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sábado, 16 de agosto de 2014

Lección 10 – El debate sobre los tipos de cambio

Publicado el 06 enero 2013 por Juan Ramón Rallo
El presente texto es un resumen de la lección décima de la asignatura Historia de las doctrinas monetarias que imparto dentro del máster en Value Investing y Teoría del Ciclo del centro de estudios OMMA.
Antecedentes: los tipos de cambio con el patrón oro
En el patrón oro, los tipos de cambio son necesariamente fijos. Cada divisa nacional no es más que una obligación de pago de una determinada cantidad de oro, de modo que basta comparar cuánto oro da derecho a cobrar cada moneda para averiguar el tipo de cambio entre ellas. Por ejemplo, 4,25 libras esterlinas daban derecho a cobrar, en el año 1900, una onza de oro; mientras que hacían falta 20,67 dólares para acceder a la misma onza. Obviamente, en estas condiciones, una libra sólo podía intercambiarse por 4,86 dólares.
Sin embargo, estos tipos de cambio fijos no eran absolutamente fijos, sino que experimentaban ciertas fluctuaciones menores (una libra podía intercambiarse por 4,83 dólares o por 4,89 dólares), que precisamente constituían el objeto de estudio de los economistas volcados a analizar los tipos de cambio. En este sentido, el manual decimonónico de referencia para estudiar este fenómeno fue La teoría de los tipos de cambio, del vizconde George Joachim Goschen.
En este libro, Goschen explica que las oscilaciones del tipo de cambio alrededor del punto fijo que supone la paridad con el oro de las distintas divisas se debe a la diferencia de pagos internacionales que en cada momento deban realizarse entre países; conclusión a la que, como vimos en la lección 3, ya había llegado Cantillon.
Recordemos: si los ganaderos estadounidenses tienen que efectuar pagos de 10.000 onzas a los industriales ingleses y los consumidores ingleses tiene que efectuar pagos de 10.000 onzas a los agricultores estadounidenses, lo lógico no será que los ganaderos estadounidenses transporten 10.000 onzas de oro hasta Reino Unido y que los consumidores ingleses hagan lo propio hacia EEUU, sino que, por ejemplo, los ganaderos estadounidenses les compren a los agricultores estadounidenses su derecho de cobro contra los consumidores ingleses y que utilicen ese derecho de cobro para saldar sus deudas con los industriales ingleses. De este modo, minimizaremos la longitud del desplazamiento del oro: las posiciones deudoras entre países se saldarán sólo con movimientos internos de oro.
Sucede, con todo, que si un país debe efectuar más pagos a su nación vecina de los que tiene derecho a recibir, habrá un exceso neto de pagos desde un país a otro. En tal caso, los nacionales de aquel país con pagos netos hacia el extranjero tenderán a sobrepujar por los derechos de cobro contra el extranjero para evitarse las molestias (y los gastos) de transportar allí el oro a objeto de saldar sus deudas; y esa sobrepuja hará que esos derechos de cobro en el extranjero coticen con una prima sobre los derechos de cobro contra el propio país. Regresemos al caso anterior pero modificando uno de los supuestos: los ganadores estadounidenses tienen que efectuar pagos de 12.000 onzas de oro a los industriales ingleses. En tal situación, estos ganaderos estadounidenses se pelearán por comprar las 10.000 onzas de derechos de cobro de sus conciudadanos agricultores, pagando una prima sobre los mismos: por ejemplo, pagarán 10.300 onzas de oro para comprar los derechos de cobro de 10.000. En ese caso, diremos que el tipo de cambio de Reino Unido con EEUU está un 3% por encima de la par (se ha depreciado un 3%), mientras que, en contrapartida, el tipo de EEUU con Inglaterra estará un 3% por debajo de la par (se habrá apreciado un 3%): si una persona tiene oro en EEUU (dólares) deberá pagar una prima del 3% para disponer de oro en Reino Unido (libras) mientras que, por el contrario, si una persona tiene oro en Reino Unido y quiere disponer de oro en EEUU, podrá conseguirlo con un descuento del 3%. En concreto, el tipo de cambio entre el dólar y la libra, en lugar de estar fijado a 4,86 dólares por libra, cotizará a 5 dólares la libra (o, al revés, un dólar, en lugar de comprar 0,205 libras sólo podrá adquirir 0,199).
Además, como ya vimos, la apreciación o depreciación del tipo de cambio no será ilimitada: cuando resulte más barato (en términos de coste de transporte y aseguramiento) trasladar físicamente el oro desde un país a otro, los deudores dejarán de pujar a precios crecientes por los derechos de cobro contra el extranjero: por ejemplo, si el coste de trasladar oro de EEUU a Reino Unido es del 3,5% por onza de oro, el dólar no podrá depreciarse más de un 3,5%; en tal caso, los estadounidenses convertirían sus dólares en oro, enviarían ese oro a Reino Unido, comprarían libras y saldarían sus deudas en libras. Nótese que estas consideraciones no se modifican si quienes tienen que costearse el traslado del oro son los exportadores de mercancías: en el caso anterior, si los industriales ingleses tienen que repatriar 12.000 onzas de oro desde EEUU, optarán en primer lugar por pujar por las 10.000 onzas en derechos de cobro de los agricultores estadounidenses contra los consumidores ingleses, y cuando el precio de esos derechos de cobro supere las 10.350 (es decir, cuando los derechos de cobro en Reino Unido se hayan apreciado un 3,5% con respecto a los de EEUU), comenzarían a importar el oro desde EEUU.
Por consiguiente, el tipo de cambio de toda divisa bajo el patrón oro se moverá entre dos franjas: una depreciación máxima y una apreciación máxima; a la primera se la denominará “punto de exportación del oro” (los deudores nacionales encuentran más barato exportar el oro que seguir sobrepujando por las letras) y a la segunda “punto de importación de oro” (los acreedores extranjeros encuentran más barato importar el oro que seguir sobrepujando por las letras).
En el patrón oro, pues, los tipos de cambio fluctuaban en función de cual fuera el precio del oro en los distintos territorios del planeta. No estábamos ante precios cambiantes de distintas divisas pues, en el fondo, la divisa era la misma en todos los lugares: el oro. Como dice Goschen: “Aun cuando todos los países del mundo adoptaran una misma divisa, los derechos de cobro de un país sobre el extranjero variarían de precio, cotizando con prima o con descuento según existiera en cada momento mayor o menor demanda para transferir fondos al extranjero en comparación con la oferta de quienes tengan derechos de cobro en el extranjero. Ésta es la principal causa de lo que habitualmente suele denominarse un aumento o una caída de los tipos de cambio”.
Pero, como ya vimos, todo lo anterior ya puede encontrarse en autores estudiados en la lección 3 como Cantillon y Condillac. Si el libro de Goschen resulta innovador frente a sus predecesores intelectuales es por ofrecer una exposición más sistemática y completa del fenómeno de los tipos de cambio. Por un lado, el listado de los posibles pagos exteriores que debe efectuar un país y que afectan al valor de su divisa no lo limita a la compraventa internacional de mercancías, sino que incluye todas las otras transacciones que a día de hoy ya se entiende que componen la balanza de pagos: pagos y cobros de mercancías, pagos y cobros de servicios, pagos y cobros de rentas (dividendos o intereses), pagos y cobros de transferencias unilaterales y, también, concesión y amortización de préstamos, emisión y recompra de acciones, etc.  Lo relevante, pues, no son tanto aquellas transacciones que generen posiciones deudoras o acreedoras a largo plazo, sino aquellas que den lugar a movimientos internacionales de efectivo en el presente: por ejemplo, si una empresa estadounidense emite bonos que son adquiridos por inversores ingleses, es obviamente EEUU quien queda endeudado con Reino Unido, pero el resultado de esa compra de bonos será que, a corto plazo, Reino Unido tendrá que trasladar oro a EEUU, ejerciendo una presión alcista sobre el tipo de cambio del dólar.
Por otro, Goschen también constata que los tipos de cambio dependerán de otros factores además del interendeudamiento regional y del coste de transportar y asegurar el metal al extranjero: del tipo de interés, del riesgo de contraparte, de la iliquidez de los agentes o de la inconvertibilidad de la moneda.
Primero, los tipos de interés ejercen su influencia sobre el precio de los derechos de cobro endosables y, por tanto, sobre los tipos de cambio por dos vías. Una, los tipos de interés determinarán el descuento que exigirá el acreedor sobre los derechos de cobro a plazo que se le vayan a endosar para saldar sus créditos; dos, los tipos de interés, cuando sean lo suficientemente elevados, desatarán las compras de activos nacionales, proporcionando una contraparte temporal para quienes necesiten remitir sus fondos al extranjero. Por ejemplo, si los tipos de interés en Inglaterra son del 12% anual y ganaderos estadounidenses desean saldar sus deudas ya vencidas de 10.000 onzas de oro con los industriales ingleses mediante letras pagaderas en Reino Unido a tres meses, deberán entregarles letras por valor de 10.400 onzas de oro, pues éstas se descontarán hoy por un valor de mercado de 10.000 onzas. Asimismo, si los ganaderos estadounidenses sólo disponen de 2.000 onzas de oro en derechos de cobro contra Inglaterra y no cuentan con reservas de tesorería que, enviándolas al otro lado del Atlántico, les permitan saldan su posición deudora con los industriales ingleses, tendrán que sacar al mercado activos (ya sea liquidar sus propios bienes de capital o realizar una emisión de deuda) que ofrezcan una rentabilidad superior al 12% obtenible en Inglaterra, de modo que suficientes inversores internacionales se muestren dispuestos a proporcionarles los medios de pago (oro o letras contra el extranjero) que necesitan para cancelar su posición deudora con los industriales ingleses. Precisamente, el efecto de ofertar estos altos tipos de interés al capital extranjero provocará una entrada transitoria de capital foráneo que promoverá una apreciación del tipo de cambio. Por eso, de hecho, históricamente la política del Banco de Inglaterra ante una depreciación del tipo de cambio había sido la de elevar los tipos de interés (tal como ya analizamos en la lección tercera):
Es un hecho establecido que casi todo incremento del tipo de descuento del Banco de Inglaterra se ha traducido en una mejora del tipo de cambio para Inglaterra; y viceversa, siempre que el tipo de descuento se ha rebajado, el tipo de cambio se ha vuelto menos favorable (y es que, en el primer caso, hay un indicio de una fuerte demanda de letras contra Inglaterra, como una forma de invertir aquí el capital para aprovecharse del tipo de interés corriente; en el segundo, llega la reacción, esto es, comienza a aumentar la demanda interna de letras contra centros extranjeros, como una manera de enviar de vuelta el dinero; o, lo que viene a ser lo mismo, en el primer caso hay en Inglaterra pocos compradores de letras extranjeras, porque los acreedores foráneos dan a Inglaterra un respiro y prefieren esperar a transferir su dinero aprovechándose mientras tanto del tipo de interés vigente; en el segundo, cuando este tipo se rebaja, los acreedores externos pierden toda ventaja de mantener vivos sus créditos y comienzan a exigir su repago.
Segundo, la solvencia de los derechos de cobro será otro de los elementos que condicione su valor y, por tanto, la cantidad de deudas extranjeras que podrán saldar: “El precio que se paga a un comerciante solvente por sus letras a 60 días contra un país extranjero será mayor que el que se abona por una letra de segunda categoría contra el mismo lugar. Quienes se quedan con las letras deben ser compensados, con concesiones en el precio, a quedarse con artículos menos seguros”. A mayor insolvencia percibida, menor valor de mercado y, por tanto, mayor sacrificio implica utilizar tales derechos de cobro como medio internacional de pago. Por ejemplo, si los ganaderos estadounidenses son vistos como altamente insolventes, sólo podrán colocar sus derechos de cobro en el extranjero a importantes descuentos, lo que en muchos casos significará que saldar sus deudas exteriores con derechos de cobro será más caro que hacerlo en efectivo. Verbigracia, si debido al riesgo de insolvencia los ganaderos tienen que entregar a los industriales ingleses derechos de 10.000 onzas para saldar deudas de 9.000, el coste de la transferencia sería del 11%, superior al punto de exportación del oro, lo que llevaría a que las deudas extranjeras se saldaran remitiendo oro en especie o, si no se contara ni se fuera a contar con ese oro, a que los intercambios se contrajeran hasta que las exportaciones ajustadas por su riesgo bastaran para pagar las importaciones.
Tercero, la iliquidez de los agentes económicos puede provocar que, transitoriamente, los tipos de cambio se muevan más allá de los puntos de exportación e importación de oro. Un acreedor puede optar por liquidar sus derechos de cobro contra el extranjero con unas pérdidas mayores que lo que le costaría importar el oro si es que necesita tesorería urgentemente y si el resto de ahorradores internacionales no se la quiere proporcionar salvo a descuentos importantes (debido, también, al valor que le confieren a la liquidez): “La razón [por la que el tipo de cambio del dólar se depreció en los primeros meses de 1861 por debajo del punto de exportación de oro] cabe buscarla en la urgente necesidad que sentía los exportaciones para vender sus letras inmediatamente y asumiendo cualquier sacrificio. Se sacrificó un 3% o 4% del valor nominal para asegurarse los fondos que tenían que llegar de Inglaterra. Los exportadores tenían dos opciones: o vender las letras a cualquier precio o enviarlas a Europa para que sus corresponsales las cobraran y remitieran de vuelta el oro. Esta última opción era más barata, pero como ellos necesitaban los fondos de inmediato (o, por la influencia del pánico, así lo creían), adoptaron el primero curso”.
Y cuarto, desvincular una divisa del oro y, por tanto, hacer pagaderos los derechos de cobro contra esa nación en una moneda inconvertible, también acentúa los movimientos del tipo de cambio. En este caso, Goschen distingue dos supuestos. Por un lado, aquel país que suspenda la convertibilidad con el oro, pero no prohíba la exportación de este metal, sufrirá una depreciación de su tipo de cambio igual al sobreprecio del oro en el mercado: por ejemplo, si 20,67 dólares daban derecho a una onza de oro y se suspende la convertibilidad de modo que pasan a necesitarse 25 dólares para comprar una onza en el mercado (no en el banco central), el tipo de cambio con la libra pasará de 4,86 dólares por libra a 5,88 dólares por libra. Por otro, aquel país que suspenda la convertibilidad y prohíba la exportación de oro, sólo podrá pagar sus deudas con el extranjero si cuenta con derechos a cobrar oro en el extranjero (por ejemplo, porque ese país haya exportado y tenga derechos de cobro en oro pendientes de pago). Ahora bien, cuando esos derechos de cobro sean insuficientes para atender todos sus pagos exteriores, tendrá que acudir a los banqueros internacionales que estén dispuestos a descontarle derechos de cobro futuros (por ejemplo, contra sus exportaciones futuras), dejando al abur de esos banqueros el descuento que le apliquen por esa operación y, por tanto, cuánto se deprecie el tipo de cambio del país: “En cuanto al precio, [el importador] se encuentra enteramente en sus manos [las de los banqueros]. Si los rusos están endeudados con los extranjeros y tienen que pagarles en libras a cualquier coste, no habrá límite alguno al precio que se les pueda extraer, esto es, no habrá límite alguno en las fluctuaciones de los tipos de cambio. El valor relativo de sus rublos de papel con respecto aloro no entra en absoluto en la ecuación. La oferta y la demanda determinan completamente el precio. Y  si las exportaciones de ese país no son iguales a las importaciones (como suele suceder), la demanda de letras para pagar las importaciones superará la de letras provistas para cobrar las exportaciones, de modo que la diferencia sólo podrá ser pagada con un enorme sacrificio en el precio (de hecho, sólo podrá ser pagada o con una reducción de las importaciones o con un crédito exterior)”. Por consiguiente, los tipos de cambio del papel moneda inconvertible pueden fluctuar dentro de cualquier banda: lejos de estar limitado por los puntos oro, la no convertibilidad los hace depender solamente de la oferta y demanda internacional de los distintos tipos de divisa inconvertible, pudiendo por tanto tomar cualquier valor.
En suma, Goschen explica cómo los tipos de cambio en el patrón oro son un fenómeno que depende de las obligaciones de pagos relativas entre distintos centros comerciales. Aquellos centros comerciales que deban efectuar más pagos al extranjero de los que van a recibir verán depreciarse su divisa y viceversa, si bien los tipos de interés, el riesgo percibido y la liquidez influirán sobre el valor de esas obligaciones de pago y, por tanto, sobre los tipos de cambio. Las fluctuaciones del valor de la divisa, sin embargo, estarán en general limitadas por los puntos de importación y de exportación de oro. Sólo cuando al menos una de las divisas suspende su convertibilidad con el oro, las fluctuaciones al alza y a la baja podrán tomar permanentemente cualquier valor, pues pasan a depender de una oferta y de una demanda potencialmente muy variables (al no estar ancladas a ningún valor como el oro, como ya tuvimos ocasión de comentar en la lección 6).
La cuestión que Goschen no desarrolla convenientemente en su libro es cómo se determina la oferta y la demanda internacional de la moneda fiduciaria, y cuáles son las consecuencias de las fluctuaciones de su tipo de cambio sobre la economía real. Y precisamente éste es el debate teórico que se ha desarrollado en el s. XX –el siglo del papel moneda inconvertible– en relación con los tipos de cambio; el debate que vamos a estudiar a continuación.
Tipos de cambio fijos o flexibles: las dos cuestiones fundamentales
A la hora de determinar qué sistema cambiario es superior bajo un régimen de papel moneda inconvertible, si uno con tipos de cambio fijos u otro con tipos de cambio flexibles  es necesario resolver dos cuestiones: la primera, qué sistema resulta preferible en situaciones normales para corregir los desequilibrios que naturalmente van emergiendo dentro de todo sistema económico internacional; la segunda, qué sistema resulta preferible cuando la acumulación de desequilibrios reales y financieros es de tal magnitud que un país se encuentra abocado a una depresión deflacionaria (como la que estudiamos en la lección 8). Así, por ejemplo, Ragnar Nurske, autor del libro  International Currency Experience (1944), uno de los estudios más amplios y famosos sobre la historia y las consecuencias de los tipos de cambio durante los años 20 y 30, criticó los tipos de cambio flexibles por imponer costes adicionales al comercio internacional, por alterar arbitraria y frecuentemente el modo de empleo de los distintos factores productivos (según las continuas fluctuaciones de los tipos de cambio) y por las tendencias autoagravantes de esas fluctuaciones, pero defendió que durante las depresiones se pudieran ajustar esos tipos de cambio para acelerar la recuperación: “Aunque las variaciones en los tipos de cambio no son, ciertamente, un mecanismo adecuado y deseable para atajar los desequilibrios a corto plazo en la balanza de pagos, mantener una rigidez absoluta en los tipos de cambio, tras experimentar drásticos cambios en factores internos o externos, puede ser igualmente dañina”. De hecho, el estudio de Nurkse proporcionó la base teórica justificativa del sistema de Bretton-Woods: todas las divisas guardaban una paridad fija con el dólar, pero ésta podía revisarse unilateralmente hasta en un 10% por el propio país y más allá con el visto bueno del FMI (era un sistema con tipos de cambio fijos pero ajustables, es decir, con depreciaciones y apreciaciones controladas por los políticos y no por los inversores).
Por tanto, será menester analizar estas dos cuestiones por separado. La primera, qué sistema cambiario es preferible como normal general; la segunda, cuál es la política cambiaria adecuada frente a una depresión. Aunque en el s. XX la segunda cuestión fue debatida antes que la primera (por motivos obvios: la segunda cuestión se planteó durante la Gran Depresión; la primera, tras su superación y la creación de un nuevo sistema monetario internacional), es más fácil comprender el desarrollo arguental si vamos de lo general a lo particular. Por ello, comenzaremos analizando cuál es el sistema ideal para los tiempos normales y luego procederemos a plantearnos cuál es la política cambiaria óptima ante una depresión deflacionaria.
Milton Friedman y Paul Einzig: el debate sobre la estabilidad equilibrante de los tipos de cambio
Los argumentos teóricos e históricos de Nurske dejaron una marcada impronta teórica (los tipos de cambio flexibles son inestables y distorsionadores) y práctica (Bretton Woods) en Occidente. El sistema, sin embargo, no gustaba nada a los economistas monetaristas, quienes reputaban los tipos de cambio fijos como una forma de control de precios. Y es que los monetaristas, al equiparar dinero y moneda-crédito, es decir, al confundir deudas con dinero, no veían las divisas convertibles en dólares como una deuda en dólares (por ejemplo, si el tipo de cambio de una libra eran 2,8 dólares, eso convertía a la libra en una deuda de 2,8 dólares), sino como una forma de fijar el precio entre las libras y los dólares, al mismo nivel que sería fijarlo entre el oro y la plata.
Esta oposición del monetarismo a los tipos de cambio fijos se materializó en el celebérrimo artículo de Milton Friedman The Case for Flexible Exchange Rates(1953), donde aparecen de manera sistemática todas las razones que justifican la implantación de tipos de cambio variables en tiempos normales, así como las réplicas a las críticas más habituales.
Friedman comienza planteando que todo aumento (reducción) en la demanda internacional de una divisa nacional deberá satisfacerse con alguno de estos cuatro mecanismos: a) apreciación (depreciación) de la divisa; b) aumento (reducción) de los precios internos de ese país para volver su divisa menos (más) atractiva; c) controles cambiarios para racionar las compras extranjeras (ventas nacionales) de divisa nacional; d) compra por parte del banco central de divisa extranjera emitiendo nueva divisa nacional (compra de divisa nacional empleando las reservas de divisa extranjera del banco central). Limitadas las repercusiones de un cambio de la demanda internacional de divisa a una de estas cuatro opciones, el estadounidense pasa a analizar las ventajas e inconvenientes de cada una de ellas.
Empezando por el final, Friedman considera que la gestión de las reservas del banco central sólo es un instrumento adecuado para corregir desequilibrios transitorios entre la oferta y la demanda de divisas. Si el banco central compra divisas extranjeras a cambio de crear nueva divisa nacional cuando existe un exceso de demanda de la divisa nacional será posible, en principio, ajustar ese desequilibrio sin modificar el tipo de cambio o los precios internos (lo mismo si, cuando hay un exceso vendedor de la divisa nacional, la recompra con sus reservas de divisa extranjera). Sucede, sin embargo, que para Friedman este mecanismo sólo tiene sentido para transacciones menores y a corto plazo, pero no para corregir desequilibrios de fondo, pues en ese caso el banco central o tenderá a generar inflación (si compra toda la divisa extranjera que se le ofrezca, aumentarán los pasivos del banco central) o deflación (si recompra su propia divisa a través de la venta sus reservas de divisa extranjera, los pasivos del banco central se reducirán). Por tanto, este mecanismo sólo resultaría aconsejable para Friedman como medida temporal; a la hora de la verdad, sin embargo, el estadounidense cree que no es realista pretender que el banco central se comporte de este modo idealizado: “Por desgracia, no es una política ni realista, ni factible, ni deseable. En muy pocas ocasiones será posible conocer por adelantado o poco después de que acontezca, si las presiones sobre la balanza de pagos van a revertirse rápidamente o no, es decir, si son el resultado de factores temporales o permanentes”.
En cuanto a los controles cambiarios, Friedman constata que equivalen a un control sobre las exportaciones, las importaciones y los movimientos de capital. Si el banco central no permite comprar o vender divisa nacional en las cantidades que los agentes desean y necesitan sino que se dedica a asignarla de manera discrecional entre las múltiples solicitudes que reciba, indirectamente está determinado qué agentes pueden exportar, importar o invertir, esto es, será menester que el banco central interfiera en decisiones de carácter puramente empresarial, con todos los problemas de incentivos e información que ello acarrea. Además, la existencia de controles cambiarios vuelve la divisa nacional menos deseable que cuando estos controles no existen, con lo que, si el país tiene un problema de exceso de ventas de su divisa nacional, este impulso vendedor sólo hará que acelerarse.
Dicho de otro modo, ni la gestión de las reservas ni los controles cambiarios son, en realidad, recetas para solventar los desequilibrios entre demanda y oferta de divisas, de modo que sólo quedan dos alternativas: el ajuste interno de precios y rentas (manteniendo los tipos de cambio fijos) o el ajuste de los tipos de cambio (manteniendo los precios internos fijos). Friedman sostiene que ambos mecanismos son en el fondo equivalentes: una depreciación del 10% de la divisa equivale a una reducción del 10% de todos los precios y rentas internos. Por consiguiente, en abstracto, ambos sistemas serían equivalentes, pero el estadounidense recuerda que los precios internos suelen ser mucho más inflexibles que los tipos de cambio, lo que ralentiza los ajustes necesarios: “La inflexibilidad de los precios, o las distintas flexibilidades de los mismos, implica una distorsión de loa ajustes ante cambios externos. Éste se traduce en cambios de precios en algunos sectores y en cambios de la producción en otros”. Friedman sólo considera adecuado este mecanismo de ajuste interno en los muy inusuales casos en los que las condiciones generales de la producción hayan cambiado: “El ajuste a través delos precios internos puede no ser indeseable si sólo se utilizaran en el raro caso de mutaciones en las condiciones subyacentes de producción. Tales mutaciones probablemente requieran cambios muy considerables en los precios relativos de ciertos bienes y servicios, y no tanto cambios en el nivel general de precios”.
El mecanismo que preferirá Friedman será el de la las apreciaciones y depreciaciones de la divisa dentro de un sistema de tipos de cambio flexibles. La razón es que el ajuste será mucho más veloz y, por tanto, mucho menos distorsionador: “el primer impacto de una tendencia a que aparezca un superávit o un déficit en la balanza de pagos se deja sentir en el tipo de cambio. Si un país tiene un superávit incipiente de sus cobros sobre sus pagos (un exceso de demanda de su divisa), el tipo de cambio se incrementará; si tiene un déficit incipiente, el tipo de cambio se depreciará”. Si el movimiento de los tipos de cambio se reputa como temporal, los tenedores de divisa nacional adoptarán movimientos estratégicos para minimizar las fluctuaciones: ante una apreciación temporal fruto de un incremento temporal de su demanda extranjera, los nacionales venderán sus reservas de divisa nacional para recomprarla más barata en el futuro (lo que evitará que se aprecie tanto como lo habría hecho); ante una depreciación temporal fruto de una caída temporal de su demanda extranjera, los nacionales aumentarán sus tenencias para revenderla más cara en el futuro (lo que evitará que se deprecie tanto como lo habría hecho). Si el movimiento de los tipos de cambio se reputa como permanente, las compras o las ventas por parte de los especuladores acelerarán la apreciación o la depreciación hasta alcanzar su posición final; una posición final que dependerá de cómo que se alcance un equilibrio entre la oferta de divisa nacional y su demanda final no como depósito de valor, sino como medio de cambio para adquirir unos bienes o activos nacionales: “La posición final depende de cómo estos movimientos de los tipos de cambio afecten a la demanda y oferta de la divisa de un país no con el propósito mantenerla entre los saldos de caja, sino para otros propósitos”.
Sin embargo, en el epígrafe anterior ya constatamos que Ragnar Nurkse había criticado con particular éxito el sistema de tipos de cambio flexibles por cuanto vuelven más gravoso el comercio internacional, introducen fricciones en la distribución de los recursos y, sobre todo, dan pie a una especulación de carácter desestabilizador. De ahí que Friedman también aproveche su artículo para responder a estas frecuentes críticas, a saber, ni los tipos de cambio flexibles son inherentemente inestables, ni se añaden costes sobre el comercio internacional.
Lo primero que matiza Friedman es que flexibilidad no equivale necesariamente a inestabilidad. Un sistema de tipos de cambio puede ser flexible y mantenerse estable durante mucho tiempo; asimismo, uno de tipos de cambio fijos puede ocultar el agravamiento de las inestabilidades de la economía interna. Ahora bien, sucede que tanto Nurkse como el resto de críticos de los tipos variables sostienen que la inestabilidad será la consecuencia natural de la especulación desestabilizadora sobre las divisas, y aquí Friedman no aporta evidencia ni argumentos de fondo para argumentar por qué la especulación en divisas no puede tener un carácter desestabilizador. El estadounidense se limita a sostener que no hay evidencia concluyente al respecto y a afirmar que la presunción debería ser justo la contraria; al cabo, sostener que los especuladores desestabilizan el valor de las divisas equivale a afirmar que, como media, pierden dinero en su labor especulativa (compran cuando su valor es demasiado elevado y venden cuando es demasiado bajo), cuando es de suponer que tratarán de esforzarse para ser lo suficientemente hábiles con su capital como para cosechar ganancias (y, por consiguiente, estabilizar el valor de la divisa). Como a continuación estudiaremos, ésta es una de las hipótesis fundamentales de la defensa de los tipos de cambio flexibles que Friedman ni mucho menos resuelve de manera conveniente. Primero porque el propio Friedman, al criticar la política de gestión de reservas por parte del banco central para estabilizar los cambios, ya vimos que reconocía que era prácticamente imposible conocer si los movimientos en los tipos de cambio son temporales o permanentes (y, por tanto, si la especulación debe tomar unas posiciones u otras); un problema de información que padecerán no sólo los reguladores sino también los especuladores. Y segundo y principal, Friedman define vagamente “estabilización” como aquel proceso por el que el valor de la divisa se acerca al equilibrio, siendo éste el tipo de cambio al que la oferta de la divisa se iguala con la demanda para propósitos distintos del atesoramiento. Gracias a ello, Friedman puede excluir la demanda especulativa de dinero (atesorar divisa para venderla más cara en el futuro) como determinante de su precio de equilibrio. Pero esta definición es tremendamente vaga, pues ya vimos en la lección 7 que toda moneda siempre se atesora durante un período de tiempo mayor o menor (si no lo hiciera, la velocidad de circulación sería infinita) y el estadounidense no proporciona ningún criterio para discriminar entre atesoramientos especulativos y no especulativos. Es más, toda transacción final con divisas tiene un componente especulativo según las expectativas de su valor futuro (las importaciones se adelantarán y las exportaciones se retrasarán si se espera una depreciación de la divisa, y las importaciones se atrasarán y las exportaciones se adelantarán si se espera una apreciación) que a su vez influye sobre el valor presente de la divisa. El problema de fondo, pues, es que no existen puntos fijos de referencia (“valores fundamentales”) en las divisas inconvertibles, y esto hace imposible concluir si los cambios se alejan o se acercan a un equilibrio que simplemente ni existe ni puede definirse con consistencia alguna. Como ya constató Goschen, el tipo de cambio con papel moneda inconvertible se determina en cada momento por la oferta y la demanda existentes, y dentro de la demanda no queda otro remedio que incluir la demanda especulativa, de modo que, tal como en breve insistiremos, el equilibrio cambiario estará en parte endógenamente determinado por la propia actividad especuladora que trata de determinarlo.
La segunda crítica de Nurkse a la que responde Friedman es que los tipos de cambio variables no añaden costes extraordinarios al comercio internacional. Los exportadores y los importadores “casi siempre puede protegerse a sí mismos contra las fluctuaciones de los tipos de cambio comprando protección en el mercado de futuros”; el único inconveniente, reconoce el estadounidense, es que deberán sufragar el coste de ese aseguramiento a los especuladores que se quedan con el riesgo. Ahora bien, Friedman se opone contra la asunción de que los tipos fijos no implican incertidumbre para el comercio exterior: si el ajuste se produce vía precios internos, la lentitud del proceso y la destrucción de riqueza también dificulta de previsión de los flujos comerciales; si el ajuste tiene lugar por racionamiento de divisas, la incertidumbre se trasladará a la concesión de licencias para la exportación o importación. En este punto, tampoco Friedman está acertado: es verdad que es posible cubrirse a corto o medio plazo frente a las fluctuaciones de los tipos de cambio recurriendo al mercado de futuros, pero ni es posible obtener cobertura ilimitada para el corto plazo ni cobertura moderada para el muy largo plazo, lo que necesariamente afecta a los flujos de capital entre países.
En suma, Friedman defiende los tipos de cambio flexibles bajo la hipótesis de que los mercados financieros son ultraeficientes a la hora de anticipar, y corregir, los desequilibrios en el mercado de divisas. Precisamente también por ello, desconfía de los tipos fijos pero ajustables: los políticos se enfrentan a todo tipo de problemas de información e incentivos a la hora de decidir cuándo apreciar o depreciar la divisa, lo que a su vez puede desatar olas especulativas de “ataques” contra la divisa que tratan de anticipar, o forzar, el momento en el que los políticos revisen los cambios. Por eso, según el estadounidense, los tipos de cambio fijos pero ajustables (el sistema de Bretton Woods que defendía Nurkse) recogen “lo peor de los dos mundos: ni proporciona la estabilidad de la expectativas que caracteriza a un sistema de tipos fijos en un mundo de comercio libre y con la voluntad de ajustar su estructura de precios interna a los cambios exteriores, ni tampoco la sensitividad continua de un sistema de tipos flexibles”.
Como vemos, la defensa de Friedman de los tipos de cambio flexibles tiene un problema fundamental, y es el de asumir que existe un tipo de cambio de equilibrio donde los desajustes exteriores (déficit o superávit exterior) desaparecen, y que es, además, el tipo que tenderá a ser descubierto y establecido por la actividad de los especuladores en el mercado de divisas que son quienes proporcionan contraparte a todos aquellos agentes que quieren comprar o vender su divisa nacional. Justamente, éste es el argumento que busca desmontar Paul Einzig en su libro The Case Against Floating Exchanges Rates (1970): “La defensa teórica a favor de los tipos de cambio flexibles (…) se basa sobre todo en la creencia, muy extendida entre casi todos los economistas académicos, de que existe un tipo ideal al que las exportaciones y las importaciones se equilibran. Según esta idea, sólo necesitamos permitir que los tipos de cambio fluctúen para que desaparezcan los problemáticos excesos de importaciones o de exportaciones. Un tipo de cambio variable tendería, pues, a oscilar alrededor de este tipo de cambio de equilibrio, manteniendo a su vez equilibradas las exportaciones y las importaciones”. O dicho de otra manera, “la única tendencia en el mercado de divisas es al equilibrio agregado de toda la oferta y la demanda, con independencia de si esa oferta o demanda se han originado por transacciones comerciales, de capital, especulativas o de arbitraje”.
Recordemos que Friedman definía el tipo de cambio de equilibrio como aquel que igualaba la oferta y de la demanda de divisa para propósitos distintos del atesoramiento, con lo que indirectamente excluía la demanda especulativa de divisa (el atesoramiento cuyo propósito no es ninguna transacción final, sino sólo revender más cara la divisa en el futuro), pudiendo así definir el tipo de cambio de equilibrio  como aquel que iguala la oferta y la demanda final de divisas. Esta exclusión tendría alguna lógica si los especuladores sólo se dedicaran a anticipar qué uso final van a hacer el resto de agentes (de modo que la especulación girara en torno al punto fijo que supone la igualación de la oferta y demanda no especulativas), pero sucede no sólo que todas las operaciones con divisas tienen algún componente especulativo (todos los agentes son especuladores), sino que los especuladores también se dedican a anticipar qué harán otros especuladores. La razón es muy sencilla; en palabras de Einzig: “Los especuladores que adopten alguna visión sobre la balanza de pagos y su evolución futura no tienen ninguna manera de saber si los distintos niveles de tipos de cambio son los que permiten un equilibrio entre importaciones y exportaciones”, de modo que se dedicarán a anticipar qué harán los cambios a partir de toda la demanda, especulativa o no, que recae sobre la divisa. De hecho, incluso aunque se alcanzara temporalmente un equilibrio fundamental (excluyendo la demanda especulativa) en la demanda y oferta de divisas, cualquier cambio o perspectiva de cambio en el entorno podrían alterarlo, desatando una nueva ola de especulaciones sobre el futuro del tipo de cambio que tratarían de ser anticipadas por otros especuladores: “Los operadores pueden anticipar problemas políticos, o medidas del gobierno que afecten a los tipos de cambio, o malas cosechas, o grandes huelgas, o alguno de los cientos de otros cambios dentro o fuera del país que pueden afectar a los cambios”
Lo que caracterizará la demanda especulativa de divisas, como sucede con la demanda de cualquier otro activo, será la potencial diversidad de opiniones sobre cuál será su evolución futura, y esa potencial diversidad favorecerá, a su vez, que se desarrolle una actividad especulativa dirigida a anticipar los movimientos de otros especuladores. Por ello, la especulación en el mercado de divisas tenderá a crear una demanda neta de las mismas, no dirigida a proveer moneda a otros agentes que la necesiten para transacciones finales, sino a revenderla a otros que simplemente esperen seguir especulando con la misma. En cierto modo, la especulación se comporta como el célebre concurso de belleza que Keynes describe en su libro de La Teoría General (1936): “La inversión por profesionales puede compararse a esos concursos de periódicos en los que los participantes tienen que seleccionar las seis caras más guapas entre un centenar de fotografías y el premio lo recibe aquel que más se aproxime a lo seleccionado por el promedio de participantes (…) No se trata de elegir  ala más guapa, según lo que cada uno considera, ni siquiera a quien el promedio considera la más bella. Hemos llegado a un punto en el que nuestra inteligencia se dedica a tratar de averiguar lo que la opinión media piensa que es esa opinión media”.
Ciertamente, esta descripción podría aplicarse a la actividad especulativa sobre el valor de cualquier otro activo, pero con una diferencia importante: en todos los demás activos, sí existe un valor fundamental en torno al cual, a largo plazo, tenderán a orbitar sus precios. En caso contrario, habría enormes oportunidades de ganancia que quedarían desaprovechadas: si un activo proporciona a lo largo de su vida flujos de caja mucho mayores al precio que se exige para adquirirlo, el no mantenerlo en el balance supone una pérdida importante para quienes deseen ahorrar a largo plazo; asimismo, si un activo proporciona flujos de caja muy inferiores a su precio actual, la burbuja terminará pinchando cuando sea incapaz de encontrar un inversor dispuesto a adquirirlo y mantenerlo como inversión en su cartera. La moneda fiduciaria, sin embargo, ya hemos explicado que carece de punto fijo al cual regresar, no ya porque la propia demanda especulativa sea demanda tan genuina y determinante de su precio como cualquier otra, sino porque, por un lado, nada garantiza que el resto de demandas más “fundamentales” o “finales” –transacciones comerciales y de capital– alcancen a la vez (ya sea individualmente o de manera agregada) el equilibrio merced al tipo de cambio determinado, en parte, por la demanda especulativa; y, por otro, porque los tipos de cambio, por muy arbitrariamente determinados que hayan sido, influyen sobre las variables fundamentales de la economía, consolidando tales niveles de tipos de cambio.
Por ejemplo, si una divisa se deprecia más allá de lo que justificaría su equilibrio exterior pero desata una inflación interna de precios, ese propio nivel sobredepreciado tenderá a consolidarse como más cercano al presunto “equilibrio”: “El nivel de equilibrio bajaría cada vez más y más con cada depreciación; sólo repuntaría temporal y parcialmente con las apreciaciones. Aquellas apreciaciones por encima del nivel de equilibrio serían temporales, mientras que las depreciaciones por debajo del nivel de equilibrio se autoperpetuarían. El efecto de esta asimetría inherente a los tipos flexibles está adecuadamente caracterizada por lo que Triffin llama ‘efecto trinquete’”. La clave, como decimos, es que, como nada asegura que los especuladores converjan en un tipo de cambio de equilibrio que equilibre la oferta y demanda de divisas con una finalidad más “fundamental” o “final” –transacciones comerciales y de capitales– esos tipos de cambio artificialmente determinados tenderán a convertirse en profecías autocumplidas. Sólo queda comprobar que, en efecto, resulta ingenuo esperar que algún tipo de cambio permite equilibrar a la vez (o en agregado) los flujos comerciales y de capitales.
En cuanto al equilibrio comercial, es cierto que en general una depreciación del tipo de cambio tenderá a promover un incremento de las exportaciones y una reducción de las importaciones (y viceversa con la apreciación), pudiendo con ello solventar un problema de déficit comercial (que se traduce, en materia de divisas, en una oferta de divisa nacional estructuralmente superior a su demanda extranjera). Sin embargo, no existe, ni mucho menos, una relación lineal entre ambos fenómenos: depreciaciones moderadas de la divisa pueden ser insuficientes para corregir el déficit y depreciaciones muy intensas pueden ser contraproducentes. Einzig cita cinco posibles derivaciones de una depreciación que podrían evitar que el equilibrio comercial fuera alcanzado: 1. Que el resto de países no intente protegerse de la depreciación mediante políticas proteccionistas. 2. Que el resto de países no intente protegerse de la depreciación con una depreciación adicional de su divisa. 3. Que la oferta de bienes exportables sea sensible a las variaciones del tipo de cambio (es decir, que exista capacidad ociosa que permita exportar sin importar más) y que la demanda de importaciones también lo sea (es decir, que los nacionales opten por demandar los bienes importados o pasen a sustituirlos por bienes nacionales ante depreciaciones bajas del tipo de cambio). 4. Que las expectativas de los exportadores y de los importadores sobre los tipos de cambio de equilibrio sean correctas, de modo que no adelanten pagos o retrasen cobros una vez alcanzado el tipo de cambio de “equilibrio” (lo que llevaría a una sobredepreciación) o no retrasen pagos o adelanten cobros antes de haberlo alcanzado (lo que consolidaría el tipo de cambio en niveles demasiado altos). 5. Que los movimientos de capitales y especulativos no cambien (a causa, o no, de la depreciación) o, si cambian, que no desvíen el tipo de cambio de aquel que garantiza el equilibrio comercial (o un equilibrio agregado de los movimientos comerciales y de capitales).
Ciertamente, que todas estas circunstancias concurran a la vez será muy complicado, en especial las dos últimas. Por un lado, dado que, como decíamos, es imposible conocer cuál es el tipo de cambio que garantiza el equilibrio, no sólo los especuladores profesionales, sino también los exportadores y los importadores, adoptarán comportamientos estratégicos que ejercerán una marcada influencia sobre el valor de la divisa no en función del tipo que, de manera más o menos arbitraria, crean que es el de equilibrio, sino del que piensen que el resto de agentes van a creer que otros opinan que es el de equilibrio.
Por otro, los movimientos de capitales (inversión directa e inversión en cartera) apenas guardan relación alguna con los tipos de cambio, especialmente en materia de inversiones a largo plazo. Las decisiones internacionales de inversión están mucho más vinculadas a los tipos de interés, la actitud de los gobiernos, las condiciones laborales, la fiscalidad, la regulación sobre las compañías, la estabilidad institucional, el capital humano, los clusters empresariales, etc. Es evidente que las perspectivas de depreciación desalientan la llegada de inversión extranjera o incluso alientan la desinversión, pero debería resultar todavía más evidente que decisiones estratégicas de ese calado son ponderadas con muchos otros factores tan o más importante que los tipos de cambios. Por ello, será harto complicado que los movimientos de capitales se alineen exactamente para coadyuvar la formación de un tipo de cambio de equilibrio que equilibre las transacciones comerciales. Es más, no será infrecuente que los movimientos de capitales contribuyan a mantener un tipo de cambio demasiado elevado o demasiado bajo para corregir el desequilibrio comercial: un país podrá mantener enormes déficits exteriores mientras el resto del mundo le siga proporcionando financiación (es decir, mientras el resto del mundo siga invirtiendo en ese país, demandando su moneda y, por tanto, manteniéndola demasiado elevada como para corregir el desequilibrio comercial) y un país con enormes superávits exteriores podrá mantenerlos mientras siga proporcionando financiación al resto del mundo (es decir, mientras siga invirtiendo en el resto del mundo, demandando divisa foránea y, por tanto, manteniendo el tipo de cambio de la nacional demasiado bajo para corregir el desequilibrio comercial). En este sentido, tengamos en cuenta, además, algo que Einzig no menciona: aquellos países con tipos de cambio flotantes y moneda fiduciaria tendrán unas enormes facilidades para expandir el crédito violando la regla de oro de la banca analiza en la lección 8, por lo que será consolidar los desequilibrios reales y financieros durante mucho más tiempo.
Estos divergentes determinantes e interrelaciones entre los movimientos comerciales, de capital y especulativos llevan a Einzig a concluir que los tipos de cambio variables, por mucho que durante prolongados períodos de tiempo puedan exhibir una cierta estabilidad (que no tiene que ser compatible con la corrección de los desequilibrios exteriores de un país) tenderán a exhibir movimientos autoagravantes que, además, ejercerán una influencia sobre la estructura económica de un país que modificará el tipo de cambio de equilibrio al que, en teoría, debían converger todas esas operaciones (profecías autocumplidas): “Lo que los defensores de los tipos de cambio flexibles se niegan a reconocer es que bajo su sistema el tipo de cambio que ellos consideran de equilibrio está condenado a cambiar como resultado directo de los propios movimientos violentos en los cambios que favorece la flotación”.
Precisamente, este último punto es el que nos permite conectar con el siguiente epígrafe. Nurkse y, sobre todo, Einzig exponen acertadamente las caóticas y erráticas fluctuaciones que tenderán a caracterizar los tipos de cambios flotantes en contraposición con la sana estabilidad que les pronostica Friedman. Sin embargo, tanto Nurkse como Einzig admitieron que, bajo condiciones extremas, resultaba preferible devaluar (o revaluar) la moneda dentro de un sistema de cambios fijos mientras que Friedman, como ya tuvimos ocasión de apuntar, consideraba preferible que, ante tales condiciones extremas que afectaran la estructura económica subyacente, se procediera a un ajuste de los precios relativos internos. El problema es que ni unos ni otros se pararon a estudiar en detalle cómo afectan las fluctuaciones de los tipos de cambio a la división internacional del trabajo y la especialización regional. Para ello, deberemos acudir a un debate que tuvo lugar una década antes de la creación de Bretton Woods y que justamente giraba en torno a cuál era el mecanismo adecuado de ajuste de las distintas economías en crisis: si una corrección coordinada de la estructura productiva internacional o una corrección autárquica de la estructura productiva de cada país.
John Maynard Keynes y Friedrich Hayek: Nacionalismo frente a internacionalismo monetario
En la lección 9 tuvimos ocasión de analizar las teorías de John Maynard Keynes. De acuerdo con este autor, el objetivo prioritario de un sistema económico es lograr el pleno empleo de sus recursos elevando tanto como fuera necesario el nivel de gasto agregado, con independencia de cuáles fueran los patrones productivos concretos a que diera lugar ese gasto. Como también vimos, uno de los principales obstáculos para alcanzar un nivel de gasto agregado que garantice el pleno empleo de los recursos son los tipos de interés del dinero, determinados a su vez por la oferta y la demanda de dinero. Así las cosas, el sistema monetario del patrón oro resultará altamente inconveniente para Keynes: la única forma con que un país en depresión podrá rebajar sus tipos de interés internos será fomentando superávits exteriores que se traduzcan en entradas de oro desde y a costa del extranjero. O dicho de otro modo, según Keynes, cuando dos países se encuentran simultáneamente en depresión, uno de ellos sólo podrá mejorar sumiendo al otro en una crisis mucho mayor (uno ganará oro a costa del otro, reduciendo sus tipos de interés internos a costa de que en el país vecino se incrementen). Tal como escribe en La Teoría General: “Jamás en la historia hubo un sistema mejor para que la ventaja de unos lo sea siempre a costa de sus vecinos que bajo el patrón oro internacional (antes la plata), porque este sistema hizo que la prosperidad económica dependiera directamente de nuestra capacidad para competir en los mercados y conseguir así los metales preciosos”. Probablemente sea innecesaria apuntar las enormes conexiones que existen entre esta teoría de las relaciones internacionales y la desarrollada siglos atrás por los autores mercantilistas estudiados en la lección 2 y de los cuales el propio Keynes se considera heredero intelectual.
El patrón oro, por tanto, será visto como un obstáculo para lograr el pleno empleo internacional en tanto en cuanto restringirá la capacidad de desplegar políticas domésticas que expandan el gasto: “Sólo una política autónoma del tipo de interés, sin obstáculos que deriven de preocupaciones internacionales y dirigida a conseguir un volumen de inversión nacional que nos asegure un nivel de empleo óptimo puede ayudar, al mismo tiempo, a nosotros y a nuestros vecinos (…) Sólo cuando todos los países a un tiempo traten de seguir esta clase de objetivos conseguiremos restablecer la salud y la fuerza a escala internacional, ya lo midamos por el volumen de empleo interno o del comercio internacional”. Y para lograr esa autonomía monetaria interna, será necesario abandonar el patrón oro internacional, tal como ya recetó Keynes en su libro Tratado sobre el dinero (1931):
Con un patrón nacional o local, el dilema al que, en ocasiones, se puede ver enfrentado un banco central, es decir, la imposibilidad de preservar el equilibrio interno y externo de la economía a un tiempo, es mucho menos agudo. Si el banco central es libre de variar el tipo de cambio y el tipo de interés del mercado aplicando dosis apropiadas de cada cosa en el momento oportuno, hay mucho menos riesgo de perder riqueza y producción, debido a la frecuencia de situaciones de paro generalizadas, puesto que se pueden introducir directamente cambios en los precios de los bienes de comercio exterior que sustituyan al paro como primer eslabón de la cadena causal mediante la que se preserva y restablece el equilibrio externo e la economía. Su principal desventaja es que esto disminuye la movilidad internacional del capital (si es que esto es una desventaja).
Sin duda alguna, la descripción del comercio exterior y de la división internacional del trabajo que efectúa Keynes encaja perfectamente con el resto de su teoría. Si la estructura productiva es irrelevante y sólo importa el monto agregado del gasto, resulta claro que carece de todo sentido mantener un sistema monetario que, como el patrón oro, limita las posibilidades de expandir el gasto interno en aras de mantener la coordinación productiva a escala internacional. Como el propio Keynes sostenía en este último libro: “La ventaja de los movimientos de oro bajo el antiguo patrón oro internacional, no simplemente como algo conveniente sino como algo que sirve de estímulo para restablecer el equilibrio internacional, ha sido con razón alabada debido al doble efecto que tiene tanto para el país que pierde el oro como para el que lo recibe, de manera que los dos compartan el peso del ajuste. La pérdida de oro estimula al país que la experimenta a elevar sus tipos de interés de inmediato y más adelante a reducir sus costes de productor, y en el país receptor sucede al revés”.  ¿Pero qué importancia puede tener mantener esa división coordinada del trabajo a escala internacional cuando se asume que el contenido concreto de lo producido es un asunto secundario en relación con la maximización del gasto que permita lograr el pleno empleo? Más vale, razonaba Keynes, abandonar esa coordinación internacional con tal de que cada país pueda maximizar su gasto interno.
Es precisamente esta actitud, manipular los mecanismos monetarios que garantizan la cooperación y coordinación económica entre países con tal de intentar minimizar los reajustes productivos internos, la que Friedrich Hayek denominó “nacionalismo monetario” en el libro titulado precisamente El nacionalismo monetario y la estabilidad internacional (1937), escrito como una respuesta a las doctrinas cambiarias propugnadas especialmente por Keynes. Según Hayek, el nacionalismo monetario “es la doctrina que afirma que la proporción de la oferta monetaria mundial que posee un país no debe ser determinada por los mismos principios y por los mismos mecanismos que aquellos que determinan las cantidades relativas de dinero en las distintas regiones y municipios. Un sistema monetario verdaderamente internacional sería uno donde todo el mundo poseyera una moneda homogénea como la que puede obtenerse dentro de cada país por separado y donde los flujos monetarios entre regiones se determinaran por los resultados de la acción de todos los individuos”.
A partir de esta definición, Hayek procede a analizar el funcionamiento y las repercusiones de tres tipos de sistemas monetarios: un sistema monetario internacionalista (lo que Hayek denomina “sistema de divisas puramente metálicas”), un sistema monetario nacionalista (llamado “sistema de divisas independientes”) y un sistema mixto donde la moneda-dinero es internacional y la moneda-crédito nacional (“sistema de divisas mixto”). El análisis de Hayek es bastante preciso en lo que se refiere a los dos sistemas extremos (el nacionalista y el internacionalista), pero resulta inadecuadamente simplificador y algo confuso al estudiar el mixto. Por eso, comenzaremos con los dos primeros y, posteriormente, efectuaremos el análisis crítico del tercero.
En un sistema monetario internacionalista, en el que por ejemplo todos los países sólo utilizan como medio de pago monedas de oro, el cambio en la demanda internacional de cualquier industria da lugar a una reajuste de precios y a una redistribución del oro entre los países implicados y, en última instancia, a una modificación de los patrones internacionales de producción. Por ejemplo, si algún ciudadano del país A reduce sus compras a otros empresarios de A para aumentar sus importaciones desde el país B (o si algún ciudadano de B cancela sus importaciones desde A para pasar a comprar a empresarios de B), aquel empresario radicado en A verá reducir sus ingresos y el empresario radicado en B los verá incrementar. A resultas de esta redistribución internacional de ingresos, el país A (ha perdido ingresos) tendrá o bien que reducir sus importaciones desde B o bien renunciar a parte de su consumo interno para, rebajando los precios, incrementar sus exportaciones hacia B; asimismo, y como contrapartida, el país B (ha ganado ingresos) terminará o bien incrementando su consumo interno a costa de subir sus precios internos y exportar menos a A o bien importará más mercancías desde A (gracias a la restricción del consumo interno de A para exportar a B). Obviamente, los cambios en los precios y en las rentas de A y B no se limitarán a los empresarios que han ganado o que han perdido demanda internacional: en principio, todos aquellos agentes económicos cuyas rentas dependieran de algún modo de estos empresarios (trabajadores, comerciantes que venden a los trabajadores, proveedores, proveedores de los proveedores, etc.) se verán afectados en diversos grados e intensidades. Lo único que podemos concluir es que, una vez se complete el reajuste de precios y rentas, el país A en su conjunto deberá reducir sus compras (o aumentar sus ventas) a B y el país B tendrá que reducir sus ventas (o incrementar sus compras) a A. Por lo demás, el circuito de precios y rentas que se modifican a raíz de este cambio en la demanda internacional de una industria puede ser muy variado: tan es así, que podría suceder que el mayor número de caídas de precios se produjeran en aquella economía que en su conjunto gana demanda internacional (si, por ejemplo, el empresario que pierde demanda en A adquiría todos sus factores productivos en B).
Lo importante del proceso de reajuste anterior es darse cuenta de que los cambios en la demanda internacional de un producto dan lugar a modificaciones de precios y rentas en ambas economías partiendo de las industrias que ganan o pierden demanda. No se produce un cambio generalizado o arbitrario de todos los precios y rentas, sino sólo de aquellos más o menos afectados por los cambios de la demanda. Y, a su vez, esos cambios localizados en rentas y precios relativos son los que determinan los cambios en los patrones globales de producción. Si cabe hablar en propiedad de una división internacional del trabajo es porque los precios relativos de las distintas líneas productivas –que son los que determinan sus rentabilidades relativas y, por tanto, los que condicionan los flujos de inversión– dependen exclusivamente de su demanda internacional. Y ello es así gracias a que, cuando tiene lugar un cambio en la demanda internacional de una industria, se produce a lo largo y ancho de toda la economía mundial una redistribución de saldos de caja entre los agentes económicos implicados con independencia de la localización de esos agentes económicos: “El punto relevante es que aquellas rentas y precios que deban modificarse como consecuencia del cambio inicial [en la demanda] dependerá de si, y en qué grado, el valor de un factor productivo o de un servicio deriva del cambio concreto de demanda que ha tenido lugar y no de si ese factor o servicio se halla dentro o fuera de una misma área monetaria”.
Contrastemos ahora este proceso con el que acaece cuando el cambio en la demanda internacional de un producto tiene lugar dentro de un sistema monetario nacionalista, por ejemplo, dentro de un sistema de monedas fiduciarias con tipos de cambio flexibles. En un sistema monetario internacionalista, el país que pierde demanda internacional debe sufrir una salida de oro que dé lugar a un reajuste interno de precios y rentas de las distintas industria afectadas; en uno de tipos flexibles, la consecuencia será una depreciación del tipo de cambio de su divisa (en lugar de ver reducida la cantidad de dinero que manejan sus agentes económicos, el valor internacional de esa cantidad dada de dinero se reducirá). El efecto de esta depreciación de la divisa será, como ya hemos comentado, una tendencia a que se reduzcan las importaciones para incrementar el consumo interno y a que aumenten las exportaciones. Durante un tiempo, pues, la depreciación generará un auge en la industria nacional –que venderá más o bien a los nacionales o bien a los extranjeros– que se traducirá en un aumento de casi todos los precios internos y que concluirá cuando, inevitablemente, los costes internos también repunten. Decimos que el aumento será en casi todos los precios internos porque aquellas industrias que hayan visto desaparecer su demanda internacional sufrirán una reducción neta de la demanda y, por tanto, una caída o estancamiento de precios (a efectos prácticos, también sirve que sus precios aumenten mucho menos que los del resto de la economía).Si nos fijamos, al abortar la salida de dinero del país, el tipo de ajustes que confronta esa economía se ve modificado. En lugar de reducirse los precios y rentas de aquellas industrias que han visto caer su demanda internacional, lo que sucede es que todos los restantes precios y rentas de la economía aumentan en relación con los de esas industrias: “El resultado último de una depreciación sólo puede ser que, en lugar de que caigan en toda su extensión los precios y las rentas de la industria originalmente afectada, muchos otros precios y rentas tendrán que aumentar para restablecer la proporción adecuada entre las condiciones de costes y el volumen relativo de producción que ahora se necesita”.
A su vez, el país que gana demanda internacional sufrirá un proceso inverso. En lugar de ver incrementadas sus tenencias de dinero, el tipo de cambio de su divisa se apreciará. Esto provocará, a su vez, una caída de sus exportaciones y un aumento de sus importaciones, lo que se traducirá en una disminución de ingresos, de precios y de rentas en toda su economía… salvo en aquellas industrias que hayan ganado demanda internacional. De nuevo, el mecanismo de ajuste se modifica con respecto al que tendría lugar bajo un patrón monetario internacionalista: en lugar de aumentar los precios y las rentas de la industria que gana demanda internacional, se reducen todos los demás precios y rentas internos en relación con los de esas industrias. En este caso, sin embargo, Hayek matiza que lo esperable será que el banco central del país que confronta una deflación interna se vea incentivado a evitar la caída de precios generando inflación, fomentando un círculo vicioso inflacionista de carácter internacional (pues en el país que había perdido demanda internacional y que ya confrontaba un incremento de precios, las exportaciones todavía aumentarán más y las importaciones todavía se reducirán más, toda vez que los productos de su país vecino se vuelven menos competitivos en precio).
En definitiva, los procesos de apreciación y depreciación de la divisa alumbran patrones de gasto muy distintos a los que se reproducen en un sistema monetario internacionalista, lo que implica que los ajustes en los precios relativos y en los patrones de producción también serán por necesidad muy distintos:
La fluctuación de los tipos de cambio generará una redistribución del poder adquisitivo en el país, pero una redistribución que no se basa en un cambio en su situación subyacente real. Habrá un estímulo temporal para que algunas industrias se expandan, aunque sin la base que vuelva sostenible ese aumento de la producción. Dicho de otro modo, no asistiremos ante cambios en las decisiones individuales de gasto y en los precios particulares que nos trasladen desde el antiguo equilibrio hasta el nuevo equilibrio. Al contrario, el mantener constante la cantidad de dinero dentro de una región o de un país, cuando de haber estado en un sistema monetario internacionalista la habrían visto minorar, acarrea efectos que esencialmente son inflacionistas, mientras que mantenerla constante cuando debería haber aumentado tiene consecuencias parecidas a las de una deflación.
Los tipos de cambio flexibles evitan un intenso reajuste en las industrias que han perdido demanda internacional (y que son, en consecuencia, las que deberían reajustarse) a costa de, por un lado, generar un boom a corto plazo y reversible en el resto de industrias nacionales y, por otro, hundir en una depresión a corto plazo y reversible a las industrias extranjeras. Es una forma de diluir entre todos los agentes económicos las pérdidas que deberían estar concentradas en aquellos modelos de negocio que se han vuelto obsoletos; esto es, es una forma de socializar internamente y de externalizar al extranjero la mayor parte de las pérdidas que deberían ser absorbidas enteramente por las industrias nacionales obsoletas, merced a la redistribución de los patrones productivos que se derivan de la manipulación del tipo de cambio y de los precios relativos de ambos sistemas económicos. Una forma, pues, de que paguen justos eficientes por pecadores ineficientes. Quizá este extremo lo expresó todavía con más claridad que Hayek el economista estadounidense Benjamín Anderson en su artículo Patrón oro frente a moneda administrada (1925):
Cuando se demuestra que no hay mercado para ciertas industrias y los precios comienzan a caer, es posible sostener nominalmente los precios y los créditos mediante una bajada del tipo de cambio, lo que posibilita que la totalidad del país apueste a favor de una eventual mejora en los mercados internacionales, con la esperanza de que se manifieste una recuperación en el cambio si dicha mejora se produce. Un país puede seguir esta senda durante un prolongado período de tiempo, soportando el estancamiento económico y engañándose a sí mismo sobre la no necesidad de reajustes interiores.
Comparados los dos casos extremos –el patrón monetario internacionalista y el patrón nacionalista– podemos proceder a reflexionar brevemente sobre el sistema mixto que también describe Hayek, es decir, aquel donde la moneda-dinero es internacional, pero la moneda-crédito regular es nacional. La diferencia fundamental con el sistema puramente internacionalista es que, en este caso, parte de los medios de pago del país vienen constituidos por una superestructura de crédito bancario erigida sobre la exigua base que suponen unas pequeñas reservas de dinero internacional (por ejemplo, el oro). En este escenario, cuando una industria pierde demanda internacional, parte de las reservas de oro de esa economía se tendrán que transferir al extranjero, provocando, a su vez, una contracción de la superestructura de crédito nacional edificada sobre esa estrecha base. Como expone Hayek:
[El banco central] no puede, sin poner en peligro sus reservas, convertir libremente todos sus pasivos en oro para atender los pagos internacionales. Para evitar el agotamiento de sus reservas, deberá acelerar el proceso por el que los pagos de A a B se reducen o los pagos de B a A se incrementan. Y la única forma de lograrlo con rapidez y eficacia es ejercer presión general e indiscriminada sobre sus prestatarios para que devuelvan los fondos”. El problema que ve Hayek en este proceso aparentemente similar al que tendría lugar con un patrón internacionalista es que, debido a la restricción indiscriminada de crédito que acomete el sistema bancario, la identidad de quienes verán reducidas sus rentas no coincidirá con la de aquellos que las habrían visto reducir en un patrón internacionalista: “El punto importante en este caso es que la gente que tenga que reducir sus gastos para completar el reajuste no será necesariamente la misma gente que en última instancia lo hubiese tenido que hacer con un sistema monetario homogéneo a escala internacional, de modo que el equilibrio alcanzado será necesariamente precario. En concreto, dado que los créditos bancarios van dirigidos, en su mayor parte, a financiar inversiones, el peso del ajuste derivado de la reducción de ingresos monetarios recaerá sobre la actividad inversora (…) Será inevitable que los tipos de interés aumentan con independencia de si las condiciones reales subyacentes han modificado la rentabilidad de las inversiones o la tasa de ahorro de un modo que justifique ese incremento.
Como vemos, la otra parte de los efectos de este sistema mixto serán análogos a los de un patrón nacionalista: el ajuste se diluirá entre quienes no deberían verse afectados por él.
En el fondo, Hayek sólo está criticando las consecuencias depresivas que acarrea el colapso del crédito de una banca que practica la reserva fraccionaria (que crea crédito nacional con una insuficiente base de reservas internacionales). Precisamente, en la siguiente y última lección analizaremos las distintas teorías que critican o justifican la banca con reserva fraccionaria. De momento, sin embargo, es necesario efectuar una distinción: como ya vimos en las lecciones 7 y 8, no toda banca que genere pasivos a la vista monetizando activos distintos del oro es necesariamente una banca que esté expandiendo artificial e insosteniblemente el crédito; en concreto, si la banca monetiza créditos autoliquidables, el sistema monetario podrá funcionar con solidez y flexibilidad. Con todo, sí es bastante frecuente que mucha banca utilice la reserva fraccionaria (aunque no sólo la reserva fraccionaria) para implementar  prácticas imprudentes derivadas de no someterse a la regla de oro estudiada en la lección 8. Hayek, por tanto, confunde innecesariamente un sistema monetario internacionalista con un sistema monetario donde la banca guarda unos reservas del 100% en forma de dinero internacional.
En realidad, sin embargo, nada impide que un sistema monetario sea internacionalista limitándose a descontar créditos autoliquidables contra centros de pago nacionales o extranjeros. Al inicio de esta lección, de hecho, estudiamos a través de George Joachim Goschen cómo funcionaba un sistema monetario tan internacionalista como el patrón oro decimonónico: utilizando como línea secundaria de reservas bancarias los créditos líquidos contra centros de pago nacionales o extranjeros. Así, en caso de que se produzca una necesidad de transferir oro de un país a otro y el banco no cuente con suficientes reservas de este metal, lo que sucederá es que los bancos endosarán a sus acreedores extranjeros créditos autoliquidables (letras de cambio, por ejemplo) o bien pagaderos en el extranjero o incluso pagaderos en la plaza nacional. De hecho, Hayek pronostica que esas transferencias acarrearán subidas en los tipos de interés internos que restringirán la inversión, pero eso sólo será cierto cuando los bancos se dediquen, no ya a la reserva fraccionaria, sino a descalzar plazos para financiar sus préstamos a largo plazo con el crédito que reciben a corto plazo (y precisamente porque ese crédito que reciben a corto se extingue, se ven forzados a elevar sus tipos a largo). Una banca que se limitara a descontar créditos autoliquidables sólo experimentaría subidas temporales en los tipos de interés a muy corto plazo, cuyo cometido sería, precisamente, el de incentivar a los acreedores internacionales a esperar unos días o semanas hasta que, por la propia dinámica de las relaciones comerciales habituales, la banca extranjera tenga que efectuar pagos en oro a la banca nacional, pudiéndose entonces compensar ambas posiciones acreedoras y deudoras sin necesidad de desplazar físicamente el oro. En todo caso, las fuentes de financiación a largo plazo no se verían perturbadas (porque no se financiaría crédito a largo con la creación de pasivos a corto del sistema bancario) y, por tanto, tampoco lo harían ni los tipos de interés a largo plazo ni tampoco la inversión. Todo lo cual significa que un sistema monetario basado en el patrón oro y en el descuento bancario de créditos autoliquidables es un sistema tan internacionalista como uno donde sólo se utilice la moneda metálica; habrá que restringir la categoría de sistema mixto a aquél donde la banca incumple la regla de oro y, por tanto, subordina la sostenibilidad de buena parte de los medios de pago internos que ha creado a que no se produzcan súbitas transferencias de oro hacia el exterior.
Un caso particular de este sistema mixto, particularmente importante en el s. XX, es aquel en el que los sistemas bancarios de todo el mundo utilizan como activo de reserva internacional los pasivos de un determinado banco central (por ejemplo, lo que sucedía durante Bretton Woods y también lo que en gran parte ha seguido pasando con el dólar a partir de 1973). Las consecuencias de este sistema mixto fueron analizadas por el economista francés Jacques Rueff en su libro El pecado monetario de Occidente (1971): el banco central cuyos pasivos se utilizan como reserva internacional ve extremadamente incrementadas sus capacidades  para expandir el crédito, lo que a su vez le permite al país que utilice sus pasivos como medio de pago mantener unos elevados déficits exteriores que habrían sido liquidados rápidamente en un patrón monetario internacionalista. En cierto modo, semejante país convierte a la divisa de su banco central en parte de sus exportaciones, tal como les sucedía a aquellos países con amplias minas de oro que se dedicaban a exportar este metal al resto del mundo: “El patrón divisa-oro ha traído una enorme revolución de la mano del déficit sin sacrificios. Ha permitido que aquellos países que cuenten con una divisa con reconocimiento internacional puedan dar sin tomar, prestar sin pedir prestado y comprar sin pagar. El descubrimiento de este secreto ha modificado profundamente la psicología de las naciones, favoreciendo que aquellas que cuenten con una divisa boomerang puedan despreocuparse de las consecuencias internas que hubiese acarreado un déficit en el patrón oro”. Existe, con todo, una muy importante diferencia entre el país que exporta los pasivos del banco central y el país que exporta su producción minera: los pasivos del banco central son pasivos, esto es, deudas contra la economía nacional cuyo pago puede exigirse en algún momento (en realidad, pues, sólo se difiere el pago de las importaciones); en cambio, el oro no es el pasivo de ningún agente económico (de modo que el pago de las importaciones se salda definitivamente). En suma, un sistema monetario mixto multiplica las posibilidades de expansión crediticia nacional hasta que los sistemas bancarios nacionales comienzan a perder parte de sus reservas y necesitan proceder a contraer (también de manera multiplicada) el crédito; el único sistema financiero capaz de librarse de esta operativa es aquel cuyos pasivos se utilizan como reserva internacional, pero sólo se librará mientras los tenedores extranjeros de esos pasivos no quieran cobrarlos en oro (si son moneda-crédito regular) o en bienes y activos nacionales (si son moneda-crédito irregular): en el primer caso se vivirá una intensa deflación y en el segundo una intensa inflación.
En cualquier caso, dejando de lado esta confusión final por parte de Hayek, la cuestión fundamental que plantea el economista austriaco en su libro es que debemos optar o por un sistema económico orientado a la cooperación y a la coordinación internacional (para lo cual necesitaremos un patrón monetario internacionalista) o por uno orientado a la socialización interna de pérdidas y a la rapiña ventajista del resto de países mediante la dislocación de la división internacional del trabajo en beneficio de aquellos negocios nacionales que deberían reajustarse. En el fondo, pues, lo que describen Hayek y Keynes en relación con la división internacional del trabajo no es distinto a lo que cada uno de ellos planteaba en relación con la división nacional del trabajo: o ambicionamos un sistema orientado a la economización de recursos y a la creación de riqueza mediante el despliegue de las estructuras productivas y financieras adecuadas (Hayek) o uno que se desentienda de la economización de recursos y de la creación de riqueza por cuanto su única obsesión sea lograr que todos los factores productivos estén ocupados en algo, aun a costa de desplegar estructuras productivas y financieras que no se dirijan a satisfacer las necesidades de los individuos (Keynes). Lo primero, en su manifestación exterior, se consigue con un sistema monetario internacionalista; lo segundo, con uno nacionalista.
El propio Friedman, en su artículo antes mencionado, también se dio cuenta de esta disyuntiva entre un orden internacional cooperativo y libre basado en tipos de cambio fijos y en ajustes internos de precios relativos frente a uno disruptivo e intervenido basado en tipos de cambio flexibles. En palabras de Friedman:
El ajuste a través de precios y rentas internos fue tolerable en el siglo XIX debido a que los grandes países occidentales estaban mucho más preocupados por mantener las libertades frente al Gobierno y el comercio libre y desregulado con el exterior frente a la estabilidad interna, de modo que estaban dispuestos a someter su política económica a los requisitos de los tipos de cambio fijos y a la libre convertibilidad de la divisa. Asimismo, esta escala de valores otorgaba a los tenedores de divisa la confianza en que el sistema se mantendría en funcionamiento y, por tanto, permitía que  los inversores modificaran la composición de su cartera de divisas ante pequeños cambios en los tipos de interés. Además, el énfasis en la libertad personal frente a la intervención estatal también reducía el margen para la gestión interna de la moneda y, por tanto, también significaba que la mayoría de cambios en el comercio internacional reflejaban cambios en las condiciones subyacentes de carácter real o monetario (como los descubrimientos de oro, que afectaban más o menos a todas las naciones). Las condiciones de las economías modernas, en las que todas las partes colocan el énfasis en el pleno empleo interno y en una extensiva intervención de los gobiernos en los asuntos económicos, son claramente muy distintas y desfavorables para el ajuste vía precios internos.
Lo que resulta verdaderamente llamativo es que, planteando así los términos, el propio Friedman escogiera el segundo sistema.
Conclusión
Como hemos podido comprobar a lo largo de esta sección, los tipos de cambio cuando existe un dinero verdaderamente internacional sólo tienden a reflejar el coste de movilizar el efectivo para saldar posiciones deudoras netas de los agentes económicos. En el patrón oro clásico, los tipos de cambio orbitaban alrededor de las paridades en oro de las distintas divisas adoptando como valores mínimos el punto de exportación del oro y como valores máximos el punto de importación del oro. En realidad, lo que sucedía era algo muy sencillo: todos los territorios utilizaban el mismo dinero (el oro) que recibía denominaciones diferentes según el área geográfica. Gracias a esa unión monetaria, la división del trabajo ampliarse establemente a todo el planeta y el capital fluía con libertad de un territorio a otro buscando las mayores tasas de retorno.
Semejante sistema, sin embargo, exigía que las crisis localizadas en industrias nacionales fueran enteramente padecidas por esas industrias nacionales, sin posibilidad de reinflar la demanda sustitutiva de otras industrias nacionales arrebatándosela a los países vecinos merced a un cambio en todos los precios relativos de esa zona geográfico con respecto a los del resto del mundo. Esta tentadora estrategia populista, la maximización del gasto nacional para mantener el pleno empleo interno a costa de abandonar o trastocar la división internacional del trabajo mediante la manipulación monetaria, es lo que Hayek denominó nacionalismo monetario. En el fondo, no es nada demasiado distinto a responder a una crisis incrementando los aranceles exteriores (reconducir gasto hacia el interior del país bloqueando las opciones foráneas): en ambos casos se trata de buscar alteraciones a la división internacional del trabajo por motivos políticos y no económicos.
Hayek, interesado como siempre estuvo en extender la cooperación pacífica del ser humano a los mayores ámbitos posibles, renegó de ese nacionalismo monetario y abrazó un patrón dinerario internacionalista. Keynes, en cambio, se dejó seducir durante la Gran Depresión por los tipos de cambio flexibles y por las devaluaciones competitivas que permitían sufragar políticas expansivas del gasto en el interior de cada unidad política nacional. Desde la ruptura de Bretton Woods, el mundo se sumió en una era de tipos de cambio flexibles parcial y torpemente corregidos con los llamados currency boards o con las áreas monetarias comunes (como el euro). Sin embargo, estos experimentos localizados de tipos de cambio fijos se encuentran dentro de un océano de tipos de cambio flexibles y, sobre todo, son tipos de cambio fijos entre monedas fiduciarias, lo que al final impide la sana regulación del crédito bancario internacional, como ya tuvimos ocasión de exponer en la lección 7.
En el mundo, pues, se ha generalizado un sistema de tipos de cambio flexibles como el propugnado por Milton Friedman y criticado con tanta dureza como acierto por Ragnar Nurkse y Paul Einzig. Friedman observa los tipos de cambio flexibles como la quintaesencia del mercado libre por cuanto son los propios inversores y especuladores quienes determinan en cada momento el valor de la unidad monetaria. El problema es que, precisamente por haber convertido a la moneda fiduciaria en piedra angular del sistema monetario internacional, nos encontramos con un medio de pago de valor indeterminado, y sometido a los vaivenes estratégicos de la especulación en divisas. Es decir, una moneda de valor internacional potencialmente muy inestable que socava cualquier seguridad acerca del valor que a largo plazo mantendrá el capital nacional inmovilizado en el extranjero. La división internacional del trabajo no sólo es susceptible de ser manipulada ante depreciaciones o apreciaciones estratégicas ante una crisis de demanda, sino que puede trastocarse por la propia dinámica del proceso especulativo de búsqueda de un valor de la divisa que simplemente no existe.
En definitiva, los tipos de cambio flexibles no sólo son un artificio para socializar y externalizar las pérdidas que deberían estar concentradas en quienes han malinvertido su capital, sino que son un elemento de continua desestabilización de los flujos internacionales de carácter comercial y de inversión. Lejos de corregir los desequilibrios internos de un país evitando el recurso al mucho más lento reajuste de los precios y de las rentas internos, los tipos flexibles generarán auges (o depresiones) transitorios y reversibles en ciertas industrias que enmascararán la necesidad y conveniencia de reorganizaciones de mayor amplitud.
Un sistema económico que busque extender la división del trabajo a escala internacional y que pretenda favorecer la acumulación de capital en proyectos de inversión a muy largo plazo necesita de un patrón monetario internacionalista –no ya tipos de cambio fijos entre divisas, sino una misma divisa global– que, si además buscamos que regule adecuadamente el crédito y no genere burbujas financieras, deberá ser el dinero más líquido que exista en el mercado (por ejemplo el oro). Los tipos de cambio flexibles en un sistema de papel moneda inconvertible son sólo la receta para recurrir a tretas inflacionistas con tal de estimular el gasto interno a costa de romper la división internacional del trabajo y de erosionar la acumulación de capital a largo plazo.

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