decir, se garantizarían el consumo diferido primero atesorando y después desatesorando”.
Fekete, por consiguiente, también abre la puerta a que la preferencia temporal implique una preferencia por las rentas futuras sobre las rentas presentes, si bien es el atesoramiento de dinero el que evita que ese descuento en favor del futuro se llegue a materializar (pues adoptaría la forma de tipos de interés negativos y sería más conveniente atesorar simplemente dinero): la persona que desee una renta futura más tardíamente siempre dispone de la alternativa de convertir en riqueza sus rentas presentes mediante el atesoramiento (extrayendo su renta en el momento futuro deseado mediante el desatesoramiento), de modo que nadie puede inducirle a aceptar un descuento en su renta presente a cambio de acceder a renta futura. El interés surge, por el contrario, cuando se desea la renta presente en mayor medida que la futura y, por tanto, sólo se acepta convertir la renta presente en riqueza a cambio de una mayor cantidad de esa renta futura.
Por tanto, el elemento común de estos tres economistas es que el interés es un fenómeno vinculado a la conversión de renta presente en renta futura y que se halla limitado a un mínimo del 0% siempre que nos hallemos dentro de una sociedad capitalista que disponga de un dinero saludable que pueda ser atesorado. Ahora bien, precisamente porque lo esencial dentro de la teoría del interés es el intercambio entre flujos de renta presentes y flujos de renta futuros, será indispensable que la teoría del interés incorpore la productividad marginal del capital como uno de los determinantes de la demanda de renta presente y de la oferta de renta futura. Es decir, una teoría que explique el descuento temporal exclusivamente a través de las preferencias intertemporales (primera y segunda razón de Böhm-Bawerk) sin tener en cuenta cómo la productividad del capital influye sobre esas preferencias intertemporales (la tercera razón de Böhm-Bawerk) sería a todas luces una teoría incompleta.
Como ya vimos, la tercera de las razones que daba Böhm-Bawerk para justificar el interés se basaba en la superior productividad de los medios de producción presentes sobre los medios de producción futuros. Aunque tanto Fetter como Fisher rechazaron este razonamiento del austriaco, ya analizamos cómo sus críticas estaban en gran medida infundadas. De hecho, tanto Fetter como Fisher admiten que la productividad marginal del capital influye sobre la determinación de los tipos de interés. Fetter, enInterest Theories, Old and New (1914), rechaza que la productividad del capital justifique la diferencia de valor entre los bienes presentes y bienes futuros, pero admite que sí influye a la hora de determinar la magnitud de esa diferencia de valor: “Desde luego, [la productividad técnica] posee alguna influencia sobre el tipo de interés, pero de un modo muy distinto al que asume la teoría de la productividad. La productividad técnica es uno de los elementos fácticos, físicos, morales o intelectuales que componen todas las circunstancias dentro de las que se ejerce la preferencia temporal”. En este sentido, Fisher es mucho más claro. Por un lado, al igual que Böhm-Bawerk, critica las tradicionales teorías que pretenden explicar el interés por la productividad del capital:
La afirmación de que “el capital produce renta” sólo es cierta desde un punto de vista físico; pero no es cierta desde la perspectiva del valor. Es decir, el capital como valor no produce la renta como valor. Al contrario, es el valor de una renta lo que le da valor al capital. Un huerto valorado en 100.000 dólares no produce una cosecha anual de 5.000 dólares por el hecho de que el huerto valga 100.000 dólares, sino que el huerto vale 100.000 dólares porque produce una cosecha de 5.000 dólares anuales (y asumiendo un tipo de interés del 5%). Los 100.000 dólares son el valor descontado de la renta esperada de 5.000 dólares anuales.
Básicamente, lo que dice Fisher es que los bienes de capital generan la renta en un sentido físico, pero es el valor económico de esos bienes lo que dota de valor económico al bien de capital:
Ahora bien, aunque Fisher rechace esta concepción “ingenua” de la influencia de la productividad sobre el interés, no niega ni mucho menos que la productividad contribuya a determinar el tipo de interés. En concreto, Fisher acuña el concepto de “retorno sobre coste” para referirse a la rentabilidad esperada de las distintas inversiones: dado que las distintas modalidades de inversión modifican la renta futura esperada, la productividad del capital de las distintas modalidades alternativas de inversión por necesidad modificará la diferencia de valor entre los bienes presentes y futuros (el tipo de interés). Hoy en día, en la jerga financiera se denomina “tasa interna de retorno” (TIR) a ese “retorno sobre coste”: básicamente, la rentabilidad media de una inversión por unidad de tiempo o la tasa que hace que el valor presente de las entradas y de las salidas de caja de una inversión sea igual a cero. Lo que Fisher quiere indicar es que si el tipo de interés de mercado es del 5% y, de repente, aparecen numerosas inversiones con una TIR del 15%, por necesidad el tipo de interés de mercado aumentará: los empresarios necesitarán captar bienes presentes para acometer sus muy rentables inversiones y los captarán ofreciéndoles a los propietarios de esos bienes presentes unos tipos de interés por encima del 5% (y, al hacerlo, reducirán la disponibilidad de bienes presentes, lo que elevará todavía más su valor frente a los bienes futuros). Esto es, habrá un continuo arbitraje entre el tipo de interés y la TIR de los distintos proyectos de inversión y en ese arbitraje el tipo de interés de mercado quedará influido por la TIR (por la productividad del capital) y la TIR, a su vez, por el tipo de interés de mercado. Como expone Fisher:
Nuestras oportunidades externas de inversión nos urgen a posponer nuestra renta presente (a diferirla al futuro porque lograremos expandirla). La impaciencia es impaciencia por gastar, mientras que la oportunidad es oportunidad por invertir. Cuanto más invirtamos y pospongamos la satisfacción de nuestras necesidades presentes, más se reducirá la rentabilidad de nuestras oportunidades de inversión, pero más se incrementará nuestra impaciencia; cuanto más gastemos en gozar de nuestras necesidades actuales, menos impacientes seremos pero habrá oportunidades de inversión más rentables.
El caso más claro probablemente sea el de las invenciones: una vez aparece una nueva tecnología y es necesario implementarla, la demanda de capital presente (necesario para acometer las inversiones) aumentará ante la elevada TIR esperada de esos proyectos de interés, de manera que los tipos de interés tenderán a crecer temporalmente. De nuevo, Fisher describió adecuadamente este punto: “Es importante enfatizar los efectos temporales de las invenciones y descubrimientos a la hora de aumentar el tipo de interés. Este efecto sólo dura mientras la tasa de retorno sobre el coste sea elevada y tiente a la sociedad a alterar considerablemente la forma de su flujo de renta. Este período es el de desarrollo y explotación, durante el cual la sociedad sacrifica o invierte renta presente (…) sin que su renta pueda disfrutarse hasta pasados bastantes años”.
Por último, Antal Fekete ha preferido exponer el papel de la productividad sobre el tipo de interés diciendo que el tramo máximo del tipo de interés de un intercambio entre renta y riqueza (su asked price) vendrá determinado por la productividad del capital (por la TIR), mientras que el tramo mínimo de ese tipo de interés (su bid price) vendrá determinado por la preferencia temporal. Cuando el tipo de interés de mercado supera la TIR de las inversiones, los capitalistas dejan depreciar su inversión, reinvirtiendo sus ingresos en el mercado de capital (haciendo que el tipo de interés caiga); cuando el tipo de interés de mercado cae por debajo de la preferencia temporal del ahorrador marginal, el ahorrador marginal deja de ahorrar y comienza a atesorar dinero (a convertir renta presente en riqueza de manera directa: atesorando).
La explicación de Fekete es, justamente, la que podemos observar en los mercados financieros. La teoría financiera moderna concibe la inversión como el proceso de arbitraje entre la TIR (la rentabilidad de las inversiones) y el wacc (el coste medio ponderado del capital, o la rentabilidad mínima que exige el ahorrador marginal para posponer su consumo presente e invertir). A largo plazo, es evidente que la presión competitiva tiende a equiparar el TIR y el wacc (es decir, la competencia empresarial tiende a eliminar los beneficios extraordinarios por encima del coste del capital), pero nada impide que una compañía pueda generar una TIR superior a su coste de financiación durante un prolongado periodo de tiempo. En tales casos, de hecho, podremos decir que esta compañía está generando un valor intertemporal añadido. Es lo que G. Bennett Stewart III ha llamado Economic Value Added (EVA):
En palabras de Stewart en En busca del valor (1991): “El único indicador de gestión que explica cómo añadir valor a una empresa es el EVA. El EVA es un indicador del beneficio residual que deduce el coste del capital de los beneficios de explotación (…) El EVA se incrementará si los beneficios de explotación pueden aumentar sin utilizar más capital, si el capital nuevo se invierte en todos y cada uno de los proyectos que consigan ganar más que el coste del capital, y si se retira o se liquida el capital de las actividades de negocio que no cubren su coste de capital”. La competencia de mercado presiona para que el EVA de toda la economía se reduzca a cero (es decir, que la rentabilidad de cada empresa sólo cubra el coste de capital), pero siempre puede haber empresarios que vayan dos pasos por delante del resto.
En suma, la línea de pensamiento de Fetter, Fisher y Fekete nos conduce a visualizar los intercambios intertemporales como un proceso más amplio de planificación financiera (asset allocation) por parte de cada agente económico. En tal caso, la preferencia temporal no constituye una característica universal de la estructura de fines del ser humano –los individuos no quieran satisfacer cuanto antes todos sus fines–, sino que se trata de un elemento contingente a la disponibilidad intertemporal de medios (renta) en relación con la importancia subjetiva de todos sus distintos fines vitales (accesibles mediante la acumulación intertemporal de medios, esto es, mediante su riqueza patrimonial). Sólo porque, como ya explicara Böhm-Bawerk, cada individuo suele adolecer de infraprovisión relativa de medios presentes (o más bien, de los medios más cercanos al presente) y una subestimación de las necesidades futuras (o más bien, de las necesidades más alejadas del presente), será habitual que los bienes presentes coticen con prima frente a los futuros; y, en todo caso, en presencia de un dinero con valor estable, no tendrá sentido que el tipo de interés (que el precio de conversión de renta en riqueza y de riqueza en renta) sea negativo. Además, este grupo de pensadores también reconoce que, como la renta futura no está dada sino que está por hacer, la tasa de rentabilidad de los negocios es uno de los elementos que determinan la prima temporal que compone el tipo de interés (como hacía Böhm-Bawerk con su tercera razón justificativa del interés).
La prima temporal no es, sin embargo, el único componente que integra el fenómeno del interés. Como ya indicamos, resulta necesario complementarla a través de dos primas adicionales: la prima de riesgo y la prima de liquidez.
La prima de riesgo
Böhm-Bawerk quiso explicar el tipo de interés como un fenómeno dependiente de la prima temporal de los bienes presentes sobre los bienes futuros. A su juicio, la incertidumbre asociada a todo intercambio intertemporal “no tiene ninguna conexión con el fenómeno del interés”. Irving Fisher, sin embargo, opinaba distinto. Ya en la edición de 1907 de su libro The Rate of Interest, diferenciaba entre dos tipos de preferencia temporal: por un lado, la preferencia por una renta presente cierta sobre una renta futura cierta y, por otro, la preferencia temporal por una renta presente cierta sobre una renta futura incierta; a esta última la denominaba “tasa de preferencia temporal impura” y consideraba que “en individuos normales será mayor que cuando las rentas futuras son ciertas, y será tanto mayor cuanto mayor sea el riesgo y la precaución a la hora de asumirlo”. Fue, sin embargo, el economista Frank Knight, en su obra Risk, Uncertainty and Profit (1921), quien desarrolló más ampliamente la idea de que una de las dimensiones del interés era la prima de riesgo.
Aunque Knight, como luego expondremos, creía que el interés dependía en exclusiva de la productividad marginal del capital (y que, por tanto, la preferencia temporal no desempeñaba ningún papel), era de la opinión de que en un mercado libre era posible obtener rendimientos superiores a la rentabilidad media de la economía merced a la asunción de riesgos económicos: un rendimiento extraordinario que procedía del mayor descuento que se efectuaba sobre el coste de los factores productivos por no querer sobrepujar por ellos para emprender planes de negocio arriesgados.
En concreto, Knight comienza su libro distinguiendo entre dos tipos de probabilidades: aquellas que son parametrizables a priori (el riesgo de cada una de las caras de un dado) o mediante la observación de regularidades históricas y aquellas otras que no son parametrizables de ningún tipo porque constituyen eventos únicos. Al primer tipo de probabilidad la denominó probabilidad objetiva o riesgo y al segundo probabilidad subjetiva o incertidumbre: “La diferencia práctica entre las dos categorías, riesgo e incertidumbre, es que la distribución probabilística de la primera es conocida (ya sea a priori o mediante la estadística histórica), mientras que en la segunda eso no sucede, básicamente porque los eventos son de tipo único”. Esta distinción entre probabilidad de clase (riesgo) y probabilidad de caso (incertidumbre) sería años después rescatada por el economista austriaco Ludwig von Mises en La Acción Humana (1949).
Dado que la incertidumbre no puede parametrizarse, los seres humanos hemos de buscar formas alternativas de protegernos frente a ella. Knight cita diversas estrategias aunque las esenciales, en torno a las que hace girar su libro, son dos: la consolidación y la especialización. La consolidación se refiere a la agrupación de riesgos con el propósito de redistribuirlos entre todas las potenciales víctimas: es lo que hacen las compañías de seguros (que si bien estiman una probabilidad objetiva de la ocurrencia del evento asegurado, su éxito se basa sobre todo en la constitución de grandes pools de clientes entre los que redistribuir no sólo el riesgo parametrizado, sino el no parametrizado). La especialización, por otro lado, se refiere a traspasar la gestión del riesgo a especialistas que saben manejarlo: un especulador en el mercado de materias primas sabe manejar, por ejemplo, la incertidumbre asociada a ese mercado mejor que un ciudadano profano en el tema. Desde un punto de vista agregado, sin embargo, la especialización tiene una ventaja sobre la consolidación: la especialización reduce los riesgos totales mientras que la consolidación sólo los redistribuye para hacerlos más llevaderos. Tal como expuso Knight:
Existe una diferencia fundamental entre el asegurador y el especulador o promotor: el asegurador conoce muy bien los riesgos asociados a un determinado evento —digamos, el riesgo de incendio de vivienda— pero el riesgo real del evento no se reduce porque lo gestione el asegurador. El riesgo del asegurador sólo es menor porque lo redistribuye entre un mayor número de agentes. Pero la transferencia del riesgo asociado a un error de juicio es otro asunto distinto: el empresario, especulador o promotor elimina la incertidumbre que suele afectar a las decisiones del hombre corriente al asumir él mismo la gestión de esa incertidumbre. En la medida en que sus conocimientos y sus juicios son mejores que los del hombre corriente —dado que él es un especialista—, el riesgo individual es menos probable que degenere en pérdidas, más allá de los beneficios que puedan derivarse de agrupar y redistribuir los riesgos individuales entre un mayor grupo. Se da una mejor gestión, una mayor economización de los recursos, y una transformación de incertidumbre en certidumbre.
En este sentido, el empresario es el especialista encargado de hacer frente a la incertidumbre económica (que de acuerdo con Knight abarca dos extremos: la incertidumbre asociada a los procesos productivos y la incertidumbre asociada a la demanda final de los productos): su cometido es el de seleccionar aquellos planes de negocio, de entre todos los disponibles, que generan un mayor valor para los consumidores, asumiendo personalmente el riesgo de equivocarse. Por eso, para Knight el empresario no es una categoría profesional, sino una categoría económica: empresario es todo aquel que posee la responsabilidad última de gestionar la actividad económica: “La esencia de la empresa es la especialización en la función de ‘gestión responsable’ de la actividad económica, cuya característica esencial frecuentemente olvidada es la inseparabilidad de dos elementos: responsabilidad y control”. Así, por ejemplo, un consejero delegado no sería realmente el empresario detrás de una compañía, sino que esa posición la ocuparía aquel grupo de accionistas que empresarialmente ha decidido contratar a ese consejero delegado y que sufrirían las pérdidas (y las ganancias) de sus errores: “Soportar la incertidumbre y el control responsable son fenómenos inseparables (…) La mayor parte de la incertidumbre y del poder de decisión se concentra en aquella forma de propiedad que se responsabiliza de garantizar contractualmente una renta al resto de rentistas y asalariados”.
De la responsable gestión especializada de la incertidumbre surge la categoría económica de “beneficio”: “El único riesgo que da lugar al beneficio es la incertidumbre resultante del ejercicio de esa responsabilidad última que, por su naturaleza, no puede ser asegurada, ni capitalizada, ni convertida en renta salarial. El beneficio emerge de la naturaleza inherente y absolutamente imprevisible de las cosas, emerge del hecho contundente de que los resultados de la actividad humana no pueden anticiparse y de que incluso el cálculo probabilístico es imposible o un sinsentido”. Para Knight, la categoría de beneficio hace referencia al beneficio que se obtiene por encima de la tasa de retorno media sobre el resto del capital, esto es, hace referencia a un beneficio de tipo extraordinario, que emerge de gestionar la incertidumbre económica mejor que el resto de agentes: “El beneficio es el residuo restante después de pagarles a todos los factores productivos el precio determinado por la puja marginal del conjunto de los empresarios. Este residuo no es un residuo de la producción, sino el margen de error de cálculo de los empresarios y no empresarios que no lograron que los empresarios exitosos pagaran tanto por los factores productivos como podrían haber pagado”.
Justamente, este último concepto es la clave de la concepción del beneficio empresarial de Knight: el no pagar a los factores productivos tanto cómo se les podría haber pagado. O expresado de otro modo: “Las rentas de los factores productivos le vienen dadas al empresario por la puja competitiva o marginalista que efectúan el conjunto de empresarios por la oferta de cada factor productivo. Que algún individuo en particular escoja ser empresario o no depende de su expectativa (suficiente como para actuar con convicción) de que puede generar un valor superior a los costes que le han sido fijados por la expectativa de valor que otras personas creían poder generar”. Lo que Knight en el fondo está manejando es un concepto de descuento de las rentas futuras en el presente, aunque tamizado por su visión de que el interés derivaba de la productividad del capital: los empresarios van pujando por los factores productivos hasta que su coste rebasa aquel máximo que de forma arriesgada están dispuestos a asumir (o, desde la perspectiva de Knight: los empresarios más hábiles pueden usar más productivamente a los factores que contratan a un coste fijo). Por ejemplo, si un empresario estima muy incierto que, contratando a un trabajador, logre en un año ingresos monetarios de 1.000 um, no estará dispuesto a abonarle un salario muy elevado (verbigracia, 700 um), ya que en caso contrario estaría soportando una enorme incertidumbre económica a cambio de nada; si, por el contrario, otro empresario cree conocer un método muy seguro de lograr un ingreso anual de 1.000 um, el precio máximo al que estará dispuesto a pujar por el trabajador se incrementará (verbigracia, 950 um). Fijémonos que, aun cuando se trate de un intercambio intertemporal (renta presente a cambio de renta a un año), la clave de la variación del descuento reside esencialmente en la distinta percepción de la incertidumbre de uno y otro empresario.
Así, el descuento implicado en el intercambio de rentas inciertas y rentas ciertas a través de la acumulación de riqueza supone la existencia de un diferencial o interés entre ambas, tal como también lo suponía el intercambio de rentas presentes por rentas futuras. Se hace necesario, pues, incluir una segunda dimensión entre los determinantes del tipo de interés: la aversión al riesgo. Cuanto menos fobia al riesgo posea un individuo, más estará dispuesto a pagar para adquirir rentas inciertas; asimismo, cuanto más mejore su comprensión de la realidad y menos arriesgado repute el participar en ciertos intercambios, menos inciertas le parecerán las rentas y, por tanto, menor descuento les aplicará.
La prima de liquidez
Como ya tuvimos ocasión de analizar en la lección 2, los mercantilistas atribuían el fenómeno del interés al atesoramiento de dinero. Aunque los economistas clásicos lograron desterrar esta concepción sobre la naturaleza del interés del centro del debate económico, la idea nunca llegó a desaparecer por entero, hasta el punto de que durante el siglo XX terminó por convertirse en dominante.
El primer gran economista que en el s. XX contribuyó a reavivar esta tradición mercantilista sobre el interés fue Joseph Schumpeter en su libro The Theory of Economic Development (1911 [1934]), quien, como luego desarrollaremos, explicaba el interés como la remuneración empresarial al poder adquisitivo atesorado por los capitalistas. Pero, sobre todo, el economista que más decisivamente resucitó la visión mercantilista del interés fue John Maynard Keynes en su Teoría General de la ocupación, el interés y el dinero (1936). Y aun cuando, en términos generales, la teoría keynesiana del interés sea errónea por tremendamente incompleta, de su derivación se desprende el último de los componentes que integran el fenómeno del interés: la prima de liquidez.
Según Keynes, todas las doctrinas que pretenden derivar el interés a partir de la preferencia temporal yerran en tanto en cuanto olvidan que, una vez el agente económico ha decido en función de su preferencia temporal qué porcentaje de su renta decide no consumir, debe posteriormente escoger qué porcentaje de ese ahorro lo mantiene en forma líquida y cuál lo destina a ejecutar intercambios intertemporales. Es esa segunda decisión, que no depende de la preferencia temporal sino de lapreferencia por la liquidez, la que a juicio de Keynes determina verdaderamente el interés:
El error de las teorías más aceptadas sobre el interés reside en pretender derivar la preferencia temporal psicológica únicamente de la propensión a ahorrar, olvidándose de la preferencia por la liquidez. Un error que debe ser reparado.Debería ser obvio que el tipo de interés no puede ser un retorno por ahorrar o por esperar sin más. La persona que mantiene sus ahorros en saldos de tesorería no obtiene ningún interés, aun cuando ahorra tanto como quien los invierte. (…)Siendo el tipo de interés una recompensa por desprenderse de la liquidez, constituirá una medida de la renuencia de desprenderse del control líquido sobre el dinero por parte de quienes lo poseen. El tipo de interés no es el precio que equilibra la demanda de recursos para invertir con la predisposición de abstenerse de consumir. Es el precio que equilibra el deseo de mantener la riqueza en forma de tesorería con la cantidad disponible de tesorería (lo que implica que si el tipo de interés fuera demasiado bajo y, por tanto, se redujera la recompensa de renunciar a la liquidez, la cantidad agregada de tesorería que el público desearía mantener en tesorería excedería la oferta y si, en cambio, el tipo de interés aumentara, habría un excedente de caja que nadie querría mantener). Si esta explicación es correcta, los dos factores que determinarán el tipo de interés existente serán la cantidad de dinero y la preferencia por la liquidez.
Para Keynes, los motivos que pueden llevar a los ahorradores a atesorar en lugar de a invertir son básicamente tres: la demanda de dinero con motivo de transacción, la demanda con motivo de precaución y la demanda con motivo de especulación. De las tres, Keynes otorga especial importancia a la demanda especulativa: cuando una parte importante de los tenedores de bonos considere que los tipos de interés van a subir en el futuro, optarán por atesorar dinero en lugar de invertirlo en activos financieros, lo que incrementará los tipos de interés del dinero o, al menos, impedirá que se reduzcan más. La teoría keynesiana, pues, establece una relación directamente proporcional entre tipos de interés y preferencia por la liquidez: a más preferencia por la liquidez, mayor tipo de interés (ya que si el tipo de interés no cubre la prima de liquidez, el inversor preferirá atesorar).
Años más tarde, James Tobin le proporcionó a la preferencia por la liquidez una base teórica más general dentro del marco keynesiano: en su artículo, Liquidity Preference as Behaviour Toward Risk (1958), Tobin sostiene que no es necesario explicar la preferencia por la liquidez apelando, como hacía Keynes, a ciertas hipótesis sobre las expectativas de los inversores (en concreto, que parte de la comunidad inversora esperara que los tipos de interés futuros serán superiores a los tipos de interés actuales). Tobin, en cambio, justifica la preferencia por la liquidez en la incertidumbre de los inversores sobre cuáles serán los tipos de interés futuros: el dinero es un activo financiero libre de riesgo que integrará —en mayor o menor medida— la cartera de los inversores en un determinado porcentaje porque posee la ventaja de ser inmune a cualquier cambio en los tipos de interés; de ahí que la única forma de inducir a los inversores a que infraponderen el activo financiero “dinero” dentro de sus carteras (y a que sobreponderen el peso de los otros activos financieros) sea mediante aumentos en el tipo de interés del resto de activos financieros: es decir, sólo si los tipos de interés cubren la preferencia por la liquidez, el inversor optará por degradar su liquidez invirtiendo en activos financieros.
Como decíamos y expondremos más adelante, la teoría keynesiana del interés es errónea, pero lo es por incompleta, esto es, por considerar que los tipos de interés sólo dependen de la prima de liquidez, olvidándose de la prima temporal y de la prima por riesgo. Pero, en cualquier caso, lo cierto es que la prima de liquidez sí integra el wacc: un individuo tremendamente adverso a degradar su liquidez, puede estar dispuesto a renunciar a rentabilidades estratosféricas a cambio de mantenerse líquido. Por ejemplo, si el wacc de todas las inversiones fuera del 50% como consecuencia de una elevada prima por la liquidez, la TIR de cualquier inversión no podría bajar del 50%: sería un caso en el que el ahorrador marginal determina un tipo de interés muy alto debido a, en esencia, una alta preferencia por la liquidez.
En realidad, la preferencia por la liquidez podría explicarse como una combinación entre la preferencia temporal y la aversión al riesgo: uno prefiere estar más o menos líquido en función del momento futuro en el que desee efectuar sus gastos y de la certeza con la que desee realizarlos. Sin embargo, puede ser interesante desde un punto de vista analítico diferenciar la preferencia por la liquidez de la preferencia temporal y de la aversión al riesgo para separar aquella parte de la prima temporal y de la prima de riesgo que depende específicamente de un riesgo muy específico: el riesgo de no poder convertir tu riqueza en renta antes de lo previsto (esto es, el riesgo de no poder deshacer anticipadamente tu inversión). Así, llamaremos prima de la liquidez a aquella rentabilidad mínima que exige el ahorrador no por posponer la satisfacción de sus necesidades (preferencia temporal) o por verlas frustradas definitivamente (aversión al riesgo), sino por la dificultad para modificar a posteriori su plan de acción antes de que concluya el plazo al que originalmente se invirtió; es decir, llamaremos prima de liquidez a la rentabilidad mínima exigida como consecuencia de la aversión a un riesgo específico: el riesgo de que la preferencia temporal o la aversión al riesgo del agente cambien después de que se haya comprometido con la inversión.
Nótese que el cambio en la preferencia temporal o en la aversión al riesgo del agente puede venir motivada por cambios en la preferencia temporal o en la aversión al riesgo de otros agentes: si, por ejemplo, los inversores futuros están dispuestos a pagar tipos de interés más elevados porque desean controlar capital con más urgencia, el ahorrador individual que ha comprometido su capital a inversiones a largo plazo de bajo rendimiento, querrá deshacerse de esa inversión para reinvertir su capital a tipos de interés más altos, no podrá proporcionarles ese capital salvo asumiendo un coste elevado para deshacer anticipadamente su inversión de bajo rendimiento. En este sentido, la incertidumbre sobre los tipos de interés futuros (sobre la preferencia temporal y aversión al riesgo de otros agentes) sirve también para explicar la preferencia por la liquidez (siguiendo la estela de Tobin), si bien no será su único motivo: en general, todo aquello que pueda inducir al ahorrador a querer modificar ex post su plan de inversión, le motivará a valorar la liquidez.
Así pues, la prima de liquidez dependerá de dos factores: por un lado, la probabilidad esperada por el agente de querer modificar sus planes de inversión en el futuro (a menor probabilidad, menor prima de liquidez; a mayor probabilidad, mayor prima de liquidez); por otro, del quebranto esperado que derive de esa modificación (a menor quebranto esperado, menor prima de liquidez; a mayor quebranto esperado, mayor prima de liquidez). Ahora bien, tal como estudiaremos en la lección 8, no todos los motivos que pueden conducir a una rebaja de la prima de liquidez serán agregadamente consistentes: en particular, si todos los agentes reducen su prima de liquidez porque sus expectativas de modificar sus planes de inversión son erróneamente bajas (por ejemplo, porque esperan que sus planes de inversión sean más exitosos de lo que realmente serán) o, en su caso, sus expectativas sobre el coste de modificarlas son erróneamente reducidas (porque, por ejemplo, esperan poder endosar sus activos a un tercero), es obvio que, llegado el caso de que todos necesiten mejorar su liquidez, no todos podrán hacerlo, frustrándose buena parte de sus planes de negocio.
El cambio en el poder adquisitivo del patrón monetario
Hasta el momento, hemos supuesto que el patrón monetario en el que efectuábamos el intercambio entre renta presente cierta y renta futura incierta mediado por una riqueza ilíquida mantenía su poder adquisitivo constante, pero esto no tiene por qué ser así. En este sentido, sabido es que la depreciación del patrón monetario de una deuda perjudica al acreedor y beneficia al deudor (ya que el deudor le devuelve al acreedor un bien menos valioso del que recibió originalmente), mientras que la apreciación del patrón monetario beneficia al acreedor y perjudica al deudor (ya que el deudor le devuelve al acreedor un bien más valioso del que recibió originalmente).
Ahora bien, precisamente por lo anterior, si el ahorrador prevé inflación o deflación en el poder adquisitivo del patrón monetario, exigirá un tipo de interés nominalmente superior o inferior al que requeriría en ausencia de cambios esperados en el poder adquisitivo del patrón monetario. Irving Fisher fue el primer economista en descubrir que esta prima de inflación esperada sería incorporada al tipo de interés de mercado en lo que posteriormente se ha conocido como “la ecuación de Fisher”: a saber, el tipo de interés nominal en el mercado (i) será igual tipo de interés real que prevalecería si el dinero mantuviera su valor (r) más la prima de inflación (o deflación) esperada ().
Tal como lo dejó escrito Fisher en La teoría del interés (1930): “El tipo de interés nominal y el tipo de interés real son normalmente idénticos; es decir, los dos coincidirán cuando el poder adquisitivo del dólar en relación con el coste de la vida se mantenga constante o estable. Cuando no lo sea, el tipo de interés recogerá en cierta medida la apreciación o depreciación”. Así pues, la prima de inflación o deflación esperada deberá ser incorporada a la determinación del tipo de interés de mercado.
Pero lo más interesante del razonamiento de Fisher no es tanto que descubriera el concepto de prima por inflación o deflación esperada, sino cómo llegó a él. En este sentido, Fisher reflexiona acerca de cómo se determinarían los tipos de interés de dos bienes distintos que variaran de valor entre sí. Por ejemplo, uno podría plantearse cuáles son las interrelaciones entre el tipo de interés del oro y el tipo de interés de los tomates (cuántas toneladas de tomates futuros se ofrecen por una determinada cantidad de tomates presentes), sobre todo cuando el precio relativo entre el oro y los tomates cambia. Y, básicamente, la conclusión a la que llega Fisher es que la prima temporal y de riesgo de ambos bienes sería la misma, pero que sus tipos de interés diferirían por la apreciación relativa de uno sobre otro (la prima de inflación o deflación): “Si el patrón monetario siempre se mantuviera estable con respecto al resto de los bienes, el l tipo de interés expresado en términos de dinero sería el mismo que el expresado en forma de bienes. Por el contrario, cuando el dinero y los bienes cambian de valor con respecto al otro —en otras palabras, cuando el patrón monetario se aprecia o deprecia en términos de los bienes— los tipos de interés del dinero y de los bienes serán bastante distintos y, además, el tipo de interés monetario se verá influido por la apreciación o la depreciación”.
Por ejemplo, si 100 onzas de oro presentes se intercambian hoy por 100 toneladas de tomates y, a su vez, se intercambian por 105 onzas dentro de un año, esas 100 toneladas de tomates se intercambiarán por 105 toneladas de tomates futuros siempre que asumamos que el precio de los tomates en términos de oro no variará durante ese año. En tal caso, podríamos decir que el tipo de interés del oro expresado en oro es del 5% y que el tipo de interés de los tomates expresado en tomates es, también, del 5%. Nótese que si, bajo estas condiciones, el tipo de interés del oro se situara en el 2% y el de los tomates en el 5%, habría un arbitraje entre ambos que los llevaría a igualarse: los inversores pedirían prestado oro 100 onzas de oro hoy al 2% y las utilizarían para comprar 100 toneladas de tomates presentes que, inmediatamente, entregarían en préstamo para recibir 105 toneladas de tomates en un año, las cuales podrían ser vendidas por 105 onzas de oro, suficiente como para amortizar la deuda de 102 onzas de oro; por esta vía, el precio presente de los tomates aumentaría y su precio futuro se reduciría, estrechándose el interés (asimismo, el precio poder adquisitivo del oro presente bajaría y el del oro futuro subiría). Lo mismo cabría decir con respecto a qué sucedería si el tipo de interés de los tomates cayera al 2% y el del dinero se mantuviera en el 5%: el inversor pediría prestadas 100 toneladas de tomates, las vendería por 100 onzas de oro, prestaría esas onzas de oro al 5% y, al cabo de un año, usaría las 105 onzas de oro para recomprar 105 toneladas de tomates con las que amortizar su préstamo de tomates.
Ahora bien, si los precios relativos de los bienes se espera que cambien, la igualdad nominal entre los tipos de interés ya no se mantendrá. Por ejemplo, si se espera que dentro de un año 100 toneladas de tomates tengan un precio de 102 onzas de oro, el tipo de interés nominal del oro y de los tomates ya no coincidirá en el 5% en ambos casos. En tal circunstancia, el tipo de interés de los tomates tendrá que corregirse a la baja por su apreciación con respecto al oro y el tipo de interés del oro tendrá que corregirse al alza por su depreciación con respecto a los tomates. Verbigracia, el tipo de interés del oro podría elevarse del 5% al 7%, de manera que al vender las 105 toneladas de tomates dentro de un año se obtuvieran 107 onzas de oro con las que amortizar el préstamo.
En ambos casos, habrá una divergencia entre el tipo de interés del oro (7%) y el de los tomates (5%), que se corresponderá con la prima de inflación o deflación esperada. Otra opción sería que el tipo de interés de los tomates se redujera del 5% al 3%, de manera que la venta de 103 toneladas de tomates en un año proporcionara 105 onzas de oro. En equilibrio, cualquiera de estas dos divergencias terminaría necesariamente desapareciendo: si el precio de 100 toneladas de tomates se quedara permanentemente en 102 onzas de oro, 100 onzas de oro presentes podrían comprar sólo 98 toneladas de tomates: por tanto, un intercambio de 100 onzas de oro presente por 105 onzas de oro futuras proporcionaría el mismo tipo de interés (5%) que el intercambio ente 98 toneladas de tomates presentes por 103 toneladas de tomates futuras. Por eso, una vez la apreciación o depreciación del patrón monetario se detiene, el tipo de interés nominal vuelve a coincidir con el real para un mismo patrón monetario.
A primera vista, las implicaciones de este descubrimiento parecerían ser muy revolucionarias. Como expuso Fisher: “En teoría, existen tantos tipos de interés expresados en términos de bienes como clases de bienes que divergen de valor entre sí”. Sin embargo, Fisher no le concedió mayor importancia al asunto: cuál sea el tipo de interés de los tomates en términos de tomates o de las fresas en términos de fresas tenía escasa importancia allí donde el dinero actuaba como patrón monetario y donde, por consiguiente, todos los tipos de interés de todos los bienes se referenciaban en dinero: “El principio de que el interés depende del patrón monetario en el que está establecido sería más evidente si fuera habitual hacer préstamos en términos de otros patrones distintos al dinero. Pero la práctica habitual es que el tipo de interés se exprese en los contratos de préstamo en términos de dinero y que rara vez se traduzca a otros bienes, salvo después de que el préstamo haya vencido, cuando ya es tarde para estipular compensaciones por la apreciación o depreciación del dinero. Si el tipo de interés monetario se ajustara de manera perfecta a las variaciones de su poder adquisitivo (o, lo que es lo mismo, si esas variaciones fueran conocidas de antemano de manera perfecta y por todos), esta relación no tendría importancia práctica alguna y su relevancia quedaría circunscrita al ámbito de la teoría”. Es decir, un patrón monetario asentado en el dinero permite unificar las primas temporales (y de riesgo) de todos los bienes económicos, debiendo únicamente corregirse la apreciación y depreciación del patrón monetario en el que se expresan esas primas temporales.
Como vemos, pues, Fisher le atribuyó una escasa relevancia práctica a su descubrimiento, más allá de los problemas que puedan surgir a la hora de anticipar las variaciones del poder adquisitivo del dinero. Y, sin embargo, pocos años después de que Fisher formalizara su hallazgo, uno de los debates intelectuales de mayor enjundia durante la década de los 30 se centró en la incomprensión y mala interpretación de este enunciado de Fisher: nos referimos al debate entre Piero Sraffa y Friedrich Hayek en torno a los tipos de interés naturales.
El economista austriaco Friedrich Hayek construyó su teoría del ciclo económico (de la que hablaremos más extensamente en la lección 8) sobre el concepto de “tipo de interés natural”, que tomó prestado de Knut Wicksell. Tal como resumió Hayek enPrecios y producción (1931): “La teoría de Wicksell afirma lo siguiente: si no fuera por las distorsiones monetarias, el tipo de interés se determinaría de tal manera que la oferta y la demanda de ahorros se igualaran. Yo prefiero denominar a este tipo de interés como ‘el tipo de interés de equilibrio’, si bien Wicksell lo llamaba tipo natural. En una economía monetaria, el tipo de interés monetario no coincidirá con el tipo de interés natural porque la demanda y oferta de capital no se producen en su forma natural, sino en la forma de dinero; un bien cuya cantidad puede ser modificada arbitrariamente por los bancos”. En otras palabras, Wicksell entendía por tipo de interés natural aquel que simplemente reflejaba la prima temporal en los intercambios (como luego veremos, Wicksell hacía depender erróneamente esa prima temporal de la productividad marginal del capital, pero ahora mismo esto no resulta relevante).
Básicamente, lo que Wicksell y Hayek estaban diciendo era que la variación de la oferta y demanda de dinero (manipulable según ellos a través del crédito bancario) conduciría a la estructura de tipos de interés a una situación de desequilibrio (que para Hayek sería la causa última del ciclo económico). Dicho de otra manera, Wicksell y Hayek pensaban, como Fisher, que las variaciones del poder adquisitivo del dinero harían divergir el tipo de interés de mercado (o tipo de interés nominal) del tipo de interés natural (o tipo de interés real). Ahora bien, el modo en el que Hayek expresó y desarrolló esta idea fue muy desafortunado: primero, porque confundió oferta de dinero con oferta de crédito (siguiendo los errores de la Escuela Monetaria) y segundo, y principal, porque equiparó tipo de interés natural con el tipo de interés que prevalecería en una economía no monetaria (esto es, en una economía en la que todos los intercambios intertemporales se produjeran en especie) y consideró que ese tipo de interés natural podría ser como referencia de equilibrio económico para los cambios desequilibrantes de la cantidad de dinero en una economía monetaria.
Fijémonos en el error de Hayek: que, gracias al arbitraje, la prima temporal y de riesgo que impregna todos los intercambios intertemporales sea única (y, si lo queremos, “natural”) no significa que el tipo de interés de mercado de todos los bienes sea único en situaciones de desequilibrio no necesariamente causadas por cambios en la cantidad de dinero. Cuando cambie la oferta o la demanda de algún bien, su precio relativo con respecto a los demás cambiará y su tipo de interés propio deberá considerar el cambio de su poder adquisitivo con respecto al resto de los bienes (prima de inflación o deflación esperada). Esta idea, que estaba bien desarrollada e hilada en la obra de Fisher, no estaba adecuadamente expuesta en la obra de Wicksell, sobre la que Hayek elaboró sus ideas y, al hacerlo, el economista austriaco dejó un enorme flanco abierto a la crítica, que rápidamente fue aprovechado por el italiano Piero Sraffa. Ciertamente, y como ahora veremos, la crítica de Sraffa fue deshonesta, ya que éste era un error casi irrelevante para el modelo hayekiano (cuyo estudio pretendía analizar cómo el crédito bancario podía distorsionar las primas temporales y de riesgo, descoordinando a ahorradores e inversores, con independencia del efecto que ello pudiera tener sobre el valor del patrón monetario), pero Hayek fue muy poco prudente a la hora de dejar ese importante flanco al descubierto.
En concreto, en Dr. Hayek on Money and Capital (1932), Sraffa le reprochó a Hayek que no existía un tipo de interés natural que fuera único para todos los bienes y que, por consiguiente, cualquier alteración de la oferta o de la demanda particular de un bien alteraría a su vez el tipo de interés natural de ese bien:
Una confusión básica [de Hayek] es su idea de que las divergencias entre tipos de interés sólo pueden darse en una economía monetaria: una confusión que está implícita incluso en la terminología que adopta, donde identifica el tipo de interés “vigente en el mercado” con el “monetario” y el tipo de “equilibrio” con el “natural”. Si el dinero no existiera, y los préstamos se efectuaran en forma de toda clase de mercancías, habría un único tipo de interés que satisfaría las condiciones de equilibrio, pero podría haber en cada momento tantos tipos de interés naturales como mercancías, aun cuando esos tipos de interés naturales no fueran de equilibrio. La actuación “arbitraria” de los bancos no es en absoluto necesaria para que se materialice esa divergencia; si los préstamos se hicieran en trigo y los agricultores “modificaran arbitrariamente” la cantidad de trigo producida, el tipo de interés vigente en el mercado para los préstamos en trigo divergiría del tipo de interés del resto de las mercancías y no habría un único tipo de interés de equilibrio.(…)En equilibrio, todos los tipos de interés naturales (o en especie) son iguales entre sí y, a su vez, iguales al tipo de interés monetario. Pero si, por cualquier razón, la oferta o la demanda de una mercancía no están en equilibrio (esto es, si su precio de mercado excede o cae por debajo de su coste de producción), sus precios presente y futuro divergirán y el tipo de interés natural de esa mercancía será distinto del tipo de interés natural del resto de mercancías.(…)En aquellos momentos en los que la producción se incrementa debido a un aumento del ahorro, no existe algo así como un tipo de interés de equilibrio (o único o natural), de manera que el tipo de interés monetario no puede ser igual o inferior al mismo: el tipo de interés “natural” de los bienes de inversión, cuya demanda se ha incrementado, será mayor que el tipo de interés “natural” de los bienes de consumo, cuya demanda se ha reducido relativamente.
Como ya hemos comentado, la crítica de Sraffa era injusta, pues era una manera de evitar entrar en el fondo de la cuestión atacando la forma. Lo que Hayek debería haberle respondido a Sraffa es que, como el propio Sraffa admitía, en equilibrio los tipos de interés de todos los bienes son iguales; que los tipos de interés naturales divergirán fuera del equilibrio, y lo harán según su prima de apreciación o depreciación esperada; que estas divergencias pueden ser meramente transitorias (cambios en las preferencias o en las condiciones productivas que desaparecen antes de que el ahorrador pueda modificar su posición inversora) o estructurales (cambios en las preferencias o en las condiciones productivas que permanecen después de que el ahorrador pueda modificar su posición inversora); que las divergencias transitorias no modificarán la estructura de inversión de una economía y las estructurales sí; que un aumento del ahorro debido a la reducción de la prima temporal o de riesgo supone una divergencia estructural que se plasmará en un cambio en la estructura de inversión (los ahorradores financiarán proyectos más intensivos en tiempo o en riesgo); y que el problema que criticaba Hayek en Precios y producción es que la provisión excesiva de crédito bancario alterará el tipo de interés del dinero sin que la prima temporal o de riesgo hubiesen cambiado y que, en consecuencia, ese desequilibrio en el precio del crédito permeará por toda la estructura de inversión y la modificará en una dirección insostenible e inconsistente con las preferencias de los ahorradores.
Si Hayek no tomó esa senda, que habría desactivado por entero la crítica de Sraffa, fue, primero, porque no había interiorizado adecuadamente la teoría del interés de Fisher; y, segundo, porque Hayek, siguiendo a la Escuela Monetaria, optó por definir “exceso de crédito bancario” en función de si el tipo de interés adoptaba un nivel “artificialmente bajo” cuando, por el contrario, debería haber definido “tipo de interés artificialmente bajo” en función de si la banca proporcionaba o no un exceso de crédito (para lo cual Hayek debería haber estudiado más de cerca a Adam Smith y a la Escuela Bancaria, los cuales sí poseían una teoría, la Doctrina de las Letras Reales, sobre cuáles eran los límites prudentes de la provisión de crédito).
Así las cosas, Hayek tomó la peor senda posible: enredarse en la trampa dialéctica que hábilmente le había tendido Sraffa. Así, en Money and Capital: A Reply (1932), Hayek replicó: “Creo que puede decirse que, en una economía no monetaria, no habría un único tipo de interés aplicable a todas las mercancías y que, al tiempo, satisficiera las condiciones de equilibrio, pero creo que podría haber, en cualquier momento, tantos tipos naturales de interés como mercancías y que todos ellos serían tipos de interés de equilibrio, afectando todos ellos a la vez la oferta presente y futura de todas las mercancías (…). Pero el único punto crucial aquí es el de determinar si el desequilibrio de alguna de estas tasas naturales de alguna mercancía puede acarrear efectos siquiera parecidos a los de una divergencia entre el tipo de interés del equilibrio del dinero y su tipo de mercado como consecuencia de un aumento de su oferta. Y creo que es posible que este cambio “artificial” tenga unas consecuencias que no pueden predicarse de ningún otro cambio en el tipo de interés de ninguna otra mercancía”.
Aparentemente, lo que Hayek quería decir es que en una economía no monetaria no habría un patrón objetivo y único en el que expresar los tipos de interés nominales y que, por consiguiente, podríamos tener tantos tipos nominales como patrones monetarios. Ahora bien, el asunto clave que Hayek no remarcó fue que el tipo de interés real (determinado exclusivamente por la prima temporal y de riesgo) sí sería idéntico en todas las mercancías, una vez eliminada la diferencia en los precios. Y, al no hacerlo, Sraffa lo tuvo muy sencillo para destrozar a Hayek con un nuevo juego de palabras en Money and Capital: A Rejoinder (1932): “El Dr. Hayek reconoce ahora que existen multiplicidad de tipos de interés naturales, pero no tiene nada más que decir salvo que ‘todos serían tipos de equilibrio’. El único significado (si es que puede usarse esta palabra) que puedo atribuirle a esta máxima de política monetaria es que, en su opinión, el tipo de interés monetario debe ser simultáneamente igual a todos estos tipos de interés naturales”.
En realidad, y como expondremos en la lección 8, la máxima de política monetaria debería ser la de no manipular las primas temporales y de riesgo de los tipos de interés con una provisión de crédito que no encaje con las preferencias temporales y de riesgo expresadas por los ahorradores. Pero Hayek, por desgracia, no había llegado a desarrollar suficientemente este punto y la crítica de Sraffa hizo que multitud de economistas se alejaran de sus prometedoras y ricas ideas a propósito del ciclo económico (suele considerarse que el declinar de la influencia de Hayek dentro de la London School of Economics comienza con la crítica de Sraffa).
Paradójicamente, quien salió años más tarde al rescate de la postura hayekiana en este debate fue John Maynard Keynes, a petición de quien Piero Sraffa había escrito su crítica contra Hayek (pues el libro de Hayek, Precios y Producción, rivalizaba en influencia intelectual con El tratado del dinero de Keynes). En La Teoría General de la ocupación, el interés y el dinero (1936), Keynes proporciona una explicación muy sencilla —y fisheriana— al acertijo de multiplicidad de tipos de interés naturales postulado por Sraffa:
Podemos usar cualquier mercancía que escojamos para calcular la rentabilidad esperada de un activo, por ejemplo el trigo; la eficiencia marginal de ese activo en términos de trigo nos la proporciona el tipo de descuento que iguala el valor presente de sus flujos futuros de caja en términos de trigo al precio de mercado del activo en términos de trigo. Si no se espera cambio alguno en el valor relativo de dos patrones monetarios, entonces la eficiencia marginal del capital de un activo será la misma con independencia del patrón monetario que escojamos, ya que el numerador y el denominador de la ratio que nos proporciona la eficiencia marginal del capital se verían alterados en el mismo porcentaje. Si, en cambio, uno de los patrones monetarios se espera que cambie de valor con respecto al otro, la eficiencia marginal del capital de los activos cambiaría en un mismo porcentaje, según cuál sea el activo en el que lo midamos. Tomemos como ejemplo el sencillo caso de un patrón monetario alternativo como el del trigo, el cual se espera que se aprecia a una tasa ; la eficiencia marginal del capital de un activo, que sería del por ciento en términos de dinero, será del por ciento en términos de trigo. Dado que las eficiencias marginales del capital de todos los activos se modificarían en la misma magnitud, podemos concluir que su orden de magnitud sería idéntico con independencia del patrón que seleccionemos.
En efecto, Keynes simplemente repitió la conclusión a la que ya había llegado Fisher, y que su discípulo Piero Sraffa distorsionó para atacar los planteamientos hayekianos. Igualmente, desde el lado de los discípulos de Hayek, el anterior error de Sraffa terminó siendo clarificado con sobrada elocuencia. Por ejemplo, Ludwig Lachmann en Austrian Economics under Fire(1986):
En una economía de trueque y con libre competencia, el arbitraje tendería a establecer un único tipo de interés. En caso contrario, si el tipo de interés del trigo fuera superior al de la cebada, sería rentable pedir prestado cebada para prestar trigo. El arbitraje entre mercados tendería a establecer un único tipo de interés de equilibrio en el mercado de préstamos, de manera que no fuera más provechoso prestar trigo que cebada, en términos de una tercera mercancía que actuara como numerario (por ejemplo el acero). Esto no significa que todos los tipos de interés propios de cada mercancía deban ser los mismos, pero las disparidades que haya entre ellas se compensarán por sus disparidades en sus precios forward. El caso es idéntico al arbitraje internacional en los mercados monetarios, donde las diferencias entre los tipos de interés en monedas locales son compensadas por las disparidades en los tipos de cambio forward.
En efecto, agotadas las oportunidades de arbitraje, los tipos de interés entre mercancías se determinan de la misma manera que los tipos de interés entre divisas. Actualmente, por ejemplo, la paridad cubierta de tipos de interés entre divisas es generalmente aceptado que se determina del siguiente modo:
Por ejemplo, si el tipo de interés de un depósito a un año en dólares es del 5% y el tipo de interés de un depósito a un año en euros es del 7%, ello sólo podrá ser así en tanto en cuanto el precio a un año del euro marque una depreciación del 2% frente al dólar. De nuevo, la ecuación de Fisher deja sentirse con toda su fuerza.
Recapitulación: el interés como un conjunto de primas de valor
La clave para la comprensión del fenómeno del interés, tal como lo hemos estudiado en las páginas anteriores, estriba en que la renta presente y cierta posee, por lo general, una prima de valor sobre la renta futura e incierta, y además la riqueza a través de la que se canaliza esa conversión resulta más ilíquida que la renta. Por supuesto, y tal como hemos manifestado, puede darse el caso de que la renta futura sea más valiosa que la renta presente, pero en tal caso la conversión de una a otra o se efectuará directamente —es decir, a través del atesoramiento de dinero— o, si se efectúa indirectamente —es decir, mediante la inversión en activos productivos— igualmente se exigirá un descuento de las rentas presentes frente a las futuras por el riesgo y la iliquidez asumida.
El economista Jörg Guido Hülsmann expresó esta misma idea en su artículo A theory of interest (2002), pero de un modo que acaso resulte más elegante o rigurosa: el interés es el diferencial de valor entre los bienes de orden superior y los bienes de orden inferior. Así, todo intercambio entre un bien de orden superior (un factor productivo) y un bien de orden inferior (un bien de consumo o un factor productivo más cercano al consumo) acarreará un diferencial de valor que será el interés: “El fenómeno que llamamos interés originario es un tipo particular de la familia de los diferenciales del valor que existe entre elecciones alternativas. Cuando decide, el ser humano demuestra sus preferencias: prefiere aquello que hace a aquello que podría haber hecho. Este diferencial de valor se halla presente en toda acción humana: la acción que se realiza es más valiosa, a ojos del ser humano, que aquella que ha renunciado a realizar. (…) El interés originario es el spread fundamental entre el valor de los fines y el valor de los medios que sirven para lograr ese fin”.
Hülsmann, sin embargo, no llegó a tasar los determinantes de ese spread de valor entre medios y fines. Resumiendo la mejor literatura al respecto, empero, podemos señalar que ese spread dependerá de la prima temporal, de la prima de riesgo y de la prima de liquidez. Es decir, el interés que determinará el coste del capital (wacc) será la suma de tres diferenciales de valor derivados de la preferencia temporal, la aversión al riesgo y la preferencia por la liquidez:
A su vez, este interés deberemos corregirlo por la apreciación o depreciación del patrón monetario en el que lo expresemos. Esa apreciación o depreciación (que permite hacernos pasar del interés real al interés nominal) no forma estrictamente parte del fenómeno del interés, porque es una alteración vinculada al cambio de valor del patrón en el que se expresa el interés, pero sí debemos tenerlo en cuenta a la hora de explicar la determinación del tipo de interés en el mercado.
La simplicidad de la definición de Hülsmann permite ver con claridad que el interés estará presente no ya en todos los intercambios intertemporales, sino en todo intercambio entre bienes económicos que implique, para alguna de las partes, un alejamiento subjetivo de la consecución de sus fines. Así, cuando el agente vea incrementar subjetivamente los riesgos o el tiempo de espera hasta la satisfacción de sus necesidades, exigirá una prima de valor para efectuar ese intercambio (prima de valor que sólo será observable en los precios monetarios de ambos bienes intercambiados). Esta prima, pues, no sólo podría emerger en los bienes presentes con respecto a los futuros, sino también en los bienes futuros con respecto a los presentes si es que una disposición más temprana del bien nos aleja de alcanzar nuestro fin (cuestión distinta es que el atesoramiento de dinero permita trasladar rentas del presente al futuro y, por tanto, fije un tipo de interés mínimo).
Lo anterior significa que, como ya hemos manifestado, aun cuando la preferencia temporal del agente dentro de un intercambio en particular fuera nula, el tipo de interés podría ser positivo si sus dos otros componentes lo son. Por ejemplo, un agente económico puede valorar mucho más sus fines vitales dentro de un año que los actuales, de modo que su preferencia temporal por disponer de su tesorería antes de un año será nula; eso no significa, sin embargo, que el tipo de interés de mercado derivado de prestar esa tesorería vaya a ser inexistente, ya que en todo caso subsistirá la prima de riesgo (la posibilidad de no recuperar el capital) y la prima de liquidez (la posibilidad de no poder deshacer tempranamente la posición inversora). Además, tampoco hay que olvidar que, aun cuando las preferencias intertemporales del ahorrador lleven a una prima temporal nula (es decir, aun cuando el ahorrador prefiera el futuro al presente), como la demanda de ahorro para ser invertido probablemente supere el ahorro disponible para ello, la prima temporal podría igualmente ser positiva: dicho de otro modo, aunque las causas primera y segunda de Böhm-Bawerk puedan determinar una prima temporal nula, la tercera causa muy probablemente terminará determinando una prima positiva ejerciendo indirectamente su influencia sobre las otras dos.
Por eso, sólo en circunstancias excepcionales y ajenas el buen funcionamiento de una economía capitalista, será posible que el tipo de interés resulte negativo. Irving Fisher ofrecía en La teoría del interés (1930) un ejemplo de cuándo esto podía suceder: el de los higos imaginarios. Supongamos unos náufragos abandonados en una isla desierta con una cantidad dada de higos y que estos higos se pudren a una tasa conocida del 50% al año; en tal caso, el tipo de interés sólo podría ser del -50% anual: por el lado de la oferta, nadie ofrecería 100 higos presentes para recibir menos de 50 higos dentro de un año (atesorando los higos y dejando que se pudran, tendrá 50 higos en un año); por el lado de la demanda, nadie demandaría 100 higos presentes para entregar más de 50 higos en un año (si puede entregar, por ejemplo, 52 higos dentro de un año es porque hoy ya dispone de, al menos, 104 higos presentes, por lo que no tiene sentido que compre 100 higos presentes a cambio de 52 higos futuros). En tal caso, la TIR negativa (-50%) dominaría por completo la determinación del interés, con una salvedad: si la rentabilidad mínima exigida (wacc) fuera superior al -50%, no es que el tipo de interés de los intercambios intertemporales alcanzara el -50%, sino que simplemente no habría intercambios intertemporales. De ahí que, en el fondo, pueda considerarse que la prima temporal, la prima de riesgo y la prima de liquidez siguen dominando el tipo de interés de equilibrio, aun cuando su determinación pueda venir fijada rígidamente por la TIR.
Con todo, el casoo anterior no sería realmente un buen ejemplo de tipos de interés negativos, ya que el valor de los higos se aprecia intertemporalmente (si efectuamos el intercambio intertemporal es que los higos futuros son más valiosos que los presentes) y, por tanto, lo que realmente tenemos es un tipo de interés nominal negativo como consecuencia de una apreciación del patrón monetario (es decir, el tipo de interés real es menor que la apreciación de los higos).
Un ejemplo más exacto de tipos de interés negativos sería una economía en la que el atesoramiento de dinero estuviera prohibido o altamente penalizado por la inflación y el resto de inversiones productivas exhibieran un muy bajo rendimiento a un alto riesgo; en tal caso, los agentes económicos podrían aceptar efectuar intercambios intertemporales a tipos negativos. Verbigracia, asumamos que sólo existen dos activos financieros: acciones y bonos. Las acciones poseen una TIR esperada del 2% pero su wacc es del 5% (descompuesto en prima temporal del -10%; prima de riesgo del 10% y prima de liquidez del 5%); en cambio, imaginemos que los bonos proporcionan una TIR del -2% y su wacc es del -5% (descompuesto en prima temporal del -10%; prima de riesgo del 3% y prima de liquidez del 2%): en tal caso, los ahorradores escogerán el bono —pese a su tipo de interés negativo— como vía para acceder a rentas futuras (más valoradas que las presentes). La cuestión es que tasas de retorno sobre la inversión tan bajas sólo tienen sentido en entornos esclerotizados donde la capacidad de generación de riqueza haya colapsado en formas de malas inversiones generalizadas cuya corrección no se permite.
Acotado el concepto de interés, queda por resolver otra cuestión: si el tipo de interés de equilibrio depende de la prima temporal, de la prima de riesgo y de la prima de liquidez, ¿hemos de suponer que todos los intercambios intertemporales a cualquier plazo, riesgo y grado de iliquidez tendrán un mismo nivel de equilibrio? No, cada grupo de intercambios intertemporales con un plazo, perfil de riesgo y grado de iliquidez análogo se efectuará a un tipo de interés de equilibrio distinto: es lo que se conoce como curva de rendimientos o la curva de tipos de interés.
La curva de rendimientos
En tanto en cuanto el tipo de interés es el resultado de la prima temporal, de la prima de riesgo y de la prima de liquidez de los ahorradores marginales que transforman su renta presente y cierta en renta futura e incierta, resulta relativamente sencillo de comprender que intercambios intertemporales con distintos plazos, riesgos y grados de liquidez presentarán tipos de interés diferentes. A mayor plazo, mayor riesgo y mayor iliquidez, más alto será el tipo de interés. De esta sencilla proposición emerge lo que en los mercados financieros suele denominarse “curva de rendimientos”, es decir, la representación gráfica entre los distintos plazos posibles de un intercambio intertemporal con perfiles de riesgo análogos y su posibles TIR. La cuestión a plantearse, pues, es si la ciencia económica puede ofrecer alguna explicación teórica sobre la forma que adoptará la curva de rendimientos o si ésta no puede racionalizarse a priori de ningún modo.
En este sentido, la inmensa mayoría de economistas que desarrollaron la teoría del interés se limitaron a asumir que la forma de equilibrio de la curva de rendimientos era su forma aplanada, ya que si la TIR de las inversiones a largo plazo fuera superior a la TIR de las inversiones a corto, asumían que habría un arbitraje entre ellas. De acuerdo con Böhm-Bawerk: “[Si hubiera discrepancias entre los tipos de interés a distintos períodos], los especuladores rápidamente aparecerían y venderían bienes presentes a cambio de bienes futuros a dos años, cubriéndose con la compra de bienes presentes contra la venta de bienes futuros para el año siguiente, renegociando pagar éstos últimos un año después con una segunda compra de bienes presentes contra los bienes futuros del siguiente año (…) En tal caso, será igualmente remunerativo intercambiar bienes presentes contra bienes futuros a un año durante tres años seguidos o intercambiar bienes presentes directamente contra bienes futuros a tres años”. Otros autores tampoco preveían diferencias entre los tipos de interés de distintos activos salvo por la distinta prima de riesgo; así Wicksell (1901): “Los tipos de interés para períodos largos y cortos tienden a equipararse; las diferencias deben imputarse a unas mayores primas de riesgo para los préstamos a largo plazo”; o Knight en Professor Fisher’s Interest Theory: A Case Point (1931): “En un mercado de capitales perfecto y bajo condiciones estáticas, donde no hubiese riesgo y las oportunidades de inversión fueran conocidas, sólo habría un tipo de interés en el mercado, con independencia del plazo del préstamo, el flujo de rentas asociado y otros factores. De hecho, todos los préstamos podrían hacerse sin plazo, ya que todos serían vendibles con inmediatez a un plazo perfectamente definido”.
Las anteriores conclusiones teóricas, empero, casaban mal con la realidad: históricamente se observaban tres regularidades empíricas que la teoría económica no era capaz de explicar adecuadamente. La primera es que, en circunstancias normales, la curva de rendimientos es cóncava ascendiente, esto es, los tipos de interés a largo plazo son superiores a los tipos de interés a corto plazo. Segundo, cuando los tipos de interés a corto plazo son anormalmente elevados, lo habitual es que la curva sea convexa descendiente, esto es, que los tipos de interés a largo plazo sean inferiores a los tipos a corto plazo. Tercero, los tipos de interés a corto y a largo plazo suelen variar en la misma dirección, si bien la volatilidad de los tipos a corto es superior a la de los tipos a largo. Con tal de explicar estas tres regularidades históricas, a lo largo del s. XX aparecieron cuatro grandes teorías económicas que buscaron racionalizarlas, alejándose de quienes ingenuamente pronosticaban que las curvas de rendimiento adoptarían una forma aplanada.
La primera de estas teorías se la ha conocido como “la teoría pura de las expectativas” y fue apadrinada especialmente por el economista Friedrich A. Lutz en su artículo The Structure of Interest Rates (1940). Lutz concebía los tipos de interés a largo plazo “como una especie de media de los tipos de interés a corto plazo futuros”. Así, por ejemplo, el tipo de interés medio anual de un activo con un plazo de vencimiento de tres años (R3) será igual a la media geométrica del producto de los tipos anuales a corto plazo esperados en el año 1, en el año 2 y en el año 3 (r1, r2, r3):
De este modo, cuando los agentes esperen que los tipos de interés futuros a corto plazo vayan a subir, la curva tendrá pendiente positiva y cuando, por el contrario, los agentes esperen que los tipos a corto plazo futuros vayan a bajar, la curva tendrá una pendiente negativa. Asimismo, cuando los agentes esperen que los tipos a corto plazo futuros se vayan a mantener (o cuando la influencia de los que esperen una subida se compense con la influencia de quienes esperen una reducción), la curva se mostrará plana. La razón es sencilla: si el ahorrador a largo plazo espera que los tipos a corto plazo futuros van a subir, le interesará vender su activo a largo plazo y comprar activos a corto plazo, ya que la rentabilidad que cosechará de reinvertir sucesivamente su dinero a corto plazo será superior a la que logrará manteniendo su inversión en el activo a largo plazo; de este modo, los tipos de interés a corto plazo bajarán y los tipos de interés a largo plazo subirán. Asimismo, si espera que los tipos a corto plazos futuros vayan a bajar, lo que hará será vender sus activos financieros a corto plazo para cerrarse una rentabilidad mayor a la prevista adquiriendo hoy activos financieros a largo plazo.
En el fondo, pues, la teoría pura de las expectativas presupone que todos los activos son sustitutos perfectos con independencia de su plazo, de modo que un activo a largo plazo es sólo el resultado de la reinversión de activos a corto plazo. Como dice Lutz: “Asumimos que existe una absoluta habilidad para cambiar de posición entre prestamistas y prestatarios. El prestamista que quiere invertir a, por ejemplo, diez años vista, está igualmente dispuesto a comprar un bono a diez años que a comprar uno a un año y reinvertir su capital durante diez años. Asimismo, el prestamista que quiere prestar sólo para un año, puede igualmente comprar un bono a diez años (o de cualquier otro plazo) y venderlo pasado un año. Lo mismo asumimos para el prestatario”. Lo anterior equivale a decir que la prima temporal anual es idéntica con independencia del plazo del activo financiero y que, por tanto, el mayor o menor tipo de interés de los activos a largo plazo sólo podrá deberse a la expectativa de que la prima temporal cambie en el futuro: a saber, cuando se esperen cambios en los tipos futuros a corto plazo por necesidad afectarán a su media geométrica (al tipo de interés a largo plazo). La teoría es sugerente en la medida en que permite explicar dos de las tres regularidades empíricas, a saber, por qué cuando los tipos de interés a corto son anormalmente altos la curva suele presentar una pendiente descendente (porque las expectativas son que los tipos futuros a corto plazos se ubicarán por debajo de los tipos a corto plazo presentes) y por qué los tipos de interés a corto y a largo plazo se mueven conjuntamente si bien los tipos a corto exhiben una mayor volatilidad (porque los tipos a largo son una media de los tipos a corto y hay arbitraje entre ellos).
Sin embargo, la teoría pura de las expectativas no permite explicar por qué, normalmente, la curva presenta una forma cóncava ascendente: a la postre, no hay motivo para presuponer que las expectativas más habituales son a que los tipos futuros aumentarán. Era necesario, pues, que buscar una explicación a este hecho; y esa explicación había sido presuntamente hallada por John Hicks en su libro Value and Capital, publicado en 1939, esto es, un año antes de que Lutz sistematizara en el artículo anteriormente citado la teoría pura de las expectativas.
En su libro, Hicks desarrolla una versión menos sofisticada que la de Lutz acerca de la teoría pura de las expectativas pero la matiza en un extremo: en general, dice Hicks, los prestamistas prefieren prestar a corto plazo y los prestatarios prefieren pedir prestado a largo plazo, lo que genera una insuficiencia de fondos para el largo plazo que los especuladores intermediarán sólo si pueden embolsarse tipos de interés a largo plazo por encima de la media geométrica de los tipos de interés a corto plazo: “El tipo de interés a largo plazo tendrá que ser mayor que el tipo de interés a corto plazo que los especuladores esperan que prevalezca en el futuro, ya que, en caso contrario, no obtendrían compensación alguna por el riesgo en el que están incurriendo; de hecho, los tipos de interés a largo tendrán que exceder los tipos a corto en una muy importante magnitud con tal de inducir al especulador marginal a aceptar ese riesgo”. En definitiva, Hicks pretendía explicar la pendiente positiva de la curva de rendimientos apelando únicamente a lo que hemos denominado prima de liquidez. De ahí que la teoría de Hicks se haya conocido como “teoría de la prima de liquidez”.
La virtud de la “teoría de la prima de liquidez” es que permite explicar las tres regularidades históricas observadas, ya que añade la prima de liquidez a la teoría pura de las expectativas, consiguiendo justificar así también por qué la curva de rendimientos tiene generalmente pendiente positiva. Su problema es que, en el plano teórico, adolece de una deficiencia: como seguidora de la teoría pura de las expectativas, asume una prima temporal constante con independencia del plazo del activo financiero y, por tanto, el mayor tipo de interés de los activos financieros a largo plazo sólo es capaz de explicarlo como consecuencia de la mayor prima de liquidez exigida a los activos a largo plazo. Pero, en tal caso, la teoría de la prima de liquidez sólo puede explicar que los tipos de interés a corto plazo sean ocasionalmente superiores a los tipos de interés a largo plazo atribuyendo semejante circunstancia a la expectativa de que los tipos futuros a corto plazo se reducirán.
La cuestión es, ¿acaso no puede suceder que los tipos de interés a corto plazo se sitúen por encima de los tipos de interés a largo plazo sin que las expectativas de los operadores de mercado sean las de una reducción futura de esos tipos de interés? Y es que, por ejemplo, otra regularidad empírica que tiende a observarse con respecto a la curva de rendimientos es que, durante los períodos previos a una recesión económica, los tipos de interés a corto plazo tienden a superar a los tipos de interés a largo plazo. ¿Cabe atribuir esa forma de la curva de rendimientos exclusivamente a las expectativas? ¿O puede pensarse que tal vez haya otros motivos para ello, como podría serlo el incremento sobreproporcional de las primas temporales a corto plazo sobre las primas temporales a largo? Lutz, de hecho, quiso efectuarle esta crítica a Hicks, si bien sus ataduras con la teoría pura de las expectativas le restaron gran parte de la potencia que podría haber adquirido ya desde 1940: “El error esencial [de Hicks] es que el inversor podría exigir una compensación por riesgo siempre que se mueva de su mercado ‘original’, con independencia de si se mueve a un mercado [intertemporal] más a corto plazo o más a largo plazo: en ambos casos, la incertidumbre asociada a la rentabilidad de su inversión se incrementa”; es decir, ya en 1940 Lutz denunciaba que el inversor podría exigir una compensación subjetiva por plazo o riesgo en caso de alejarse del intercambio intertemporal que él reputaba óptimo de acuerdo con sus necesidades intertemporales.
Pero, justamente, para que esa crítica tuviera base y pudiera desarmar la teoría de la liquidez de Hicks, se hacía imprescindible abandonar el supuesto central de la teoría pura de las expectativas: a saber, que los activos financieros son sustitutos perfectos entre sí con indiferencia de su plazo. El primero en hacerlo fue John Mathew Culbertson en The Term Structure of Interest Rates(1957), inaugurando la tercera de las teorías que pretende caracterizar la curva de rendimientos: la teoría del mercado segmentado. Según Culbertson, “la sustitutividad entre la deuda a corto plazo y la deuda a largo plazo está limitada” debido esencialmente a dos factores: las diferencias de liquidez entre ambas y los cambios en la estructura de vencimientos en la demanda y oferta de fondos prestables. Su análisis sobre la difícil sustitutividad entre activos financieros a corto y a largo plazo debido a las diferencias de liquidez conecta con el de Hicks, pero Culbertson también considera la posibilidad de que se produzcan cambios en la demanda y en la oferta de fondos prestables (es decir, en las primas temporales para ofertar y demandar ahorro) y que esos cambios sean sólo parcialmente arbitrados por los especuladores (debido, eso sí, a las diferencias de liquidez entre los activos financieros con distintos períodos de vencimiento). En principio, pues, para Culbertson, la curva de rendimientos podrá exhibir cualquier forma, si bien su modelo parece decantarse hacia que la forma más habitual sea la de tipos crecientes con el plazo (debido a que la sustitutividad entre activos financieros no es perfecta y a que sigue existiendo prima de liquidez) y que cambios súbitos en la prima temporal y en la prima de riesgo podrán alterarla.
La teoría de Culbertson sobre la segmentación de los mercados financieros sirvió de base para desarrollar la última de las teorías que trata de explicar las regularidades empíricas observadas en la curva de rendimientos: la “teoría del hábitat preferido” que Franco Modigliani y Richard Sutch perfilaron en su paper Innovations in Interest Rate Policy(1966). La idea básica de estos dos economistas era, justamente, que toda desviación con respecto al tipo de activo deseado por el ahorrador para transferir renta del presente al futuro deberá estar sujeta a una compensación, si bien, a diferencia de Culbertson, prevén un mayor grado de arbitraje entre los activos a corto y a largo plazo: “Si la demanda de fondos para el período n excede la oferta de fondos para el período n, aparecerá una prima o un descuento para ese período. Tales primas o descuentos tenderán a incentivar redistribuciones de fondos entre los mercados a distintos vencimientos, ya sea a través de la ‘especulación’ de los inversores que, debido al mayor retorno, salen de su hábitat natural, o a través del arbitraje de los intermediarios, que se endeudan al plazo cuyo retorno es reducido y prestando al plazo cuyo retorno es elevado”.
Por consiguiente, la forma de la curva de tipos dependerá del hábitat preferido por cada ahorrador, según su esquema de planificación financiera (según su flujo de consumo intertemporal deseado). En principio, pues, la curva podría adoptar cualquier forma, siendo los tipos a largo plazo inferiores a los tipos a corto plazo o viceversa. Sin embargo, ya hemos visto que la regularidad empírica apunta a que la curva de rendimientos tiene pendiente positiva en la mayoría de los casos, lo que no debería ser difícil de explicar atendiendo a la teoría analizada con anterioridad: primero, la prima de riesgo es normalmente creciente con el plazo de la inversión por cuanto la incertidumbre también lo es; segundo, la prima de liquidez es siempre creciente con el plazo de la inversión; y tercero, la prima temporal es normalmente creciente con el plazo debido a las tres razones que ofreció Böhm-Bawerk (infraprovisión relativa de bienes para satisfacer las necesidades más próximas en el tiempo; subestimación de las necesidades futuras; y mayor productividad entre los procesos más intensivos en el tiempo). Así, con mercados perfectamente segmentados (incorporando de lleno la teoría de Culbertson), la forma normal de la curva de rendimientos sería cóncava y creciente, si bien cambios súbitos en las primas temporal y de riesgo podrían modificarla transitoriamente, haciendo que los tipos a corto fueran superiores a los tipos a largo (curva convexa).
La transitoriedad de esta inversión de la curva de rendimientos se debe no sólo a que las características fundamentales de las primas lleven en circunstancias normales a que sean crecientes con el plazo, sino también a que los mercados financieros no están totalmente segmentados, de manera que existe un cierto arbitraje y trasvase de fondos entre plazos (como defiende la teoría de la liquidez de Hicks). De esta manera, aun cuando el futuro se valorara más que el presente (es decir, aun cuando el hábitat preferido de los ahorradores fuera el futuro y algunos inversores demandaran, por algún motivo, financiación a corto plazo), los tipos de interés a corto plazo no podrían ubicarse sistemáticamente por encima de los tipos de interés a largo plazo, ya que en tal caso los ahorradores a largo plazo sólo tendrían que combinar el atesoramiento con las reinversiones a corto plazo para lograr componer una rentabilidad a largo plazo más elevada y segura que invirtiendo directamente en activos financieros a largo plazo.
Ahora bien, si esa sustitutividad de activos financieros fuera muy elevada (es decir, si la prima de liquidez desapareciera y por tanto hubiese un arbitraje total de primas temporales y de riesgo), no sólo tenderían a desaparecer las curvas de rendimientos convexas, sino también las cóncavas: a saber, el arbitraje entre tipos de interés de cualquier plazo se produciría hasta que la curva se aplanara totalmente. En tal caso, la curva de rendimientos sólo dejaría de estar aplanada cuando se modificaran las expectativas con respecto a los tipos de interés futuros (tal como explica la teoría de las expectativas de Lutz).
La curva de rendimientos observable en la realidad, pues, será una combinación de estos tres efectos: primas fundamentales (preferencias temporales, de riesgo y de liquidez de los agentes en su hábitat natural), arbitraje de esas primas (según el grado de sustitutividad percibido entre los activos, que depende a su vez de la prima de liquidez), y expectativas sobre su evolución futura. Su forma normal será creciente con el plazo de manera asintótica (el tipo de interés máximo será el de las inversiones a perpetuidad), si bien no será infrecuente que se produzcan aplanamientos o incluso inversiones de la curva. La cuestión más relevante, y que trataremos más adelante en esta lección y en las ulteriores, será ligar las distintas formas de la curva de rendimientos con la coordinación macroeconómica.
El tipo de descuento
Tal como acabamos de analizar, en todo mercado existe una pluralidad de tipos de interés según las primas temporal, de riesgo y de liquidez de los ahorradores (wacc). Antes de finalizar con la enunciación de la teoría del interés, conviene, sin embargo, reflexionar brevemente sobre un tipo de interés en particular que presenta unas características propias y diferenciales del resto: el llamado tipo de descuento.
Por tipo de descuento cabe entender aquel tipo de interés cuya prima temporal y de riesgo son cero, pero cuya prima de liquidez es positiva. El ahorrador no aplica descuento valorativo alguno a su inversión por causa del diferimiento temporal de sus fines o por causa de la asunción de riesgos, pero sí lo hace por el riesgo de que su preferencia temporal o su aversión al riesgo cambien en el ínterin (es decir, por su prima de liquidez). Dicho de otra manera, existen ciertos activos financieros que el ahorrador podría considerar a efectos prácticos tan disponibles y seguros como el dinero, salvo por la posibilidad de que sus valoraciones sobre el tiempo y el riesgo cambien durante el período en que se mantiene invertido en esos activos financieros: en tales casos, todo el interés que exigirá el ahorrador para reemplazar sus saldos de tesorería por esos activos financieros se corresponderá con la prima de liquidez.
Además, en la medida en que el ahorrador no esté percibiendo subjetivamente que esos activos financieros suponen un diferimiento de su consumo y una asunción de riesgos —esto es, en la medida en que todo su descuento provenga de la prima de liquidez—, pasará a considerarlos como “sustitutos cercanos” de sus saldos de tesorería, dándoles usos prácticamente monetarios. En este sentido, los activos que mejor situados se hallarán para ocupar esta situación dentro de la planificación patrimonial de los ahorradores son los créditos circulantes de los que hablamos en la lección 5, a saber, deuda a muy corto plazo colateralizada por bienes de consumo presentes en alta demanda. Justamente, Antal Fekete sostiene en su artículo Interest and Discount (2007) que el tipo de descuento emerge en unas condiciones de financiación donde la prima temporal y la de riesgo son prácticamente irrelevantes para el ahorrador y donde, por consiguiente, el activo financiero adquiere cualidades monetarias: “El contenido de esta segunda fuente de crédito —la compensación— que es distinta a la primera fuente de crédito —el ahorro— puede resumirse en esto: los bienes de consumo con cuya venta se ha de pagar el crédito ya se hallan lo suficientemente cercanos al consumidor final como para que su desaparición del mercado sea muy improbable. Los riesgos habitualmente asociados con la producción desaparecen. En ese momento, el mercado ‘monetiza’ la letra y le proporciona transitoriamente cualidades monetarias”.
De hecho, cuando además de la prima temporal y de riesgo también desaparece la prima de liquidez debido a que el tenedor de un activo financiero lo considera equivalente a sus saldos de tesorería, estaremos ante lo que Ludwig von Mises denominó “sustitutos monetarios perfectos” en La teoría del dinero y de los medios fiduciarios(1912), a saber, medios de pago alternativos al dinero que son intercambian por su valor nominal.
Lo más habitual en la historia ha sido que estos sustitutos monetarios perfectos fueran pasivos bancarios a la vista, esto es, deuda del banco emitida contra activos de calidad e inmediatamente convertibles en dinero a la orden del acreedor. Como ya estudiamos en la lección 4, sin embargo, la Escuela Monetaria consideraba que, precisamente porque esos pasivos bancarios podían endosarse sin descuento, entonces no cabía considerarlos créditos circulante sino dinero en sí mismo. Mises, seguidor de la Escuela Monetaria, cayó desgraciadamente en este mismo error cuando afirmó que: “Una persona que acepta y atesora billetes no otorga crédito: no intercambio un bien presente por un bien futuro. El billete inmediatamente pagadero de un banco solvente puede emplearse en cualquier parte como un medio fiduciario en sustitución del dinero para las transacciones comerciales, y nadie establece una distinción entre el dinero y los billetes que se mantienen como saldos de tesorería. El billete es un bien presente tanto como lo es el dinero”. Mises creía que los pasivos bancarios a la vista sólo podían ser reputados dinero por cuanto no abonaban intereses a los tenedores de los billetes, pero, como ya hemos visto, las primas temporal, de riesgo y de liquidez pueden ser nulas si, a juicio del ahorrador, los pasivos bancarios a la vista le proporcionan, a efectos prácticos, servicios análogos a los del dinero atesorado.
En definitiva, habrá activos que cotizarán con un descuento valorativo que dependerá únicamente de su prima de liquidez: a este tipo de interés en particular se le puede denominar “tipo de descuento” para destacar su muy relevante diferencia con respecto al resto de tipos de interés que exigen los ahorradores a la hora de financiar la producción de bienes futuros que sí entrañan un diferimiento del consumo y una asunción de riesgos. El problema podría surgir, tal como desarrollaremos en la lección 8, cuando ciertos agentes económicos usen su credibilidad para captar financiación al tipo de descuento con el propósito de utilizarla para invertir en activos que sí implican una inmovilización del capital en proyectos a largo plazo, arriesgados e ilíquidos.
Teorías erróneas sobre el interés
El interés como explotación del trabajador
Fue Eugen Böhm-Bawerk quien primero logró refutar la teoría de la explotación marxista que ya tuvimos ocasión de analizar en la lección 3. El desarrollo de la teoría económica de Marx había llegado a un callejón sin salida, por cuanto el alemán afirmaba simultáneamente que, por un lado, las mercancías se intercambiaban según el tiempo de trabajo que incorporaban y que, por otro, sólo los capitales variables (la mano de obra) lograba insuflar valor a las mercancías, mientras que los capitales constantes (los bienes de capital) no constituían fuente de nuevo valor (tan sólo eran capital variable cristalizado que se trasladaba a las mercancías producidas de acuerdo con su depreciación). Si esto fuera así y se diera una tasa de explotación similar en todas las industrias (una misma tasa de plusvalía), aquellas mercancías que se fabricaran con una composición orgánica del capital (proporción de capitales variables y capitales constantes) con mayor presencia de capitales variables deberían obtener tasas de beneficio superiores a aquellas otras donde pesaran más los capitales constantes; sin embargo, como recuerda Böhm-Bawerk en su obra La conclusión del sistema marxiano (1896): “El mundo real muestra claramente que está gobernado por la ley de que capitales de igual cantidad, con independencia de su composición orgánica, proporcionan unos mismos beneficios”.
Marx era consciente de las inconsistencias de su análisis y dedicó buena parte del tomo III de El capital a tratar de solventarlas:
Acabamos de demostrar que diferentes ramas de la industria tienen diferentes tasas de ganancia, que derivan de la diferente composición orgánica del capital y, dentro de los límites indicados, de la distinta rotación del capital; dada una rotación del capital, la ley de que los beneficios se relacionan entre sí según la magnitud de su capital y que, por tanto, los capitales de una misma magnitud proporcionan una misma tasa de ganancia, sólo resulta aplicable para capitales con la misma composición orgánica, aun cuando la tasa de plusvalía sea la misma. Las anteriores afirmaciones son ciertas siempre que mantengamos la base de todos nuestros análisis, a saber que las mercancías se venden por sus valores. Sucede, por otro lado, que más allá de fricciones poco esenciales, transitorias y que suelen cancelarse mutuamente, en la realidad no existen diferencia en las tasas medias de ganancia entre las distintas industrias. Parecería, pues, que nuestra teoría del valor es incompatible con el proceso capitalista, con los fenómenos reales que afectan a la producción.
Básicamente, la solución planteada por Marx es que, en realidad, el valor de cambio de cada mercancía no coincide con su precio de producción. El valor de cambio de una mercancía depende del tiempo de trabajo incorporado en esa mercancía, esto es, de la suma del capital constante depreciado en su elaboración, del capital variable remunerado y de la tasa de explotación de los trabajadores dedicados a su fabricación: por ejemplo, si una mercancía incorpora una depreciación de 50 oz de capital constante, unos salarios abonados de 20 oz y un tiempo de trabajo no remunerado de 20 oz, el valor de cambio de esa mercancía será de 90 oz. El precio de producción dependerá, en cambio, de la depreciación del capital constante, de los salarios abonados pero no de la tasa de explotación de los trabajadores específicamente dedicados a fabricarla, sino de la tasa media de ganancia del conjunto de la economía: por ejemplo, si la tasa media de ganancia representa el 22% del capital agregado, la mercancía anterior tendrá un valor de 92. Como dice Marx: “Cuando un capitalista vende su mercancía al precio de producción, recupera el dinero en proporción al valor del capital consumido en su línea de producción, pero se asegura un beneficio proporcional a su participación dentro del capital social total. Sus costes son específicos, pero el beneficio que añade es independiente de su esfera de producción particular”. El alemán utiliza el siguiente ejemplo para ilustrar como los valores de cambio se transforman en precios de producción:
Aunque en el mercado las mercancías individuales se compran y se venden a sus precios de producción, Marx se siente legitimado para concluir que las mercancías, en última instancia, se siguen intercambiando según sus valores de cambio (según el tiempo de trabajo incorporado) dado que la suma agregada de las diferencias entre los precios de producción y los valores de cambio es igual a cero: “Una parte de las mercancías se vende por encima de su valor en la misma proporción en la que otra parte se vende por debajo (…) De este modo, los precios de mercado, que se habían desviado de su valor, se ajustan a sí mismo para equipararse de nuevo a sus valores por cuanto las desviaciones se cancelan entre sí, viéndolo desde la perspectiva de su promedio”. No olvidemos que la piedra angular de todo el edificio marxista, incluida su teoría de la explotación, era la hipótesis de que el valor de cambio de las mercancías dependía exclusivamente del tiempo de trabajo socialmente necesario que éstas incorporaban y que, por tanto, el capitalista sólo podía obtener ganancias por el hecho de no remunerar al obrero según todo el tiempo que había estado generando valor. El propio Marx, antes de exponer la transformación de los valores de cambio en precios de producción, afirma en el tomo III que: “Si un capital total formado en un 90% por capital constante y en un 10% por capital variable produjera, con el mismo grado de explotación, tanta plusvalía, o beneficio, que un capital total formado en un 10% por capitales constantes y un 90% por capitales variables, resultaría palmario que la plusvalía, y el valor en general, tienen un fundamento enteramente distinto al del trabajo, y la política económica perdería cualquier base racional”. Pero apenas unas páginas después, el propio Marx explica por qué ambos capitales totales sí generarán el mismo beneficio, contradiciendo el fundamento mismo de toda su teoría.
A la luz de lo anterior, es evidente que el marxismo terminó haciéndose el haraquiri fruto de sus inconsistencias internas. Como expresó Böhm-Bawerk: “No puedo evitarlo: no veo ninguna explicación ni solución a la contradicción, tan sólo una contradicción cruda en sí misma. El tercer volumen de Marx contradice al primero. La teoría de la tasa media de ganancia y de los precios de producción no puede reconciliarse con la teoría del valor. Esa es la impresión que, en mi opinión, debe llevarse cualquier pensador que aplique la lógica”. El economista austriaco pone de relieve que cualquier ley del valor debe centrarse en explicar cómo se intercambian las mercancías entre sí (dando lugar a los precios de mercado) por lo que carece de sentido estudiar el valor agregado de las mercancías: al mirarlas como un conjunto, por definición, el valor agregado de las mercancías es igual al valor agregado de las mercancías (lo que una mercancía vale más que otra se cancela con lo que esa otra mercancía vale menos que la primera). De hecho, lo mismo valdría para demostrar que las mercancías se intercambian según su masa, su volumen o su porosidad: las desviaciones de cada mercancía con respecto a la masa media de todas las mercancías se cancelan entre sí.
Ahora bien, como el propio Böhm-Bawerk reconoció, “demostrar que un autor se ha contradicho puede ser necesario, pero no puede convertirse en la finalidad última de una crítica bien construida”. Es decir, para terminar de enterrar analíticamente al marxismo se hacía necesario demostrar no sólo dónde Marx se equivocaba, sino proporcionar una teoría alternativa que permitiera explicar el fenómeno de la explotación de un modo más riguroso a cómo lo hacía Marx. Pero, justamente, Böhm-Bawerk dedicó su vida a proporcionar esa explicación alternativa: su teoría del interés era la clave para comprender por qué, en contra de lo que decía Marx, tenía pleno sentido que el capitalista pagara una determinada cantidad de dinero para contratar a los trabajadores (D), los utilizara para fabricar una determinada cantidad de mercancías (M) y posteriormente vendiera esas mercancías con ganancia (D’). Como ya hemos tenido ocasión de explicar, la diferencia temporal entre el momento en el que se pagan los salarios (y se adquieren el resto de factores productivos con los que operará el trabajador) y el momento en el que se venden las mercancías justifica una prima de valor de los bienes presentes sobre los bienes futuros, por lo que el capitalista jamás adelantará hoy el valor íntegro de sus ventas futuras. Como expresó magistralmente Böhm-Bawerk en Historia y crítica de las teorías del interéscriticando a Johann Karl Rodbertus, otro socialista partidario de la teoría del valor trabajo y de la explotación: “La proposición perfectamente justa de que el trabajador debe recibir el valor íntegro de su producción puede entenderse como que o bien debe recibir ahora la totalidad del valor presente de su producción, o bien como que debe recibir en el futuro la totalidad del valor futuro de su producción. Pero Rodbertus y los socialistas defienden que el trabajador debe recibir ahora la totalidad del valorfuturo de su producto”.
Un siglo después de esta devastadora crítica contra la teoría de la explotación, otro economista austriaco muy influido por Böhm-Bawerk, George Reisman, terminó de rematarla al darle completamente la vuelta a la cuestión planteada por Marx. EnClassical Economics versus the Explotation Theory (1985), Reisman expone que, como en un orden económico complejo la fuente originaria del valor no es el trabajo acumulado en cada mercancía sino la habilidad empresarial para dirigir los recursos escasos hacia la satisfacción de las necesidades de los consumidores, el valor íntegro de la producción le correspondería no al trabajador, sino al empresario: “El hecho de que los beneficios sean una renta atribuible a empresarios y capitalistas, y la circunstancia de que ese trabajo consiste en guiar y dirigir su inteligencia al más alto nivel dentro del proceso productivo, debería dar pie a una reinterpretación radical de la doctrina de que los trabajadores tienen derecho a toda la producción. A saber, ese derecho se satisface más bien cuando la totalidad del producto y de su valor recaen inicialmente bajo la posesión de empresarios y capitalistas (que es exactamente lo que sucede, día a día, en una economía de mercado). Pues son ellos, y no los trabajadores, los productores fundamentales de las mercancías”. Es decir, dado que el valor económico no se genera por la simple realización de un esfuerzo laboral, sino por la correcta dirección de ese esfuerzo laboral a satisfacer los fines más importantes de los consumidores, el valor creado corresponderá a la dirección (al trabajo intelectual) y no al trabajo físico que se limita a reproducir el plan trazado por la dirección. Así las cosas, en todo caso la explotación no sería del capitalista al trabajador, sino del trabajador al capitalista: pues los salarios son un coste que se deduce de los ingresos íntegros que le corresponden al empresario. Aunque, obviamente, no cabe tildar de explotación una relación contractual en la que ambas partes cooperan para salir beneficiadas y en la que ambas partes se necesitan mutuamente (si bien en distintos grados de sustitutividad): sucede, simplemente, que las rentas laborales se pagan del ahorro del capitalista y de las ganancias prospectivas que se derivan de un buen plan de negocios trazado por el empresario.
El interés como productividad marginal del capital
William Stanely Jevons (codescubridor con Menger de la ley de la utilidad marginal decreciente) fue el primero de los economistas modernos o neoclásicos en recuperar la idea originalmente de Von Thünen de que el tipo de interés era equivalente a la productividad marginal del capital. En su The Theory of Political Economy (1871), Jevons definió el interés como la ratio entre la renta adicional que genera un incremento de la inversión y el incremento de la inversión, entendiendo “incremento de la inversión” como el aumento en la cantidad de tiempo durante el que los factores productivos están produciendo bienes y servicios (matemáticamente: F’t/Ft; dondeFt es una función de producción dependiente del tiempo y F’t su derivada ante un incremento marginal del tiempo): “El interés del capital es la tasa de variación del producto dividido por el producto total”. Por ejemplo, si se espera que un campo produzca 1.000 toneladas de trigo en un año y se opta por alargar la inversión otro año más para que produzca 1.100 toneladas, el tipo de interés sería del 10% (la relación entre el incremento de 100 onzas con respecto a la producción esperada de 1.000 onzas). Y, obviamente, por puros rendimientos decrecientes, la conclusión que cabe extraer es que, definiendo de tal manera el tipo de interés, éste descenderá rápidamente hasta casi desaparecer: “Es una cantidad que necesariamente debe aproximarse a cero, a menos que podamos encontrar un método para mantener la tasa de variación incremental”.
Otro economista que llegó a conclusiones muy parecidas a las de Jevons y que fue enormemente influyente entre los economistas estadounidenses fue John Bates Clark. Tal como luego desarrollaremos, Clark observaba el capital como un fondo de valor monetario homogéneo que se iba renovando e incrementando a sí mismo y que resultaba útil dentro del proceso productivo. Para el estadounidense, comprar capital era comprar los productos que proporciona el capital y por tanto comprar su productividad. Así, en The distribution of wealth: a theory of wages, interest and profits (1899) afirma: “Las leyes a las que se somete la materia vuelven al capital productivo. Y al ser productivo, le permiten a su propietario apropiarse directamente de su producción u ofrecérsela a otra persona que le pagará al propietario por ella. Pagar interés es comprar la producción del capital, como pagar salarios es comprar la producción del trabajo. El poder del capital para crear un producto constituye la base del interés”.
Obviamente, la teoría de la productividad marginal del capital como base del interés de Jevons o Clark nos conduce a la absurda idea de que, conforme mayor acumulación temporal de capital se produzca, más bajo será el interés; hasta el punto de que éste podría llegar incluso a desaparecer. Al margen de que esta teoría case muy mal con nuestra experiencia histórica (la acumulación de capital se ha multiplicado y el tipo de interés no ha desaparecido), hay un problema mayor: Jevons y Clark asumen que el problema tradicional del interés –¿por qué existe una diferencia irreductible entre precios y costes?– no existe. O dicho de otro modo, Jevons y Clark asumen que los agentes económicos practicarán intercambios entre renta presente-cierta y renta futura-incierta sin descuento alguno, de modo que el valor de la riqueza presente es igual al de todas sus rentas futuras e inciertas. Pero si llegan a tal conclusión es por lo mismo que denunciaba Fisher: porque piensan que el valor monetario del capital presente está dado y no depende del valor de su producción futura, lo cual es un completo error (el valor de los factores productivos depende del valor de sus productos y el valor de los productos depende de la importancia subjetiva de los fines humanos que satisfagan).
Si Jevons y Clark hubiesen admitido la posibilidad de que la renta futura cotice con descuento frente a l presente, entonces sería perfectamente factible incrementar la productividad de los bienes de capital sin que el interés tienda a desaparecer: más bien, el interés podría mantenerse estable sea cual sea el nivel de acumulación del capital. Dicho de otra manera, con una productividad marginal igual a cero, el interés podría ser positivo siempre y cuando los agentes desearan traspasar parte de su renta futura al presente; e incluso aunque la productividad del capital fuera negativa, el interés podría ser positivo si la preferencia temporal por el consumo presente fuera lo suficientemente intensa. Es decir, es obvio que la productividad marginal en ningún caso puede ser el único determinante del tipo de interés.
Sucede que, incluso para los defensores de la teoría de que el tipo de interés dependía de la productividad marginal, las conclusiones de Jevons y Clark resultaban demasiado poco realistas: si el interés apenas era la tasa de variación incremental derivada de ampliar marginalmente el plazo de la inversión, éste rápidamente, y por la propia dinámica del sistema, quedaría reducido a una mínima expresión. Al esquema de Jevons y Clark le faltaba, pues, un mecanismo estabilizador, un mecanismo que bloqueara la extensión ilimitada de los plazos de inversión y que, por tanto, evitara que el tipo de interés se redujera velozmente a casi el 0%. Este mecanismo estabilizador lo intentaron proporcionar dos economistas: el primero, el sueco Knut Wicksell, que pretendía profundizar en la teoría del interés de Jevons usando el armazón teórico de Böhm-Bawerk; el segundo, Frank Knight, discípulo directo de Clark y radicalmente opuesto a la visión böhm-bawerkiana.
De acuerdo con Wicksell, el tipo de interés se estabilizaba según la disponibilidad de capital: el capital ahorrado se utiliza para pagar a los trabajadores y a los terratenientes durante un determinado período de tiempo para que construyan bienes de capital que permitirán en el futuro sustituir los servicios de estos trabajadores y terratenientes. En este sentido, la productividad marginal de los bienes de capital por encima de la productividad marginal del trabajo y de la tierra es lo que constituye, según Wicksell, el interés; magnitud que, al ponerla en relación con el monto de capital inmovilizado (en el pago de salarios y rentas a la tierra), arroja el tipo de interés. Como explica en su primer volumen de Lectures on Political Economy(1901): “El capital es trabajo y tierra ahorrados. El interés es la diferencia entre la productividad marginal del trabajo ahorrado y de la tierra ahorrada y la productividad marginal actual del trabajo y de la tierra”. O dicho de otro modo, el tipo de interés es la remuneración extraordinaria que obtiene el capitalista por haber ahorrado para fabricar herramientas más productivas que el trabajo o la tierra: “El tipo de interés en su forma más simple es la productividad marginal de esperar”. La disponibilidad de capital, por consiguiente, limita la complejidad del proceso productivo y la complejidad del proceso productivo establece cuál es su productividad marginal y, por tanto, cuál es el tipo de interés. Así, el tipo de interés sólo se volvería cero cuando el capital fuera superabundante: “La productividad marginal del trabajo y de la tierra se incrementaría gradualmente mientras que la del trabajo ahorrado y la de la tierra ahorrada decrecería, de manera que la diferencia entre ellos se reduciría sucesivamente hasta llegar a desaparecer: el interés caería a cero”. Conviene recordar, además, que este tipo de interés dependiente de la productividad marginal del capital es lo que en la lección anterior denominamos “tipo de interés natural” de Wicksell (el concepto que intenta utilizar Hayek en su teoría del capital), es decir, aquel tipo de interés “que es neutral con respecto a los precios de las mercancías, en la medida en que no tiende ni a incrementarlos ni a reducirlos. Aquel tipo de interés que habría sido determinado por la oferta y la demanda si no existiera dinero y si todos los préstamos se efectuaran en bienes de capital reales”.
La teoría de Wicksell, aderezada con un buen andamiaje matemático, parecía conseguir encajar todas las piezas a la perfección: para un importe dado del capital, el tipo de interés se maximizaba con una determinada duración del proceso productivo, es decir, que para un importe de capital dado, la maximización del tipo de interés determinaba la duración de la estructura productiva. Sólo había un problema: ¿cuál era esa cantidad de capital que estuviera dada? Al fin y al cabo, una mayor disponibilidad de capital permitiría adentrarse en estructuras productivas más duraderas, donde la productividad marginal del capital fuera progresivamente menor (así como el tipo de interés), mientras que una menor abundancia limitaría la extensión del período productivo arrojando una productividad marginal del capital (y por tanto un tipo de interés) mayor.
Por desgracia, esta pregunta clave no halló una adecuada respuesta en los escritos de Wicksell, invalidando todo su exhaustivo modelo de determinación de los tipos de interés únicamente por la productividad marginal de esperar. En Value, Capital and Rent (1893), el sueco simplemente asumió que esa cantidad sería más o menos constante en una sociedad, es decir, simplemente asumió que venía exógenamente dada y que sobre esa base se determinaba el tipo de interés. Unos años después, enLectures on Political Economy (1901), trató de sofisticar su modelo, mostrando que si las condiciones técnicas de producción de bienes de consumo y de bienes de capital estaban dadas, sólo había una cantidad de capital que permitía maximizar los tipos de interés, logrando así una dependencia funcional del tipo de interés con la productividad marginal de esperar dentro de ese contexto productivo técnicamente dado.
Sin embargo, más allá de que las condiciones técnicas no estén nunca dadas sino que en gran medida dependan de las disponibilidades de capital, el error de fondo de Wicksell fue asumir que el objetivo de los capitalistas era maximizar los tipos de interés dentro de unas determinadas condiciones técnicas. En realidad, los capitalistas intentan arbitrar la TIR de sus inversiones con su coste del capital: siempre que la TIR supere su wacc, la provisión de capital por parte de los capitalistas aumentará y, al hacerlo, la rentabilidad de las inversiones –el tipo de interés de mercado– tenderá a reducirse hasta equipararse con el wacc. Así pues, en la medida en que la preferencia temporal y la aversión al riesgo determinan el wacc, la preferencia temporal y la aversión al riesgo siguen regulando el tipo de interés de mercado. Por ejemplo, si la productividad marginal de esperar durante el período productivo actual es del 10% y el coste del capital es del 5%, los capitalistas competirán por alargar ese período productivo hasta que la productividad marginal de las inversiones se reduzca al 5%: y aun cuando técnicamente ello no sea posible (por ejemplo, si no existe la posibilidad técnica de alargarlo), el efecto sería el de elevar los costes de los factores productivos (paradigmáticamente los salarios) hasta que la rentabilidad intertemporal de las inversiones se estrechara al 5%.
Precisamente, la posibilidad de que parte del nuevo ahorro fuera absorbido en alzas salariales (y no en la acumulación de nuevo equipo real de capital que contribuyera a aumentar su productividad) provocaba, según Wicksell, que la productividad marginal del incremento del stock de capital fuera inferior al tipo de interés de mercado. Tal como resumió el sueco en Value, Capital and Rent (1893): “Sería un error pensar que, si un incremento del capital nacional conlleva un aumento del período productivo en un contexto en el que el número de trabajadores se mantenga constante, entonces el excedente obtenido gracias a esta ampliación de la inversión, dividido por el nuevo capital empleado, nos ofrecerá aproximadamente el tipo de interés. El resultado de este cociente es siempre, como luego veremos, más pequeño que el interés, y lo es en una cantidad determinada. El motivo deriva del hecho de que un aumento del capital nacional viene acompañado por un incremento de los salarios que, en parte, absorbe ese capital”.
Es esta circunstancia la que engendrará lo que en el siguiente epígrafe llamaremos ‘Efecto Wicksell’ y que será una de las claves dentro de la controversia del capital: la mayor o menor alteración de los salarios y de los tipos de interés ante un incremento del capital provocará una revalorización del stock previo de capital que no sólo será imputable a la adición del valor actual de la nueva producción, sino también al cambio de salarios y de tipos de interés. En realidad, lo que sucede simplemente es que el aumento del ahorro agregado modifica el tipo de interés y los salarios de equilibrio, lo que a su vez repercute sobre el valor del stock de capital preexistente (recordemos, por ejemplo, que el valor de ese stock de capital deriva del descuento del valor de la producción futura al tipo de interés de mercado; si éste cambia, el valor del stock también lo hace). Si aisláramos esa revaluación puramente nominal del stock de capital, la productividad marginal del aumento del ahorro sí coincidiría, dentro del modelo de Wicksell, con el tipo de interés de mercado.
En todo caso, Wicksell fracasa en su intento de desligar la determinación de los tipos de interés de la preferencia temporal, a saber, del coste del capital: como mucho, podrá decirse que el sueco asumió que las preferencias intertemporales de los agentes económicos eran una variable exógena a su modelo, pero no que construyó un modelo donde éstas se volvieran prescindibles. De ahí que el capital sólo pueda volverse superabundante (y el tipo de interés desaparecer) cuando las preferencias de tiempo y riesgo de los agentes desaparezcan, acaso porque la renta presente y futura es tan abundante que no se sienta la necesidad de economizarla.
El otro gran intento de explicar los tipos de interés exclusivamente a partir de la productividad marginal del capital sin que ello condujera inexorablemente a su desaparición llegó de la mano de Frank Knight, quien prosiguió con la doctrina Clark de que el interés era la tasa de variación de la renta a perpetuidad que permitía la creación de nuevos bienes de capital. Como afirmaba Knight en Capital, Time, and the Interest Rate (1934): “El interés, en su visión más básica, es el porcentaje en el que se incrementa una renta a perpetuidad por abstenerse de consumir una anualidad que pasa a ser invertida en algún tipo de activo que genere renta (“Incremento” era la palabra antigua para interés). El tipo de interés de mercado mide la mejor oportunidad de inversión existente en tal mercado de capitales”. Si el tipo de interés no se reducía rápidamente a cero era, en opinión de Knight, porque existía un número prácticamente infinito de oportunidades de inversión: “Es evidente que el tipo de interés, o la productividad del capital, jamás caerán a cero porque apenas existe un límite último, ni siquiera en una industria individual, a la posibilidad de incrementar la producción a través de una mayor inversión. El tipo de interés sólo sería cero si se convirtieran en bienes libres todos los productos conocidos por la experiencia o la imaginación y para cuya fabricación se necesitan bienes de capital”.
En este caso, el error de Knight radica, de un modo parecido al de Wicksell, en haber menospreciado la cantidad de capital que los agentes optan por invertir para obtener un determinado incremento de renta. A la postre, para aumentar el importe de una renta (sea o no una renta a perpetuidad) es necesario acometer una serie de inversiones dirigidas a producir bienes de capital en un sentido amplio. El coste de producción de esos bienes de capital es la base a partir de la cual, comparándolo con la renta a perpetuidad, se calcula la rentabilidad de la inversión, que en equilibrio ha de coincidir con el tipo de interés de la economía (es decir, en equilibrio la TIR coincide con el wacc); de hecho, ni siquiera el propio Knight niega semejante extremo: “El coste de fabricar un bien de capital es igual a su rendimiento futuro, cuando el tipo al que se capitaliza el coste de los gastos directos de fabricación es el mismo que el tipo al que se descuentan los rendimientos futuros”. Mas, en tal caso, el tipo de interés dependerá no sólo de los rendimientos futuros, sino también del monto de la inversión inicial dirigida a contratar factores productivos que permitan lograr ese aumento de renta y, entonces, la cuestión será la de qué determina que ese monto sea uno u otro.
Por ejemplo, si invirtiendo 1.000 um se consigue contratar a unos trabajadores que permiten producir una serie de bienes que, dentro de un año, se venderán por 1.100 um, diremos que el tipo de interés implícito en esta operación es del 10%. Pero si varios capitalistas con una impaciencia muy baja pujaran por contratar a estos trabajadores y elevaran su salario hasta las 1.090 um, el tipo de interés caería por debajo del 1% aun cuando su rendimiento futuro (1.100 um) fuera idéntico. En otras palabras, sin tener en cuenta el coste del capital (cuál es la rentabilidad mínima que acepta el ahorrador marginal para diferir la satisfacción de sus necesidades presentes y, por tanto, para ahorrar o no ahorrar parte de su renta) es imposible determinar cuál será el tipo de interés de una economía.
Knight trata de cubrirse las espaldas señalando que las oportunidades de inversión son infinitas, de manera que un mayor ahorro siempre podrá ser canalizado hacia inversiones con un rendimiento más o menos fijo. Pero, nuevamente, esto sólo es una forma de enmascarar el problema. Primero, porque aun cuando existieran infinitas oportunidades de inversión e infinitos recursos para emprenderlas, la magnitud del descuento entre los rendimientos futuros y el coste de inversión actual (es decir, el tipo de interés) dependerá en cualquier caso de la preferencia temporal de los agentes económicos. Verbigracia, aun cuando hubiese infinitos proyectos de inversión a 1.000 um que produjeran un rendimiento anual de 1.100 um, ¿cuál es el motivo de que el coste inicial de la inversión deba ser de 1.000 um? Si los agentes económicos fueran tremendamente impacientes, podría no haber capitalistas dispuestos a pagar 1.000 um hoy para acceder a 1.100 um, de modo que o bien los proyectos no se emprenderían o bien lo harían a un coste inicial inferior (por ejemplo, si los trabajadores fueran igualmente impacientes y se contentaran con un salario actual de 750 um, el tipo de interés subiría del 10% al 46,6%); si, en cambio, todos los agentes económicos (incluidos los trabajadores) fueran muy pacientes, el salario mínimo para contratar a los trabajadores necesarios podría incrementarse hasta, por ejemplo, 1.050 um, reduciéndose el tipo de interés por debajo del 5%. Es decir, no existe una predestinación a que el coste de la inversión inicial sea 1.000 um: eso es resultado de la puja competitiva de los capitalistas.
Segundo, y más importante, porque los recursos disponibles en cualquier sociedad no son infinitos, de ahí que la mayor o menor disponibilidad de factores productivos presentes (con los que acometer alguno de esos infinitos proyectos de inversión) no puede ser un asunto irrelevante a la hora de determinar el precio relativo de una renta presente y escasa en relación con una renta futura potencialmente infinita. La inversión en esos proyectos potencialmente infinitos depende de la cantidad de ahorro de los agentes y la cantidad de ahorro de los agentes depende de su coste de capital, que a su vez está determinado por su impaciencia. Si la impaciencia y el coste de capital no jugaran ningún papel, los agentes económicos simplemente retrasarían indefinidamente su consumo mientras pudiesen obtener un rendimiento positivo a causa de ese retraso.
Knight, en coherencia con su teoría, niega que la impaciencia sea un elemento relevante a la hora de determinar la disponibilidad de capital: “El ahorro y la inversión permanentes y acumulativos que acaecen en nuestro mundo actual no pueden explicarse en ninguna medida por una comparación entre el disfrute presente y el disfrute futuro, o en ‘esperar’ y ser ‘remunerado por esperar’ (…) La única base posible para una buena teoría del interés es simplemente asumir alguna curva de indiferencia entre el uso de la renta presente como consumo y como incremento de riqueza”. Pero es obvio que el economista de Chicago llevó demasiado lejos su argumentación hasta el punto de negar lo evidente: que el ser humano sí tiene una cierta estructura de preferencias ordenadas a lo largo del tiempo y sólo estará dispuesto a posponer algunas de esas preferencias a cambio de una compensación en forma de mayor renta futura. Que pueda describirse una curva de indiferencia entre el consumo y la acumulación de riqueza no es en absoluto incompatible con que exista impaciencia por la satisfacción presente de nuestras necesidades: por ejemplo, un individuo puede ser indiferente entre 1 um de renta presente y 1,1 um de renta futura, lo que equivale a señalar que su coste de capital es del 10% (sólo renuncia a 1 um de renta presente merced a una compensación del 10% en su renta futura).
Lo más curioso del asunto es que Knight, en cambio, sí fue, como ya hemos visto, uno de los primeros economistas en apreciar una cuestión trascendental dentro de la teoría del interés que luego tendremos ocasión de desarrollar con mayor detalle, a saber, que el coste del capital, y por tanto la oferta de ahorro, no sólo depende de la preferencia temporal, sino también de la aversión al riesgo. Evidentemente, Knight pensaba que la preferencia temporal no jugaba ningún papel, pero sí se lo concedía al riesgo percibido de las inversiones: “El único prejuicio en contra de la inversión que deba madurar en el futuro es la incertidumbre o el ‘riesgo’ que lleva asociada”. Extrañamente, sin embargo, no fue capaz de darse cuenta de cómo esta circunstancia modificaba de base su teoría del interés basada exclusivamente en la productividad marginal del capital.
La visión sobre el tipo de interés de Jevons, Clark, Wicksell y Knight caló, sin embargo, muy hondo dentro de la ciencia económica, dando lugar desde mediados a del siglo XX a dos corrientes de pensamiento enfrentadas pero con un tronco común. Por un lado, nos encontramos con la teoría del interés de la Escuela Neoclásica, expuesta paradigmáticamente por Robert Sollow y por Paul Samuelson. Por otro, nos topamos con la teoría del interés de la llamada Escuela de Cambridge, representada por los economistas postkeynesianos Joan Robinson y Nicholas Kaldor y por el neorricardiano Piero Sraffa. Ambas escuelas protagonizaron a mediados del s. XX un intenso debate que analizaremos con mucho más detalle en el siguiente epígrafe y que se conoció como “la Controversia del Capital”. De momento, empero, nos interesa resaltar sus visiones encontradas sobre el tipo de interés que, como decimos, adoptan una premisa compartida: que la forma razonable de comenzar a analizar el fenómeno del interés es vinculándolo al estudio de la productividad marginal del capital.
La concepción del interés por parte de la Escuela Neoclásica sigue siendo la propia de Clark o Knight: la productividad marginal del capital. Su visión es que el capital es un factor productivo más al que, por lo tanto, le corresponde una porción de la renta total de la sociedad equivalente a su contribución a la gestación de esa renta. O dicho de otro modo, la tasa de interés y la tasa salarial se conciben como dos cuotas de reparto de la producción agregada según la contribución agregada de cada factor productivo (trabajo y capital) a la misma.
En este sentido, la Escuela Neoclásica considera que existe una relación inversamente proporcional entre la tasa de interés y la tasa salarial –cuando una aumenta, la otra disminuye–, básicamente porque la producción total debe repartirse entre salarios y ganancias, de manera que ambas cuotas han de sumar la unidad. Aquellas sociedades donde la abundancia de capital sea relativamente mayor a la de trabajadores (es decir, donde la dotación de capital por trabajador sea mayor) exhibirán una tasa de ganancia más baja (y una tasa de salarios más alta) que aquellas otras donde el trabajo sea más relativamente abundante que el capital (es decir, donde la dotación de capital por trabajador sea menor): conforme el capital se acumula, su productividad marginal se reduce (por cuanto se asumen rendimientos decrecientes) y, por tanto, también lo hace la tasa de ganancia.
Dicho de otro modo, para un estado dado de la tecnología, existirá toda una sucesión de posibles parejas de valores (combinaciones de tasa de ganancia y de tasa de salarios) que, representadas gráficamente, conformarán lo que Paul Samuelson (1962) denominó “frontera de precio de los factores”. El punto en el que se ubique cada economía dependerá de su nivel de acumulación de capital: aquellas economías más capital intensivas exhibirán tipos de interés menores y tasas de salario mayores. Es aquí, justamente, donde la Escuela Neoclásica conecta con Frank Knight: la acumulación de capital estará motivada simplemente por las oportunidades de inversión, siendo la preferencia temporal un factor irrelevante. Robert Solow, por ejemplo, define el tipo de interés en Capital Theory and the Rate of Return (1965) de un modo idéntico a Frank Knight: “Sacrificando h unidades de consumo en el presente, la sociedad puede acceder a un consumo extra de k unidades en el siguiente periodo y no sufrir perjuicios subsiguientes. En tal caso, yo definiría el tipo de retorno de la inversión a un año como (k-h)/h”.
La gran cuestión de consistencia interna que los defensores neoclásicos de la teoría del interés seguían teniendo que afrontar era la misma cuestión a la que ya se enfrentaron Jevons o Clark: ¿en qué punto se estabilizaría la acumulación de capital para que su productividad marginal no terminara cayendo irremediablemente a cero? Si Wicksell creía haber encontrado la respuesta en la “disponibilidad de capital” y Knight en la existencia de “infinitas oportunidades de inversión”, la Escuela Neoclásica recurre a la llamada “regla de oro de la acumulación de capital”. El término fue acuñado por Edmund Phelps en su artículo The Golden Rule of Accumulation: A Fable for Growthmen (1961), y básicamente trata de responder a la cuestión de hasta qué punto se acumulará capital dentro de una economía y, por tanto, hasta qué punto colapsará el tipo de interés. La respuesta de Phelps a esta cuestión es que se tenderá a acumular capital hasta maximizar intertemporalmente el consumo de cualquier generación; esa es justamente la regla de oro: “haz a las generaciones futuras lo que te gustaría que las generaciones pasadas hubiesen hecho contigo”. ¿Y cuál es ese punto en el que se maximiza intertemporalmente el consumo? Aquella acumulación de capital en que su tasa de retorno neta iguale la tasa de crecimiento natural de la economía: en ese punto, el ahorro agregado procederá exclusivamente de ahorrar la totalidad del retorno del capital y será reinvertido por entero de tal manera que el stock de capital mantenga su peso en relación con la producción agregada de la economía. Si la tasa de retorno fuera superior al crecimiento de la economía, el capital podría seguir acumulándose para incrementar el consumo de las generaciones venideras a expensas del consumo de la generación presente; si, en cambio, la tasa de retorno fuera inferior al crecimiento, el capital podría desacumularse para incrementar el consumo de la generación presente a costa de las venideras. Técnicamente, PMk = i, y a su vez , o si hay crecimiento en el número de trabajadores, , donde PMkes la productividad marginal del stock de capital, i es el tipo de interés, delta es la tasa de depreciación del capital, g la tasa natural de crecimiento de la economía y n la tasa natural de crecimiento de la fuerza laboral. O tal como resumió Phelps enSecond Essay on the Golden Rule of Accumulation(1965): “Si existe una senda de crecimiento de la edad de oro donde la tasa de retorno neta social de la inversión sea igual a la tasa de crecimiento (…) —o, en términos de mercado, una senda de crecimiento de la edad de oro donde el tipo de interés competitivo sea igual a la tasa de crecimiento y por tanto la inversión bruta sea igual a las ganancias competitivas brutas del capital—, entonces esta senda de crecimiento de la edad de oro nos proporcionará una senda de consumo que será superior para todas las generaciones a la senda de consumo de cualquier otra edad dorada”.
Por consiguiente, para la Escuela Neoclásica el tipo de interés vendrá dado por la productividad marginal del capital y ésta se hallará en equilibrio intertemporal cuando cumpla la regla de oro de la acumulación de capital, esto es, cuando el consumo intertemporal sea máximo para todas las generaciones. En ese caso, el tipo de interés coincidirá con la tasa natural de crecimiento de la economía más, en su caso, la tasa natural de crecimiento de la fuerza laboral. Conviene fijarse en que, en el fondo, lo que esto significa es que la acumulación de capital aumenta continuamente hasta que su tasa de retorno colapsa y se iguala con el crecimiento natural de la economía (momento en el que ya no puede crecer más, pues el retorno adicional no permitiría cubrir el coste de la inversión).
La teoría del interés de la Escuela Neoclásica era, empero, deficiente por dos motivos: primero, por asumir que los rendimientos del capital son necesariamente decrecientes cuando, como veremos más adelante, en muchos casos pueden ser crecientes; y segundo, porque para calcular la productividad del capital es necesario, previamente, contar con una definición de capital y, como también veremos en el siguiente epígrafe, es imposible definir el capital sin contar con un tipo de interésprevio. Dicho de otra manera, tal como hemos estudiado con anterioridad, la productividad marginal del capital puede contribuir a determinar el tipo de interés, pero jamás podrá explicarlo de manera aislada, ya que el cálculo de la productividad del capital presupone la existencia de un tipo de interés.
Ésta fue, de hecho, la devastadora crítica que al Escuela de Cambridge le lanzó a la Escuela Neoclásica: la existencia de Efectos Wicksell —cambios endógenos en el valor del capital ante alteración del tipo de interés— provocará que el valor monetario del capital dependa decisivamente de cuál es el tipo de interés y, por tanto, ante la imposibilidad de definir nada parecido a una cantidad de “capital real”, habrá que descartar que el tipo de interés sea la productividad marginal de un “algo” (el capital) que se define una vez determinado el tipo de interés. En términos financieros, diríamos que si el capital es el valor presente de las rentas futuras, antes de conocer el capital (y, por tanto, poder calcular su “productividad marginal”) deberemos conocer cuál es el tipo al que se descuentan esas rentas. Tal como resumió Piero Sraffa en su artículo Production of Commodities: A Comment (1962): “A uno no le queda más que plantearse cuál es la utilidad de una cantidad de capital o de un período de producción que, al depender del tipo de interés, no puede usarse para su finalidad tradicional: a saber, determinar el tipo de interés”.
La crítica de la Escuela de Cambridge a la Escuela Neoclásica es certera y de hecho impactó de lleno en las filas Neoclásicas. Robert Solow, por ejemplo, intentó defender su definición de tasa de retorno en Capital Theory and the Rate of Return aduciendo que: “Para calcular el tipo de retorno tal como lo he definido, no necesitamos medir el ‘capital’. Es más, una persona cuidadosa se dará cuenta de que podemos definirlo sin siquiera mencionar la palabra ‘capital’”. Sin embargo, la definición de Solow de tasa de retorno [(k-h)/h] —que vendría a ser la de Knight: la ganancia permanente en términos de producción como consecuencia del coste de una vez en términos de consumo sacrificado— no es ni mucho inmune a la crítica de Cambridge: a menos que nos encontremos en una economía con un solo producto, la única forma de calcular la tasa de retorno es asignando precios de mercado a k y h, pero justamente la estructura de precios de mercado ya presupone un cierto tipo de interés (en forma de diferenciales irreductibles entre precios y costes). Por tanto, el problema que implica presuponer una estructura de precios previa es el mismo que el de presuponer un valor del capital: la teoría del interés debe explicar el capital o la estructura de precios, y no al revés. Tal como le reprochó Luigi Pasinetti a Solow en en Switches of Technique and the “Rate of Return” in Capital Theory (1969): “Los conceptos de ‘ganancia permanente’ y de ‘coste de una vez’ están siendo definidos en términos físicos, cuando representan mercancías heterogéneas. Por tanto, si queremos llegar a una ratio única [que exprese la tasa de retorno] para el sistema económico en su conjunto (…) necesitamos de un sistema de precios. Pero cualquier sistema de precios depende de la distribución del producto neto entre salarios y ganancias, esto es, depende de la tasa de retorno para cuya determinación, por tanto, no se proporciona ningún criterio”.
Sin embargo, fijémonos en que la anterior es una crítica irrelevante para aquellos teorías del interés que hacen depender a este último de las preferencias temporales, de riesgo y de liquidez de los ahorradores: en tal caso no presupone la existencia de un monto de capital —o de una estructura de precios a partir del cual calcular el tipo de interés—, sino que, al contrario, se considera que el tipo de interés derivaba de las preferencias temporales, de riesgo y de liquidez de los agentes económicos y que, sólo una vez determinado éste, podíamos proceder a calcular el capital. De ahí que, en realidad, la solución que ofrecieron los partidarios de la Escuela de Cambridge al problema del interés no fuera la única posible y, como ahora mostraremos, tampoco fuera la adecuada.
En todo caso, la teoría del interés de la Escuela de Cambridge tampoco se alejaba en la práctica demasiado de la visión de la Escuela Neoclásica. Su punto de partida es común: la tasa de ganancia es una apropiación por parte de los capitalistas del excedente físico de producción en detrimento de los trabajadores. Pero mientras la Escuela Neoclásica considera que es posible individualizar qué porción de ese excedente ha sido producido por cada factor productivo (según sus respectivas productividades marginales), la Escuela de Cambridge rechaza que el capital sea un factor productivo al que quepa imputarle un rendimiento propio dentro del excedente. Al contrario, la Escuela de Cambridge cree que el excedente productivo se determina exógenamente a la remuneración de los factores (y estas remuneraciones, a su vez, también son elementos exógenos al sistema económico). Su punto de partida es que la producción anual neta (el equivalente al Producto Interior Neto) y las técnicas productivas disponibles están determinadas por factores institucionales de carácter extraeconómico. Y, a su vez, la remuneración de trabajadores (tasa salarial) o la remuneración de los capitalistas (tasa de ganancia) también se halla determinada por factores institucionales extraeconómicos.
En el fondo, pues, lo que la Escuela de Cambridge está diciendo es que en la distribución del excedente productivo hay tres variables (excedente productivo, tasa de ganancia y tasa salarial), de las cuales dos son independientes. Piero Sraffa remarcó esta idea en su libro Production of Commodities by Means of Commodities(1960): “La consecuencia de añadir el salario como una de las variables del sistema es que el número de variables pasa a exceder en una el número de ecuaciones y, por tanto, el sistema tiene un grado de libertad; con lo cual, si fijamos una de las variables, las otras quedan también determinadas”.
De las tres, la única variable que la Escuela de Cambridge asume que es indudablemente independiente del resto es el excedente productivo. En cambio, la Escuela no se postula taxativamente sobre si la otra variable independiente es la tasa de salarios o la tasa de ganancia. Lo único cierto es que, precisamente porque una de esas variables será independiente y la otra dependiente, ambas pueden relacionarse en términos funcionales. Según Sraffa: “Si R es la máxima tasa de ganancias y w la proporción del producto neto que es percibida en forma de salarios, la tasa de ganancia es r = R*(1-w). Por tanto, conforme el salario se va reduciendo de 1 a 0, la tasa de ganancia se incrementa en proporción directa a la deducción practicada al salario”.
Así las cosas, la cuestión a plantearse pasa a ser cuál de las dos variables es la independiente. Los economistas clásicos tendían a pensar que la variable independiente era la tasa de salarios, siendo los beneficios el residuo que le restaba al empresario. Como recuerda Pierangelo Garagnani en Value and Distribution in the Classical Economists and Marx (1984):
Se asume que dos magnitudes son conocidas antes de asignar el excedente no salarial: por un lado, los salarios reales, esto es, las cantidades de diversas mercancías que constituyen la tasa salarial; por otro, el producto social, esto es, el conjunto agregado de mercancías producidas durante un año. Como además también conocemos las condiciones técnicas de la producción de las diversas mercancías con anterioridad a la asignación del excedente no salarial, entonces un determinado producto social implica una cantidad dada de trabajadores ocupados. (…) El excedente no salarial —esto es, la porción del producto social que va a parar a las clases sociales no proletarias— puede calcularse sustrayendo el consumo necesario del producto social neto, esto es:
O esquemáticamente:
Fuente: Garegnani (1984)
Sin embargo, la Escuela de Cambridge también admite la posibilidad de que la variable independiente no sea la tasa salarial, sino la tasa de ganancia. Por ejemplo, Sraffa lanza la hipótesis en su libro de que la tasa de ganancia podría venir determinada por el tipo de interés del dinero fijado por el banco central: “La elección del salario como variable independiente durante los primeros estadios del análisis se debía a que allí la considerábamos como una variable determinada por las condiciones psicológicas y sociales, que son independientes de los precios o de la tasa de ganancia. Pero tan pronto como admitimos la posibilidad de múltiples posibles divisiones del excedente productivo, esas consideraciones pierden gran parte de su fuerza. Es más, cuando fijamos el salario referenciándolo a un patrón más o menos abstracto y sin significado concreto hasta que los precios de las mercancías no hayan sido determinados, la posición termina por invertirse. La tasa de ganancia, como tasa que es, posee un significado independiente de cualquier conjunto de precios, y puede en consecuencia determinarse desde fuera del sistema: en concreto, por el nivel del tipo de interés del dinero”. En ese caso, las variables independientes serían la producción agregada neta, las técnicas productivas, el salario de subsistencia y la tasa de ganancia, siendo el excedente salarial por encima de los salarios de subsistencia la variable dependiente.
O esquemáticamente:
Fuente: Garegnani (1984)
En cualquier caso, ni Sraffa ni sus discípulos se mostraron categóricos con respecto a cuál de ambas variables (si la tasa salarial o la de ganancia) era la verdaderamente independiente dentro de un sistema económico: una de ambas debía ser independiente y la otra dependiente, pero no quedaba resuelto cuál. La finalidad de su mensaje se centraba más bien en destacar que las remuneraciones de los factores no eran endógenas al sistema productivo, sino exógenas al mismo: son el resultado de relaciones sociales, institucionales y de poder que tienen un carácter extraeconómico. De ahí que, para la Escuela de Cambridge, fuera la técnica productiva (de entre todas las disponibles) la que se adaptara a las remuneraciones específicas y no las remuneraciones específicas a la técnica productiva escogida. Gracias a ello, Sraffa puede conectar tanto con Marx como con Keynes: conecta con Marx porque la determinación de la tasa de ganancia bien puede ligarse un elemento de la estructura social (la propiedad privada de los medios de producción por parte de los capitalistas), siendo la tasa de plusvalía el resultado exógeno de esas relaciones de dominación; y conecta con Keynes porque, como ahora comprobaremos, Keynes veía la terminación de la tasa de ganancia como dependiente del tipo de interés del dinero (que sería el elemento exógeno manejado por el banco central).
Una versión complementaria a la de Sraffa —desarrollada originalmente por la vertiente postkeynesiana de la Escuela de Cambridge— es la que presentó Nicholas Kaldor en su artículo Alternative Theories of Distribution (1956), donde utiliza la teoría del multiplicador keynesiano para explicar los cambios en la distribución de la renta. Básicamente, el multiplicador keynesiano establece que un aumento del gasto en inversión provoca un incremento multiplicado de la producción agregada, lo que además se traducirá en un mayor nivel de empleo. Ahora bien, si una sociedad ya se halla en los niveles de pleno empleo, los cambios en la inversión no incrementarán la actividad, sino que modificarán la distribución de la renta.
Así, podemos dividir el la producción neta agregada (Y) entre salarios (W) y beneficios (P). Asumiendo, además, que el ahorro (S) es igual a la inversión (I) y que el ahorro se determina por la suma de la porción de renta ahorrada de los trabajadores (sw*W) y de los beneficios ahorrados por los capitalistas (sw*P),
Podemos llegar a la conclusión de que la inversión es igual a la suma del ahorro de trabajadores y del ahorro de capitalistas:
A su vez, que el peso de la inversión en la renta total será igual a la tasa de ahorro de los trabajadores más el diferencial de ahorro entre capitalistas y trabajadores sobre el peso de los beneficios en la renta total:
Lo que finalmente significa que la partición de los beneficios en la renta total es igual al peso de la inversión en la renta total multiplicado por lo que Kaldor llama “el coeficiente de sensibilidad en la distribución de la renta”: 1/(sc-sw)
Dividiendo a ambos lados por K, esto es, por el capital acumulado, llegamos a la conclusión de que la tasa de ganancia es:
Si el ahorro de los trabajadores fuera igual a 0% de su renta y los capitalistas no gastaran nada en consumo (es decir, ahorraran el 100% de su gasto en inversión) entonces la porción de los beneficios sobre la renta total así como la tasa de ganancia quedarían simplemente determinada como:
Esta última expresión refleja una de las principales y más famosas tesis del economista polaco Michal Kalecki, según la cual “los trabajadores gastan lo que cobran y los capitalistas cobran lo que gastan”. Y es que, en efecto, sobre la ecuación anterior, la tasa de ganancias viene determinada por la tasa de ahorro de los capitalistas: cuanto menos ahorren, más beneficios obtienen. Claro que para que el resultado de Kaldor y Kalecki sea cierto, había que asumir que los trabajadores no ahorraban, pero fue el neorricardiano Luigi Pasinetti quien quiso demostrar que, incluso si los trabajadores ahorraban, los beneficios de los capitalistas seguían dependiendo sólo de su propio gasto: tal como expuso en Rate of Profit and Income Distribution in Relation to the Rate of Economic Growth (1962), si en el modelo kaldoriano anterior se diferenciaba entre Pc y Pw, en función de si los beneficios afluían a los trabajadores o a los capitalistas, y, además, se asumía que los capitalistas remuneraban a los trabajadores por el capital que les pedían prestados a la tasa de ganancias de la economía, entonces la participación de los beneficios en la economía seguía siendo P/Y=(1/sc)*(I/Y) y la tasa general de ganancia P/K=(1/sc)*(I/K). Lo único que cambiaba en el modelo de Pasinetti era reconocer que los trabajadores, como ahorradores, percibían una porción de los beneficios totales: “Este es el resultado más llamativo de nuestro análisis. A largo plazo, la propensión de los trabajadores a ahorrar, aunque influye en la distribución entre capitalistas y trabajadores, no influye en la distribución entre beneficios y salarios. ¡Ni siquiera influye en la ecuación de la tasa de ganancia!”.
Es decir, la tasa de ganancia es igual a la reinversión del capital (I/K) multiplicada por el multiplicador del gasto de los capitalistas (1/sc). La cuestión es en qué punto se estabilizará esa tasa de ganancia resultante de multiplicar la tasa de reinversión en condiciones de equilibrio. Y, asumiendo que se mantienen constantes las remuneraciones relativas de los factores, la tasa de ahorro de los capitalistas y la tasa natural de crecimiento, entonces la tasa de ganancia tenderá a converger con la tasa natural de crecimiento dividida entre la tasa de ahorro de los capitalistas.
A la postre, recordemos que la tasa de reinversión de los capitalistas es igual a un porcentaje de sus beneficios ahorrados, de manera que, por mera progresión geométrica, la tasa de reinversión del capital tendrá que igualarse a la tasa natural de crecimiento de la economía.
Por ejemplo, si la participación de los beneficios en el PIB es del 20%, la tasa de inversión el 50% de los beneficios y la tasa natural de crecimiento de la economía del 5%, la tasa de beneficios terminará convergiendo a largo plazo en el 10%, aun cuando parta de niveles muy alejados.
En equilibrio, por consiguiente, la tasa de ganancia es igual a la tasa natural de crecimiento por el multiplicador del gasto de los capitalistas. Pero dado que el porcentaje de la producción total que vaya a parar a los capitalistas es un elemento indeterminado y dependiente del contexto institucional, en principio cualquier tasa de ganancia es posible. Nótese, eso sí, que en el caso de que la tasa de ahorro de los capitalistas sea igual a 1 (es decir, se reinvierta la totalidad de los beneficios), la tasa de ganancia de la Escuela de Cambridge es igual a la determinada por la regla de oro de la Escuela Neoclásica:
No en vano, Joan Robinson llamó a esa situación de equilibrio “Edad de Oro”. Así, en su libro The Accumulation of Capital (1956): “Cuando el progreso técnico es neutral, se progresa regularmente sin cambios en los patrones de producción, el mecanismo competitivo funciona en libertad, la población crece (si es que crece) a una tasa regular y la inversión marcha a un ritmo suficiente como para dar empleo a todos los trabajadores, la tasa de ganancia tiende a ser constante y los salarios reales a crecer con la renta per cápita (…) La producción anual y el stock de capital (valorado en términos de mercancías) crecen conjuntamente a una tasa constante y proporcional al incremento de la fuerza laboral y el crecimiento per cápita. Podemos describir estas condiciones como la Edad de Oro (dando a entender que se trata de una situación mitológica que probablemente no se dará en ninguna economía)”.
Evidentemente, el gran error de Sraffa y de la Escuela de Cambridge fue asumir que la producción agregada es una magnitud dado exógenamente al sistema económico cuando, por el contrario, es consecuencia de su específica organización empresarial. Es la competencia entre planes empresariales que asignan funciones y remuneraciones concretas a los diversos factores productivos lo que engendra una estructura productiva que da lugar a una determinada producción agregada: la producción agregada no procede de la combinación general de factores productivos con tecnología, sino de combinaciones y recombinaciones particulares. De ahí que cualquier conjunto de remuneraciones relativas no sea compatible con cualquier nivel de producción agregado en la medida en que podría haber deficiencias agregadas o sectoriales de capital y de trabajo. De ahí que las remuneraciones y nivel de producción potencial se determinen simultáneamente y no secuencialmente. Por ejemplo, si el wacc exigido por los capitalistas es del 5% y se impone una tasa de ganancia del 0%, el resultado será una descapitalización progresiva de la sociedad que irá hundiendo sus niveles productivos.
Kaldor, en parte, reconoce este extremo al admitir que el porcentaje de inversión sobre la producción total (I/Y) no es totalmente independiente de la tasa de retorno o de la tasa salarial: “Existen cuatro razones por las que [la anterior independencia] podría no ser cierta, o sólo serlo de manera limitada: 1) La primera es que el salario real no puede caer por debajo de cierto mínimo de subsistencia (…) 2) El segundo es que el porcentaje de beneficios no puede caer por debajo de cierto nivel que proporcione una tasa mínima como para inducir a los capitalistas a invertir su capital, algo que podríamos llamar “prima de riesgo” (…) 4) La cuarta es que la ratio capital/producción no puede verse influido por la tasa de ganancia, pues en tal caso la ratio inversión/producción dependería de la tasa de ganancia (…) Si la sensibilidad de la ratio capital/producción ante el porcentaje de beneficios fuera alta, el porcentaje de beneficios ya no podría considerarse que queda determinada por las ecuaciones del modelo”. Dicho de otra manera, la inversión y las técnicas de producción dependen de las remuneraciones de los factores y éstas no son aleatorias y resultado de circunstancias institucionales, sino que dependen de las preferencias de los agentes. Kaldor sólo reconoce la existencia de una prima de riesgo dentro de la tasa de ganancia, cuando, como hemos visto, también habría que incluir la prima temporal y de liquidez.
En definitiva, tanto la Escuela Neoclásica como la Escuela de Cambridge coinciden en observar la tasa de ganancia como el reparto del excedente de producción una vez cubiertos sus costes. La diferencia estriba en que la Escuela Neoclásica considera que el reparto de ese excedente se efectúa según la contribución marginal de cada factor productivo a la generación de ese excedente (productividad marginal del trabajo y productividad marginal del capital) mientras que la Escuela de Cambridge sostiene que la generación y el reparto del excedente son cuestiones de facto independientes.
En el fondo, empero, las posiciones de ambas escuelas no estaban tan alejadas como en principio podría parecer. La conclusión práctica a la que conduce la Escuela de Cambridge es que el bienestar de los trabajadores se maximiza minimizando la remuneración de los capitalistas. En el extremo, la remuneración del capital puede caer a cero sin que el nivel de producción agregado se reduzca. Como decía Sraffa: “Cuando la tasa salarial es igual a 1, toda la renta nacional va a parar a los salarios y la tasa de ganancia desaparece”. Ciertamente, la Escuela Neoclásica no coincidirá en que pueda fijarse arbitrariamente la tasa de ganancia a cero sin que ello perjudique el bienestar de los trabajadores (y parte de la Escuela de Cambridge tampoco llevaría sus conclusiones hasta ese extremo), ya que una tasa de ganancia demasiado baja reducirá, a su juicio, la dotación de capital por trabajador y, por tanto, la producción agregada. Ahora bien, no deberíamos perder de vista que cuando la Escuela de Cambridge afirma que las remuneraciones de los factores se determinan exógena e independientemente del nivel de producción, lo hace bajo una premisa muy clara: el nivel de producción agregado está dado también exógenamente y no cambia: es decir, el crecimiento es cero (análisis estático). La cuestión, entonces, pasa a ser: atendiendo a la regla de oro de la acumulación de capital defendida por la Escuela Neoclásica, ¿cuál debe ser la tasa de ganancia en un entorno de crecimiento natural igual a cero? Y, en efecto, bajo esas condiciones (que son las que suscribe la Escuela de Cambridge: output dado) la tasa de ganancia también deberá ser igual a cero para la Escuela Neoclásica, alcanzándose por esta vía un acuerdo entre ambas Escuelas.
El error de ambas escuelas, empero, se basa en no reconocer el papel clave que juegan las preferencias de los ahorradores en materia de tiempo, riesgo y liquidez para determinar el nivel de acumulación de capital (y la estructura de la inversión de ese capital). Son los ahorradores los que, al proporcionar financiación para determinados proyectos empresariales bajo unas ciertas remuneraciones que les compensan el coste de oportunidad de la espera, la asunción de riesgos y la iliquidez a la que someten sus ahorros, permiten configurar una determinada estructura productiva con una determinada capacidad de producción. Sólo bajo la hipótesis de que esas preferencias son inferiores en todo momento a la productividad marginal del capital (Escuela Neoclásica) o irrelevantes (Escuela de Cambridge) puede reputarse la tasa de ganancia como una parte del reparto del excedente de producción. En realidad, incluso sin incrementos de la producción podría haber tipo de interés en las operaciones de financiación ya que el tipo de interés es, ante todo, un descuento valorativo con respecto a la producción futura. Eso es lo que sucede, de hecho, en la financiación de los préstamos al consumo: se anticipa meramente consumo del futuro al presente sin incrementar por ello la producción futura; y no por ello los préstamos al consumo dejan de llevar asociado un tipo de interés.
El interés como pago por el poder adquisitivo del dinero
Como ya tuvimos ocasión de estudiar en las lecciones 1 y 2, tanto la Escolástica como los mercantilistas consideraban el tipo de interés como un fenómeno esencialmente monetario. Fueron Turgot y Rae los primeros que lograron reconducir la teoría del interés hacia una teoría general de los intercambios intertemporales, hasta que finalmente Böhm-Bawerk zanjó la cuestión a finales del s. XIX con su magna obra Capital e interés. Conviene remarcar, en este sentido, que ni la Escuela Marxista, ni la Escuela Neoclásica ni, con matices, la Escuela de Cambridge cuestionan que la esencia del tipo de interés sea no monetaria: la primera hace depender la plusvalía de la apropiación de parte del tiempo de trabajo del obrero, la segunda de la productividad marginal del factor “capital”, y la tercera de un reparto institucionalmente arbitrario del excedente de producción (si bien el tipo de interés del dinero sí podría influir en la determinación de ese reparto). Por consiguiente, parecería que las teorías monetarias del interés fueron definitivamente enterradas con el mercantilismo. Pero no: durante la primera mitad del s. XX, las teorías monetarias del interés fueron ampliamente revigorizadas de la mano de Joseph Alois Schumpeter y, sobre todo, de John Maynard Keynes.
Schumpeter, alumno de Böhm-Bawerk en sus seminarios de Viena, se alejó parcialmente de la teoría del interés de su maestro por cuanto consideraba que la prima de utilidad de los bienes presentes sobre los bienes futuros no estaba justificada. En su opinión, una economía estática y en libre competencia terminaría eliminando el diferencial entre precios y costes, esto es, el interés. Tal como escribió en The Theory of Economic Development (1911 [1934]): “En una economía estática no existe el interés productivo”. Así las cosas, Schumpeter pasó a defender una concepción del tipo de interés de raigambre mercantilista aunque combinada con la tercera razón aducida por Böhm-Bawerk para justificar el interés (la productividad de los procesos productivos presentes): a su juicio, el interés emergía de la demanda empresarial de poder adquisitivo —medios de pago— con el propósito de reinvertirlo y obtener una ganancia: “El interés es un elemento dentro del precio del poder adquisitivo, necesario este último para controlar bienes de producción”. Ahora bien, esta demanda de poder adquisitivo no engendraría interés alguno si no fuera porque puede ser usado productivamente: “El interés puede adquirir la importancia económica y social que hoy posee solamente porque el control presente del poder adquisitivo significa más poder adquisitivo futuro para el prestatario”. Y dado que el interés dependía de la oferta y demanda de medios de pago, Schumpeter pensaba que el crédito bancario podía rebajar el interés, aunque probablemente jamás llegaría al 0% debido a la existencia de oportunidades de inversión cuasi infinitas: “Las posibilidades de obtener beneficios , y con ellas la potencia demanda de poder adquisitivo, no tienen un límite definido. En consecuencia, la demanda a tipo de interés cero siempre será superior a la oferta, que sí está limitada”. Justamente esa visión del crédito bancario como el gran proveedor de financiación y regulador de los tipos de interés es lo que le lleva a afirmar que “el mercado monetario siempre es el cuartel central del sistema capitalista”.
El gran problema de la teoría schumpeteriana es considerar que el interés se abona por el control de poder adquisitivo, cuando, en realidad, se abona por el control de bienes económicos más cercanos en términos de tiempo y de riesgo a la satisfacción de nuestros fines. Para que Schumpeter tuviera razón —esto es, para que el tipo de interés se abonara por el poder adquisitivo y no por los bienes económicos que pueden adquirirse con él—deberían darse estas dos circunstancias: que los saldos de tesorería disfrutaran del monopolio en la oferta de financiación o que la demanda de financiación en forma de saldos de tesorería fuera una demanda autónoma con respecto a la demanda de inversión en forma de bienes económicos. Pero ninguna de estas dos circunstancias es cierta.
En primer lugar, como ya hemos tenido ocasión de analizar en las lecciones 5 y 6 —y como el propio Schumpeter reconocía—, el dinero no tiene el monopolio de la provisión de financiación. Es perfectamente posible proporcionar financiación a través del crédito y, en ese sentido, cualquier agente económico que disponga de bienes económicos demandados por los inversores puede extenderles financiación a crédito: basta con que les venda esos bienes económicos y acepte diferir el momento del pago. El poder adquisitivo relevante, como ya supiera ver Say, no es el constituido por los saldos de dinero, sino por los bienes económicos: también para los inversores que, en última instancia, desean controlar bienes económicos y no saldos de tesorería. Por consiguiente, la oferta de financiación en forma de saldos de tesorería compite con la oferta de financiación en forma de bienes económicos.
Pero es que, como ya vimos en la lección 3 cuando Richard Cantillon criticaba a los mercantilistas, ni siquiera cuando la financiación sólo pudiera proporcionarse en dinero, el dinero ostentaría un poder de monopolio como para poder cobrar intereses. Es verdad que un aumento del atesoramiento que minore la oferta de financiación tenderá, a corto plazo, a incrementar el tipo de interés, pero en la medida en que, como hemos expuesto con más detalle en la lección 6, también acabará reduciendo los precios, la demanda de capital para acceder a un mismo volumen real de inversión terminará reduciéndose, lo que hará que los tipos de interés regresen a su nivel anterior. Por tanto, el tipo de interés “de equilibrio” no depende, en principio, de la relación entre la oferta y la demanda de dinero: aunque la gente que atesore se niegue a invertir, en la medida en que los precios de todos los bienes y servicios (incluidos los factores productivos) tenderán a caer, los atesoradores estarán proporcionando una financiación general y difusa a todos los que sí deseen invertir (y, en cierto modo, podría entenderse que también cobran una rentabilidad general y difusa en forma de mayor poder adquisitivo futuro de la unidad monetaria derivado de la mayor producción que, a su vez, deriva de la financiación general y difusa que han provisto). Además, si todo el mundo atesorara la parte de su renta que no destina al consumo, las caídas de precios de los bienes que no fueran de consumo serían tan intensas que la rentabilidad de la inversión (la TIR, en este caso, la rentabilidad implícita de comprar factores productivos a bajo precio y revenderlos como bienes de consumo a precio elevado) sería tan elevada que induciría a mucha gente a desatesorar sus saldos de tesorería para invertirlos o para prestárselos a otros y que esos otros los invirtieran.
El segundo de los motivos que vuelven incorrecta la teoría del interés de Schumpeter es que, como decíamos, no existe una demanda de financiación en forma de saldos de tesorería que sea separable de la demanda de los bienes económicos que el inversor desea adquirir con tales saldos de tesorería. Los inversores no piden prestados saldos de tesorería para mantenerlos permanentemente atesorados, sino con el propósito de invertirlos en forma de bienes de capital: y es que no tiene ningún sentido pagar intereses en dinero sobre unos saldos de dinero que, atesorados, no generan rentabilidad alguna. Por consiguiente, la demanda de financiación en forma de saldos de tesorería compite con la demanda de financiación en forma de bienes económicos.
Por ambas razones, el intento de Schumpeter de atribuir el interés a la demanda de poder adquisitivo y no de los bienes económicos presentes necesarios para acometer inversiones carece de fundamento: ni los saldos de tesorería poseen el monopolio de la oferta de financiación ni la demanda de financiación en forma de saldos de tesorería es separable de la demanda de dinero. Que el tipo de interés se exprese y se abone generalmente en dinero no significa que sea un interés pagadero por el dinero. Ahora bien, es menester reconocer que, justamente por lo anterior, las teorías monetarias del interés resultan tan intuitivamente atrayentes y tienden a seducir a gran parte de la población a poco articuladas que se presenten. Si la teoría schumpeteriana alcanzó escasa difusión fue por un elemento clave ausente en su sistema: no explicar las razones económicas que inducían a demandar dinero y, con ello, a elevar los tipos de interés. El tratamiento que ofrece Schumpeter sobre este punto es bastante pobre y tautológico: “El interés debe ser igual a la utilidad estimada sobre su dinero del capitalista marginal (…) La valoración del último prestamista depende de la importancia que él le atribuye al curso normal de su vida económica”. Schumpeter no explicó las razones por las que el atesoramiento de dinero podía ser mayor o menor y, por tanto, fue incapaz de conformar una auténtica función de oferta de fondos prestables.
Este decisivo paso fue el que dio John Maynard Keynes en La Teoría General de la ocupación, el interés y el dinero (1936). Como ya hemos dicho, Keynes fue el economista que más contribuyó a reavivar las teorías monetarias del interés y lo logró al explicar la demanda de dinero según la preferencia por la liquidez (esto es, por la prima de liquidez). El gran problema de su teoría no es que sea incorrecta, sino que es incompleta: es decir, que sólo hizo depender el tipo de interés de la prima de liquidez. En este sentido, el planteamiento del interés de Keynes comienza discurriendo por una senda muy schumpeteriana al sostener los intereses son el precio que los inversores deben pagar a los tenedores de saldos de tesorería para inducirles a no atesorar y a proporcionarles financiación: “Podemos aproximar la preferencia por la liquidez a través del atesoramiento (…) La propensión de los agentes económicos a atesorar sólo contribuye a determinar el tipo de interés que iguala los deseos agregados de atesorar con los saldos de tesorería disponibles. La muy extendida costumbre de obviar la relación que existe entre el tipo de interés y el atesoramiento puede en parte explicar por qué normalmente se considera al interés como una recompensa por no gastar cuando, por el contrario, debería ser visto como una recompensa por no atesorar”. Pero, a diferencia de Schumpeter, Keynes sí explicita las razones por las que los agentes poseen ciertas preferencias por la liquidez, esto es, por atesorar dinero en lugar de por invertirlo: como ya hemos visto, la demanda de dinero con motivo de transacción, la demanda con motivo de precaución y, sobre todo, la demanda con motivo de especulación. Es más, como también hemos constado, la teoría de la preferencia por la liquidez keynesiana puede basarse en la reformulación mucho más general de James Tobin, esto es, en la consideración del dinero como un activo financiero para protegerse frente a la incertidumbre futura. Por eso Keynes sí tuvo éxito dónde Schumpeter no: porque proporcionó las bases para formalizar su teoría del interés en un modelo económico sencillo con el que los economistas pudieran trabajar: una curva de oferta de fondos prestables (dependiente de la preferencia por la liquidez) y una curva de demanda de fondos prestables (dependiente de la rentabilidad esperada de las inversiones) cuya intersección fuera el tipo de interés del dinero.
Pero Keynes no se detuvo ahí e intentó probar que la subordinación de los tipos de interés a la preferencia por la liquidez era un fenómeno problemático dentro del sistema capitalista. En su opinión, los inversores sólo pueden obtener financiación de los tenedores de dinero y, por tanto, para poder captarla necesitarán ofrecerles un tipo de interés que cubra su preferencia por la liquidez: pero los inversores sólo podrán pagar tales sumas si sus inversiones financieras les proporcionan una rentabilidad (una “eficiencia marginal”, en el lenguaje de Keynes) lo suficientemente alta; en caso de que la rentabilidad esperada de sus inversiones sea inferior al tipo de interés del dinero (determinado por la preferencia por la liquidez), los inversores no invertirán: “Conforme se incrementa la cantidad de activos en la economía —los cuales que comienzan proporcionando una eficiencia marginal al menos igual al tipo de interés—, su eficiencia marginal tenderá a caer. En tal caso, se alcanzará un punto en el que ya no salga a cuenta producirlos, a menos que el tipo de interés caiga pari passu. Cuando no haya ningún activo cuya eficiencia marginal del capital cubra el tipo de interés, toda inversión adicional en activos se paralizará”.
El tipo de interés del dinero, pues, será para Keynes uno de los responsables de que exista desempleo involuntario entre los trabajadores y, a su vez, de que la acumulación de capital no aumente lo suficiente como para que la rentabilidad de todos los activos caiga a cero. O dicho de otra manera, para Keynes los capitalistas pueden seguir siendo rentistas gracias a que tienen la opción de atesorar dinero y volver el capital artificialmente escaso: “La única razón por la que los servicios esperados que proporcionará un activo poseen un valor superior a su precio de mercado presente es porque ese activo es escaso; y sigue siendo escaso por la competencia que le supone el tipo de interés del dinero. Si el capital se volviera menos escaso, el exceso de retorno disminuiría, sin que el activo se volviera menos productivo (al menos, desde un punto de vista físico)”.
Por ello, Keynes defiende el abandono del patrón oro y que el banco central actúe activamente para mantener los tipos de interés en el punto más reducido posible: “El desempleo emerge porque, digamos, la gente quiere coger la luna con las manos: los hombres no pueden estar empleados cuando su objeto de deseo (el dinero) es algo que no puede ser producido y cuya demanda no puede reprimirse. El único remedio es persuadir al público de que ese queso verde [Keynes se refiere con “queso verde” a la luna, valiéndose del proverbio inglés: “The Moon is made of green cheese”
] es prácticamente lo mismo que disponer de una fábrica de queso verde (el banco central) bajo el control público. Merece la pena darse cuenta de que aquella característica que tradicionalmente nos ha llevado a considerar al oro como el mejor activo monetario —su oferta inelástica— es precisamente el origen del problema”. En su versión moderna más extrema, la de la Modern Monetary Theory (MMT), directamente se presiona para que el banco central imponga unos tipos de interés del 0%. Así, Warren Mosler y Mathew Forstater afirman en The Natural Interest Rate is Zero (2004) que: “El banco central claramente controla los tipos de interés a corto plazo en un sistema de moneda fiat con tipos de cambio fijos, y hay numerosas razones para que el banco central fije el tipo de interés a un día en el 0%, dejando que los mercados añadan los correspondientes diferenciales de riesgo”.
La teoría keynesiana de los tipos de interés sufre de los mismos errores que la schumpeteriana, aunque tenga su punto de razonabilidad. En efecto, y como ya hemos expuesto, el atesoramiento de dinero sí constituye una barrera contra que los tipos de interés se reduzcan por debajo del wacc: si la rentabilidad ofrecida por los inversores no cubre el coste del capital, los ahorradores preferirán atesorar antes que invertir. Pero esto no significa que el único componente del wacc sea la prima de liquidez: la prima de liquidez podría ser nula (por ejemplo, si los inversores no esperaran querer modificar su posición inversora o anticiparan un reducido coste de hacerlo), pero aun así los tipos de interés podrían ser positivos como consecuencia del retraso en la satisfacción de los fines del ahorrador y en la asunción de riesgos.
Keynes ve problemático que la incertidumbre pueda conducir a una parálisis inversora, pero en principio parece lo más lógico: si el futuro se observa con enorme desconfianza, lo racional no es invertir a largo plazo exponiéndose a altísimos riesgos. Ello incluye, por supuesto, el riesgo de que una alta volatilidad en las preferencias temporales y la aversión al riesgo de los agentes: si, por ejemplo, los ahorradores reputan altamente probable que en el medio plazo todos ellos vayan a querer acortar el plazo de sus inversiones, no resultaría racional que todos ellos invirtieran a muy largo plazo.
El problema de Keynes —y de Tobin— es que se obstinaron en considerar la existencia de solo dos activos financieros: el dinero y los bonos a perpetuidad. De esta manera, un agente sólo puede mejorar la liquidez de sus inversiones dejando de invertir completamente. Sin embargo, existen multitud de inversiones posibles con perfiles de plazo, riesgo y liquidez muy distintos: de ahí que un aumento de la prima de liquidez no deba ir necesariamente de la mano de una parálisis de toda la inversión, sino que dará lugar a una reconfiguración de los patrones de inversión: el capital abandonará los activos más ilíquidos y se concentrará en la financiación de los activos más líquidos. Los cambios en la preferencia por la liquidez, pues, no afectan simétricamente a toda la curva de rendimientos: la demanda de ciertos activos —los menos ilíquidos— aumentará y la demanda de otros activos —los más ilíquidos— se reducirá, provocando una reducción del tipo de interés de los primeros y un aumento del de los segundos: tales cambios en los tipos de interés abaratarán la financiación de las inversiones más líquidas y encarecerá el de las más ilíquidas.
Precisamente, una vez se reconoce la función de los tipos de interés como elemento coordinador de ahorradores e inversores con distintas preferencias de espera y de riesgo, se desmorona la visión del tipo de interés como un fenómeno exclusivamente dependiente de la prima de liquidez. La única función de los tipos de interés no es coordinar las preferencias por la liquidez de ahorradores e inversores, sino también sus preferencias de tiempo y de riesgo y la prima de liquidez por sí misma no es capaz de lograr esa coordinación. Por ejemplo, supongamos que el banco central actúa como refinanciador de las posiciones de liquidez de todas las empresas de una sociedad (como “prestamista de última instancia”): el incentivo sería, claramente, a que las empresas se endeudaran al plazo más corto posible para pagar los tipos de interés más bajos posible y que, en cambio, trataran de acometer aquellas inversiones con un mayor rendimiento esperado fuera cuál fuera su plazo; pero, en este caso, la coordinación entre el ahorro (en qué momento futuro desean los ahorradores recibir determinados bienes y servicios) y la inversión (en qué momento futuro planean los inversores producir determinados bienes y servicios) no se produciría, ya que los ahorradores desearían recibir bienes futuros antes y de manera más segura de lo que los inversores están planeando proporcionarlos. Lo que restringe el perfil temporal y de riesgo de las inversiones es el perfil temporal y de riesgo de los ahorradores (esto es, el coste de capital que debe ser capaz de cubrir la rentabilidad de toda inversión): asumiendo que las primas temporales y de riesgo son cero, o bien se está asumiendo que los ahorradores carecen de preferencias en cuanto al momento o a la seguridad del consumo futuro, o bien se está anulando cualquier capacidad coordinadora entre ahorro e inversión. Paradójicamente, La Teoría General de Keynes puede entenderse, tal como estudiaremos en la lección 9, como una teoría sobre la descoordinación agregada entre ahorro e inversión: consciente o inconscientemente, elaboró una definición de tipo de interés que lo condujera a las conclusiones deseadas.
El interés como preferencia temporal apriorística de todo plan de acción
Para terminar, recordemos que, dentro de los defensores de la teoría del interés basada en la la preferencia temporal pura, había dos ramas: aquellos que consideraban el interés como un fenómeno contingente —aunque muy común— de los planes de acción humanos, y aquellos que lo trataban como parte necesaria de todo plan de acción. Ludwig von Mises y Murray Rothbard optaron por defender esta segunda línea de pensamiento: que el tipo de interés era un fenómeno universal y necesario por derivar de la preferencia temporal y por ser la preferencia temporal una categoría a priori de la acción humana.
Ya hemos visto que el tipo de interés puede entenderse como una categoría de la acción —la diferencia de valor entre fines y medios— pero no imputable exclusivamente a la preferencia temporal, que podría estar perfectamente asunte en el intercambio entre dos bienes. En su magnum opus La acción humana (1949), Mises afirma que “la satisfacción de un deseo más cercano en el tiempo es, ceteris paribus, preferible a uno que se satisfará en el futuro más lejano. Por lo que los bienes presentes son más valiosos que los futuros. La preferencia temporal es un requisito categórico de la acción humana (…) Si no prefiriera la satisfacción más cercana al presente a la más alejada, nunca consumiría ni satisfaría sus necesidades. Sólo acumularía y jamás disfrutaría”.Aunque no queda claro cuál es el alcance de la cláusula ceteris paribus de Mises, la literalidad de su argumento es falaz: no es verdad que el ser humano quiera satisfacer todos sus fines lo antes posible, y ello no implica que el ser humano jamás querrá consumir. Hay fines que se desean satisfacer en momentos concretos del tiempo y no en otros, por lo que no cabe pronosticar una acumulación indefinida de medios. En consecuencia, el economista austriaco no logra demostrar que la preferencia temporal sea una categoría que impregne todos los planes de acción: ciertamente, el ser humano prefiere y valora más aquellos medios que se hallen, desde su punto de vista subjetivo, más cercanos temporalmente a satisfacer sus fines, pero no valora necesariamente más aquellos fines que se hallan temporalmente más próximos en el tiempo y, en tal caso, no puede establecerse a priori una preferencia necesaria y universal de los bienes presentes sobre los bienes futuros (a menos que, como ya hemos explicado, le demos a presente y futuro una reinterpretación subjetivista, que permita considerar más próximo a la satisfacción de un fin futuro un medio que se halle en el futuro y no en el presente).
Murray Rothbard, por su parte, ofrece una interpretación del ceteris paribus de Mises que le salva de caer en ese mismo flagrante error. Tal como explica el estadounidense en El hombre, la Economía y el Estado (1958), no es que el ser humano prefiera satisfacer todos sus fines lo antes posible, sino que busca minimizar el período de tiempo en que tarda en satisfacer sus fines: “Una verdad fundamental y constante de la acción humana es que el hombre prefiere satisfacer sus fines en el menor tiempo posible. Dada una específica satisfacción, cuanto antes llegue, mejor. Eso equivale a afirmar que el tiempo siempre es escaso y debe ser economizado”. Si bien Rothbard expone una verdad universal (el ser humano intenta minimizar el período de tiempo que tarda en satisfacer sus fines), esa verdad universal no sirve para justificar lo que Rothbard pretende justificar, a saber, que los bienes presentes son siempre más valiosos que los futuros: si los fines presentes son mucho menos valiosos que los futuros, los bienes presentes podrían cotizar con descuento frente a los futuros aun cuando se buscara minimizar el período de satisfacción de los fines. Por tanto, la preferencia temporal tal como la define Rothbard supone renunciar a una preferencia temporal que impregne todos los planes de acción, esto es, no sólo las relaciones fines-medios, sino también fines-fines.
En definitiva, Mises y Rothbard o no consiguen demostrar que la preferencia temporal sea una categoría que impregne toda la estructura de fines y de acciones del ser humano o no consiguen probar que su particular definición de preferencia temporal explique el fenómeno del interés. En este sentido, la rama de Fetter, Fisher y Fekete es muy superior, por cuanto concibe el interés como un elemento contingente a las concretas relaciones entre los fines de los distintos individuos y las condiciones productivas, dando cabida a la posibilidad de que excepcionalmente el tipo de interés sea negativo: si la conversión de renta en riqueza sólo puede efectuarse con pérdidas y los agentes están dispuestos a asumir esas pérdidas para transformar renta presente en renta futura (justamente porque valoren más ciertas porciones de renta futura que ciertas porciones de renta presente), entonces el tipo de interés será negativo, como ya hemos tenido ocasión de exponer.
La teoría pura de la preferencia temporal proporciona, correctamente interpretada, una sólida base teórica para la teoría del interés a través de uno de sus componentes: la prima temporal. Pero eso no significa que la prima temporal esté presente en todas las acciones que impliquen tomar decisiones acerca del futuro.
El texto se halla pendiente de conclusión a falta de escribir la parte de la teoría del capital.
No hay comentarios:
Publicar un comentario