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sábado, 16 de agosto de 2014

Lección 5 – La redefinición moderna del origen y de las funciones del dinero

Publicado el 09 junio 2013 por admin
Antecedentes
Si bien los debates monetarios ingleses del s. XIX fueron extremadamente útiles a la hora de perfilar y profundizar en la Doctrina de las Letras Reales smithiana, los fundamentos sobre los que se asentaba no eran ni mucho menos sólidos. Recordemos que toda teoría económica parte de una cierta teoría del valor económico y, en este sentido, la teoría del valor de Adam Smith era, como ya vimos, completamente errónea en tanto en cuanto lo hacía depender del trabajo. En cierto modo, pues, la ciencia económica estaba falta de una revolución de paradigma que inevitablemente también debía afectar a la teoría monetaria.
Esto fue, justamente, lo que sucedió durante el tercer tercio del s. XIX: el economista austriaco, Carl Menger, modificó la teoría del valor económico para hacerla depender de la utilidad subjetiva de los bienes y, con ello, sentó a su vez las bases para una teoría monetaria basada en el cardinal concepto de liquidez. Por desgracia, Menger sólo tuvo tiempo de desarrollar de forma bastante completa su teoría del dinero, pero no fue capaz de complementarla con una teoría del crédito circulante que, como veremos, sí estaba latente en sus escritos. Semejante tarea fue obra de economistas contemporáneos y posteriores a Menger que en gran medida se basaban en sus desarrollos teóricos para mejorar la Doctrina de las Letras Reales de Adam Smith.
En paralelo a Menger, sin embargo, se desarrolló otra tradición de pensamiento rival que lejos de situar el origen del dinero en el mercado, lo caracterizó como una criatura del Estado: nos referimos al chartalismo de Georg Friedrich Knapp. En cierto modo no es de extrañar, pues Menger y los economistas que complementan su obra no hicieron más que desarrollar sobre un terreno más sólido la tradición smithiana, del bullionismo moderado y de la Escuela Bancaria, mientras que Knapp se ubicó en la estela del mercantilismo y del antibullionismo radical.
En esta lección estudiaremos toda esta tradición monetaria sobre el origen, las propiedades y las funciones del dinero que se inicia con el concepto de liquidez mengeriano. Asimismo, ofreceremos una visión crítica del chartalismo, si bien resaltaremos ciertos aspectos acertados y que deben incorporarse en una teoría monetaria bien pergeñada.
Dos teorías sobre el origen del dinero: botton-up y top-down
Carl Menger: el dinero como la selección espontánea del bien más líquido
En 1871 Carl Menger publicó sus Principios de Economía Política donde expuso que el valor de los bienes económicos depende de su utilidad (esto es, de su adecuación para satisfacer los fines de los seres humanos), pero no de su utilidad total, sino de su utilidad marginal: del valor del fin menos importante que un determinado stock de productos permite conseguir: “El valor de un bien concreto o de una determinada cantidad parcial de la masa total de bienes de que dispone un sujeto económico es igual a la significación que para el mencionado sujeto tiene la satisfacción de las necesidades menos importantes que puede alcanzarse con aquella cantidad parcial y todavía no está asegurada por la cantidad total”. Por ejemplo, el valor de un saco de trigo cuando tenemos tres sacos de trigo será el del fin menos valioso que uno de esos sacos de trigo nos permite alcanzar.
De la ley de la utilidad marginal decreciente se deduce que la posesión de una mayor cantidad de un determinado bien reduce la utilidad de ese bien y que, por el contrario, una reducción de su cantidad la incrementa. Es decir, si tenemos tres sacos de trigo y conseguimos un saco de trigo adicional, la utilidad del bien “un saco de trigo” se reducirá por cuanto se dirige a satisfacer un fin menos valioso; asimismo, si uno de los tres sacos de trigo es destruido en un incendio, la utilidad del bien  “un saco de trigo” aumentará, por cuanto el segundo saco de trigo se dirigirá a satisfacer un fin más valioso que el que iba a satisfacer el tercer saco de trigo.
Esta evolución de la utilidad ante cambios de la cantidad es una característica universal de los bienes: un aumento en la cantidad de un bien siempre reduce su valor y una minoración siempre lo incrementa. Ahora bien, que esta regularidad afecte a todos los bienes no significa que los afecte a todos en la misma magnitud. Habrá bienes cuya utilidad variará más violentamente y los habrá otros que la verán variar más lentamente: en concreto, habrá bienes que sirvan para satisfacer una enorme cantidad de fines (por tanto, su utilidad se reducirá muy lentamente ante aumentos de su cantidad) y habrá otros que apenas contribuyan a ello (por lo que su utilidad se reducirá muy rápidamente ante aumentos de su cantidad). No es lo mismo contar con más unidades de sacos de trigo que con más unidades de libros de sánscrito: la utilidad marginal del primero caerá más lentamente que la del segundo. Como expone Menger en su libro El dinero (1909): “Para ciertos bienes existe solo una demanda muy exigua y esporádica, mientras que para una serie de bienes de otro tipo la demanda es más general y constante”. En el siguiente gráfico ilustramos este fenómeno con el ejemplo de dos bienes: la utilidad marginal del bien A (con una demanda más general y constante) cae más lentamente que la del bien B (con una demanda más exigua y esporádica) ante incrementos de su cantidad.
 
De este modo llegamos al concepto de liquidez: son líquidos aquellos bienes con una demanda más amplia y constante que, por consiguiente, ven cómo su utilidad marginal decrece más lentamente en cualquier mercado y en cualquier momento del tiempo. La demanda de estos bienes líquidos es tan estable que no se satura en ningún momento con la cantidad ofertada. Por tanto, podemos definir liquidez como estabilidad del valor de un bien ante cambios espaciales, temporales y cuantitativos en las condiciones de su oferta o de su demanda. En El dinero, de hecho, Menger llega a equiparar liquidez con “valor intrínseco” (utilidad marginal) constante y estable, a saber, bienes con una utilidad marginal que no se reduce en absoluto ante incrementos de su cantidad con el paso del tiempo. Para Menger, estos bienes líquidos pueden ser de diversos tipos: “1. Los bienes disponibles sólo en cantidad limitada, de modo que quien los posee en abundancia manifiesta con su posesión su prestigio y poder (en particular su rango social). De estos bienes existe, por consiguiente, en el mercado una demanda constante y prácticamente casi ilimitada (…) 2. Los productos locales destinados al consumo doméstico, al tratarse de objetos universalmente deseados y necesarios (…) 3. Bienes de amplia y constante necesidad y consumo que no se producen, o no en cantidad suficiente, en un territorio y que por consiguiente tienen que ser importados (…) 4. Bienes que, por efecto de costumbres o de las relaciones de poder, existe la obligación de ofrecerlos periódicamente en forma de prestaciones unilaterales (…) 5. Artículos destinados a la exportación”.
Obviamente, cuando estos bienes líquidos son intercambiados por bienes ilíquidos, sus precios se comportan de un modo doblemente especial. El primero efecto particular lo recoge Menger en su artículo El origen del dinero (1892): el precio unitario al que pueda comprarse (el llamado “precio pedido”) un bien líquido será prácticamente el mismo que el precio al que pueda venderse (el llamado “precio ofrecido”). En todos los otros bienes, el precio pedido siempre se encuentra por encima del precio ofrecido, y el diferencial, o margen, entre ambos se va ensanchando conforme aumenta la cantidad que se quiere comprar o vender: el precio ofrecido unitario decrece con la cantidad que se desea vender (la utilidad marginal de un mayor número de unidades para los potenciales compradores decrece y, por tanto, el precio por unidad que se recibe es menor) y el precio pedido unitario crece con la cantidad que se desea comprar (la utilidad marginal de un menor número de unidades para los potenciales vendedores se incrementa y, por tanto, el precio por unidad que se ha de pagar es mayor). Con los bienes líquidos, sin embargo, el margen entre el precio pedido y el precio ofrecido es muy estrecho y apenas se incrementa con su cantidad transada: la utilidad marginal para los potenciales compradores apenas decrece (de modo que están dispuestos a ofrecer un precio unitario constante) y la utilidad marginal para los potenciales vendedores apenas se incrementa (de modo que están dispuestos a pedir un precio unitario constante). Como expone Menger:
El margen, o la pérdida que sufre quien se ve obligado a deshacerse de un artículo en un momento dado al precio ofrecido y no al solicitado, representa una cantidad muy variable, tal como veremos si observamos el comercio y los mercados de mercancías determinadas. Si se va a vender el maíz o el algodón mediante un intercambio organizado, el vendedor estará en posición de hacerlo prácticamente por cualquier cantidad, en el momento en que lo desee, con una pérdida muy pequeña. Si la cuestión fuera desprenderse de grandes cantidades de tela o seda a voluntad el vendedor por lo general deberá contentarse con un considerable porcentaje de disminución en el precio. Peor sería el caso de aquel que en cierto momento debe deshacerse de instrumentos astronómicos, preparados anatómicos, manuscritos en sánscrito u otros artículos tan poco comercializables.
La segunda característica del precio de los bienes líquidos es que permiten aislar los movimientos que se deben a los cambios de la utilidad del bien ilíquido. Si dos bienes ilíquidos se intercambian, de este intercambio surge una ratio conocida como precio. El problema reside en que, en estas circunstancias, las alteraciones de ese precio pueden deberse o a variaciones de la utilidad de uno de los bienes ilíquidos o a variaciones de la utilidad de otro de los bien ilíquido: será imposible, fijándose en los movimientos de precios, conocer cuál de ambos bienes se ha depreciado o apreciado en valor. Sin embargo, cuando un bien ilíquido se intercambia por un bien líquido –esto es, por un bien con una utilidad marginal muy estable– a priori cabrá imputar toda la variación del precio a alteraciones de la utilidad del bien ilíquido; como decía Menger en El dinero: “Si la relación de cambio entre ese bien de valor intrínseco estable y cualquier otro experimentase un cambio, tendríamos siempre la certeza a priori de que las causas determinantes de la variación habría que ir a buscarlas en las de este último bien”.
Debido a estas dos particularidades de los precios de los bienes líquidos (estabilidad de los precios a lo largo del tiempo ante cambios en la oferta del bien líquido), Menger concluye que se trata de bienes particularmente apropiados para superar las limitaciones a los intercambios y a la división del trabajo que impone el trueque. En efecto, el intercambio de dos bienes ilíquidos es inconveniente y enormemente costoso debido a dos razones.
La primera es la dificultad de que se dé la doble coincidencia de necesidades cuando estamos operando a través del trueque (una de las partes tiene el tipo y la cantidad de bienes que desea la otra parte y a la inversa), por lo que la división del trabajo queda enormemente contingentada: uno no puede especializarse en producir enormes cantidades de un mismo bien, pues el precio unitario que obtendrá al venderlo será exponencialmente menor con su mayor cantidad, pues nos hallamos ante un bien ilíquido que encima excluye a la mayoría de sus demandantes potenciales (como consecuencia de las dificultades de adquirirlo vía trueque). Así las cosas, aquellos que posean en su patrimonio bienes líquidos lo tendrán mucho más sencillo para acudir al mercado y acceder a las mercancías específicamente deseadas que quienes ofrecen bienes ilíquidos: “quien lleva al mercado bienes del primer tipo [ilíquidos] para cambiarlos por otros de los que tiene específica necesidad, por lo general tendrá menos probabilidades de alcanzar este objetivo o, en todo caso, debe hacer mayores esfuerzos y sacrificios económicos que quien va al mercado con bienes del segundo tipo [líquidos]”.
La segunda razón es que los bienes líquidos son especialmente convenientes para los intercambios es que permiten expresar en una misma unidad homogénea y constante en utilidad el valor de las rentas y de los patrimonios de los empresarios, esto es, de los agentes económicos que se especializan en producir mercancías para el resto de individuos buscando obtener un lucro a través de esa operación. Si la división del trabajo consiste en especializarse en fabricar aquellas mercancías que son más valiosas para los consumidores, parece claro que será necesario poder calcular qué planes de negocio son más rentables, para lo cual será a su vez imprescindible contar con esa unidad de referencia homogénea y líquida con la que efectuar los cálculos (en la lección séptima ampliaremos esta cuestión): “En la actualidad, para conocer la importancia de un patrimonio o de una renta no se precisa ya enumerar todos sus componentes y para formarse un juicio sobre la correspondiente importancia económica de un bien es aún menos necesario describirlo en todos sus detalles. Para alcanzar estos objetivos basta con el conocimiento de su ‘valor monetario’”.
Dicho de otro modo, aquellos bienes más líquidos serán unos candidatos ideales para desempeñar la función de medios de cambio indirectos y de unidades de cuenta: los agentes tenderán a buscarlos no porque sirvan para satisfacer directamente sus necesidades finales, sino porque serán unos muy buenos instrumentos de cambio y también muy buenos instrumentos de contabilización. De este modo, el acto de compraventa podrá dividirse en dos decisiones lógica y temporalmente separadas: comprar (entregar bienes líquidos para recibir mercancías ilíquidas) y vender (entregar mercancías ilíquidas para recibir bienes líquidos). Es así como podemos decir que los bienes más líquidos devienen dinero: “En la terminología científica (no ciertamente en la corriente) se denominan como dinero a las mercancías (cabezas de ganado, conchas, sal, etc.) convertidas en intermediarias del intercambio de uso general”. Y, de hecho, una vez estos bienes líquidos son empleados como dinero, su demanda se vuelve mucho más amplia y profunda, aumentando todavía más su liquidez. Como explica Menger en El origen del dinero: “Cuando los productos relativamente más líquidos se convirtieron en ‘dinero’, el acontecimiento tuvo, en primer lugar, el efecto de aumentar de manera sustancial su liquidez originalmente alta”.
Por consiguiente, para Menger el dinero cumple dos funciones esencial: ser el medio general de los intercambios y ser la unidad de cuenta en la que expresar el valor de bienes, rentas y patrimonios. El autor austriaco deja desacertadamente fuera la que más adelante comprobaremos que es la otra función primordial del dinero: ser un mecanismo para transportar valor intertemporalmente de manera líquida y segura, esto es, ser lo que se suele conocer por “depósito de valor”. Al cabo, si un bien es buen medio de cambio también ha de ser capaz de mantener temporalmente su valor hasta que ese intercambio sea perfeccionado (a corto o a muy largo plazo). En honor a la verdad, hay que decir que Menger reputaba, en El dinero, la cualidad de depósito de valor como una propiedad del buen dinero en lugar de como una función: “Cuando un bien es especialmente apropiado para el atesoramiento y es utilizado con amplitud para este fin, esta es una de las causas más importantes de su elevado grado de liquidez y de su aptitud para llegar a convertirse en medio general de cambio”. Pero la caracterización puede dar lugar a equívocos.
En definitiva, según Menger los individuos comienzan a demandar bienes líquidos para agilizar sus intercambios con otros individuos o grupos de individuos. Pero lo hacen no porque exista un compromiso explícito por parte de nadie para aceptar esos bienes líquidos a modo de medio de intercambio, sino porque desde un comienzo su demanda no dineraria es mucho más amplia y estable que la del resto de bienes, de manera que, al poseerlos, se están maximizando sus oportunidades de acceder posteriormente a las mercancías finales que desean adquirir en el mercado. Además, esta circunstancia, conocida cada vez por un mayor número de agentes, hace que poco a poco las expectativas de todos ellos vayan convergiendo en torno a la superior estabilidad del valor de ese bien líquido, pasando por tanto a aceptarlo sin exigir sacrificios en su precio. Ese es, justamente, el rasgo esencial del dinero: que su habilidad para actuar como tal no depende de la obligación de nadie, sino del valor que establemente le atribuyen la generalidad de agentes. Tal como ya había expresado décadas antes Henry Thornton con respecto al oro: “el único activo monetario que no es el pasivo de nadie más”.
Lo anterior también implica, además, que el dinero no emerge de un modo centralizado, planificado o consensuado desde arriba (top-down), sino como un orden descentralizado, espontáneo y emergente desde abajo (bottom-up).  El intercambio indirecto a través de bienes líquidos simplemente se va abriendo camino gracias a la perspicacia empresarial de unos individuos que se dan cuenta que algunos bienes son más fáciles de comercializar que otros. En distintos momentos y lugares, sin embargo, pueden emplearse simultáneamente diferentes medios de cambio indirecto, los cuales entrarán en un proceso de competencia hasta que los agentes terminen seleccionando aquellos que, a su juicio, son más líquidos que el resto (incrementando su demanda y ensanchando, con esta decisión, todavía más el diferencial de liquidez), esto es, terminen seleccionando el dinero.
Históricamente, los bienes que terminaron por ser seleccionados como los más líquidos en el mercado fueron los metales preciosos, como atestigua Menger en El origen del dinero: “Los metales preciosos se han convertido en el medio corriente de intercambio más generalizado entre los pueblos de civilización económica avanzada por su liquidez altamente superior en relación con la de todos los otros productos y, al mismo tiempo, porque se los ha considerado especialmente aptos para las funciones concomitantes y subsidiarias del dinero”. Las razones las desarrolla el austriaco en El dinero; muy en especial, su universal y permanentemente insatisfecha demanda: “La cantidad de metales nobles disponible es tan exigua respecto al deseo de tenerlos que el número de personas que no satisfacen –o lo hacen solo parcialmente– su demanda de tales bienes, y la amplitud de esta misma demanda explícita (insatisfecha), son constantemente muy elevadas, proporcionalmente mucho más elevadas de lo que sucede con otros bienes más importantes pero más ampliamente disponibles. El deseo de estos bienes (tanto explícito como latente) es tan amplio como constante”. Pero también es menester hablar de otras propiedades que el austriaco no llega a esbozar pero que sí son fundamentales para que un bien líquido termine actuando como dinero. El inglés William Stanley Jevons, que descubrió la teoría de la utilidad marginal decreciente de manera paralela a Menger (sin bien con una formulación mucho más inexacta), también escribió un libro sobre el dinero –Money and the Mechanism of Exchange (1875)– en el que sí detallaba varias de las propiedades de que debía gozar un buen dinero: “1. Utilidad y valor; 2. Portabilidad; 3. Indestructibilidad; 4. Homogenidad; 5. Divisibilidad; 6. Estabilidad de valor; 7. Cognoscibilidad”; para terminar concluyendo que los metales preciosos eran los que mejor cumplían con esas propiedades: “No es necesario remarcar con detalle que, aunque muchas de las mercancías enumeradas en el capítulo 4 poseen en mayor o menor medida las cualidades esenciales del dinero, no pueden compararse ni de lejos con muchos metales. Algunos metales parecen haber sido escogido por la naturaleza para ser empleados como dinero por encima de todas las otras sustancias, al menos cuando actúan como medio de cambio y depósito de valor”.
En cualquier caso, el dinero para Menger es una criatura social y no una criatura de la ley: “El dinero no es una creación de la ley; no es un fenómeno de origen estatal, sino un fenómeno de origen social. Al concepto general de dinero le es ajena su sanción por parte de la autoridad estatal”. Eso no significa, sin embargo, que el economista austriaco no le atribuyera ninguna influencia al Estado sobre la evolución del dinero. De entrada, recordemos que Menger considera que una clase de bienes líquidos que pueden aspirar a convertirse en dinero son “bienes en los que, por efecto de las costumbres o de las relaciones de poder, existe la obligación de ofrecer periódicamente en forma de prestaciones unilaterales: por ejemplo, regalos y tributos consistentes en ciertos bienes que se entregan por costumbre o en virtud de relaciones de sometimiento, a personas distinguidas, sacerdotes, curanderos encumbrados, etc., resarcimientos patrimoniales, castigos penales por daños infligidos de acuerdo con la ley, bienes de cierto tipo para regalar según los usos a las novias, etc.”: es decir, dado que el Estado puede llegar a jugar un rol muy relevante dentro de las sociedades, es evidente que por los mismos motivos puede llegar a insuflar una demanda muy intensa sobre ciertos bienes (por ejemplo, aquellos en los que se abonan los tributos), dotándoles de una cierta liquidez que puede llevarlos a convertirlos en dinero: “[Que el dinero surja de aspiraciones específicamente individuales de los miembros de la sociedad] no excluye evidentemente que el Estado promoviera o influyera en su nacimiento, como sucedió con tantas otras instituciones que se formaron de manera análoga”. Además de lo anterior, Menger le reserva al Estado la función de acuñar la moneda con la finalidad de “perfeccionar el dinero”, tal como recuerda en El origen del dinero: “A través del reconocimiento del estado y de la regulación por parte del gobierno esta institución social del dinero se ha perfeccionado y ha sido adaptada a las múltiples y variadas necesidades de la evolución del comercio”.
Del análisis monetario de Menger parecería desprenderse que el austriaco sólo concebía la existencia de dinero metálico, lo que lo situaría en la órbita ricardiana de ignorar la diferencia entre los pagos en dinero y los pagos a crédito. Pero, al contrario, Menger sí era muy consciente no sólo de la existencia del crédito circulante, sino de su diferencia con respecto al dinero. Tal como expone al final de El dinero: “[Las instituciones financieras], gracias a sus operaciones de crédito e inversión, y especialmente con sus operaciones de descuento de letras de cambio, están en condiciones de hacer frente con mucha más facilidad al aumento momentáneo de la demanda de medios de circulación que acompaña al incremento de la demanda de crédito. De este modo, los bancos de emisión, en virtud de la mayor elasticidad que ofrece la creación de billetes de bancos respecto a la de monedas acuñadas en metales nobles, cubren de un modo más efectivo la importante función de adaptar la circulación monetaria a las necesidades variables de medios de circulación que tiene la economía nacional”. Por consiguiente, parece claro que Menger se insertaba en la tradición del bullionismo moderado y de la Escuela Bancaria, por mucho que su ámbito de investigación teórico se limitara a la teoría del dinero y no alcanzara la teoría del crédito circulante.
Georg Friedrich Knapp: El dinero como criatura de la ley
En paralelo con el austriaco Carl Menger, el economista alemán Georg Fredrich Knapp desarrolló su propia obra sobre el dinero, cristalizada en su libro La teoría estatal del dinero (1905). Las conclusiones de Knapp eran justo las contrarias a las de Menger: el dinero no es fruto de la competencia descentralizada en el mercado sino de la regulación, especialmente estatal. De hecho, la frase con la que Knapp abre el libro es la opuesta a la conclusión mengeriana: “El dinero es una criatura de la ley”.
Para Knapp, el dinero es una categoría particular dentro de un género mucho más amplio: el de los medios de pago, entendidos estos últimos como “un objeto móvil que puede ser usado para los intercambios”. Por consiguiente, para analizar qué es exactamente el dinero y qué posición ocupa dentro de un sistema económico, será imprescindible analizar la clasificación que efectúa el alemán de estos medios de pago según un doble criterio: su origen y su función. Conviene, sin embargo, lanzar una advertencia preliminar: el economista alemán se propuso reinventar todo el léxico empleado en la teoría monetaria, de ahí que vaya a ser necesario adentrarnos en su enrevesado vocabulario.
En cuanto a su origen, el economista alemán era de la opinión de que los primeros medios de cambio habían surgido a partir de mercancías que poseían un valor no monetario previo que comenzaron a emplearse cada vez en más intercambios: “La mercancía de intercambio general es una institución de relaciones sociales; se trata de una mercancía que ha llegado a obtener un uso especial en sociedad, primero mediante la costumbre, luego a través de la ley. Esta mercancía socialmente reconocida como medio de intercambio es, por supuesto, siempre un medio de pago”. En este sentido, Knapp coincidía grosso modo con Menger: aunque el análisis del austriaco era mucho más rico a la hora de explicar la causalidad económica que llevaba a la emergencia del dinero, el alemán reconocía que históricamente había sido habitual que los medios de pago tomaran la forma, en un primer momento, de una mercancía empleada, por costumbre o por ley, en todas las transacciones.
Cuando el medio de pago tenía un origen material, Knapp decía que se trataba de un medio de pago ‘automaterialista’, siendo el caso más común que el material empleado fuera un metal precioso, en cuyo caso estaríamos ante un medio de pago autometalista. Para el alemán, sin embargo, la sustancia en la que estaba basado un medio de pago era de escasa relevancia: el factor decisivo era si ese medio de pago circulaba según el peso que contenía de ese determinado material (por ejemplo, gramos de oro) o, por el contrario, circulaba según el valor nominal que le asigna una normativa (por ejemplo, en Inglaterra ya vimos que a los 8,38 gramos de oro contenidos en forma de una moneda ‘guinea’ se les atribuía legalmente un valor de una libra y un chelín, pero cuando llegó la inconvertibilidad y el valor del oro en bruto se revalorizó, las guineas siguieron circulando por una libra y un chelín, pese a que el oro que contenían poseía un valor superior en libras). En los medios de pago que circulan según su peso, le relevante es, por tanto, la cantidad de metal que ese medio de pago contenga, con independencia de si ese metal tiene una forma estandarizada (medio de pago mórfico) o no (amorfo). En cambio, en los medios de pago que circulan según el valor que  les atribuye una norma, la forma es el elemento esencial: “La proclamación [del valor] se consigue cuando se establece que las piezas monetarias que cumplan con una determinada descripción serán consideradas tantas unidades de valor”.
Cuando la sociedad emplea medios de pago que circulan por la proclamación de su valor nominal, en el fondo está utilizando como medios de pago una especie de “tickets” de compra cuyo valor queda completamente desligado de la sustancia material en la que vengan expresados.  A esto vales de compra Knapp los denomina “medios chartales de pago” o, más escuetamente, “dinero”. En otras palabras, el economista alemán restringía la categoría de dinero a los medios chartales de pago, de ahí que a su doctrina se le conozca habitualmente por el término chartalismo: “El dinero siempre es un medio chartal de pago. A aquellos medios chartales de pago les llamamos dinero. La definición de dinero es por tanto la de ‘un medio chartal de pago’”.
Siendo la forma el elemento esencial de los medios chartales de pago, las reglas que determinen la configuración y el proceso de adquisición de esa forma vendrán a ser una especie de “constitución monetaria”. Según el contenido de esas normas, el dinero podrá subdividirse a su vez entre hilógeno (cuando el dinero procede de la conversión de una determinada cantidad de metal) o autógeno (cuando la forma no se origina de la conversión de ninguna cantidad de metal, sino por simple proclamación). A su vez, el dinero hilógeno podrá ser ortotípico (cuando el metal entregado se transforma en dinero metálico con un contenido específico regulado por la norma) o paratípico (cuando se entrega metal, pero se recibe como dinero otro tipo de material). Y, de nuevo, el dinero autógeno podrá ser metaloplástico (cuando el dinero no se crea entregando ninguna cantidad específica y regulada de metal a la autoridad, pero el dinero autógeno utilizado sí posee una base metálica) o papiroplástico (cuando el dinero autógeno es papel).
Knapp1
Aunque la nomenclatura pueda parecer compleja, la clasificación de Knapp es bastante intuitiva. Por ejemplo, si los agentes utilizan el oro en bruto como medio de pago, tendremos un medio de pago por peso y amorfo (I); si, para minimizar los costes de transacción, optan por acuñar el oro en bruto pero continúan intercambiando según el peso de oro de cada moneda, tendremos un medio de pago por peso y mórfico (II). Si, en cambio, el oro en bruto se entrega a una casa de acuñación para que le dé una forma de moneda, pero el valor de esa moneda no depende del peso que tenga en oro sino del valor nominal que represente, tendremos un dinero hilógeno ortotípico (III); si se entrega el oro pero se recibe, a cambio, una determina cantidad de papel moneda inconvertible, éste será un dinero hilógeno paratípico (IV). Por último, cuando el dinero no nace de la entrega de ciertas cantidades de metal por parte de los ciudadanos a la Casa de la Moneda, sino que simplemente se utilizan como medio de pago  piezas estandarizadas estaremos ante dineros autógenos: pudiendo tomar éstos la forma de monedas de algún metal (V) o de papel (VI). Así, para Knapp el patrón oro decimonónico sería un caso de dinero hilógeno ortotípico, mientras que el actual sistema monetario fiat, donde conviven monedas metálicas para pequeños pagos y papel moneda inconvertible para pagos mayores, sería una forma de dinero autógeno metaloplástico y papiroplástico.
Pero, como anteriormente decíamos, los medios de pago no sólo pueden clasificarse por su origen, sino también por su función. En primer lugar, los medios de pago pueden ser de acepción obligatoria o voluntaria por parte del acreedor. A su vez, los de acepción obligatoria pueden dar lugar a un pago definitivo (se extingue completamente la deuda) o a uno provisional (cuando el pago no extingue por entero las deudas: por ejemplo, si una deuda comercial se salda con un billete del banco central convertible en oro, subsiste una deuda del banco central al acreedor comercial). Y, nuevamente, el dinero con el que se efectúa un pago definitivo puede ser de acepción obligatoria en los pagos que realiza el Estado (los que él denomina ‘apocéntricos’) o no serlo: si lo es, estaremos ante dinero valuta; todos los restantes dineros que no sean valuta serán dinero accesorio.
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El dinero valuta, por consiguiente, es un dinero que es de aceptación obligatoria y definitiva en los pagos que realiza el Estado. Pero, al ser obligatorio para los pagados del Estado, termina deviniendo dinero de aceptación obligatoria en todos los pagos, incluyendo los pagos que los ciudadanos han de realizar al Estado (los llamados ‘epicéntricos’) y en los pagos privados entre ciudadanos (los ‘paracéntricos’): “Cuando, por necesidad política, el Estado anuncia que efectuará sus pagos con billetes del Estado, ha de permitir igualmente que, por ser fuente de derecho, esos billetes sirvan para todos los otros pagos”.
De esta manera, las deudas monetarias privadas dejan de ser deudas reales (deudas que se salden entregando el tipo de dinero convenido) para convertirse en deudas nominales (o deudas lítricas, como prefiere denominarlas Knapp): “Las deudas lítricas son, por tanto, deudas que, desde la perspectiva del Estado, son saldadas con los medios de pago concurrentes en ese momento históricos”. Dicho de otro modo, el dinero valuta se convierte en el patrón monetario del país, en su unidad de cuenta: “El dinero valuta es simplemente dinero: para el observador externo, el destino de la unidad de cuenta de un país depende del destino de su dinero valuta (…) El medio de pago valuta de un país es lo que llamaríamos su ‘patrón’ en el sentido más estricto del término”. Por ejemplo, durante el patrón oro inglés, las monedas de oro eran dinero valuta porque los acreedores del Estado estaban obligados a aceptarlas como medio definitivo de pago; los billetes del Banco de Inglaterra, en cambio, serían dinero accesorio, por cuanto no constituían un medio de pago definitivo, sino provisional; y los billetes de los bancos provinciales, serían dinero accesorio por ser de aceptación voluntaria.
Con esta doble clasificación, Knapp consigue ligar el concepto de dinero al Estado tanto por su génesis cuanto por su finalidad: el dinero es un medio chartal de pago configurado por la ley y cuya función última es ser recibido obligatoriamente en los pagos que realiza el Estado. El Estado es autónomo, por consiguiente, para definir no sólo qué bien desempeñará el papel de patrón monetario de un país (dinero valuta) sino incluso para crear ese dinero (medio chartal de pago): “Los siguientes principios generales son válidos: 1) La elección de los medios de pago es un acto libre del Estado. 2) La denominación de esos medios de pago según las nuevas unidades de valor es un acto libre de la autoridad estatal. 3) La definición de la nueva unidad de valor también es un acto libre del Estado”.
Claramente, la teoría chartalista del dinero desarrollada por Knapp pretende oponerse a la teoría de la liquidez del dinero pergeñada por Menger: el primero sostiene que el Estado crea y da contenido centralizada y deliberadamente al dinero, mientras que el segundo expone cómo el dinero emerge descentralizadamente  a partir de las acciones no intencionales de los individuos. En realidad, sin embargo, la teoría de Knapp va más allá de exponer que el dinero es una criatura de la legislación estatal: tal como el propio economista alemán se ve forzado a reconocer conforme avanzan las páginas de su libro, no es el Estado per se la entidad capaz de crear dinero, sino en general toda comunidad de pagos.
Así, cuando Knapp se dedica a reflexionar sobre la transferencia bancaria como medio de pago, se da cuenta de que los bancos son, en principio, capaces de crear unidades de cuenta que puedan ser transferidas entre ellos como medio de pago sin la participación del Estado: “Que la unidad de valor, el marco banco, se estableciera independientemente en el Banco de Hamburgo, sin conexión alguna con la unidad monetaria del Estado, es un caso particularmente instructivo: cada comunidad de pagos puede crear su propia unidad de valor para sí misma. El Estado lo puede hacer porque es una comunidad de pagos, no porque sea el Estado. El Estado es sólo la más familiar y la más antigua de las comunidades de pagos, pero no es la única. La organización jurídica de una comunidad de pagos es la que crea la unidad de valor. Esto supone una importante ampliación del punto de vista con el que empezamos el libro: que el Estado es la única comunidad de pagos”. Dentro de estas comunidades de pagos, Knapp llega a incluir el autometalismo, esto es, el uso de los metales preciosos como medio de pago; en su opinión, si el oro se utiliza para pagar es porque quienes los integrantes de esa comunidad así lo acuerdan: “El pago es una transacción que implica a una comunidad, sea ésta el Estado, los clientes del banco o una asociación de pagadores. Incluso pude ir más allá del Estado, como sucede con el autometalismo, donde la comunidad está compuesta por todos aquellos que reconocen a la plata, el cobre o el oro como mercancía de intercambio”. De ahí que, transcurrida la mitad de su libro, proponga ampliar su afirmación inicial sobre al dinero: “Tal como dijimos al comienzo del libro, todo el mundo de los pagos es una creación de la ley; a esto debemos añadir ahora ‘de la ley del Estado o de las comunidades privadas de pago’”.
Por consiguiente, lejos de interpretar el chartalismo de Knapp como una teoría que pretende demostrar que el dinero únicamente puede surgir, definirse y cobrar sentido dentro del Estado, deberíamos reinterpretarlo como una exposición de la creación top-down, centralizada y deliberada del dinero por parte de organizaciones políticos o económicas (especialmente los Estados, pero también bancos, ferias y otras asociaciones privadas), mientras que, por el contrario, Menger vendría a ser el mayor exponente de la explicación de la creación bottom-up, descentralizada y espontánea del dinero por parte de órdenes emergentes. En este sentido, no existe ninguna incompatibilidad a priori entre ambas teorías: nada impide que los medios de pago surjan centralizadamente en unos contextos y descentralizadamente en otros. Algo muy similar sucede con otra institución social como el derecho: éste puede crearse de manera centralizada y deliberada (mandatos legislativos) o de forma descentralizada y espontánea (costumbre). Knapp, ciertamente, dejaba un resquicio abierto a la tesis mengeriana: “El pago es una transacción que implica a la sociedad, sea ésta el Estado, los clientes de un banco o cualquier comunidad de pagadores. Incluso se puede extender más allá del Estado, tal como sucede en el autometalismo, donde son las personas quienes reconocen a la plata, al cobre o al oro como una mercancías de intercambio”; y Menger no rechazaba por entero la tesis de Knapp, tal como ya vimos que admitía en El dinero: “[Que el dinero surja de aspiraciones específicamente individuales de los miembros de la sociedad] no excluye evidentemente que el Estado promoviera o influyera en su nacimiento, como sucedió con tantas otras instituciones que se formaron de manera análoga”.
Será necesario, por tanto, manejar ambas teorías sobre el origen del dinero  y de los medios de pago para analizar las distintas realidades económicas: en contra de lo que, como luego veremos, sugerirán muchos chartalistas posteriores, un mercado libre sí puede desarrollar y descubrir su propio dinero sin planificación deliberada del Estado o de organizaciones privadas; sin que ello equivalga a negar que, al mismo tiempo, un Estado lo suficientemente intervencionista en cuestiones monetarias pueda conseguir influir de manera determinante en la elección y uso de un determinado tipo de dinero.
Ahora bien, lo que sí sucede es que al dinero le corresponde desempeñar ciertas funciones coordinadoras dentro de una economía y, para cumplirlas de un modo óptimo, no sirve cualquier activo dinerario. De ahí que la cuestión siga siendo qué método es el más adecuado para seleccionar en cada momento el dinero óptimo que maximice la coordinación espacial y temporal de los agentes económicos: si la planificación centralizada o la competencia descentralizada basada en la prueba y el error. Como expondremos en la lección séptima, existen razones de peso para pensar que la planificación centralizada será más ineficiente que la competencia descentralizada para descubrir en cada momento cuál es el activo que reúne las mejores propiedades dinerarias. Además, en tanto este proceso de planificación centralizada del dinero sea implementado por medios coactivos, el soberano tenderá a buscar medios de pago que le beneficien personalmente a costa del bienestar del resto. Como iremos comprobando, todo el movimiento chartalista –como también sucediera con sus antecesores los mercantilistas y los antibullionistas radicales– buscará manipular el sano y espontáneo funcionamiento del dinero para alcanzar ciertos objetivos políticos y redistributivos. El propio Knapp reconoce sin ambages este extremo maquiavélico: “Cuando el Estado altera os medios de pago, ¿sale alguien perdiendo? Por supuesto, ¿y por qué no debería si el Estado posee razones primordiales para sus actuaciones? El Estado jamás puede lograr sus objetivos sin perjudicar ciertos intereses privados”.
Pero, por supuesto, la contrapartida de esta ceguera y de estos incentivos perversos inextricablemente ligados a la selección centralizada del dinero acarrea problemas en la coordinación espacial y temporal entre los agentes económicos que de ese dinero debería derivarse. En el caso de Knapp, estas deficiencias coordinadoras se observan con mayor claridad en la rúbrica de la coordinación espacial (a diferencia de los chartalistas posteriores, Knapp no presentaba una marcada inquina contra el atesoramiento como mecanismo de coordinación intertemporal) y, más en concreto, de la coordinación internacionalista. Al fin y al cabo, si el dinero se circunscribe al ámbito del Estado, ¿qué sucede con la división internacional del trabajo? ¿Acaso no pueden realizarse intercambios entre ciudadanos de distintos Estados que, por tanto, manejan distintos medios chartales de pago? Knapp es claro a este respecto: “La forma chartal nunca puede existir internacionalmente o mejor dicho, nunca puede prevalecer entre Estados siempre que sean independientes. Esta es una importante limitación con respecto al autometalismo”. Es por ello que el economista alemán no recomienda en su libro una sustitución del patrón oro (dinero chartal hilógeno ortotípico) por el papel moneda (dinero chartal autógeno papiroplástico) sino un mantenimiento del patrón oro que permita una cierta coordinación con el exterior: es verdad que el dinero valuta de un país carece de valor en el extranjero, pero como los metales preciosos también poseen un valor como mercancía en todas las zonas del mundo, la estabilización de los tipos de cambio para los distintos gobiernos resulta mucho más sencilla. Knapp ciertamente era de la opinión de que esa estabilización, al final, dependía de la voluntad de los distintos gobiernos para reconocerse de manera recíproca su respectivo dinero valuta, pero como por pragmatismo veía improbables tales pactos, se decantaba por seguir con el patrón oro.
Si bien en la lección décima analizaremos con mucho mayor detalle los inconvenientes que para la coordinación espacial acarrea un sistema de tipos de cambio flexibles derivados de interrelación de las monedas fiat nacionales, basta poner de manifiesto cómo los dineros planificados centralizadamente (chartales) pueden acarrear serios problemas de coordinación social y económica, precisamente por haber abortado el proceso dinámico de descubrimiento propio del libre mercado.
A comienzos del s. XX, por consiguiente, disponíamos de dos explicaciones sobre el origen del dinero: la que lo explicaba como un proceso bottom-up (orden emergente) y la que lo describían como un acto top-down (planificación centralizada). Ambas carecían, sin embargo, de una potente teoría del crédito circulante: Menger, porque no pudo llegar a desarrollarla; Knapp, porque incluía el crédito circulante dentro de la categoría de dinero (dinero provisional) sin reflexionar extensamente sobre sus implicaciones.
Dos teorías sobre el origen del crédito circulante: teoría de la liquidez y neochartalismo
Así las cosas, a principios del s. XX no sólo nos encontrábamos con dos teorías enfrentadas sobre el dinero, sino también con una única teoría del crédito circulante verdaderamente sólida: la Doctrina de las Letras Reales de Adam Smith en su versión popularizada por la Escuela Bancaria.
En este sentido, el concepto mengeriano de liquidez encajaba a la perfección con la Doctrina de las Letras Reales de Adam Smith. Al fin y al cabo, Adam Smith sugería que sólo debían emitirse pasivos bancarios que surgieran del descuento de efectos comerciales girados contra la venta de mercancías altamente demandadas: por mercancías altamente demandas, claro está, cabe entender mercancías líquidas. En el fondo, pues, la Doctrina de las Letras Reales de Adam Smith sólo planteaba la posibilidad de acuñar temporalmente  el capital representado por mercancías líquidas a punto de consumirse.
Por desgracia, ambas teorías (la de la liquidez de los bienes, por un lado, y la Doctrina de las Letras Reales, por otro) no llegaron a combinarse enteramente hasta bien avanzado el siglo XX en la figura de Antal Fekete,  debido a que Menger no desarrolló su propia teoría del crédito circulante basada en su teoría de la liquidez de los bienes, y debido a que quienes manejaban la teoría smithiana del crédito circulante no llegaron a incorporar de un modo sistemático la teoría mengeriana de la liquidez de los bienes. Por el contrario, el chartalismo sí terminó por incorporar tempranamente las ideas de la Escuela Bancaria versionadas por un economista del que ya hemos hablado: Henry Dunning Macleod. Desgraciadamente, Macleod, aunque realizó aportes muy notables a la teoría del crédito, también insufló nuevos errores dentro de la teoría tradicional de la Escuela Bancaria que fueron, justamente, los que más influyeron sobre el chartalismo.
En el resto de la lección nos dedicaremos a analizar estas dos líneas de pensamiento: por un lado, cómo la Doctrina de las Letras Reales sigue desarrollándose de manera parcialmente autónoma y sin integrarse completamente con la teoría de la liquidez del dinero de Carl Menger hasta bien entrado el s. XX; por otro, cómo el chartalismo edifica desde muy pronto su teoría del crédito sobre las parcialmente equivocadas aportaciones de Henry Dunning Macleod.
Previamente, y con el propósito de visualizar los puntos de partida comunes de ambas escuelas, expondremos la teoría del crédito de Henry Dunning Macleod. A los defensores de la tradicional Doctrina de las Letras Reales, Macleod les sirve en buena medida de inspiración porque la amplía, refina y mejora en varios aspectos; a los chartalistas, porque sus errores constituirán la base de su nueva teoría del crédito.
Henry Dunning Macleod fue a la teoría del crédito lo que Menger o Knapp a la teoría del dinero: su gran sistematizador  en los albores del s. XX. Su obra más importante es La teoría del crédito (1889-1897), donde, por desgracia, no incorpora los progresos teóricos esenciales que Menger había efectuado en la teoría del dinero (tal vez porque Macleod publica el primer volumen de La teoría del crédito, donde expone su propia teoría del dinero, en 1889, y Menger no publica su famoso artículo sobre El origen del dinero hasta 1892), lo que le lleva a caer en el gran error proto-chartalista de considerar que todo dinero es una forma de crédito. Probablemente como reacción exagerada al bullionismo radical y a la Escuela Monetaria (que, como sabemos, equiparaban los billetes de banco con el dinero), Macleod llega a sostener que todo dinero es una forma de deuda.
Así, en opinión del escocés, la necesidad social del dinero surge cuando los individuos empiezan a realizar intercambios desiguales en valor y, en consecuencia, necesitan algún tipo de “registro” que recoja el exceso de valor que unos agentes temporalmente han entregado sobre el que han recibido y que les permita en el futuro cobrarse ese exceso de valor del resto de los agentes. Es ese cobro latente que permite el dinero atesorado lo que lleva a que Macleod denomine deuda al dinero: “Mientras los productos intercambiados posean un idéntico valor, no existe ninguna necesidad por el dinero (…) Si una transacción tiene lugar entre personas con resultados desiguales, una seguiría debiendo a la otra cierta cantidad de bienes o servicios. Esto constituirá una deuda, esto es, un derecho o una propiedad a cobrar en el futuro se creará a favor de la persona que ha recibido una menor cantidad de producción o de servicios (…) A lo largo del tiempo, todas las naciones han establecido alguna sustancia material que acuerdan hacer intercambiable entre ellos y que represente una cantidad de deuda (…) Esta mercancía universalmente intercambiada es conocida como dinero (…) cuya función es representar las deudas que surgen de intercambios desiguales entre los seres humanos (…) El dinero es lo que se conoce como crédito (…) El oro y la plata pueden, por consiguiente, denominarse crédito metálico”.
En cierto modo, la Escuela Monetaria confundía ciertas formas de crédito con el dinero y Macleod cae en el error opuesto: confundir el dinero con el crédito. Aun así, Macleod no procede a equiparar absolutamente dinero y crédito. A sus ojos, siguen existiendo diferencias significativas entre el tipo de crédito que es el dinero y todas las restantes formas de crédito: fundamentalmente que las deudas pueden tener que amortizarse en dinero a vencimiento, mientras que éste carece de él. Por un lado: “Parece claro que dinero y crédito son de la misma naturaleza, sólo que el dinero es la forma más elevada y general del crédito. Ambos son un derecho o título a demandar algo de otra gente (…) Ahora bien, supongamos que ha tenido lugar una venta y que se ha creado una deuda; el orden público requiere que el deudor pueda obligar al acreedor a aceptar algo para pagar la deuda (…). Ese algo que el deudor está obligado a aceptar del acreedor como pago de la deuda es el dinero o, también llamado, curso legal”; por otro: “Existe una diferencia entre dinero y crédito: no existe límite temporal para que el tenedor de dinero exija su satisfacción ni tampoco está limitado a exigir algún tipo particular de satisfacción. Puede mantener el dinero tanto tiempo como desea, incluso transmitírselo a sus herederos de modo que sean ellos quienes exijan satisfacción cuando lo deseen. El crédito siempre se crea con la intención expresa de ser, o al menos ser capaz, de extinguirse en un momento determinado. Es el crédito que no se extingue lo que genera los terribles cataclismos que han esparcido ruina y miseria sobre todas las naciones”.
Para el escocés, sin embargo, la única forma de extinguir las deudas no es sólo a través de su pago en dinero, sino que también cabe amortizarlas por otras tres vías: “Existen cuatro métodos por el que las obligaciones se extinguen: condonación (o perdón), pago en dinero, novación (o renovación o transferencia) y compensación”. La condonación consistiría en que el acreedor perdone al deudor su pago; la novación que una deuda viva sea sustituida por otra nueva deuda con un plazo mayor (renovación) o contra un nuevo deudor (transferencia); la compensación que dos posiciones deudoras recíprocas desaparezcan. Al final, pues, Macleod quiere demostrar que no todas las deudas, ni siquiera una mayoría de ellas, se saldan en dinero: “Dado que una letra o un billete es una obligación a entregar dinero, muchos escritores desinformados suponen que siempre tiene que pagarse en dinero o en billetes de banco”. El problema es que lleva esa obsesión tan lejos que incluso llega a equiparar a efectos terminológicos dinero y deuda.
Macleod considera que la función del crédito distinto del dinero es “usar para el comercio el valor presente de beneficios futuros”. Dentro de esta categoría, el escocés distingue entre dos grandes grupos: el crédito comercial y el crédito bancario. El primero es que el surge o bien de la venta pasada de mercancías sin haberlas cobrado (letras reales) o bien del compromiso a comprar mercancías futuras (letras de acomodo): “La esencial diferencia entre las letras reales y las letras de acomodo es que una representa transacciones pasadas, y la otra representa transacciones futuras. Con la letra real, se han comprado bienes para pagar la letra; con la letra de acomodo, se comprarán bienes para pagar la letra. Pero no hay razón para preferir la una sobre la otra”. El escocés cree que la diferencia entre ambos tipos de crédito comercial es más bien escasa, pues las letras no representan bienes específicos, sino que son derechos generales de cobro contra individuos presuntamente solventes: “Una letra de cambio no representa ningunos bienes en concreto. Solo representa deuda: ni siquiera representa dinero. No es más que un derecho de cobro contra una persona para que pague dinero”.
El segundo tipo de crédito de los banqueros, cuyo cometido es el de “comprar oro y deudas mercantiles pagaderas en el futuro creando créditos o deudas a la vista contra sí mismo”. Macleod acepta que los banqueros descuenten tanto letras reales como letras de acomodo, pues como decimos en su opinión la diferencia entre ellas es escasa. Retomando un argumento que ya utilizó originalmente Henry Thornton, Macleod afirma que las garantías de las letras reales suelen exagerarse, en tanto en cuanto sobre un mismo conjunto de mercancías pueden efectuarse diversas operaciones comerciales sobre las que surgirán varias letras que podrán ser descontadas por varios banqueros: “En el curso legítimo de los negocios, habrá dos o tres letras circulando que deriven de la transferencia de unos bienes dados, por lo que habrá dos o tres letras más que propiedad a la que se refieren”. Los banqueros, más que fijarse en la garantía real del crédito comercial deberían prestar más atención en las garantías personales, esto es, en la probabilidad de cobro en relación con la actividad del deudor (por eso poco importa que, a su juicio, las mercancías se hayan vendido ya, como sucede con las letras reales, o vayan a comprarse en el futuro con los fondos proporcionados por la banca, como sucede con las letras de acomodo).
En este punto, Macleod se distancia con claridad de la Doctrina de las Letras Reales de Adam Smith y se aproxima peligrosamente al lawismo. Es verdad que el autor es consciente de que las crisis comerciales vienen sobre todo por el descuento excesivo de letras de acomodo y que comprende que “todo crédito creado en exceso de los pagos futuros y que no se vaya a pagar totalmente a vencimiento es excesivo, y es el crédito excesivo el que da lugar a las crisis comerciales”; pero aun así cree posible que el buen banquero se limite a descontar buenas letras de acomodo tal como, a su juicio, sucedía en Escocia.
Y, ciertamente, podría parecer que no existe una gran diferencia conceptual de cara a una sana regulación monetaria entre que un banquero descuente la deuda comercial que resulta de una venta ya efectuada y no cobrada y la deuda que surge del compromiso tácito de adquirir una determinada partida de mercancías. Pero sí la hay: ése compromiso tácito por adquirir mercancías líquidas no tiene por qué terminar dándose, de manera que el librador de la letra podría emplear los fondos obtenidos en adquirir de un modo especulativo bienes de consumo ilíquidos o bienes de capital que no permitan autoliquidar la operación y sobre los que, a posteriori, el banquero no pueda ejercer ningún control. O por expresarlo de otro modo, por lo general las letras de acomodo no podrían circular autónomamente como medio de pago sin el descuento de un banco (pues, salvo excepciones, pocos tenderían a aceptar deudas a corto plazo cuyo mecanismo de liquidación efectiva se desconoce), mientras que las letras reales sí podrían circular sin demasiados obstáculos.
Por otro lado, la crítica de Macleod, que es la de Thornton, a las letras reales tampoco tiene demasiado fundamento: es verdad que contra una misma partida de bienes pueden girarse tantas letras reales como ventas no cobradas se efectúen, lo que aparentemente genera múltiples derechos sobre unas mismas mercancías líquidas. Pero recordemos que, como el propio Macleod explica, la letra no es un derecho de cobro contra unas mercancías concretas, sino un derecho de cobro personal cuya seguridad se deriva de un conjunto de operaciones comerciales que, al afectar a bienes de consumo líquidos, se hallan en proceso de concluir exitosamente a corto plazo. O dicho de otro modo, es verdad que cada vendedor sucesivo de una misma partida de mercancías puede crear una letra real, pero fijémonos que esa nueva letra real (en la que él es el librador) queda afecta al pago de la letra que previamente se giró contra él (y de la que él es librado-aceptante), de manera que cada comerciante sólo puede colocar nuevas letras en el mercado por el valor añadido que incorpore a las mercancías que ulteriormente venda. Al final, por consiguiente, si toda la operación comercial resulta exitosa, todas esas letras se podrán liquidar con la venta de esa sola partida de mercancías (combinando pago en dinero, con extinción por novación y extinción por compensación): el problema, claro está, será que esa operación no resulte exitosa por haberse dirigido al descuento de bienes de consumo insuficientemente demandados. Pero si las mercancías implicadas en las transacciones comerciales son líquidas (y dilucidar ese punto es la misión del banquero que descuenta el crédito comercial) no habrá problema alguno por muchas letras que se giren sobre ellas. Resulta cuando menos sorprendente que el economista que más claramente sistematizó los distintos mecanismos para liquidar una obligación cayera en un error tan básico.
En todo caso, la obra de Macleod permite visualizar con claridad el esencial papel del crédito circulante en los sistemas monetarios modernos. Sus equivocaciones (teoría del dinero y alejamiento parcial de la Doctrina de las Letras Reales) no empañan la gran contribución que efectúa a la ciencia económica (como ya le sucedía a Adam Smith con su deficiente teoría del valor). De hecho, si reemplazamos su pobre teoría del dinero por la teoría mengeriana, todo su restante sistema teórico sigue en pie. Sin embargo, también es posible combinar a Macleod no con la teoría del dinero de Menger, sino con la de Knapp. A estudiar la evolución de estas dos líneas de pensamiento dedicaremos el resto de la lección.
La teoría de la liquidez del crédito circulante
Primeros desarrollos
En la lección 4 estudiamos la Escuela Bancaria tal como se desarrolló en el país que concentró a sus principales teóricos: Inglaterra. Sin embargo, lo cierto es que la Escuela Bancaria también tuvo, durante el s. XIX, sus importantes seguidores en el Continente, especialmente en Francia y Alemania. De ahí que durante la primera mitad del s. XX podamos encontrar dos líneas paralelas de pensamiento dirigidas a desarrollar y profundizar en las ideas de la Escuela Bancaria, tanto en Estados Unidos (continuando la tradición inglesa) como en el Continente europeo (continuando con la tradición continental previa).
En Estados Unidos, fueron varios los autores que concentraron buena parte de su foco analítico en la cuestión del crédito circulante, pero de entre todos sobresalió el fundador del Departamento de Economía en la Universidad de Chicago, James Laughlin. Laughlin se incardinaba dentro de la tradición de la Doctrina de las Letras Reales y de la Escuela Bancaria y gracias a sus lecturas de Macleod y Menger había llegado a una teoría del crédito circulante bastante depurada; en su opinión, los medios de pago de una comunidad estaban integrados tanto por el dinero que constituía su patrón monetario cuanto, sobre todo, por el crédito colateralizado por bienes de consumo altamente demandados (bienes altamente vendibles, como él los denominaba, traduciendo el concepto de liquidez de Menger por vendibilidad). Tal como escribió en su paper A theory of prices (1905): “El poder adquisitivo de una persona consiste en su tesorería y en todos los bienes que puede vender inmediatamente; o, dicho de otro modo, en su tesorería y su crédito. El poder adquisitivo de una comunidad que persigue a todos los bienes, por tanto, se compone de toda la tesorería, y de todos los bienes inmediatamente vendibles o acuñables por parte de los bancos (…) En realidad, el crédito normal, cuando convierte bienes vendibles entre medios de pago presentes, simplemente logra que una mayor cantidad de bienes se intercambien entre ellos de lo que sería posible sin el uso del crédito”.
Como vemos, Laughlin, sin explicitarlo, hace hincapié en un tema que la mayoría de economistas clásicos tenía muy claro y que, después de Menger, todavía lo era más: los bienes que pueden utilizarse como medio de cambio son aquellos que poseen una elevada demanda y cuyo valor, por consiguiente, es estable. Entre ellos no sólo cabe encontrar el dinero, sino también aquellas mercancías que están a punto de ser consumidas y cuyo valor monetario se recoge en el papel comercial que surge de su distribución. Tal como expresó en The Principles of Money (1912): “Se llama papel ‘comercial’ porque guarda relación con las operaciones comerciales y porque nace de intercambios de buena fe. El fundamento último y verdadero de estas operaciones cabe encontrarlo en la existencia de transacciones comerciales o industriales que fueron las que dieron pie a solicitar un préstamo al banco. Desde un punto de vista agregado, las garantías proceden simplemente del poder de compra de la población y del comercio y de la industria en general. No es el tipo de garantías que dependen de valores de inversión o del último análisis sobre capacidad de generación de beneficios, sino una garantía que depende el poder de consumo. Se basa directamente en la capacidad de la población para absorber una cantidad de bienes que proceden de decisiones pasadas”. Para Laughlin, pues, eran los bienes de consumo altamente demandados los que debían constituir la base del crédito circulante sano: “Los billetes de banco basados en la garantía de activos comerciales son una forma elástica y segura de las operaciones crediticias, dado que los bienes vendibles que se hallan en el proceso de transferirse del productor al consumidor son el mejor aval de todos los otros activos”. Y, por el contrario, la extensión de crédito circulante para todos los restantes activos constituía una forma de crédito anormal (lo que nosotros denominamos lawismo y que luego ligó con el antibullionismo radical): “El crédito anormal puede definirse como el acuñamiento de bienes o propiedades en forma de medios de pago presentes (expresados en dólares u otras unidades) en una cantidad que, sabiéndolo o no, es superior al valor de los bienes o vendibles o propiedades que posee el deudor”.
El discípulo más exitoso de Laughlin en Chicago fue Henry Parker Willis, profesor en la Universidad de Columbia y quien a lo largo de su carrera mantuvo posiciones muy parecidas a las de su maestro. Así, en Banking and Business (1921) se manifestó del siguiente modo:
La diferencia entre, por un lado, el crédito de inversión y, por otro, el crédito comercial puede hallarse en el hecho de que, mientras la amortización o liquidación del crédito comercial procede del intercambio de bienes presentes –o de bienes que están a punto de ser consumidos–, el crédito de inversión será eventualmente liquidado como resultado del ahorro que será generado por el incremento de la capacidad productiva (…) [La distinción entre ambos tipos de crédito] suele atribuirse a la diferencia de plazo temporal pero, como ya se ha indicado, la diferencia esencial no es de plazo temporal, sino más bien del uso que se hace del tiempo. Es una diferencia sobre el tipo de actividad realizado: el crédito comercial se utiliza para conectar a productores y consumidores, mientras que la banca de inversión se dedica a conectar a los productores con aquellos que prefieren una renta al uso inmediato del capital.
En la órbita de Laughlin o Parker Willis se situaron otros economistas americanos como William A. Scott, quien en Money and Banking (1903) escribió:
Muchos tipos de activos perfectamente seguro no son adecuados para expandir el crédito bancario. A esta categoría pertenecen los bonos, las acciones o las hipotecas, y en general muchos otros activos que representan capital fijo en lugar de capital circulante. Tales instrumentos crediticios son amortizados tras períodos de tiempo muy dilatados y su valor depende de los beneficios de las empresas, y no de que concluyan exitosamente las transacciones comerciales ordinarias. Esos activos no se convierten, por así decirlo, automáticamente en tesorería cada dos o tres meses, y por consiguiente le proporcionan al banco los medios para retirar los medios de pago emitidos en el momento en que los descontó.
O Eugen Agger, quien sostuvo en The Commercial Paper Debate (1914) que:
Los bancos no deberían adelantar crédito salvo para facilitar intercambios socialmente productivos de riqueza en los que el medio final de pago se haya aplazado. El crédito bancario es un medio de intercambio cuya existencia se hace posible gracias a la asunción de que el banco es capaz de pagar en todo momento sus pasivos a la vista. La naturaleza de estas obligaciones impide que el banco use su crédito para propósitos distintos a los de pagos aplazados a corto plazo sobre intercambios de buena fe. Así, el banco estrecha la distancia entre el momento de la entrega del capital y su cobro. Su propósito es anticipar el cobro de un crédito que ya existe, no el de crear nuevos créditos. Los préstamos concedidos al especulador que espera un aumento de los precios no surgen de los intercambios. Los medios de cambio adicionales sólo se necesitan cuando hay intercambios adicionales y los atesoramientos especulativos de mercancías no incrementan sino que reducen esos intercambios. Por muy rentables que puedan ser esas especulaciones y otros préstamos similares, no constituye una base sana para el crédito concedido vía billetes de banco.
O los economistas Berle y Pederson desarrollaron en Liquid Claims and National Wealth (1934):
La liquidez real existe cuando un activo puede transformarse inmediatamente en tesorería porque se halla en alguna de estas categorías de bienes: a) entra continuamente en el uso o consumo humano; b) es destruido o permanentemente inmovilizado a través de su uso o consumo; c) son normalmente reemplazados por nueva producción (…) Su capacidad para satisfacer necesidades humanas hace altamente probable que estos activos encuentren comprador sin necesidades de ningún mecanismo financiero especial, durante un corto período de tiempo y a un precio más o menos estable (…) En el lenguaje general de los banqueros y hombres de negocios, se los califica como autoliquidables.
El pensamiento monetario de Laughlin y Parker Willis fue dominante en EEUU durante la primera década del s. XX y, de hecho, llegó a inspirar a la primera Ley de la Reserva Federal en 1913 (no en vano, Parker Willis asesoró en su redacción). Como podemos leer en la sección 13 de la legislación original: “Cualquier banco federal puede descontar billetes, giros o letras de cambio que surjan de transacciones comerciales presentes; es decir, billetes, giros y letras de cambio que hayan sido emitidas para usos comerciales, industriales o agrarios (…)  pero esta definición no debe incluir billetes, giros o letras que simplemente cubran inversiones o que hayan sido emitidos para el propósito de comerciar con acciones, bonos u otros activos de inversión, salvo bonos y billetes del gobierno de los Estados Unidos”.
Sin embargo, no sólo la Reserva Federal fue corrompiéndose para aceptar como colateral cualquier tipo de activo, sino que, en el plano teórico, la tradición de pensamiento de Laughlin y Parker Willis, que engarzaba con Adam Smith, el bullionismo moderado y la Escuela Bancaria, fue barrida de la academia estadounidense por otra mucho más mecanicista y que engarzaba como David Hume, el bullionismo radical y la Escuela Monetaria: las teorías del profesor de Yale Irving Fisher. Fisher dinamitó todos los esfuerzos de Laughlin o Parker Willis por diferenciar la naturaleza del crédito circulante según su colateral líquido (y, como veremos en la siguiente lección, sus efectos sobre los precios); así, en su libro The purchasing power of money (1907), el de Yale dio un trato análogo a todos los medios de intercambio, sea cual fuera su origen, pues lo único a lo que concedió importancia fue a la cantidad de esos medios de pago y no a su calidad: “Los activos [del banco], tal como se ha indicado, suelen ser deuda comercial, pero, según la teoría bancaria, podrían ser cualquier tipo de propiedad”. Con estos mimbres, no es de extrañar que, una vez Fisher intuyera que la excesiva prodigalidad bancaria a la hora de dar crédito (sin plantearse si ése crédito era de calidad o no lo era) fuera la causa última de las distorsiones económicas, se adhiriera a las antiguas propuestas de la Escuela Monetaria conducentes a limitar la emisión de pasivos bancarios a unas reservas de tesorería del 100% (por ejemplo, en su libro 100% Money and the Public Debt [1936]). Como decimos, las teorías de Fisher terminaron barriendo a las de Laughlin, hasta el punto de colonizar la cátedra de Economía que este último había creado en Chicago (consolidándose en las manos de la tradición monetarista de Henry C. Simons y Milton Friedman).
Pero, como ya adelantamos, la Doctrina de las Letras Reales y la Escuela Bancaria no sólo tuvieron su repercusión en Estados Unidos, sino que también arraigaron en la Europa continental. En Austria, por ejemplo, nos encontramos con Felix Somary, que cursó su doctorado bajo la dirección de, precisamente, Carl Menger. En su libroPolítica bancaria (1915) Somary abogaba por que el crédito comercial se dirigiera a financiar las transacciones con manufacturas líquidas, muy en línea con la Doctrina de las Letras Reales de Adam Smith: “El crédito industrial no dispone de una garantía especial; se otorga teniendo en cuenta el total de las partidas líquidas de una empresa (…) El crédito es líquido porque, si el banco hace uso de su derecho y exige el reembolso del crédito concedido al empresario, éste puede en todo país con una economía desarrollada dirigirse a otro banco, si no es en momentos de pánico, solicitando un crédito por el importe realizable de las partidas líquidas de su activo (…) Si no consigue encontrar el crédito necesario y se ve obligado a suspender pagos, el banco podrá resarcirse completamente realizando el activo de la empresa”. El único punto importante donde Somary se distanció de la doctrina clásica fue en defender (erróneamente) que el crédito comercial también podía dirigirse a financiar operaciones especulativas a muy corto plazo vinculadas al mercado de valores. Por su parte, en Alemania sobresalió la figura de Heinrich Ritterhausen, quien también prosiguió la tradición clásica de la Doctrina de las Letras Reales. En su libro Paro forzoso y capital (1930) afirmó: “El crédito de los bancos es puramente comercial, mercantil o de mercaderías, siempre que no se utilice para la pignoración de depósitos, para la especulación o para otros fines, sino solamente para la venta de mercancías a plazo, salvando todo el período de la expedición y venta de tales mercancías. El verdadero crédito comercial sólo se otorga sobre el importe de las mercancías efectivamente vendidas”.
Si saltamos a Italia, allí podemos encontrar a Bruno Moll, quien en su obra La moneda (1938) expuso que: “El intento de ajustar la cantidad de billetes de banco en proporción a la demanda de medios de pago se representa con el llamado respaldo bancario. Esta garantía consiste en primer lugar en letras de cambio y cheques que se originan en el curso del comercio serio con mercancías (…) Se debe tener en cuenta que estas letras de cambio no eran obligaciones de hombres libertinos o pródigos; ni obligaciones de un gobierno que necesitaba continuamente nuevos recursos, sino que eran instrumentos para postergar pagos cuyo ingreso, aunque tardío, era casi seguro. Fueron reflejos de los negocios que se efectuaron”. Asimismo, otro gran economista como Costantino Bresciani-Turroni publicó en el segundo volumen de su Curso de Economía Política (1951) que: “Un banco de emisión debe limitarse a conceder créditos a corto plazo (…) Es necesario, además, que el género de operaciones de crédito a corto plazo sea tal que alimente la expectativa razonable de que el dinero volverá efectivamente al banco en su vencimiento. Esta perspectiva la presentan las operaciones que, como se dice, se ‘liquidan por sí mismas’ dada su naturaleza comercial (…) [Las mercancías sobre las que se concedan anticipos] deben tener un amplio mercado y, por lo tanto, ser realizables cuando el deudor no afronte sus obligaciones”.
Y, por último, en Francia aparecieron figuras tan notables como Charles Rist, quien en su monumental Historia de las doctrinas relativas al crédito y a la moneda (1938) escribió que:
En esencia, la función del crédito comercial es la de hacer circular las mercancías. Cuando un mayorista vende a crédito sus bienes a un minorista, las mercancías circulan más rápidamente que si se hubiesen tenido que vender en efectivo. No se produce ningún préstamo de dinero, sino un pago diferido, gracias al cual se registra una venta que no habría ocurrido sin ese aplazamiento. La letra girada contra el deudor constituye la evidencia de la venta. El pago del precio por el comprador último de los bienes proporcionar al minorista los medios con los que pagar la letra al mayorista cuando venza. Si el mayorista, mientras tanto, endosa la letra para pagar por otros bienes que él haya adquirido, y ese segundo a su vez hace lo propio con un tercero, el pago final de la letra, cuando se produzca, liquidará, a modo de historia de los intercambios, todas estas transacciones. Los bienes habrán cambiado de manos sin necesidad de que el dinero circule. La letra de cambio es, por tanto, un mecanismo no para lograr que el dinero circule, sino para evitar que tenga que circular. Todo el crédito comercial registrado y endosado con letras en su uso como medio de pago tiene el efecto de hacer que las mercancías circulen más rápidamente, sin que el dinero tenga que participar en la operación.
O como Jacques Rueff, quien en El orden social (1945) aseguró que: “Las únicas riquezas susceptibles de ser monetizadas sin peligro, o con un peligro lo suficiente pequeño para ser aceptable, y por tanto la única materia prima de la moneda son, en régimen de moneda convertible, el oro y los verdaderos créditos a corto plazo contratados en moneda, y en régimen de moneda inconvertible, los verdaderos créditos a corto plazo contratados en moneda”, entendiendo por crédito “verdadero” aquel cuyo valor es igual o inferior al de la riqueza real transferida (que en el caso de créditos autoliquidables a corto plazo sólo pueden ser bienes de consumo finales).
Ahora bien, del mismo modo que en Estados Unidos fue la figura de Irving Fisher la que, como heredera del bullionismo radical y de la Escuela Monetaria, colaboró a enterrar la tradición de la Escuela Bancaria, en la Europa continental fue uno de los discípulos más destacados de la Escuela Austriaca mengeriana quien lo hizo: Ludwig von Mises. Lejos de admitir la naturaleza dual de los medios de pago –por un lado, el dinero y, por otro, el crédito circulante, siendo la característica común de ambos su liquidez– Mises colocó al crédito circulante dentro la categoría de dinero. En suTeoría del dinero y el crédito (1912) argumenta que: “Una persona que acepta y tiene billetes no concede un crédito: no cambia un bien presente por un bien futuro. El billete inmediatamente convertible de un banco solvente se emplea en todas las transacciones comerciales, y nadie establece una distinción entre el dinero y los billetes que tiene en caja. El billete es un bien presente igual que el dinero (…) Quien compra un artículo y lo paga en dinero, en billetes o por transferencia de cualquier otro título pagadero al instante, realiza una transacción al contado; quien paga aceptando una letra a tres meses realiza una transacción a crédito”.
En otras palabras, el economista austriaco recuperó al vicio ricardiano de reducir todo el problema de la sana regulación del crédito circulante a una mera cuestión de limitar su cantidad, como si, en efecto, no se tratara de crédito circulante sino de dinero. De esta manera, Mises era capaz de afirmar que, en el caso de los medios fiduciarios –aquellos sustitutos del dinero que no están plenamente respaldados por dinero–, “la seguridad de la cobertura tiene tan sólo una importancia secundaria. Puede desaparecer enteramente, al menos en cierto sentido, sin menoscabo de su capacidad de circulación”. Asimismo, la única razón de peso que contemplaba para defender que los bancos sí deben preferir el descuento de créditos a corto plazo sobre los créditos a largo plazo era que así “existe una cierta limitación a la cuantía de dicha emisión [de medios fiduciarios por parte de los bancos]”. Las consideraciones sobre la calidad y la liquidez del activo sobre el que se emite el crédito circulante, por consiguiente, estaban ausentes del análisis monetario miseano: el problema esencial volvía a ser uno de cantidades. Mises se separó así no sólo de la tradición smithiana sino también de la mengeriana para conectar con la tradición ricardiana, de un modo muy similar a lo acaecido con Irving Fisher en Estados Unidos (si bien, hay que recalcar que el análisis monetario de Mises es infinitamente más brillante, rico, realista, acertado y profundo que el de Irving Fisher o el de la Escuela Monetaria).
Por consiguiente, tanto en Estados Unidos como en la Europa continental se salvaguardó una cierta tradición de pensamiento continuadora de la Doctrina de las Letras Reales de Adam Smith, si bien esta fue progresivamente  marginada por las teorías de la nueva Escuela Monetaria. Todos estos economistas continuadores de la Doctrina de las Letras Reales trataron de enfatizar, con mayor o menor profundidad, que el crédito circulante puede emplearse como sustituto del dinero en los intercambios y que ese crédito circulante sólo podrá mantenerse dentro de sus límites saludables siempre que esté garantizado por mercancías líquidas; esto es, por mercancías altamente demandadas cuya venta permita amortizar el propio crédito circulante.
En medio de estas dos tradiciones, la inglesa y la continental, se formó el economista húngaro Melchior Palyi: nacido en el Imperio Austrohúngaro, estudió e impartió clase en la Universidad de Múnich y se trasladó como profesor visitante a la Universidad de Chicago durante la década de los 20. Palyi fue el economista que, de un modo más consciente, rescató con mayor éxito la Doctrina de las Letras Reales de Adam Smith durante la primera mitad del s. XX. En su artículo, Asset Liquidity – A restatement(1936) escribió:
Al modelo clásico de la liquidez de los activos, formulado por Adam Smith en 1776, se le conoce hoy como el concepto de “letra real”. Según expone, el papel comercial a corto plazo –o su equivalente– que represente la venta presente de mercancías constituye el dominio adecuado del crédito bancario comercial. No puede haber sobreemisión de billetes o depósitos mientras el banco se limite a financiar únicamente transacciones autoliquidables a corto plazo. La operación crediticia es consumada al mismo tiempo que la mercancía ‘cambia de manos’; no se genera ningún desequilibrio entre la oferta monetaria en circulación (la demanda agregada) y la provisión de bienes a la venta. Si los bancos restringen el uso de sus pasivos a corto plazo a estos activos autoliquidables, el poder adquisitivo que generen estaría limitado al valor de mercado de los bienes en proceso de venta o producción. Y por los mismos motivos, cualquier adición a los medios de pago que se derive de la financiación directa o indirecta de proyectos empresariales a largo plazo o no autoliquidables tenderá a desequilibrar la situación global de la oferta y la demanda y a “inmovilizar” a las instituciones crediticias.
Palyi, como Adam Smith, ligó la liquidez de los créditos comerciales a su capacidad para autoliquidarse o autoamortizarse, esto es, al de su capacidad para saldarse a través de la venta en el mercado de las mercancías presentes cuya comercialización estaba financiando ese crédito. Como veremos en la lección 8, existe una diferencia fundamental entre un crédito cuya conversión en tesorería sólo puede venir de su transferencia a un tercer adquiriente (es decir, un crédito que sólo puede liquidarse si existe una contraparte dispuesta a ahorrar y a invertir en él) y un crédito autoliquidable cuya conversión en tesorería deriva de la venta a los consumidores de las mercancías subyacentes que financia.
Más allá de sus notables avances teóricos, sin embargo, la figura de Palyi resulta esencial dentro de la historia del pensamiento económico por cuanto inspiró al economista clave para completar la integración moderna del pensamiento mengeriano y de la tradición smithiana de la Doctrina de las Letras Reales: el también economista húngaro Antal Fekete.
La integración definitiva
El propósito de Antal Fekete, discípulo declarado de Melchior Palyi, consistió desde un comienzo en integrar a Adam Smith y a Carl Menger. De acuerdo con Fekete, Menger fue capaz de desarrollar una muy perfilada teoría del dinero, pero sin embargo no llegó a complementarla con una teoría del crédito circulante como, en cambio, sí lo era la teoría de Adam Smith. Sucede que, según Fekete y tal como hemos expuesto más arriba, ambas contribuciones teóricas engarzan perfectamente a través del concepto de la liquidez: el dinero sería el bien económico presente más líquido (como afirma en Whither Gold? [1996]: “el bien económico cuya utilidad marginal decrece más lentamente termina siendo dinero”) y el crédito circulante serían promesas a entregar dinero colateralizadas por bienes de consumo presentes y líquidos.
Fekete denomina “capital circulante social” a este conjunto de bienes de consumo presentes y líquidos, indicando así que se trata de todos aquellos bienes que ya se hallan en proceso de alcanzar al consumidor y que, debido a su elevada demanda, exhiben una gran estabilidad en sus precios de venta. Tal como lo describe en su artículo Two sources of credit (2002):
Podemos definir el capital circulante social, un concepto que le debemos a Adam Smith, como la masa de bienes terminados o semiterminados en urgente demanda que se desplaza lo suficientemente rápido a los puntos de venta de los minoristas como para que sean retirados del mercado en menos de 91 días (la duración de cada una de las estaciones del año) por parte del consumidor final que pague en efectivo. Un determinado bien de consumo sólo forma parte del capital circulante social si y sólo si puede girarse una letra de cambio contra el que circule en el mercado. La inmediatez del consumo hace que estos vienes sean especiales: su movimiento a través de los canales de producción y distribución resulta predecible. La incertidumbre vinculada con la venta final de los bienes se achata a un mínimo irreductible.
Dicho de otra manera, aunque, tal como afirmó Carl Menger, muy pocos bienes presentes terminan ascendiendo a la categoría de dinero (el oro y la plata, por ejemplo), existe toda una masa de bienes de consumo que, debido a su alta demanda por parte del consumidor final, adquieren una elevada liquidez que les permite actuar transitoriamente como medio de intercambio. Ahora bien, dada la heterogeneidad y temporalidad de ese conjunto fluctuante de bienes, sólo pueden actuar como medio de intercambio en función del valor monetario que resultará de su venta a los consumidores finales. Es decir, ese conjunto de bienes de consumo líquidos que integran el capital circulante social sólo pueden actuar como medio de intercambio cuando se giran promesas de pago (letras de cambio, por ejemplo) contra su venta.
De ahí que exista una diferencia esencial entre el dinero y las promesas de pago garantizadas por la venta de bienes de consumo líquidos: mientras que el dinero es un bien presente, las promesas son bienes futuros, es decir, las promesas simplemente son un compromiso a entregar dinero al acreedor en un momento futuro (sea ese futuro de muy corto o largo plazo). Es ahí donde reside el principal rasgo que no debería llevar a confundir al dinero con el crédito circulante: las promesas de pago vencidas tienen que amortizarse en dinero o por compensación, pero no deben ser refinanciadas con otras promesas de pago (pago por novación, según la terminología de Macleod). Al fin y al cabo, una promesa de pago vencida y no amortizada sólo refleja que las mercancías que la garantizaban no estaban siendo tan urgentemente demandadas como inicialmente se había supuesto, de manera que ese crédito circulante deberá ser liquidado (con la correspondiente provisión de pérdidas) en lugar de seguir siendo utilizado como medio de intercambio. Tal como aparece en su artículo The bills Drawn on the Goldsmith (2002): “Otro ejemplo donde el papel no puede disputar su función al oro es en el pago de las letras de cambio a su vencimiento: y debe hacerlo por los mismos motivos que una letra no debe ser renovada una vez ha vencido y por los que el límite absoluto a ese vencimiento son 91 días. Con tal de salvaguardar la integridad y la solvencia del sistema de pagos por compensación, las monedas de oro tienen que usarse para este propósito. La moneda de oro en posesión de su último guardián, el consumidor soberano, es la que extinguirá una letra a vencimiento”.
El dinero adquiere así una posición de predominancia sobre todo el crédito circulante: es el liquidador último de la deuda. Un sistema de medios de pago que no incorpore el dinero en sus entrañas correrá el riesgo de saldar mala deuda con la creación de nueva mala deuda, siendo el dinero indispensable para discriminar y depurar las promesas de pago ilíquidas de las verdaderamente líquidas. No resulta difícil efectuar las conexiones entre esta posición de Fekete y el debate que tuvo lugar a comienzos del s. XIX en Inglaterra a propósito de si era posible gestionar adecuadamente el descuento de letras comerciales sin que la libra fuera convertible en oro; un debate donde el bullionismo moderado, la tradición de pensamiento en la que se inserta Fekete, tomó una inequívoca posición a favor del imprescindible retorno a la convertibilidad como vía para guiar la correcta actuación del Banco de Inglaterra.
Esta posición de predominancia del dinero sobre todas las formas de crédito circulante liga, además, con las ideas de otro economista por el que Antal Fekete profesaba gran admiración: John Exter. John Exter fue un banquero estadounidense que integró los órganos de gobierno de la Reserva Federal y cuya mayor aportación fue lo que se ha venido a conocer como “la pirámide invertida de Exter”. El cometido de esta pirámide invertida es, precisamente, el de jerarquizar los distintos activos monetarios y financieros según sus grados de liquidez.
piramidedeexter
Con independencia de que la jerarquización original que planteó Exter y que arriba ilustramos fuera o no la más acertada, lo esencial es la idea de que prácticamente todos los activos financieros pueden llegar a monetizarse en algún momento determinado (en la lección 8 analizaremos las deplorables consecuencias que acarrea el que la monetización no se limite a los créditos comerciales autoliquidables, tal como plantea la Doctrina de las Letras Reales), pero la liquidez última de todos ellos dependerá del vértice de la pirámide: el dinero, en su papel de liquidador último de la deuda.
Llegados a este punto, es esencial darse cuenta de que la función crítica del dinero no es tanto la de convertirse en un medio de cambio generalmente aceptado (pues esta misma función pueden desarrollarla de un modo incluso más eficiente las distintas formas de crédito circulante), sino la de ser el medio de cambio que, por tratarse del bien más líquido de todos, se acepta en cualquier contexto y actúa como purgador último de la mala deuda acumulada en el sistema. O dicho de otra forma, el dinero es el último depósito de valor líquido de un sistema económico: es la única forma de escapar verdaderamente de un sistema financiero (de un sistema de deudas recíprocas) que despierta la absoluta desconfianza del inversor. Si se eliminara el dinero de la ecuación, un inversor que quisiera huir de una determinada economía sólo tendría dos opciones: o adquirir activos reales ilíquidos (como la vivienda) o proporcionar financiación a terceros por la vía de adquirir activos financieros  (acciones, bonos, deuda bancaria, deuda estatal, etc.): es decir, el inversor no tendría forma de escapar del sistema y de mantenerse líquido.
Es importante retener todas estas ideas en la cabeza antes de proceder a estudiar la teoría crediticia del neochartalismo. Como a continuación comprobaremos, el neochartalismo, que entronca no sólo con Knapp sino con la tradición mercantilista y antibullionista, es una forma de condenar al ciudadano a proporcionar una financiación permanente al Estado en perjuicio de su propia liquidez.
El neochartalismo o la Teoría Monetaria Moderna
Como decíamos, ni Menger llegó a desarrollar una teoría del crédito circulante consistente con su teoría de la liquidez, ni Knapp hizo lo propio por cuanto incluyó todas al crédito circulante dentro como una de las formas en las que asume el dinero chartal. En este sentido, la teoría chartalista del crédito nos la proporciona un economista estadounidense, Alfred Mitchell-Innes, quien en dos artículos a comienzos del s. XX publicó dos artículos donde, sin haber leído a Knapp pero inspirándose en las teorías de Macleod, pretende pergeñar una teoría del dinero asentada exclusivamente sobre el crédito. Si para Knapp todo era dinero, para Mitchell-Innes todo es crédito.
Así, en su artículo What is money? (1913), Mitchell-Innes sostiene que “el dinero es crédito y nada más que crédito. El dinero de A es lo que le adeuda B, de manera que cuando B paga, el dinero de A desaparece”. A diferencia de lo que creía Menger, una venta de una mercancía no consiste en que esa mercancía menos líquida se cambie por otra mercancía más líquida (cambio indirecto a través del dinero)  sino por un crédito: “Una venta no es el intercambio de una mercancía por otra mercancía indirecta llamada ‘medio de cambio’, sino el intercambio de una mercancía por un crédito”.
Siendo el dinero, para Mitchell-Innes y muy en la estela de Macleod, el simple reconocimiento endosable de un intercambio incompleto (A ha entregado bienes a B pero todavía no ha recibido ningún bien por parte de B), es evidente que cualquier agente económico puede crear dinero, incluyendo a los comerciantes o a los bancos. Sin embargo, Mitchell-Innes pensaba que el Estado se hallaba en una posición idónea para proporcionar a gran escala el dinero de una comunidad: como el gobierno puede reclamar a sus ciudadanos transferencias unilaterales y forzosas de bienes y servicios (conocidas como impuestos), también tiene la opción de comprar bienes y servicios a cambio de certificados que eximan de esa transferencia unilateral de bienes y servicios. Mitchell-Innes ilustra su argumento con el célebre caso de las tarjas en la Inglaterra medieval: los reyes tallaban un palo de madera donde se registraba la deuda fiscal de una determinada región y lo dividían en dos partes; una la retenían los reyes como registro interno de que fueron ellos quienes tallaron ese palo, la otra la vendían con un cierto descuento en el mercado a cambio de bienes y servicio. De este modo, los comerciantes adquirían una especie de cupón para eximirse del pago futuro de impuestos por el importe en oro recogido en los palos de madera. Pero, claro está, esos palos de madera podían ser subsiguientemente endosados entre los ciudadanos como medio de cambio, por ser universalmente demandados precisamente para saldar sus deudas tributarias:  “El gobierno, por ley, obliga a ciertas personas a convertirse en sus deudores (…) Este procedimiento se conoce como la creación de un impuesto y las personas que hayan sido forzadas a convertirse en deudores tienen que buscar a las personas que posean tarjas o cualquier otro instrumento que represente una deuda del gobierno con el propósito de adquirirlos vendiéndoles alguna mercancía o prestándoles algún servicio. Cuando estos instrumentos se devuelven al tesoro, los impuestos habrán sido pagados”. O, por expresarlo de un modo quizá más sencillo, en palabras de Mitchell-Innes en su otro artículo The Credit Theory of Money (1914): “El gobierno, al ser el gran comprador de mercancías y de servicios de una tierra, emite como pago enormes cantidades de pequeñas piezas-signo conocidas como monedas o billetes, y que son reembolsables mediante el sistema impositivo”.
Para el economista estadounidense, por consiguiente, el valor de los créditos no dependía de que pudieran convertirse en dinero, sino de que el deudor poseyera otros créditos que le permitieran amortizar su deuda por compensación (justamente, la organización de ese sistema general de compensación de créditos recíprocos sería la función fundamental de los bancos). Tal como sostiene en What is money?: “El valor de un crédito no depende de la existencia de oro, de plata o de ninguna otra propiedad detrás, sino sólo dela solvencia del deudor, y eso depende únicamente de si, cuando la deuda vence, éste posee suficientes créditos contra otras personas para cancelar sus deudas (…) Si las deudas totales vencidas de una persona exceden la suma de sus créditos vencidos”. El oro, de hecho, no sería más que una versión moderna de las tarjas, esto es, evidencias de deuda gubernamental: “Lo que ha sucedido es que el gobierno ha colocado un sello sobre el oro que le convierte en una promesa de que será aceptado por el gobierno a modo de pago de impuestos o para saldar cualquier otro crédito que posea contra los ciudadanos (…) Gracias al sello, el oro ha cambiado su naturaleza desde una simple mercancía a una pieza-signo de endeudamiento”. De ahí que, cuando un Estado eleve como medio general de intercambio a un papel moneda pagadero en oro, la conversión no sea una forma de extinguir la deuda representada por el papel moneda, sino de convertir una deuda en otra. De esta manera lo relata en The Credit Theory of Money: “La conversión en oro del papel moneda del gobierno no es el pago de una deuda, sino simplemente el intercambio de una obligación por otra de idéntica naturaleza”.
Tanto Knapp como Mitchell-Innes, por consiguiente, coincidían en su rechazo de la teoría evolutiva del dinero desarrollada por Menger y abrazaban una teoría del diseño centralizado de los medios de cambio. Y los dos coincidían, asimismo, en el papel predominante pero no necesariamente exclusivo que juega el Estado en su creación cuando efectúa sus pagos en el instrumento que elige de manera soberana. Ahora bien, mientras Knapp concebía que el dinero era una especie de ticket propio de las comunidades de pagos, Mitchell-Innes pasó a considerarlo una deuda endosable. Y la diferencia entre ambas categorizaciones es esencial: pues quien usa como medio de intercambio la deuda contra un tercero le está proporcionando financiación, gratuita o muy asequible, a ese tercero. A partir de Mitchell-Innes, por tanto, el control de la emisión de los medios de intercambio comenzó a equipararse con el control de la financiación a tipos de interés nulos o privilegiados; una prerrogativa que lógicamente sólo podía corresponder al Estado.
Además, la concepción chartalista del dinero como crédito lleva casi por necesidad a abrazar el pensamiento subconsumista: si los medios de intercambio pueden expandirse ilimitadamente por basarse en el crédito, no habrá ningún motivo para que, ante una caída de la demanda de ciertas industrias por un aumento del atesoramiento de dinero, no se incremente la cantidad de medios de intercambio hasta que el gasto crezca de nuevo y los recursos ociosos desaparezcan. En cierto sentido, además, los dineros naturalmente limitados, como el oro, pueden pasar a concebirse como dineros artificialmente acaparables en contra de la actividad comercial: no existe ninguna razón válida para que un gobierno opte por no contrarrestar el atesoramiento de dinero con la creación de nuevos medios de intercambio para así estimular el comercio; si los gobiernos optan por mantener el patrón oro sólo puede ser para beneficiar a los tenedores del metal precioso en perjuicio del resto de la población. Como expuso uno de los dos economistas sobre los que a continuación hablaremos, Major C. H. Douglas, en su obra Social Credit  (1924): “El negocio de manejar un dinero que es una mercancía resulta tanto más provechoso cuando existe algo que acentúa la escasez de dinero, de manera que todo ataque al sistema empresarial –que a la sazón realiza la constructiva tarea de dar apoyo a una fiscalidad creciente– puede recibir, y de hecho recibe, el apoyo del núcleo duro de las Altas Finanzas”. De nuevo, no es complicado hallar una fuerte conexión entre el chartalismo subconsumista y el mercantilismo lawista o el antibullionismo radical de Thomas Attwood que proclamaba a los cuatro vientos que “la guinea se hizo para el hombre y no el hombre para la guinea”.
Dos fueron los economistas que, insertos en la tradición chartalista, más hicieron por propugnar la manipulación de los medios de intercambio con tal de relanzar la demanda agregada: el alemán Silvio Gesell y el inglés Major Clifford Hugh Douglas.
Gesell, que se ubicaba dentro de la tradición alemana de Knapp, no había leído a Mitchell-Innes y, por tanto, no consideraba que el dinero fuera una deuda. Por tanto, su preocupación no pasaba tanto por incrementar la cantidad de dinero para estimular el comercio, cuanto por incrementar su velocidad de circulación por la vía de penalizar su atesoramiento. Como chartalista en la tradición de Knapp, creía que el dinero era un instrumento indispensable para mantener la división del trabajo, que cualquier bien podía actuar como dinero y que, en consecuencia, sólo su monopolización por parte del Estado podría garantizar la limitación de su cantidad y su supervivencia. Tal como expuso en El orden económico natural (1916): “Es esencial que la fabricación de ese medio de intercambio sea monopolizado por el Estado. Si cualquier persona pudiese fabricar dinero libremente y hacerlo a su manera, su multiplicidad lo haría inútil para cumplir con su cometido. Todos declararían a su propio producto como dinero y con ello regresaríamos al comercio vía trueque (…) O dinero del Estado o ningún dinero”. Controlado y determinado el dinero por el Estado, lo lógico para Gesell era que el gobierno impusiera algún tipo de papel moneda por ser de un material más barato que el oro o la plata. Además, Gesell despreciaba al oro por conceder un poder extraordinario a su tenedor: “El poseedor de oro puede diferir la demanda de mercancías; puede imponer su voluntad (…). Esta relación coloca al poseedor de mercancías en una situación de dependencia frente al poseedor de dinero, o para expresarlo en la forma clara y concisa de Proudhon: porque el oro no es la llave, sino el cerrojo del mercado”. El alemán detestaba que el consumidor fuera soberano sobre el productor gracias a que contaba con el bien más líquido de todos: el dinero. Justamente porque el dinero era más líquido que las mercancías que intentan vender los comerciantes, el consumidor podía influir y determinar la composición de la producción: “La elección del metal monetario ha convertido a la demanda en una acción volitiva del poseedor del dinero, entregándola al capricho, al afán de lucro, a la especulación y al azar, sin considerar que la oferta, por su estructura orgánica, quede totalmente desamparada frente a esa voluntad. Así surgió el poder del dinero que, convertido en potencia plutocrática, ejerce una presión insoportable sobre todos los productores”.
De ahí que Gesell promoviera impedir que el dinero actuara como depósito de valor: “La idea fundamental del dinero exige que, con tal de concluir el proceso de intercambio, la venta de una mercancía contra dinero vaya seguida de inmediato por la compra de mercancía a cambio de dinero. Quien tarda en compra deja inconcluso el proceso de canje; obstaculiza necesariamente la colocación a otro productor y abusa del dinero (…) El hombre que no preste incondicionalmente su dinero ha de ser obligado a comprar mercancías o a rescatar de nuevo sus propios productos. Nadie tiene derecho de imponer condiciones a la circulación monetaria, cualquiera que sea su naturaleza. Quien posee dinero tiene un derecho a comprar de inmediato,  pero nada más”. Es aquí donde encuentra su encaje la propuesta de lo que Gesell llama libremoneda, un dinero nuevo que sólo sea un medio de cambio y no un depósito de valor: “El dinero debe ser un medio de cambio, y nada más. Está destinado a facilitar el intercambio de mercancías, y allanar sus dificultades”. El objetivo de la libremoneda es que el dinero se pudra como una mercancía más para que no pueda atesorarse y no pueda usarse como medio diferido de pago, esto es, que los consumidores no puedan negarse a adquirir las mercancías que les ofrecen los empresarios por mucho que les desagraden: “Debemos, pues, empeorar al dinero como mercancía, si hemos de mejorarlo como medio de cambio, y ya que los poseedores de mercancías tienen siempre apuro en el cambio, justo es que también los poseedores del medio de cambio sientan el mismo apremio. La oferta se encuentra bajo presión directa, intrínseca; lógico es que se coloque la demanda también bajo idéntica presión”.
Siendo estos los objetivos del dinero ideal, Gesell proponía que la libremoneda tuviera que estampillarse una vez por semana, asumiendo su tenedor los correspondientes costes (coste que Gesell ubicaba en un 1‰ semanal sobre el valor nominal, esto es, en el 5,2% anual): “La libremoneda pierde semanalmente por cuenta del tenedor un milésimo de su valor nominal, que el portador tendrá que reponer, pegando al dorso estampillas de moneda subsidiaria (…) De este modo la circulación monetaria estaría siempre presionada”. En suma, el propósito de la libremoneda impulsada por Gesell era socavar la soberanía del consumidor obligándole en todo momento a gastar su dinero aun cuando no encontrara en el mercado bienes de consumo o de inversión que lo satisficieran: el alemán no parecía concebir que una determinada estructura productiva pudiera contener numerosos errores de los que consumidores e inversores quisieran protegerse, siendo el atesoramiento de dinero la forma definitiva de, primero, protegerse y, segundo, forzar la corrección de los errores (tal como estudiaremos con más detalle en la lección 8).
El otro economista que más hizo por vincular el chartalismo con las teorías de la insuficiencia del gasto agregado fue el Major Douglas. Douglas pensaba que en los sistemas capitalistas existía una deficiencia estructural del gasto debido a la insuficiente creación de “medios de pago” para adquirir toda la producción. El inglés acuñó la expresión del “teorema A+B”, según el cual los gastos de cualquier empresa se dividían en dos grupos: aquellos pagos que se efectuaban a individuos vinculados a la empresa como trabajadores y accionistas (grupo A) y los pagos efectuados a otras compañías por las materias primas, los bienes intermedios o la financiación (grupo B). Douglas pensaba que sólo los pagos del grupo A se convertían en renta (y poder adquisitivo) en mano de los consumidores, si bien los precios de las mercancías debían incorporar todos los costes vinculados al proceso productivo (A+B). En consecuencia, pues, las economías capitalistas adolecerían de una insuficiencia estructural de gasto que las llevaría al colapso.
Dejando de lado los errores y confusiones que contenga el planteamiento de Douglas (y que estudiaremos con más detalle en la lección 7), lo que nos interesa en estos momentos es la explicación que ofrece a por qué, padeciendo tal insuficiencia crónica en el poder adquisitivo, las economías capitalistas han podido funcionar correctamente durante períodos tan prolongados de tiempo. Según Douglas, el diferencial endémico de gasto ha sido cubierto por las expansiones de crédito bancario. En Social Credit (1924) podemos leer que: “La deficiencia entre el poder adquisitivo y el precio al que se venden los bienes puede estrecharse (hasta casi desaparecer) mediante el proceso de creación de crédito bancario”. Y es que, si bien la generación de dinero era una prerrogativa del Estado, los bancos ostentaban una posición económica que les permite crear discrecionalmente la mayor parte del dinero (en forma de crédito) con el que se realizaban los intercambios.  En The Control and Distribution of Production (1922) leemos: “El dinero es el único mecanismo mediante el que efectuamos los intercambios: no posee ninguna propiedad salvo aquellas que decidamos darle. Decir que ‘en el país no hay dinero suficiente para hacer esto o aquello’ no significa nada (…) Los bancos y el Tesoro pueden crear dinero en cinco minutos, y de hecho lo están haciendo cada día”.
El problema que Douglas observaba en confiarles a los bancos la provisión de medios de pago para cubrir ese diferencial de poder adquisitivo era que, por un lado, los bancos se convertían en los agentes que determinaban la especialización productiva de la economía y, por otro, en ocasiones la prudencia financiera les llevaba a dejar de extender nuevo crédito, lo que provocaba una crisis general por insuficiencia de poder adquisitivo. Con tal de solventar las carencias de la sociedad capitalista, Douglas proponía dos medidas: una, que el gobierno subvencionara, con crédito gratuito de nueva creación, una rebaja de los precios de los bienes de consumo que permitiera su absorción por el poder adquisitivo previamente distribuido a la sociedad; dos, el establecimiento de un “dividendo nacional” financiado con crédito de nueva creación dirigido a rellenar el vacío de poder adquisitivo. De nuevo, en Social Credit: “Si imaginamos un país organizado de tal manera que la totalidad de sus ciudadanos se convierten en propietarios de unas acciones que no pueden vender y que devengan un dividendo que colectivamente sea capaz de comprar la totalidad de la producción que exceda la requerida para el mantenimiento de la población productiva y cuyo valor de capital (o capacidad de generación de dividendo) dependa directamente del crédito real de la comunidad, habremos alcanzado un modelo primitivo que tenga en cuenta las relaciones descritas”.
En definitiva, como ya sucediera con el mercantilismo lawista o con el antibullionismo radical de los Attwood, la idea de que el dinero (o los medios de pago) era una creación más o menos arbitraria del Estado pronto dio paso a los deseos de instrumentar políticamente el dinero en aras de beneficiar intereses particulares; en el caso de los subconsumistas, los intereses particulares de los productores incapaces de colocar sus mercancías en el mercado: el dinero degeneraba en un mero ticket (como decía Knapp) cuyo propósito se limita a mantener la producción de las mercancías actuales y proceder a su redistribución social, en lugar de ser una herramienta fundamental para el cálculo empresarial y para forzar la corrección de los errores de producción. En este sentido, la liquidez, como estabilidad del valor ante cambios espaciales, temporales y cuantitativos, dejaba de ser la característica más importante del dinero –aquella que permite elevarlo a la categoría de patrón monetario–, para convertirse en un obstáculo a erradicar en aras de maximizar la producción de cualesquiera bienes. Tal como resume elocuentemente Major Douglas en Social Credit:
Probablemente la idea más importante que podamos transmitir en relación con el problema del dinero –una idea de la que ciertamente depende la validez de todo lo relacionado con esta materia– es que no su cometido no es el medir el valor, sino el de proporcionar información que dirija la producción y distribución de los bienes. El sistema monetario es, o debería ser, un sistema de comandos, no de recompensas. Es esencialmente un mecanismo administrativo, subordinado a la política, que resulta superior a todos los otros sistemas de administración, motivo por el que el control que ejerce el dinero sobre el mundo revista tanta importancia.
Una analogía bastante exacta para el dinero sería la de un billete de tren “limitado”, pues un billete de tren es una forma de dinero. El hecho de que el billete tenga un valor monetario asociado es una característica subsidiaria e irrelevante frente a su función principal, que es la de distribuir el transporte. La demanda de billetes de ferrocarril proporciona a los directores de la compañía ferroviaria una señal perfecta (sujeta, de momento, a limitaciones financieras) de la cantidad de transporte que se necesita (…) Es tan poco sensato decir que, como sólo existen 100 billetes de tren para el trayecto Londres-Edimburgo no pueden viajar más de 100 viajeros, como lo es afirmar que, dado que las unidades monetarias son insuficientes (…), no pueden fabricarse bienes que sean deseados por mucho que existan los trabajadores y los materiales necesarios para hacerlo.
Como ya dijimos, ni Gesell ni Douglas parecieron concederle demasiada importancia a las malas inversiones y al rol esencial que desempeñaba el dinero para, por un lado, minimizarlas a través del correcto cálculo económico y, por otro, corregirlas en cuanto aparecieran mediante su atesoramiento. Gesell fomentaba que el Estado impusiera un dinero que se pudriera con el tiempo para volverlo inatesorable; Douglas que se repartiera arbitrariamente tantos medios de pago como fueran necesarios para reabsorber toda la producción.
Ciertamente, ni de los escritos de Knapp ni, con mayores reservas, de los de Mitchell-Innes se desprende apoyo alguno por esquemas inflacionistas dirigidos a estimular el gasto agregado y lograr el pleno empleo. Pero, como a continuación comprobaremos, a partir de ese momento fueron completamente ligados.
La recepción keynesiana del chartalismo
John Maynard Keynes, cuyas ideas estudiaremos con mucho más detalle en lalección 9, se sumó desde un comienzo a la concepción chartalista del dinero. En 1914, Keynes reseñó de manera bastante favorable tanto el libro de Friedrich Bendixen, uno de los discípulos de Knapp, cuanto el artículo de Mitchell-Innes What is Money?, afirmando sobre este último que “las principales conclusiones históricas que [Innes] pretende alcanzar tienen, en mi opinión, una amplia base, y han sido frecuentemente ignoradas por aquellos escritores excesivamente influidos por los dogmas decimonónicos del ‘dinero sano’. No sólo se ha querido afirmar que el dinero con valor intrínseco es ‘sano’, sino que se ha apelado a la historia de la divida para mostrar que el dinero con valor intrínseco constituye un ideal monetario del que sólo las personas más retorcidas pueden querer alejarse. El Sr. Innes ha dado varios pasos en la dirección de demostrar las falsedades de este relato histórico”. Asimismo, en las primeras páginas de su Tratado del dinero (1930) fue mucho más explícito al sumarse a la corriente chartalista:
Una característica especial de los contratos en dinero es que el Estado o la comunidad no sólo son quienes los hacen cumplir, sino que también deciden qué es lo que tiene que entregarse, por ley o por costumbre, para considerar liberada la obligación contraída en términos de un dinero de cuenta. Por lo tanto, el Estado es el primero que, en virtud de la autoridad que le confiere la ley, obliga al pago de la cosa que se corresponde con que se ha descrito o estipulado en el contrato, y lo hace además doblemente, cuando se atribuye el derecho a redactar de nuevo el diccionario. Todos los Estados modernos se atribuyen este derecho y así ha ocurrido desde hace al menos cuatro mil años. Esto es lo que Knapp ha llamado chartalismo, una fase que se alcanza en la evolución del dinero y en la que se cumple plenamente la doctrina de que el dinero es una creación de la ley (…) Hoy en día todo el dinero civilizado es, sin discusión posible, chartalista.
Keynes termina de unir indefectiblemente al chartalismo con las doctrinas inflacionistas sobre la insuficiencia del gasto. En La Teoría General (1936), tras elevar a Gesell a la categoría de “profeta injustamente olvidado” y preconizar que “la ortodoxia carece de respuestas válidas para gran parte de las críticas” del Major Douglas, liga claramente el problema de la insuficiencia de demanda y del desempleo a las características del dinero. De nuevo, además, nos encontramos el frontal rechazo a que el dinero tenga un valor lo bastante estable (a que sea líquido) como para actuar de herramienta del cálculo económico (patrón monetario) y de reserva de liquidez (depósito de valor):
El desempleo se desarrolla porque, digámoslo así, los hombres quieren alcanzar la luna con sus manos: los hombres no pueden encontrar empleo en su totalidad cuando su objeto de sus deseos (el dinero) no puede ser objeto de producción como todos los demás bienes y cuando su demanda no se puede cortar por lo sano. No hay más remedio que persuadir al público de que el queso verde es prácticamente lo mismo que la luna y que debemos tener una fábrica de queso verde (es decir, un banco central) bajo control del público.
Es de vital importancia darse cuenta de que la característica que tradicionalmente ha convertido al oro en un bien especialmente adecuado para ser usado como patrón de valor –la inelasticidad de su oferta– constituye precisamente el germen de todos los problemas que genera.
Como ya estudiaremos con más detalle en la lección 9, el rechazo al dinero y a las finanzas sanas será una constante en el pensamiento de Keynes, coronando toda una tradición inflacionista que arranca con el mercantilismo y llega hasta el chartalismo. Y, a su vez, la tradición keynesiana que arranca con Keynes termina adhiriéndose a todos esos clichés. Ese fue el caso, por ejemplo, de dos de sus más destacados discípulos: Abba Lerner y Hyman Minsky.
Abba Lerner publicó en 1947 su artículo Money as a Creature of the State donde reivindicaba el rol esencial del Estado moderno a la hora de determinar el dinero:
El Estado moderno puede convertir en dinero cualquier cosa (…) Si el Estado está dispuesto a aceptar su propuesta de dinero como medio de pago por sus impuestos y otras obligaciones, la operación estará consumida. Cualquier persona que tenga deudas con el Estado se mostrará dispuesta a aceptar esas piezas de papel con las que puede saldar sus obligaciones, y todas las otras personas estarán a su vez dispuestas a aceptarlas porque saben que los contribuyentes las aceptarán. Asimismo, resulta muy complicado de concebir cómo un determinado tipo de dinero podría retener su aceptación generalizada (…) En el presente, el dinero es una criatura del Estado en cualquier economía que funcione correctamente. Su aceptación general –que es su atributo más importante– procede de ser aceptado por el Estado.
Pero, además, Lerner vinculaba ya definitivamente a la tradición chartalista con la idea keynesiana (en realidad, mercantilista, antibullionista, geselliana y douglasiana) de que, como el Estado es el “responsable de la creación de dinero”, tiene como cometido esencial el de “prevenir tanto las inflaciones severas como las depresiones” a través de la gestión discrecional de su oferta:
Las depresiones suceden sólo cuando la cantidad de dinero gastada es insuficiente. Las inflaciones tienen lugar sólo cuando la cantidad de dinero gastada es excesiva. El gobierno ­–que es lo que en la práctica entendemos por Estado–, gracias a su poder para crear o destruir el dinero por imposición y a su poder para arrebatarle el dinero a la gente a través de la tributación, se halla en una posición ideal para mantener el nivel de gasto de la economía al nivel necesario para lograr ambos objetivos: prevenir las depresiones y mantener el valor del dinero.
Por su lado, el economista postkeynesiano Hyman Minsky sostuvo en Stabilizing an Unstable Economy (1986) que los depósitos bancarios son generalmente aceptados como medio de pago debido a que “una multitud de personas son deudores de los bancos y necesitan de los depósitos a la vista hacer frente a esas deudas. Estos deudores trabajarán y venderán bienes o activos para acceder a esos depósitos. El valor de cambio de los depósitos se determina por las demandas que efectúan los deudores para cumplir con sus obligaciones”. A su vez, como los bancos se han convertido en los principales prestamistas del gobierno y la gente se ve obligada a pagar impuestos, los depósitos a la vista serán generalmente demandados para amortizar, por compensación, la obligación tributaria: “En una economía donde la deuda pública es el mayor activo en el balance de los bancos de depósito, el hecho de que los impuestos deban pagarse proporciona valor al dinero de la economía”. Y, asimismo, Minsky siguió la estela keynesiana de considerar que constituía un deber del gobierno manipular la oferta de dinero para sufragar incrementos del gasto público con el propósito de lograr que la economía oscilara entre los dos extremos que constituían el auge inflacionista y la depresión deflacionista: “El mismo proceso por el cual el Gran Gobierno evita que la economía caiga en una profunda depresión da lugar a la inflación (…) Una cara de la inestabilidad –la inflación– deriva de los pasos tomados para evitar la inestabilidad en forma de depresión profunda”.
Precisamente, ese doble propósito –justificar el origen estatal del dinero y delegarle el papel de estabilizador macroeconómico por la vía de manipular la oferta monetaria– constituirá el rasgo más distintivo del llamado neochartalismo o “teoría monetaria moderna”.
Los neochartalistas
El neochartalismo o teoría monetaria moderna (MMT, por sus siglas en inglés) coge de Knapp la idea de que el dinero es una criatura de la ley; de Mitchell-Innes la creencia de que todo dinero es, en última instancia, una manifestación crediticia; de Gesell, Major Douglas y Keynes el pensamiento inflacionista de que la manipulación de la oferta de dinero constituye el elemento clave para explicar el desempleo; y de Abba Lerner la objetivo dual de manipula la oferta de dinero con tal de estabilizar tanto el nivel de ocupación como la tasa de inflación.
En este sentido, cabe decir que la empresa intelectual del neochartalismo tiene dos patas: uno, demostrar que el dinero es una criatura del Estado y que, por tanto, debe ser éste el encargado de regular adecuadamente su cantidad; dos, que en la regulación de esa cantidad deberá atender a conseguir la estabilización macroeconómica.
Los neochartalistas rechazan de plano la doctrina monetaria presuntamente mengeriana según la cual las distintas sociedades humanas, confrontadas con los problemas y los costes de transacción del trueque, terminaron empleando de manera espontánea un determinado bien con valor intrínseco –normalmente un metal precioso– como dinero; que a su vez la aparición del dinero como medio de cambio dio paso a la invención del crédito, entendiendo éste como promesas de pago en dinero; que el crédito de los bancos se terminó generalizando como sustituto y economizador del dinero; y que los Estados se subrogaron en este esquema monetario a la hora de cobrar los impuestos y de monopolizar la emisión de dinero y de sustitutos del dinero. Sus críticas contra esta explicación, que ellos denominan “metalista”, proceden desde dos ámbitos: tanto el teórico como en el histórico-antropológico.
En el plano teórico, los neochartalistas le reprochan al metalismo incurrir en dos peticiones de principios que, según ellos, no han sabido resolver adecuadamente. El problema de la identificación y el problema de la elección espontánea. El primero, según expone Pavlina Tcherneva en su artículo The Nature, Origins, and Role of Money (2005), se refiere al razonamiento circular que reza que “el dinero es universal porque los agentes racionales lo utilizan y los agentes racionales lo utilizan porque es universal (…) [es decir,] los beneficios de usar un tipo determinado de mercancía como medio de cambio sólo pueden reconocerse después de que la mercancía ya esté siendo utilizada”. Además, según Randall Wray y Éric Tymoigne en Money: An Alternative Story (2005), la aparición descentralizada del dinero presupone un alto grado de especialización y de división del trabajo que, sin embargo, es imposible que se desarrolle en una economía basada en el trueque, según la doctrina metalista. Por otro lado, el segundo razonamiento circular se refiere a la idea de que, en palabras de Tcherneva, “el dinero es un depósito de valor abstracto porque es un medio de pago y es un medio de pago porque es un depósito de valor abstracto. No hay ninguna propiedad definitiva que le conceda al dinero un estatus especial y en ausencia de una condición inequívoca que explique el uso como dinero del oro, de los palos de madera o de la sal, la elección espontánea se convierte en un elemento esencial que debe asumirse a priori”.
Pero, sobre todo, la explicación metalista sobre el origen y la naturaleza del dinero es disputada por los neochartalistas en el ámbito antropológico e histórico. Así las cosas, la evidencia disponible indica que la evolución trueque-dinero-crédito prácticamente no se dio jamás. Tal como explica David Graeber en su libro Debt: The first 5.000 years (2011): “El problema [de esta teoría] es que no existe ninguna prueba de jamás ocurriera, es más, existe bastante evidencia que sugiere que no lo hizo (…) La autora que más ha estudiado desde un punto de vista antropológico el trueque, Caroline Humphrey, de la Universidad de Cambridge, no podría ser más taxativa en sus conclusiones: ‘Nunca se ha hallado ningún ejemplo de una economía basada en el trueque, puro y simple, y mucho menos de una economía donde el dinero haya emergido a partir del trueque; toda la evidencia etnográfica sugiere que jamás ha existido tal cosa”.
Frente a la teoría metalista, los neochartalistas pretenden rescatar la explicación avanzada por Knapp, si bien combinándola con las sugerencias de Mitchell-Innes. Así, en su opinión las sociedades primitivas redistribuían bienes y servicios no mediante el trueque, sino mediante la ayuda mutua en forma de intercambio de favores: una persona tomaba los bienes de otra persona y se comprometía a reintegrarle otros bienes, de calidad similar, en el futuro. En el fondo, pues,  lo que sucede es que los sistemas de intercambios a crédito emergieron antes que el dinero como medio de cambio. Según Graeber: “Lo que estos textos revelan es que los sistemas de crédito de este estilo precedieron la acuñación de moneda en unos miles de años”. También Wray y Tymoigne sostienen que: “La evidencia histórica sugiere que la mayoría del comercio fue desde un comienzo llevada a cabo mediante la compensación de créditos y deudas, y no con monedas”.
Ahora bien, todos estos sistemas primitivos tenían un inconveniente importante para extenderlos a gran escala: de alguna manera se hacía necesario “objetivar” el valor subjetivo de las mercancías transadas; es decir, aunque el dinero como medio de cambio fuera innecesario, sí habría sido importante contar con una unidad de cuenta. Esta limitación se solventó, no obstante, con la aparición de los grandes imperios antiguos y la creación de administraciones legales y religiosas que imponían obligaciones (tributos) a sus súbditos: aun cuando estos tributos se pagaran en especie, la administración debía mantener algún tipo de contabilidad con el valor de lo abonado o de lo adeudado, para lo cual se hacía necesario registrarlo en alguna unidad de cuenta común que en Mesopotamia terminó siendo el shekel de plata. Por tanto, el dinero se desarrolló originalmente como una unidad de cuenta administrativa y no comercial que, debido a su utilidad, terminó extendiéndose también al sistema privado de intercambios a crédito.
Pero incluso el dinero como medio de cambio (entendiendo como tal la acuñación y el uso de monedas) tuvo, según los neochartalistas, un origen vinculado al Estado: como las administraciones sintieron eventualmente la necesidad de efectuar pagos estandarizados para sus funcionarios, especialmente para los soldados, comenzaron a abonarles sus salarios en piezas de metal que a su vez servían para pagar los impuestos, y, gracias a ello, esas monedas terminaron empleándose en la actividad comercial del sector privado. Dicho de otra manera, también las piezas metálicas que se empleaban como medio de cambio comenzaron siendo un pasivo gubernamental cuyo valor dependía en última instancia de su capacidad para saldar la deuda tributaria que la población mantiene con el gobierno. Para los neochartalistas, por consiguiente, todo el dinero, incluido el oro, es una forma deuda (idea heredada de Mitchell-Innes). Como dice Graeber: “Una moneda de oro es una promesa de pago de algo equivalente en valor al oro. Después de todo, una moneda de oro no es útil en sí misma. Uno solo la acepta si asume que otros también lo harán”. En un sentido parece, Wray y Tymoigne sostienen que “todos los instrumentos monetarios han sido siempre deudas. Incluso las monedas de oro eran en realidad deudas de la corona”.
Quizá el modelo teórico neochartalista que mejor explica el proceso de surgimiento del dinero sea el del “gobernador hipotético”, planteado por Wray en Understanding Modern Money (1998). Wray asume que una mujer es nombrada gobernadora de una colonia que carece de mercados, precios y dineros. Si en ese contexto la gobernadora quiere que los indígenas le presten ciertos servicios, tiene la opción de imponerles un tributo que sólo será pagadero en la moneda que ella ofrezca a cambio de los distintos trabajos (tal moneda podría adoptar cualquier soporte material, pues lo único relevante es que los indígenas se verían forzados a demandarla a cambio de su tiempo de trabajo). En caso de hacerlo, con el tiempo los propios indígenas podrían emplear esa moneda en sus intercambios internos y privados, dado que al tratarse de un bien que todos necesitan poseer en sus justas cantidades, su aceptación por parte del conjunto de la sociedad queda garantiza.
El ejemplo de Wray ilustra primero que un Estado puede crear dinero; segundo, que su misión es la de proporcionar a los ciudadanos el dinero que ha creado; tercero, que el Estado cumple con esa misión gastando contra la creación de nuevo dinero; cuarto, que la auténtica función de los impuestos no es financiar el gasto público (pues esto puede hacerse imprimiendo nuevo dinero), sino generar una demanda cautiva por el dinero gubernamental; quinto, que por necesidad lógica el gasto tuvo que anteceder a los impuestos para que la población pudiese disponer del dinero que necesitaba para pagarlos.
Habría, de hecho, un sexto corolario: si la gobernadora crea la cantidad de dinero adecuada, será imposible que haya desempleo en esa economía (siempre puede encargarles trabajos adicionales a los desempleados a cambio de dinero de nueva impresión) y si, en cambio, crea demasiado dinero, necesariamente se desatará inflación. De ahí que, en su calidad de gestor de la moneda, al Estado le corresponda garantizar la estabilidad macroeconómica, tal como pedía Abba Lerner. Además, siguiendo a Gesell y Keynes, los neochartalistas creen que si el sector privado atesora parte del dinero que el Estado ha generado, será necesario que el Estado gaste más contra la impresión de nuevo dinero, pues en caso contrario se desatará el paro. En palabras de Wray: “Todas las economías que operan con dinero chartal sufren de desempleo periódico si no crónico (…) El desempleo es una evidencia empírica de que el déficit público es demasiado bajo como para provisionar el nivel de ahorro neto [atesoramiento] deseado. Si el gobierno aumentara el déficit e incrementara la oferta de dinero fiat, el ahorro neto de los hogares aumentaría. Al mismo tiempo, el déficit adicional incrementaría las rentas y generaría un gasto adicional, y por tanto empleo. En cierto sentido, el desempleo es el resultado de que el gobierno mantiene la oferta de dinero fiat demasiado baja (…) Dado que el gobierno es el único proveedor de dinero fiat, y dado que el dinero fiat es un recurso potencialmente ilimitado, no tiene sentido restringir su oferta a un nivel donde se genere desempleo, a menos que el desempleo cumpla un propósito útil”.
Por tanto, el Estado no sólo tiene que crear sino también que regular adecuadamente la oferta de dinero. Una vez logrado esto, será bastante frecuente que el sector privado cree a su vez su propio dinero, aunque por lo general adoptará la forma de promesas de pago denominadas y convertibles en dinero estatal (es decir, el patrón monetario o unidad de cuenta seguirá siendo el dinero estatal). Esto permitirá, por ejemplo, que las promesas resulten mucho más aceptables y que se compensen todas mutuamente, liquidando las diferencias en dinero estatal. Se construye así una pirámide crediticia en cuyo vértice se coloca aquel dinero que el Estado ha convertido en dinero valuta (por usar la terminología de Knapp) y que en los tramos escalones inferior se ubica apalancadamente la deuda de bancos, empresas y familias. Tal como expone Wray en Modern Monetary Theory (2012):
Podemos pensar en una pirámide de pasivos con distintos escalones según su distancia del banco central. En la base de la pirámide se hallan las promesas de pago de las familias (…). El siguiente escalón sería la deuda de las empresas productivas (…). En el siguiente escalón se encontrarían los pasivos de instituciones financieras no bancarias, que a su vez compensan sus deudas usando los pasivos de una banca que se encuentra más arriba en la pirámide (…) Finalmente, en lo más alto de la pirámide encontramos al gobierno, pues no hay pasivos más elevados que sus promesas de pago. La forma de la pirámide es ilustrativa por dos motivos. El primero es que existe una ordenación jerárquica donde los pasivos emitidos por quienes se hallan arriba de la pirámide son generalmente más aceptables. En cierto sentido, esto se debe a la mayor solvencia de sus emisores (…) Segundo, los pasivos de cada nivel se suelen formar apalancándose sobre los pasivos de niveles superiores. En este sentido, toda la pirámide supone un apalancamiento sobre (un número relativamente menor de) pasivos gubernamentales.
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Precisamente por lo anterior, el gobierno puede, en circunstancias normales, lograr que los tipos de interés a los que se financia la banca (el tipo de interés de los pasivos bancarios, creados de manera apalancada sobre los pasivos gubernamentales) sean del 0%: si el Estado financia sus déficits creando nuevo dinero, las reservas de dinero gubernamental en manos de los bancos privados aumentarán hasta que el tipo de interés del interbancario se desplome. Como explican Warren Mosler y Mathew Forstater en The Natural Rate of Interest is Zero(2004): “El gasto financiado con un mayor déficit incrementará las reservas que el sistema bancario posee en el banco central, lo que hundirá al 0% los tipos de interés a corto plazo del interbancario (…) En otras palabras, el tipo natural de interés es cero”.
Claramente, pues, la narrativa neochartalista se contrapone en muchos sentidos a la teoría de la liquidez mengeriana. De momento, vamos a relegar para las lecciones siguientes la crítica a la visión neochartalista de la manipulación monetaria para lograr la estabilización macroeconómica (esto es, del empleo, la inflación y los tipos de interés). De momento, nos centraremos a estudiar si la explicación alternativa que el neochartalismo proporciona sobre el origen del dinero como una criatura del crédito estatal es más consistente que la teoría de la liquidez mengeriana: recordemos sus críticas pasan por señalar, por un lado, sus presuntos fallos teóricos –el problema de la identificación y de la elección espontánea– y, por otro, su insuficiente soporte histórico y antropológico.
De entrada, convendría volver a apuntar que, según la interpretación que efectuamos más arriba, la teoría mengeriana es una explicación de la emergencia descentralizada del dinero y la teoría chartalista una teoría de su creación centralizada. Ambas doctrinas no tienen por qué ser completamente irreconciliables, pues cabe la posibilidad de que el dinero pueda surgir por ambas vías. No en vano, ya vimos que Menger admitía la posibilidad de que la liquidez del bien que terminara monetizándose procediera de la demanda cautiva del contribuyente y que Knapp veía posible que comunidades de pagos privadas (como una sociedad) crearan su propio dinero. La cuestión, pues, pasa por reflexionar si tiene sentido, y existe evidencia al respecto, que ambas formas monetarias convivan y se complementen.
Para contestar a esta pregunta clave conviene repetir que, para los neochartalistas, todo dinero, incluido el gubernamental, es una forma de crédito. Semejante afirmación es acertada por lo que se refiere al dinero de origen estatal (el papel moneda del gobierno es un crédito contra el Estado que libera a su tenedor del pago de impuestos) pero no por lo que se refiere a otros tipos de dinero como el oro. Los neochartalistas afirman que el oro es siempre una promesa de pago de bienes con un valor equivalente al oro (siguiendo la tradición iniciada por Macleod y seguida por Mitchell-Innes): como dice Graeber, el oro circula como dinero porque se espera que otros lo terminen aceptando. Pero aquí los neochartalistas confunden una obligación de aceptar el dinero con una expectativa de que sea aceptado: el oro no puede ser una promesa de pago porque nadie está forzado a pagar nada contra su entrega; como decía Henry Thornton, el oro no es el pasivo de nadie más. Lo que sucede es que, por los motivos que exponía Menger, existe una expectativa harto razonable entre todos los miembros de la comunidad de que el resto de personas vayan a aceptar al oro como medio de intercambio sin exigir sacrificios en su precio: unas expectativas convergentes en torno al oro que derivan de que el metal precioso sea ampliamente demandado para propósitos no monetarios y de que cumple de un modo cuasi óptimo las propiedades ideales del dinero (como supo apuntar Jevons).
En este sentido, el dinero por supuesto que puede emerger de manera descentralizada como resultado evolutivo de un proceso de prueba y error social. La crítica neochartalista contra la posibilidad de que el dinero emerja descentralizadamente tiene muy poco fundamento. El problema de la identificación –el dinero es universal porque todos lo utilizan y todos lo utilizan porque es universal– asume que la condición de dinero es binaria: o se es dinero o no se es dinero, cuando un bien puede ir siendo cada vez más aceptado como medio de intercambio conforme su demanda monetaria vaya aumentando. Justamente, este es el proceso descrito por Menger en su artículo El origen del dinero y el proceso que el “problema de la identificación” parece desconocer totalmente. Por otro lado, el problema de la elección espontánea –el dinero es depósito de valor porque es medio de cambio y es medio de cambio porque es depósito de valor– tampoco tiene base: un bien se va monetizando conforme más agentes lo incorporan a su activo como saldo de tesorería por cuanto su expectativa es que podrán desprenderse de él en cualquier momento minimizando los sacrificios de valor que deban asumir; de lo que se trata, por tanto, es de que los agentes puedan utilizarlo como medio de intercambio en distintos momentos del tiempo.
Así pues, en general podremos distinguir entre en medios de intercambio basados en bienes líquidos y en formas de intercambio basadas en el crédito (entre las que incluiremos los créditos contra el Estado). Semejante división no tiene nada de demasiado novedosa: anteriormente ya hemos expuesto que Menger se centra en describir el origen teórico del dinero pero que olvida profundizar en una teoría del crédito circulante y, todavía con mayor anterioridad, ya vimos en las lecciones tercera y cuarta que Richard Cantillon, Adam Smith, Jean Baptiste Say, los bullionistas moderados y la Escuela Bancaria tenían, grosso modo, muy clara esta distinción. De hecho, como base para nuestro análisis ulterior conviene traer a colación la excelente reflexión de Herber Spencer en State-tampering with money and Banks (1854) sobre las posibilidades y condiciones de convivencia entre el dinero y los medios de intercambio basados en el crédito:
Entre granujas sin escrúpulos, la confianza recíproca es imposible. Entre personas con una integridad absoluta, la confianza recíproca sería ilimitada. Esto es meras perogrulladas. En una nación repleta de mentirosos y ladrones, todo el comercio entre sus miembros debe desarrollarse mediante el trueque o mediante una divisa de valor intrínseco: nada que constituya una promesa de pago puede emplearse para pagar; y es que, por hipótesis, esas promesas nunca se cumplirán y por tanto no serán aceptadas. Por otro lado, en una nación de hombres perfectamente honestos –hombres tan preocupados por lo derecho de los demás que por los suyos propios–, todo el comercio se desarrollaría mediante el registro de deudas y de créditos, las cuales serían eventualmente canceladas entre sí dentro del sistema bancario; dado que, por hipótesis, ningún hombre emitirá más deuda que la que sus bienes y derechos de cobro le permiten liquidar, sus pasivos se intercambiarán por su valor nominal. En tal caso, las monedas no se necesitarán más que como medida de valor y para facilitar transacciones tan pequeñas en las que sí sean de utilidad. Todo esto son verdades autoevidentes.
De las anteriores proposiciones se colige que en una nación donde sus miembros ni son completamente honestos ni completamente deshonestos se establecerá un sistema monetario mixto: la moneda tendrá en parte valor intrínseco y, en parte, poseerá un valor dependiente del crédito. La relación entre esto dos tipos de divisas dependerá de multitud de circunstancias.
Lo que Spencer está manifestando con absoluta lucidez es que, según el grado de confianza de los miembros de una comunidad comercial, los intercambios se efectuarán o en bienes cuyo valor y aceptación no dependan de la solvencia de un tercero deudor o, por contrario, en medios de cambio que sí constituyan un crédito contra un deudor. El uso de dinero líquido (o con “valor intrínseco”, en la jerga de Spencer) tiene la ventaja de que minimiza el riesgo de los intercambios comerciales por cuanto su uso como medio de pago finiquita la transacción (el pago es al contado), si bien es un medio de pago especialmente costoso de utilizar; el uso de instrumentos de cambio basados en el crédito tienen la ventaja de que minimiza el coste de las transacciones pero conlleva el riesgo de que una de las partes mantenga su derecho de cobro abierto contra un tercero (el pago es diferido o a crédito). David Graeber admite este extremo: “un sistema de dinero crédito puro tendría serios inconvenientes. El dinero crédito se basa en la confianza y en mercados competitivos la confianza se convierte en un mercancía escasa”. Pero esto es algo sobre lo que el propio Adam Smith ya advirtió:
El oro y la plata que circulan por un país pueden compararse, en rigor, con una autopista que, si bien contribuye a transportar a la ciudad todos los cereales y el trigo del campo, no contribuye en sí misma a producirlos. El juicioso funcionamiento de la banca proporciona, si se me excusa el uso de esta metáfora tan forzada, una especie de puente a través del cielo que nos permite transformar gran parte de las autopistas en pastos y labranzas, incrementando con ello la producción anual de la tierra y el trabajo. Ahora bien, hay que reconocer que el comercio y la industria del país, aunque puedan de algún modo incrementarse, no pueden ser tan seguros cuando están suspendidos en el cielo con las alas de Dédalo del papel moneda que cuando viajan a través del firme terreno del oro y la plata; incluso más allá de los accidentes a los que se exponen por la impericia de los conductores del papel moneda, el comercio se expone a otros riesgos contra los que ni la prudencia ni la habilidad de esos conductores pueden protegernos.
En otras palabras, la teoría mengeriana puede entenderse como la descripción del proceso lógico por el que los agentes escogen de un modo descentralizado y no deliberado un dinero que no sea el pasivo de un tercero. Pero la descripción de ese proceso ni excluye que la creación de medios de intercambio basados en el crédito ni implica que históricamente los intercambios con dinero fueran anteriores a los intercambios a crédito.
De hecho, cabe pensar que en grupos humanos pequeños, donde todos se conocen y donde todos se vigilan entre sí, los intercambios, por razones de optimalidad, debían ser a crédito. Es decir, en los grupos humanos cerrados y diminutos (como podría ser una familia o una tribu), lo lógico es que el dinero como medio de intercambio no llegue a aparecer. Sí lo hará, en cambio, el dinero como unidad de cuenta, esto es, como referencia para compensar y liquidar las distintas posiciones acreedoras y deudoras. Pero esa unidad de cuenta sí puede ser un bien arbitrariamente seleccionado por la autoridad del grupo humano (grupos religiosos o políticos), aun cuando lo normal es que se trate de bienes que tengan una significación especial dentro del grupo; por ejemeplo, bienes que puedan utilizarse como medio de intercambio entre grupos humanos (cambios internacionales) donde no imperan relaciones de confianza mutua. No hay ninguna necesidad de que sea la administración la que cree e introduzca el dinero en sociedad mediante el gasto (como en el modelo de la “gobernadora hipotética), pues el Estado bien podría designar como dinero un bien que ya existe y que ya se encuentra en propiedad del resto de agentes económicos, como Knapp y los neochartalistas saben perfectamente. Po ejemplo, Tcherneva recalca que “la emisión de divisa no es un poder esencial del Estado; tiene un carácter contingente. El Estado puede perfectamente declarar que aceptará como pago de los impuestos la sal, las conchas o los palos de madera”. Y el propio Graeber ha de admitir que históricamente “dentro de una comunidad –un pueblo, una ciudad, un gremio o una sociedad religiosa–casi cualquier cosa podía funcionar como dinero, siempre que todos supieran que alguien estaría dispuesto a aceptarlo para cancelar una deuda (…)  Para las grandes transacciones, por supuesto, la moneda que se aceptara fuera de la comunidad (generalmente oro o plata) era la empleada de ordinario”.
En tal caso, podemos aplicar el análisis mengeriano sobre el origen del dinero a la interacción no entre individuos sino entre grupos humanos: el medio de intercambio líquido generalmente empleado entre grupos humanos sin relaciones de confianza vendría a ser el dinero y ese dinero bien podría haber emergido como una forma de superar los inconvenientes planteados por el trueque. Por ejemplo, David Graeber reconoce que el trueque sí desempeñaba este papel en las sociedades primitivas: “Nada de lo anterior significa que el trueque jamás ha existido (ni siquiera que nunca haya sido practicado por esa gente que Smith calificara de “salvajes”). Sólo significa que no sea empleado casi nunca entre paisanos. Generalmente, ha ocurrido entre extraños, incluso enemigos”.
Dicho de otra manera, como ya exponía Spencer, allí donde predomine la desconfianza  (entre grupos), el dinero tenderá a usarse como medio de intercambio; allí donde haya establecidas relaciones de confianza (dentro del grupo), los intercambios a crédito serán preferidos. De nuevo, Graeber se ve forzado a admitir este extremo: “Lo que todos los casos de comercio por trueque tienen en común es que son encuentros entre extraños que probablemente no se vuelvan a encontrar más y con quienes ciertamente no mantendrán relaciones duraderas. Ese es el motivo por el que el intercambio directo uno a uno es el adecuado: cada sujeto cumple con su parte y se marcha”. Por ejemplo, en períodos de guerras, extrema violencia, fraude generalizado o simplemente en el comercio internacional, la preferencia ha sido a utilizar el dinero. Nuevamente, Graeber reconoce que: “Si echamos una ojeada a la historia eurasiática de los últimos 5.000 años, presenciaremos amplia alternancia entre períodos dominados por el dinero crédito y periodos dominados por el oro y la plata (…) ¿Por qué? El factor más importante parece ser la guerra. Los metales predominan, sobre todo, en períodos de violencia generalizada”. Tan es así que, finalmente, el propio Graeber, después de descartar la explicación mengeriana sobre el origen del dinero, tiene que reconocer que en ciertos contextos como los que apuntamos podría ser válida: “El típico escenario de los economistas basado en el trueque podría ser absurdo cuando se trata de transacciones entre vecinos en la misma comunidad rural, pero cuando se trata de transacciones entre el residente de una comunidad y un mercenario que está de paso, comienza a tener mucho sentido. Durante la mayor parte de la historia, un lingote de oro o plata, acuñado o no, ha jugado el mismo papel que el maletín lleno de billetes sin marcar: un objeto sin historia, valiosa porque todos saben que se aceptará en cualquier lugar a cambio de otros bienes y sin preguntar”.
Y, obviamente, en caso de basar todo un sistema monetario en el crédito estatal, tal como proponen los neochartalistas, los incentivos del Estado a abusar de su crédito hasta defraudar sus obligaciones son enormes, en cuyo caso una economía sólo podrá salvaguardarse recurriendo a intercambios al contado (en dinero). Tampoco esto es algo que los neochartalistas desconozcan. Wray y Tymoigne explican que “cuanto mayor sea la probabilidad de impago por parte del soberano (incluyendo la deuda expresada en forma de monedas y tarjas), tanto más atractivos se volvían los metales preciosos como manera de registrar las deudas. En otras palabras, a los soberanos no confiables se les demandaban monedas con alto contenido metálico”; fenómeno que a su juicio sucedió en diversas ocasiones durante el largo periodo de transición del feudalismo al capitalismo, hasta el punto de que las monedas metal terminaron circulando por su valor intrínseco y no por el crédito del emisor:
[Durante la transición del feudalismo al capitalismo] se registraron diversos períodos de anarquía monetaria debido a la falta de control del sistema monetario por parte de los reyes y de su administración. Por razones complejas, el valor de las monedas se fue acercando más y más al delos metales preciosos que contenían. Lo que empezó siendo una moneda-signo, que indicaba una deuda del emisor, se transformó en una forma misteriosa con valor intrínseco. Parte del apego a la moneda de metal precioso se debía al hecho de que éstas poseerían valor fuera del dominio del soberano. Además, el emisor no sería capaz de envilecer el valor de la moneda por debajo del valor que contenían las monedas.
Por consiguiente, que sea posible establecer un sistema monetario basado en el crédito soberano no significa ni que convenga hacerlo ni que sea imposible que se desarrolle un sistema monetario que no esté basado en él. Como ya sabemos, el debate entre bullionistas y antibullionistas fue, en última instancia, un debate sobre si un sistema monetario adecuadamente regulado podía funcionar sin un mecanismo que permitiera forzar la liquidación de las malas deudas que fueran surgiendo y acumulándose dentro de la economía: y la sólida conclusión que se alcanzó fue que no, que ese liquidador último de deuda resultaba imprescindible y que, además, no se podía confiar ese rol a un pasivo creado discrecionalmente por el Estado (pues éste no sólo tendría los incentivos para refinanciar a malos deudores, sino que carecería de la información necesaria para distinguir entre buenos y malos deudores).
Y, además, que sea posible construir un sistema monetario basado en el crédito estatal tampoco significa que, en última instancia, la recepción y aceptación de ese sistema no dependa del propio mercado. En el párrafo anterior, Wray y Tymoigne exponían cómo el abuso de la moneda por parte de los soberanos terminaba por condenar a sus divisas al repudio por parte de la población. Asimismo, los numerosos episodios hiperinflacionistas a lo largo de la historia atestiguan que los agentes pueden terminar desmonetizando el crédito estatal.
En este sentido, la explicación neochartalista de por qué los agentes utilizan créditos estatales como medio de intercambio se antoja algo pueril: que el gobierno obligue a los agentes a utilizar un determinado bien como medio para pagar impuestos no implica que ese bien vaya a terminar empleándose como medio de intercambio general de una economía. Al cabo, los agentes económicos podrían limitarse a atesorar ese bien hasta que tuvieran que abonar los tributos sin utilizarlo para sus intercambios privados. Por ejemplo, las fichas de los casinos no son empleados como medio de intercambio o unidad de cuenta fuera de los casinos. Ciertamente, uno podría argumentar que el caso del dinero estatal es distinto, por cuanto casi todo el mundo ha de pagar impuestos, cuando sólo unos pocos son los demandantes últimos de las fichas de casino. Pero lo anterior implicaría que aquellos países con una menor presión fiscal o donde muy pocos individuos estuviesen obligados a pagar impuestos, serían incapaces de imponer su propio dinero estatal, algo que los neochartalistas se han negado a admitir hasta el punto de afirmar que un impuestos sobre un único individuo sería suficiente para hacer que el bien designado por el Estado deviniera dinero. En palabras de Wray en Understanding Modern Money (1998):
No es necesario que exista un impuesto de capitación sobre todos los individuos. Supongamos que sólo la mitad de la población estuviese obligada a pagar impuestos. Aun así, la mitad que no los paga estaría deseosa de hacer cosas para obtener dinero, pues ellos pueden inducir a la primera mitad a que haga cosas en su favor a cambio del dinero que necesitan para pagar impuestos. De hecho, la lógica nos llega inexorablemente a concluir que, en el extremo, un impuesto sobre un único individuo bastaría para crear una demanda por el dinero que le permitiera al gobierno adquirir bienes y servicios del mercado (¡supongamos que el gobierno establece un impuesto de 1,2 billones de dólares sobre Bill Gates!).
Es evidente que algo falla en la explicación neochartalista: y lo que falla es que, si bien una amplia demanda cautiva de los contribuyentes facilita enormemente que un bien se convierta en medio de cambio general y en unidad de cuenta (como admitía Menger), sólo con ello no basta. Al final, es necesario que el mercado acepte utilizar como medio de cambio y unidad de cuenta el dinero estatal, y para ello el Estado deberá preocuparse, por ejemplo, por estabilizar y cuidar el valor de ese bien. A la postre, los agentes económicos anhelan emplear como sustituto del dinero algún tipo de deuda, y las deudas del Estado se hallan en una posición idónea para que devengan medio de intercambio: en circunstancias normales, el Estado, gracias a su poder tributario, es el agente más solvente de una economía, de manera que sus deudas no deberían estar sometidas a grandes fluctuaciones de valor. Pero, lógicamente, para que sean aceptadas y utilizadas como medio de intercambio y unidad de cuenta por el conjunto de los agentes económicos será necesario algo más que su uso como mecanismo para saldar deudas; por ejemplo, que el Estado cuide su crédito y no intente abusar de él en contra de los usos que pretende darle la población (algo que choca de lleno con las políticas de estabilización macroeconómica del neochartalismo, basadas en la manipulación de la oferta de dinero).
Los neochartalistas, sin embargo, obsesionados como están por reducir toda la lógica monetaria al cobro de impuestos llegan al extremo de afirmar que las hiperinflaciones (los repudios de la moneda) se deben al colapso del sistema tributario. Por ejemplo, Wray sostiene que “la idea de que las hiperinflaciones son causadas por un gobierno que imprime demasiado dinero, por colocar las imprentas a pleno rendimiento, sólo captura el efecto, pero no la causa, del problema. Es normalmente la quiebra del sistema fiscal, en lugar de la velocidad de impresión, lo que genera la hiperinflación”. En puridad, y siguiendo los razonamientos de los propios neochartalistas, el hecho de que la recaudación fiscal se hunda debería ser irrelevante, por cuanto solo con que algunas personas (o incluso una sola) siguieran abonando impuestos, ya debería ser suficiente para que esa moneda gubernamental siguiera empleándose como medio de intercambio y unidad de cuenta.
En suma, la teoría neochartalista efectúa diversas consideraciones de validez que deben complementar la teoría mengeriana sobre el origen del dinero. En particular, que el Estado, debido a su posición de predominancia sobre el conjunto del mercado, puede influir de manera decisiva sobre el surgimiento de un medio de intercambio. Ahora bien, ese medio de intercambio será una deuda del gobierno que, como en parte ya hemos visto y como seguiremos viendo, tendrá un potencial muy grande para desestabilizar la economía, por cuanto no constituye un instrumento que le permita a cualquier agente económico liquidar todas sus posicione dentro del sistema y guarecerse en activos que no sean el pasivo de ninguna otra persona. En el fondo, pues, el neochartalismo es sólo una reelaboración de muchas de las viejas doctrinas del mercantilismo y del antibullionismo radical que, pese a su refinamiento, siguen siendo en su base tan inválidas como aquélla.
Conclusión
En esta lección hemos delineado los fundamentos de una teoría sobre la naturaleza y las funciones del dinero, combinando algunos elementos valiosos de la teoría neochartalita con la mucho más sólida teoría de la liquidez desarrollada por Carl Menger en combinación con la teoría del crédito circulante procedente de la Doctrina de las Letras Reales de Adam Smith. Llegados a este punto, es harto conveniente terminar de clarificar las distintas categorías económicas ofreciendo una taxonomía sobre las distintas formas de los medios de pago
La mejor de estas taxonomías nos la ofrece el economista argentino Carlos Bondone en su libro Teoría de la moneda (2012). Bondone agrupa a todos los medios de intercambio bajo la categoría de “moneda”: “definimos como moneda al bien económico que satisface la liquidez”, siendo la liquidez “la necesidad de disponer de un bien económico de rápida vendibilidad para hacer eficiente los intercambios interpersonales”. Así pues, para Bondone todos los medios de intercambio son moneda y toda moneda es un bien económico. Los bienes económicos, a su vez, pueden ser bienes económicos presentes y bienes económicos futuros; a los primeros Bondone los denominará moneda-dinero y a los segundos moneda-crédito: “[La moneda-dinero es todo] bien económico presente que cumple la función de moneda, es decir, satisface la necesidad de liquidez desde su condición de ser bien económico presente (oro, plata, cereal, etc.). [La moneda-crédito es todo] crédito que cumple la función de moneda, es decir, satisface la necesidad de  liquidez desde su condición de ser crédito”.
A su vez, Bondone subdivide la moneda crédito en otras dos categorías: la moneda-crédito regular y la moneda-crédito irregular. La moneda-crédito regular toma base en aquel crédito que “en el acto de su nacimiento precisa la calidad y cantidad del bien económico futuro con que se cancelará la obligación surgida”, mientras que la moneda-crédito irregular toma base en aquel crédito que “en el acto de nacimiento no define con claridad la calidad y/o cantidad del bien económico futuro con que se cancelará la obligación surgida”. La moneda-crédito regular sería aquella promesa de pago que se endosa entre los agentes económicos y que especifica cómo será saldada: por ejemplo, una letra de cambio, un cheque o un billete de banco pagadero en oro. En cambio, la moneda-crédito irregular sería un pasivo indeterminado de un agente económico: por ejemplo, deudas basadas en favores (A le debe “un favor” a B) o deudas cuyo emisor se compromete a aceptar para saldar cualquier crédito todavía no determinado que en el futuro tenga contra otros agentes (el caso paradigmático sería el papel moneda estatal inconvertible que los gobiernos aceptan como forma para saldar la indeterminada obligación tributaria que ellos les imponen a los individuos).
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La taxonomía de Bondone, pese a algunos fallos menores que pueda contener, resulta extremadamente útil para comprender que la teoría mengeriana sobre el dinero era una teoría sobre la moneda-dinero, la teoría smithiana de la Doctrina de las Letras Reales era una teoría sobre la moneda-crédito regular y, por último, la teoría chartalista de Knapp era una teoría sobre la moneda-crédito irregular. Asimismo, esta clasificación también nos permite encuadrar a las tres tradiciones que hemos estudiado dentro de sus coordenadas: la tradición de David Hume, bullionismo radical y Escuela Monetaria asume que todas moneda (incluyendo las promesas de pago del banco central) son dinero; la tradición mercantilista y antibullionista piensa que todas las monedas (incluyendo el oro) son crédito; y, por último, la tradición de Cantillon, Adam Smith, bullionismo moderado y Escuela Bancaria comprende que dinero y crédito son realidades distintas, que es imprescindible estudiar ambas categorías y sus interrelaciones, y que la idea clave que permite analizarlas con propiedad es el concepto de “liquidez” acuñado por Carl Menger.
Sentado lo anterior, en las próximas lecciones procederemos a estudiar cómo se determina el valor del dinero al complementarlo con las monedas-crédito, qué papel desempeña el dinero a la hora de lograr una eficaz coordinación macroeconómica y qué problemas acarrea su abuso y manipulación.

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