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sábado, 16 de agosto de 2014

Lección 8 – El ciclo económico como una degradación generalizada de la liquidez

Publicado el 03 diciembre 2012 por Juan Ramón Rallo
El presente texto es un resumen de la lección octava de la asignatura Historia de las doctrinas monetarias que imparto dentro del máster en Value Investing y Teoría del Ciclo del centro de estudios OMMA.
Antecedentes
En la lección 6  estudiamos cuáles eran las condiciones de que debía disfrutar un crédito regular para poder actuar como moneda sin generar inflación a lo largo de la coyuntura económica: ese crédito debía ser un derecho de cobro sobre una mercancía que existente en el mercado y que vaya a ser demandada durante el período de tiempo en el que se vaya a utilizar como medio de pago ese crédito regular. En caso de que se moneticen deudas cuya amortización final dependa de la venta de unas mercancías que sólo existirán en el futuro lejano o cuya realización sólo pueda efectuarse liquidándolas con pérdidas, la inflación hará su aparición. Era precisamente en este punto donde la tradición cuantitativa y la tradición cualitativa más abiertamente discrepaban: no son per se los aumentos en la cantidad de los medios de pago los que deterioran su poder adquisitivo (pues estos pueden emitirse sin consecuencias negativas monetizando crédito regular autoliquidable), sino el deterioro de la calidad de esos medios de pago derivado de monetizar créditos no líquidos.
Sin embargo, es necesario tener presente la doble naturaleza de la moneda-crédito: por un lado, es moneda pero, por otro, también es crédito. Eso significa que su desacertada gestión no sólo influirá sobre el volumen y la calidad de los medios de pago –depreciándolos y generando inflación– sino también sobre las condiciones de provisión de crédito. Friedrich Hayek, en su libro La teoría monetaria y el ciclo económico (1929), ya manifestó la decisiva separación de ambos fenómenos: “El paso más importante a una teoría del ciclo económico (…) es la emancipación de la teoría del dinero de las restricciones que limitan su análisis al valor del dinero”. Pocos años más tarde, Melchior Palyi lo expuso con mayor claridad en su artículo Liquidity(1936): “El sistema bancario no sólo crea medios de pago, también los distribuye. El enfoque puramente cuantitativo no se preocupa acerca de la segunda función, que no es, sin embargo, de poca importancia social (…) La elección que realizan los bancos acerca de sus activos es un factor determinante de la distribución del capital entre sus usos a corto y a largo plazo”.
El propósito de esta lección es precisamente el de estudiar cuáles son las consecuencias económicas, más allá de la pérdida de la inflación, que acarrea un proceso generalizado de degradación de la liquidez por parte de los emisores de la moneda-crédito.
Melchior Palyi: Los principios de la liquidez de los agentes económicos
Entroncando con la tradición de la Doctrina de las Letras Reales expuesta por Adam Smith, Palyi pretende clarificar en su artículo Liquidity (1936) qué debemos entender cuando decimos que la posición de un agente económico es ‘líquida’. Con El origen del dinero (1892) de Menger, ya analizamos cuáles eran las condiciones que debía cumplir un bien económico para poder ser calificado de líquido (utilidad marginal decreciente a un ritmo muy lento que lleva a que su spread de precios sea muy estrecho ante incrementos en la cantidad ofrecida o demandada del mercado), de modo que, erróneamente, podríamos caracterizar como líquido a aquel agente económico que poseyera en abundancia bienes líquidos.
Sin embargo, en tal caso sólo estaríamos fijándonos en la parte del Activo de los agentes económicos y no en su Pasivo. Como dice Palyi: “el concepto de liquidez carece de significado sin hacer referencia a las obligaciones contractuales [a los pasivos]”. Por eso, el economista húngaro propugna definir la liquidez de los agentes económicos como “la capacidad de hacer frente a las obligaciones financieras”. Semejante definición se enfrenta, empero, con dos posibles confusiones: una, que pretenda limitar demasiado el significado de liquidez y otra, que pretenda extenderlo excesivamente.
En cuanto a la primera, podríamos caer en el error de exigir a los agentes económicos, incluyendo los bancos, que para mantenerse líquidos han de mantener un porcentaje muy elevado de tesorería en relación con sus deudas. Pero como explica Palyi: “[Liquidez] no es idéntico a reservas de tesorería. El coeficiente de caja es un asunto menor dentro del conjunto de activos del banco. Si el resto de activos son ‘líquidos’, entonces la caja llegará cuando sea necesaria”.
La idea de Palyi podemos ilustrarla en los balances de los siguientes dos hipotéticos bancos: el banco A, pese a mantener un coeficiente de caja del 100% sobre sus depósitos a la vista, está en una posición muchísimo más ilíquida que el banco B (quien mantiene un coeficiente de caja del 0% sobre sus depósitos a la vista): el 90% de su activo son inversiones a muy largo plazo (hipotecas) y muy arriesgadas (subprime) financiadas con deuda a muy corto plazo (3 meses), mientras que el 90% del banco B son inversiones a muy largo plazo (hipotecas) pero bastante seguras (prime) y, sobre todo, financiadas con pasivos a muy largo plazo (deuda a 30 años).  Por tanto, una elevada reserva de tesorería no es ni condición necesaria ni suficiente para garantizar la liquidez de los agentes económicos.









En cuanto a la segunda confusión sobre el significado de liquidez, Palyi destaca el error que supondría conferirle unos límites demasiado amplios. La liquidez no puede consistir en que el agente económico sólo pueda hacer recurrentemente frente a sus pasivos si es capaz de liquidar a buen precio parte de sus activos a largo plazo. Básicamente porque, en ese caso, sólo conseguiríamos garantizar la liquidez de un solo agente económico, pero no la del conjunto de los agentes económicos: cuando se enajena un activo ilíquido, el agente que lo vende mejora su liquidez pero el que lo compra la empeora. No hay forma de lograr que un sistema económico entero sea líquido si la salvaguarda de esa liquidez depende de que todos los agentes sean capaces de liquidar a buen precio sus activos a largo plazo: por la sencilla razón de que es imposible que todos los agentes vendan a la vez y a buen precio esos activos a largo plazo (todos serían vendedores y no habría compradores).
Esta errónea concepción de liquidez deriva de confundirla con otro concepto cercano como es el de “negociabilidad”. En 1918, Harold G. Moulton escribió una serie de artículos bajo el título Commercial banking and capital formation, donde pretendía redefinir liquidez como la facilidad para desprenderse de un activo:
Debe enfatizarse que, en tiempos normales, el problema de la liquidez no es tanto un problema de cuándo vecen los préstamos sino de facilidades para vender los activos a otros bancos. Si un banco es capaz de encontrar, siempre que la necesite, ayuda en otro banco, no hay necesidad alguna de hacer depender su liquidez de las fechas en que sean pagaderos sus préstamos. De hecho, en estos momentos ya se reconoce en todos los círculos bancarios que la forma de lograr un mínimo de reservas no pasa por depender del vencimiento de los activos, sino por mantener una cantidad considerable de activos que puedan ser traspasados [shifted] a otros bancos antes de que venzan pero tan pronto como sea necesario. Liquidez equivale a negociabilidad.
El problema de esta definición de liquidez es justamente la que el propio Moulton no tiene más remedio que reconocer: sólo es válida “en tiempos normales”. En tiempos anormales –en momentos de crisis– que es cuando, justamente, más necesaria se vuelve la liquidez, la negociabilidad no sirve para garantizar la liquidez del conjunto de los agentes económicos. En estas circunstancias, la liquidez sólo puede conseguirse cuando los activos se autoliquidan en el momento en el que deben pagarse las deudas, es decir, cuando las inversiones vencen en el momento en el que lo hacen las deudas. Como explica Palyi:
Observar las reglas de la liquidez no implica prepararse para la liquidación, sino prepararse para evitar la liquidación (…) Una estructura líquida nunca se liquida; sólo las ilíquidas sufren la presión de la liquidación. ‘Liquidez perfecta’ significa que, para cualquier extensión de tiempo, todas las obligaciones financieras son amortizadas sin pérdidas netas de capital. Una sociedad líquida ha ajustado sus pasivos a sus flujos de renta, tanto en cantidades como en vencimientos, de modo que las ventas forzosas de activos no llegan a ocurrir.
La regla de encajar los vencimientos y los niveles de riesgo de los activos y de las deudas para garantizar la liquidez del sistema económico no es, sin embargo, una novedad que introduzca Palyi. Ya Tomás de Mercado, en su libro Suma de tratos y contratos (1571) ya advertía que el negocio de los banqueros sólo era legítimo siempre que se cometieran a dos condiciones: “[La primera] no despojar tanto al banco que no pueda pagar luego los libramientos que vinieren. Porque si se imposibilitan a pagarlos, expediendo y ocupando el dinero en empleos y granjerías y otros tratos, cierto pecan. (…) Lo segundo, que no se metan en negocios peligrosos”. En el siglo XIX, Otto Hübner acuñó en su libro Die Banken (1854) lo que más tarde se conocería como “regla de oro de la banca” y que el propio Ludwig von Mises recoge en su Teoría del dinero y el crédito (1912):
Para la actividad de los bancos como intermediarios del crédito, la regla de oro es que debe establecerse una conexión orgánica entre las transacciones acreedoras y las transacciones deudoras. El crédito que el banco concede debe corresponder cuantitativa y cualitativamente al crédito que recibe. Para expresarlo de una manera más precisa: ‘La fecha en que vencen las obligaciones del banco no debe preceder a la fecha en que sus derechos de cobro pueden hacerse efectivos’.
En realidad, la regla de oro no debe respetarse sólo por los bancos, sino por todos los agentes económicos. Si los deudores del banco ven vencer sus deudas antes de que obtengan la liquidez de sus activos, sucederá como el propio Moulton pronosticaba en su artículo ya mencionado: “Cuando una crisis alcanza un estado avanzado, es absolutamente imposible que el banco obligue a todos sus consumidores a que paguen sus créditos. Las refinanciaciones, de hecho, serán universalmente demandadas”. Pero fijémonos que esto sólo es cierto si los deudores del banco están, a su vez, en una posición ilíquida. De ahí que la liquidez del conjunto sistema financiero requiere que los cobros y los pagos de todos los agentes –no sólo de los bancos– coincidan en plazo y en riesgo asumidos: de poco sirve que un banco tenga derechos de cobro a corto plazo que el deudor, debido a su iliquidez, no puede honrar.
John Matthew Culbertson, de quien ya tuvimos ocasión de hablar en la lección 7, acotaba adecuadamente la diferencia entre liquidez y negociabilidad del siguiente modo: “La liquidez de una deuda ha de definirse como su capacidad para convertirse en efectivo de inmediato en condiciones favorables. La ‘liquidez’ no puede estar basada en unas determinadas expectativas sobre los precios futuros de esa deuda o sobre las condiciones de mercado, sino más bien en las características generales del activo. Si se vincula liquidez con unas determinadas expectativas de precio de la deuda, uno no estaría efectuando un análisis sobre su liquidez, sino un análisis ‘especulativo’, algo que debe distinguirse y discutirse de manera separada”.
Algo similar parece opinar Ludwig von Mises en su Teoría del dinero y el crédito(1912), cuando sostiene que los bancos, incluso limitándose al descuento de letras de cambio a corto plazo, no serán de mantener la convertibilidad de sus pasivos a la vista en caso de una corrida bancaria generalizada:
Que los activos de la entidad financiera sean letras a corto plazo o créditos hipotecarios resulta indiferente en caso de un pánico bancario generalizado (…) Cuando el pánico entre el público es generalizado y exige el pago de los pasivos del banco, una letra de cambio que expire en 30 días no es más útil que una hipoteca que va a pagarse en muchos años. En esos momentos, lo único importante es la negociabilidad de los activos; y en ciertas circunstancias las hipotecas e incluso la deuda perpetua puede ser más fácil de colocar que los activos a corto plazo.
La afirmación de Mises tiene sentido cuando la letra de cambio no se ha librado contra mercancía presente en alta demanda, pues en tal caso que la deuda sea a corto plazo puede ser, paradójicamente, una razón de peso para que esa deuda resulte impagada (si su repago depende sólo de la liquidez del deudor y el deudor está en una posición ilíquida en el corto plazo, no se abonará a vencimiento); en ese caso estaríamos simplemente ante un pasivo a corto plazo que se ha dirigido a financiar inversiones a medio o largo plazo, esto es, ante un crédito que no es autoliquidable. Sin embargo, si la letra se ha girado contra bienes presentes y líquidos, es extremadamente difícil que ese pánico no pueda ser detenido a tiempo por el propio sistema bancario: al cabo, que la mercancía sea líquida significa que puede venderse inmediatamente con pequeñas reducciones en su precio y que, por tanto, podrá transformarse en efectivo en cualquier momento aceptando limitadas pérdidas de valor. Por eso mismo, las letras giradas contra bienes existentes y muy demandados pueden venderse con reducidos descuentos en su valor nominal: por ejemplo, si una letra pagadera en tres meses tiene un valor nominal de 100 onzas de oro y el banco la vende por 95 onzas, el comprador obtendría una rentabilidad trimestral del 5,1% que equivale a una rentabilidad anual de más del 21%. Una rebaja del 5% en el precio de las letras trimestrales permitiría, por ejemplo, que un banco relativamente imprudente que destinara el 95% de su activo al descuento de letras y que sólo contara con un 5% de fondos propios no quebrara tras liquidar todo su activo con ese descuento.
Dicho de otro modo, con una ligera rebaja en el precio de sus activos y sin necesidad de verse abocado a la quiebra, un banco necesitado de liquidez podría comenzar a ofrecer a la venta activos a corto plazo y extremadamente seguros –cuyo repago depende del simple curso normal de los negocios– con unas muy elevadas rentabilidades anuales del 20%. La operación sería similar a que el banco comenzara a captar depósitos trimestrales prometiendo pagar un tipo anual del 20%. Se antoja extremadamente improbable que o bien los clientes de la entidad o bien ciertos inversores medianamente avezados no sepan ver esa oportunidad de ganancia, evitando con ello la bancarrota de la entidad financiera. Pero, de hecho, incluso aunque el banco quebrara y hubiese que proceder al concurso de acreedores… ¡las pérdidas derivadas de liquidar el activo no podrían ser muy considerables, pues los bienes subyacentes se terminarían vendiendo antes de finalizar el concurso con descuentos reducidos! Nunca podrá ser problemático, pues, que los bancos descuentes promesas de pago garantizadas por bienes presentes líquidos: pues al final sus pasivos no son más que la expresión del derecho (y del deseo, si es que el banquero ha descontado bien) a adquirir los bienes que ya se están ofreciendo en el mercado. Los problemas, a los que Moulton y Mises se refieren, comienzan cuando el repago de los activos del banco no depende, en realidad, de esperar a que se distribuyan los bienes ya producidos y demandados, sino de tener que esperar a que terminen de producirse: quien en esas condiciones adquiere una deuda, aunque sea a tres meses, sabe que sólo recuperará el principal si, al cabo de ese período, otro individuo ahorra y se subroga en su posición hasta que el proceso productivo subyacente haya concluido, lo que en ciertos contextos puede suponerle un elevado riesgo.
Es aquí donde, precisamente, vuelve a cobrar relevancia la Doctrina de las Letras Reales de Adam Smith: el único modo en que los deudores del banco pueden garantizar el repago de sus deudas a corto plazo es cuando esas deudas a corto plazo son autoliquidables, esto es, cuando dependan de la venta de una mercancía líquida, cuya adquisición por los consumidores proporcione, precisamente, los medios de pago necesarios para saldar la deuda comercial descontada por el banco. Dicho de otro modo, si los bancos siguen las directrices de la Doctrina de las Letras Reales (limitar sus descuentos a créditos comerciales a corto plazo respaldados por mercancía muy líquida) estarán, a su vez, cumpliendo con toda seguridad la regla de oro de la banca en lo referente a sus pasivos a corto plazo, que son los pasivos que les pueden ocasionar una mayor iliquidez a corto plazo; y, viceversa, si no siguen la Doctrina de las Letras Reales estarán, a su vez, incumpliendo con toda seguridad la regla de oro de la banca en lo referente a sus pasivos a corto plazo.
El incumplimiento de la Doctrina de las Letras Reales –y por tanto de la regla de oro– por parte de la banca da lugar a una provisión de crédito al sistema económico mayor de la debida: los bancos asumen deudas a corto plazo (por las que abonan tipos de interés muy bajos) con las que financian préstamos e inversiones a largo (por las que reciben tipos de interés más altos). Por consiguiente, la oferta de préstamos a largo plazo será mayor de la que debería ser y, en consecuencia, los tipos de interés a largo plazo también serán más bajos de lo que deberían.
Las consecuencias de este exceso de “crédito barato” no se restringen a la mera iliquidez del sistema financiero, sino que afectan al conjunto de la sociedad. Por el lado del Activo agregado de la economía, asistiremos a una generalización de malas inversiones empresariales, tal como analizaron los economistas de la Escuela Austriaca Ludwig von Mises y Friedrich Hayek. Por el lado del Pasivo agregado de la economía, observaremos una acumulación de deuda crecientemente impagable, tal como describió Irving Fisher.
Ludwig von Mises y Friedrich Hayek: las distorsiones del crédito barato sobre la estructura productiva
La obra económica de Friedrich Hayek, desarrollada fundamentalmente entre los años 20 y 40, va dirigida a desarrollar la teoría sobre las fluctuaciones cíclicas que Ludwig von Mises había tejido casi dos décadas antes en su Teoría del dinero y el crédito (1912):
Las entidades de crédito son capaces de extender sus préstamos indefinidamente; gracias a ello pueden estimular la demanda de capital reduciendo el tipo de interés de los préstamos (…) Si el tipo de interés de los préstamos se reduce artificialmente por debajo del  tipo natural que prevalecería por la libre interacción de las fuerzas del mercado, entonces los empresarios se ven obligados a emprender proyectos productivos de mayor duración (…) [de este modo], aunque no ha habido un aumento de los bienes intermedios y no hay ninguna posibilidad de alargar el período medio de producción, los bancos establecen un tipo de interés en el mercado de crédito que se corresponde con un período productivo más largo; y así, aunque en última instancia este alargamiento es inadmisible e impracticable, durante un tiempo puede parecer provechoso (…) Sin embargo, llegará un momento cuando los medios de subsistencia disponibles para el consumo se agoten antes de que los bienes de capital dedicados a su producción se hayan terminado de transformar en nuevos bienes de consumo.
Nótese que el lenguaje que emplea Mises para describir su teoría del ciclo económico arrastra mucha jerga confusa y equivocada de Böhm Bawerk (período medio de producción) y de Wicksell (tipo de interés natural) que no contribuyen a facilitar la comprensión del proceso exacto que está describiendo Mises (y que resultaría mucho más inteligible en caso de valerse de un lenguaje financiero bastante más precioso como el que emplea Palyi). Pero, de manera muy resumida, el ciclo económico que relata Mises constaría de tres fases: 1º reducción artificial de los tipos de interés, 2º alargamiento artificial de la estructura productiva, 3º insostenibilidad y crisis.
Hayek, lejos de abandonar la imprecisa nomenclatura que emplea Mises, profundiza en ella. En verdad, su contribución no se dirige a una clarificación de los conceptos empleados, sino a pergeñar un análisis más detallado de las tres etapas de los ciclos económicos que Mises sólo supo apuntar de manera un tanto rudimentaria en 1912. En particular, Hayek desarrolla la teoría austriaca del ciclo económico especialmente en dos libros: La teoría monetaria y el ciclo económico (1929) y Precios y producción(1931).
La primera de estas dos obras tiene como propósito ampliar los circuitos exactos por los cuales los bancos son capaces de mantener artificialmente reducidos los tipos de interés:
Una vez un banco o un grupo de bancos ha comenzado la expansión del crédito, todos los demás reciben una entrada de caja que les permitir, a  su vez, expandir su crédito sin deteriorar su liquidez; posibilidad de la que hacen uso tan pronto como les es posible pues pronto sienten que la demanda de crédito ha aumentado. Una vez el proceso de expansión crediticia se ha convertido en generalizado, los bancos pronto se dan cuenta de que pueden modificar sus ideas previas sobre su posición de liquidez. Si bien la expansión crediticia de un solo banco pronto se verá frenada con un saldo negativo en la cámara de compensación interbancaria de aproximadamente la misma magnitud que los créditos que haya extendido, una expansión general del crédito puede, por grande que sea, terminar compensando los saldos de un banco con los de otro hasta el punto de volver irrelevantes las pérdidas de tesorería (…) La causa determinante de las fluctuaciones cíclicas es, por consiguiente, el que, debido a la elasticidad del volumen de medios de pago, el tipo de interés fijado por los bancos no es necesariamente igual al tipo de interés de equilibrio sino que, en el corto plazo, se determina por consideraciones que afectan a la liquidez de los bancos.
En realidad, Hayek debería hablar de “liquidez a corto plazo” de los bancos, pues gracias a Palyi ya hemos podido comprar que si los bancos se endeudan a corto e invierten a largo deteriorarán de manera inexorable su liquidez; cuestión distinta es que los efectos de este deterioro tarden en dejarse sentir sobre los bancos. ¿Y a qué se debe que los bancos sólo sientan los efectos negativos de su iliquidez de una manera retardada? Pues, precisamente, al proceso que expone Hayek en su primer libro y que queda extractado en la cita anterior: el hecho de que uno o varios bancos comiencen a expandir el crédito permite a los restantes hacer lo propio sin que vean reducir sus reservas de tesorería durante un tiempo. Los saldos deudores de unos y de otros se compensan en la cámara de compensación interbancaria, permitiendo que la expansión generalizada del crédito perdure hasta el momento en que alguno de los bancos decide pisar el freno y deja de expandir tanto el crédito (en cuyo caso los saldos de las entidades ya no se compensarán unos con otros en la cámara de compensación y el resto de bancos no tendrá otro remedio que minorar sus respectivas ofertas de crédito).
Del estudio conjunto de Hayek y Palyi, pues, podemos obtener una imagen bastante fiel de cómo los bancos, al saltarse la regla de oro, contribuyen a incrementar la oferta de crédito a proyectos con unos plazos y niveles de riesgo mayores a los que desean asumir los ahorradores que financian a los bancos y, por consiguiente, a rebajar los tipos de interés a los que pueden financiarse esos proyectos. Sin embargo, hemos visto que Ludwig von Mises daba un paso más allá: esos tipos de interés artificialmente bajos darán lugar a malas inversiones generalizadas en la economía que terminan por mostrarse insostenibles. Esto es, justamente, lo que Friedrich Hayek trata de desarrollar en su segundo libro Precios y producción (1931).
Hayek expone en este libro que una sociedad puede incrementar su inversión y tratar de volver su economía más intensiva en capital sólo de dos maneras: o con un mayor ahorro (lo que equivale a un aumento de la demanda de bienes de capital y una concomitante reducción de la demanda de bienes de consumo) o con más crédito para la producción de bienes de capital que no vaya de la mano de un mayor ahorro (y, por tanto, sin que cambie la proporción deseada de bienes de consumo y de bienes de capital). Sucede, sin embargo, que el primero de estos dos métodos sí es sostenible en el tiempo, por cuanto se ha producido un cambio estructural en las preferencias de los ahorradores (que desean más bienes de capital y menos de consumo); y, gracias a ello, se desatará un proceso de readaptación de la economía, donde se invertirá más para el largo plazo y menos para el corto plazo:
El efecto inmediato de un incremento en la demanda de bienes de capital relativa a la de los bienes de consumo será que el precio de los primeros se incrementará en relación al de los segundo. Pero el precio de los bienes de capital no subirá en igual proporción para todos los casos, ni siquiera tiene por qué subir en algunos. En los estadios de producción en los que se terminan de retocar los bienes de consumo, el efecto de la caída de precios se sentirá más intensamente que el efecto derivado de que existen más fondos para adquirir bienes de capital. El precio en estas etapas caerá peor lo hará en menor medida a lo que se abaratarán los bienes de consumo, lo que significa que el margen de ganancia entre estos dos estadios se estrechará. Es este estrechamiento del margen de ganancia lo que volverá la inversión de capital en la etapa de bienes de consumo menos atractiva que la inversión en etapas anteriores.
En el otro caso de que el aumento de la demanda de bienes de capital se halle alimentada por una mayor oferta de crédito que no vaya de la mano de un incremento en la oferta de ahorro (es decir, un aumento del crédito fruto de una degradación de la liquidez de los agentes económicos y, muy en particular, del incumplimiento de la regla de oro por parte de los bancos), en un comienzo la economía tratará de volverse más intensiva en capital, pero como las preferencias temporales de los ahorradores no se habrán modificado, conforme el crédito utilizado para comprar bienes de capital muy alejados del consumo se vaya transformando en nuevas rentas (por ejemplo, en nuevos salarios para los trabajadores), el gasto agregado rápidamente se redirigirá hacia la adquisición de bienes de consumo, lo que modificará la rentabilidad de los distintos sectores y empujará a la economía a abandonar los métodos de producción más intensivos en capital: “[El nuevo gasto en bienes de consumo] significará un nuevo e inverso cambio en la proporción entre la demanda de bienes de consumo y la demanda de bienes de capital favorable a la primera. Los precios de los bienes de consumo aumentarán relativamente a los precios de los bienes de capital (…) Todo ello necesariamente provocará un regreso a métodos de producción más cortos y menos intensivos en capital”.
Lo que Hayek está justamente describiendo es la gestación de un ciclo económico de carácter autorreversible como consecuencia de una expansión artificial del crédito: durante un tiempo (auge), la economía sobreinvierte en las industrias de bienes de capital demasiado alejados del consumo, pero como los consumidores no han renunciado a seguir consumiendo al mismo ritmo que antes de la expansión del crédito (es decir, como no ahorran lo suficiente para financiar las inversiones que se acometen con el crédito), la rentabilidad de las industrias de bienes más cercanos al consumo volverá a aumentar por encima de la de las más alejadas, volviendo necesario un traumático reajuste de la estructura productiva (crisis). En uno de los pasajes más conocidos del libro, el economista austriaco resume su teoría del siguiente modo:
La situación sería similar a un conjunto de personas aisladas en una isla que, después de haber construido una parte de una enorme máquina que podría proporcionarles todos los bienes y servicios que necesitan, se dan cuenta de que se les ha agotado el ahorro y el capital disponible antes de poder concluirla. En tal caso, no les quedaría otra alternativa que abandonar temporalmente su construcción para dedicar toda la mano de obra a producir, sin la ayuda del capital, la comida diaria que necesitan. Sólo después de haber logrado nuevas provisiones de comida, podrían dedicarse a tratar nuevamente de poner la máquina en funcionamiento.
Atendiendo a lo anterior, queda claro que las depresiones no son, para Hayek, períodos en los que se consuma insuficientemente, sino en las que no se ahorra suficientemente como para permitir que todos los proyectos empresariales intensivos en capital sean completados. Precisamente porque la demanda de bienes de consumo es demasiado intensa como para que los procesos productivos muy intensivos en capital y dilatados en el tiempo concluyan sus operaciones, muchos de esos bienes de capital permanecerán ociosos y dejarán simplemente de utilizarse: dado que esos bienes de capital son incapaces de proporcionarnos los bienes de consumo en el momento apetecido y dado que, además, deben ser empleados de manera complementaria con otros factores productivos relativamente más escasos y que resultan necesarios en la elaboración de bienes de consumo, muchos de esos bienes de capital quedarán sin uso hasta que haya ahorro suficiente como para ponerlos en funcionamiento. Así, según Hayek: “La existencia de capacidad ociosa no es ni mucho menos una prueba de que exista un exceso de bienes de capital y un consumo insuficiente: al contrario, es el síntoma de que no somos capaces de utilizar nuestros bienes de capital fijos a todo tren porque la demanda presente de bienes de consumo es demasiado urgente como para concentrar los esfuerzos productivos en los muy largos procesos productivos en los que esos bienes de capital duraderos se hallan insertos”.
Precisamente por lo anterior, el economista austriaco rechaza todo plan de estímulo de la demanda como fuente de recuperación. Si el problema productivo de fondo es una demanda de consumo demasiado grande en relación con la capacidad para satisfacerla de que dispone la estructura productiva actual, un mayor gasto en consumo sólo contribuirá a agravar y retrasar la superación de la crisis. La solución, en cambio, consiste en disponer de más tiempo y más ahorro para readaptar esa descompuesta estructura productiva:
Lo que necesitamos para asegurarnos un saneamiento dela economía es la más rápida y completa adaptación posible de la estructura productiva a la proporción entre la demanda de bienes de consumo y de bienes de capital que determina el volumen de ahorro real. Si esa proporción no es determinada por las decisiones voluntarias de los individuos sino que es distorsionada por la creación de una demanda artificial, necesariamente parte de los recursos disponibles se dilapidará en una mala dirección y el ajuste necesario se verá pospuesto (…) La única manera de ‘movilizar’ permanentemente todos los recursos no es utilizar estímulos artificiales, sino dejar que el tiempo ejerza su cura adaptando la estructura productiva a los recursos disponibles para la inversión en capital.
Uno podría plantearse, sin embargo, por qué motivo la readaptación de una determinada estructura productiva va necesariamente acompañada de un período de crisis. ¿Por qué el reajuste de la estructura productiva necesita de tanto tiempo? ¿Por qué no consiste en un simple traslado instantáneo de los factores productivos desde un sitio a otro, acortando al máximo la duración de la crisis?
Aunque podrían darse multitud de razones para explicar por qué este proceso puede ser muy dilatado, nos vamos a quedar con tres: la relativa inconvertibilidad de los bienes de capital, la incertidumbre sobre la viabilidad de los planes negocio y el exceso de endeudamiento.
El primero de estos tres motivos fue desarrollado por un discípulo de Hayek, Ludwig Lachmann, en su libro Capital and its Structure (1956). La idea fundamental de Lachmann es que los bienes de capital no son masas de plastilina que puedan moldearse a placer del empresario, sino estructuras heterogéneas, complementarias, poco divisibles y muy difícilmente reconvertibles, lo que vuelve muy complicado el redirigirlos hacia usos distintos de aquellos para los que fueron originalmente concebidos. Durante una crisis, no basta con cambiar de posición a los bienes de capital, pues la mayoría de ellos no podrá utilizarse en aquellas industrias donde son necesarios (una cementera no puede fabricar ropa); de ahí que muchos bienes de capital simplemente deban abandonarse y se haga necesario comenzar casi desde cero a fabricar aquellos nuevos que se requieren.
Pero, además, todas estas decisiones sobre recolocar, abandonar o crear bienes de capital no tienen una influencia neutra sobre el sistema económico, sino que a su vez desatan nuevos cambios. En tanto en cuanto las estructuras de capital funcionan mediante complementariedades internas (armonía entre los bienes de capital de un plan de negocios) y complementariedades externas (armonía entre planes empresariales), modificar algunos elementos dará lugar a nuevos desajustes que también tendrán que ser corregidos: “Los cambios en la producción harán necesario otros cambios en las combinaciones de capital. Además, es improbable que un bien de capital pueda recolocarse en otro uso sin afectar el modo en que se combina con otros factores productivos. Por consiguiente, será necesario recombinar los bienes de capital tanto en la empresa que comienza los cambios como en aquellas afectadas por él”.
Semejante incertidumbre en relación con qué planes de negocios (combinaciones de bienes de capital) van a salir airosos y a ser rentables en el futuro es, precisamente, otro de los motivos que retrasan la superación de una crisis, tal como ha expuesto recientemente Arnold Kling en su teoría del recálculo (2010). Básicamente, Kling sostiene que los empresarios necesitan de prolongados períodos de tiempo para descubrir cuáles son los planes de negocio viables, consistentes y sostenibles en el futuro: “Si los viejos patrones de comercio y especialización no son sostenibles, la economía se enfrentará a un Problema de Recálculo. Tienen que crearse nuevos patrones de especialización y comercio (…) y el Problema del Recálculo impide que se creen lo suficientemente rápido como para evitar el desempleo generalizado”. Esta incertidumbre, además, puede agravarse y convertirse en paralizante si el marco jurídico en el que se mueven los empresarios se halla sometido a cambios tan bruscos e impredecibles que las propias bases de los derechos de propiedad se ven socavadas; una idea capturada por Robert Higgs en su concepto de “incertidumbre régimen” (del que habló por primera vez en su artículo Regime Uncertainty: why the Great Depression Lasted so Long and Why Prosperity Resumed after the War [1997]) y que muestra otro de los límites del activismo político a la hora de promover la recuperación (los planes de estímulo no sólo son contraproducentes por estimular en demasía el gasto en consumo, sino por la renovada incertidumbre a la que dan lugar).
Por último, hemos mencionado que el tercer factor que retrasa la recuperación es el sobreendeudamiento. Sucede que Hayek concentró su atención en las distorsiones que la expansión del crédito provocaba sobre las estructuras productivas de una economía, pero descuidó la mayor parte de las fundamentales distorsiones sobre las estructuras financieras a que también daba lugar esta expansión crediticia, así como la decisiva influencia que éstas jugaban sobre el reajuste de las estructuras productivas, tanto al retrasarlo como al agravarlo. Para considerar este problema, tendremos que echar mano de Irving Fisher y de Richard Koo.
Irving Fisher y Richard Koo: Las distorsiones del crédito barato sobre la estructura financiera
Unos tipos de interés artificialmente bajos, consecuencia de la violación de la regla de oro por parte de la banca, no sólo acarrean, como hemos visto en el epígrafe anterior, una estructura productiva descompuesta donde las preferencias y expectativas de ahorradores e inversores son inconsistentes entre sí, sino también una estructura de financiación de familias y empresas basada en una deuda a demasiado corto plazo o que se reputaba más segura de lo que realmente era. Tengamos en cuenta que un plan de producción puede fabricar los bienes que los consumidores demandan justo en el momento en el que los desean, pero terminar frustrándose por un inadecuado plan de financiación: si, por ejemplo, su deuda vence a muy corto plazo y, por el motivo que sea, es incapaz de obtener refinanciación o si, visto desde el lado del acreedor, la compañía ha inmovilizado su tesorería en activos que se reputaban mucho más seguros de lo que realmente eran y, de repente, se ve privada de este activo, puede verse en la obligación de liquidar parte de sus activos inmovilizados y, con ello, desmantelar su exitoso plan de negocios. Por expresarlo en términos más llanos: una estructura productiva cuyo flujo de bienes y servicios coincidiera puntualmente con aquel deseado por los ahorradores (donde, por consiguiente, la cantidad, calidad y proporciones de los bienes de capital fuera la correcta) podría, aun así, necesitar de notables correcciones en su estructura financiera que, de no llegar a buen puerto, podrían destrozar parcialmente esa saludable estructura productiva.
Por eso resulta igualmente importante estudiar no sólo las distorsiones de la estructura productiva, sino también las dinámicas y la problemática propia de las distorsiones de la estructura financiera de la economía que provengan del incumplimiento de la regla de oro por parte de los bancos. El primer autor moderno en estudiar sistemáticamente el problema del sobreendeudamiento generado por los tipos de interés artificialmente bajos fue Irving Fisher con su libro Booms and Depressions (1932), seguido de su artículo The Debt-Deflation Theory of Great Depressions (1933).
Fisher considera que una política deliberada de bajos tipos de interés da paso a una situación de sobreendeudamiento (“el dinero barato es la causa principal del sobreendeudamiento”), donde “las deudas son demasiado grandes en relación con otros factores económicos”, entendiendo demasiado grande no sólo en su aspecto cuantitativo, sino sobre todo en el aspecto cualitativo –correspondencia de plazos y riesgos entre activos y pasivos– que hemos venido destacando al referirnos a la regla de oro dela banca:
La suficiencia de los fondos propios no es sólo una cuestión de cantidad, sino que debe variar de acuerdo con la calidad de los activos y de los pasivos. Los activos fijos y los pasivos a corto plazo (como los préstamos a la vista) necesitan de unos fondos propios más amplios que los activos corrientes y los pasivos a largo plazo. El activo más corriente [más líquido] y, por tanto, más seguro cuando llegan las tensiones, es el dinero en efectivo; el pasivo más a corto plazo, y por tanto más inseguro en momentos de tensión, son los préstamos a la vista. El sobreendeudamiento es, sobre todo, un problema de plazos de vencimiento.
Cuando, debido a cualquier motivo, el ciclo de sobreendeudamiento llega a su fin, Fisher cree que se darán diversos efectos que pueden terminar devastando el sistema económico. Los tres principales son los siguientes: 1º la liquidación, voluntaria o forzosa, de parte de los activos que se financiaron con la nueva deuda; 2º la amortización de parte de los préstamos otorgados por el sistema bancario y, por tanto, la reducción de sus depósitos (esto es, de los medios de pago de la economía); 3º, como consecuencia de los dos anteriores (mayor oferta de activos en liquidación y menor demanda por contracción de los medios de pago), el nivel de precios se reducirá con fuerza (el valor del dinero aumentará). Es esta caída del nivel general de precios la que provocará que el saldo real de las deudas vivas se incremente a pesar de los esfuerzos sociales por reducirlo “Cuando el sobreendeudamiento va tan lejos que la liquidación masiva de deuda se vence a sí misma llegamos a la paradoja que, en mi opinión, explica el misterio de las depresiones (…) Sucede que el valor del dólar aumenta más rápido de lo que se reduce el número de dólares adeudados. Cuando esto pasa, la liquidación no liquida realmente, de modo que la depresión continúa hasta que hay suficientes bancarrotas como para acabar con la causa que desata todo este proceso: la deuda”.
Pero los efectos depresivos del sobreendeudamiento no terminan aquí: la caída de precios reduce los fondos propios de los empresarios (por depreciaciones de sus activos) así como sus beneficios (porque los precios de sus mercancías suelen reaccionar más a la baja que algunos de sus costes) y eleva los tipos de interés reales que abonan por su deuda, lo que les lleva a practicar recortes en su producción y en el empleo o, incluso, a afrontar la bancarrota (lo que agrava las liquidaciones y, por tanto, las caídas de precios). A su vez, este clima recesivo eleva el pesimismo de los agentes económicos, lo que promueve un mayor atesoramiento de dinero (una caída en la velocidad de circulación) que, de nuevo, refuerza las tendencias deflacionistas.
Este depresivo círculo vicioso que describe Fisher no durará, sin embargo, eternamente, pues en algún momento la liquidación de las deudas “comenzará a reducir no sólo su número, sino su saldo real”. De hecho, puede llegar un momento en el que el endeudamiento vivo y el precio de los activos ya sean tan bajos, que los agentes comiencen a endeudarse de nuevo, generando inflación, reduciendo todavía más el saldo real de las deudas y dando lugar a un nuevo ciclo alcista de endeudamiento. Pero, según el estadounidense, aun cuando la depresión terminará tarde o temprano, las dinámicas deflacionistas alimentadas por la propia liquidación de la deuda la prolongarán de manera innecesaria: la receta que Fisher propondrá para evitarlo consistirá en un plan de estabilización del valor del dólar, lo que en plena deflación pasará por reinflar el crédito sea como fuere, incluso monetizando deuda pública: “el gobierno, en lugar de equilibrar el presupuesto, pagaría sus gastos con la impresión de dinero fiduciaria, matando así dos pájaros de un tiro: solventaría el problema del déficit y el de la inflación”. Los temores de Fisher sobre los riesgos de la deflación y la necesidad de estabilizar el nivel de precios para minimizar la contracción de la actividad económica supondrán un claro antecedente de los ulteriores defensores de una política monetaria expansiva como principal remedio frente a las crisis; corriente que analizaremos en la siguiente lección.
El análisis de Fisher de las dinámicas del sobreendeudamiento ha sido recientemente complementado y perfilado por el economista japonés Richard Koo y su teoría de las recesiones de balance, expuesta en su libro The Holy Grail of Macroeconomics(2008). Según Koo, el análisis de Fisher se centra excesivamente en la caída del nivel general de precios como consecuencia de las liquidaciones forzosas de activos, cuando lo realmente importante es uno de los elementos que Fisher menciona de pasada pero que no desarrolla convenientemente: el hundimiento de los fondos propios de las empresas como consecuencia de la depreciación masiva del valor de los activos (depreciación que, según Koo, no trae causa de sus ventas forzosas, sino del inevitable pinchazo de su burbuja de precios como consecuencia de la interrupción del crédito).
Así, este hundimiento de los fondos propios de las compañías por el pinchazo de las burbujas de activos provocará un cambio de mentalidad en las familias y, sobre todo, en las empresas, quienes dejarán de pretender la maximización del saldo de su cuenta de resultados por la vía de aumentar todavía más su endeudamiento y reinvertir sus beneficios para pasar a concentrar su atención en el saneamiento de su hoja de balance, destinando sus beneficios a minimizar deuda y ampliar sus fondos propios (a mejorar la liquidez de su pasivo). Esta aversión al endeudamiento se prolongará aun después de que los balances de las empresas sean sólidos, dando lugar a una muy baja demanda de crédito (observable en tipos de interés excepcionalmente bajos) y a un reducido nivel de actividad económica (recesión). En este contexto, la política monetaria consistente en facilitar el endeudamiento no obrará ningún resultado por cuanto el sector privado no tendrá ningún deseo de seguir endeudándose o porque, en el peor de los casos, socavará la confianza en la moneda y tendrá efectos perversos sobre la actividad económica; la solución pasará, según Koo, por una política fiscal activa que mantenga la demanda agregada mientras el sector privado se está desapalancando y, por tanto, está dejando de gastar. Obviamente, esta defensa de la política fiscal expansiva conecta y bebe enormemente de las prescripciones de John Maynard Keynes que también estudiaremos en la siguiente lección.
De momento, basta señalar que, pese a las aparentes discrepancias entre Koo y Fisher, su análisis es fundamentalmente complementario. Koo describe adecuadamente cómo la insolvencia sobrevenida de los agentes económicos bajo la losa del sobreendeudamiento provoca un cambio de actitud conducente a mejorar la liquidez de su pasivo incrementando su ahorro y destinándolo no a nueva inversión sino a reducir su endeudamiento y compensar las pérdidas acumuladas por sus malas inversiones pasadas (reflejadas en el hundimiento del valor de sus activos). En este sentido, el análisis de Koo liga perfectamente con el de Hayek: el sector privado se ve incentivado a aumentar su nivel de ahorro con tal de sanear sus estructuras productivas y financieras. Acaso lo incoherente del análisis de Koo sea su obsesión cortoplacista con estabilizar la demanda agregada recurriendo a unas políticas fiscales expansivas que contrarrestarán la sana y necesaria amortización de deuda privada con un paralelo incremento de la deuda pública, lo que necesariamente prolongará la recesión de balance; la respuesta razonable a una recesión de balance, es decir, a la crisis ocasionada por un desajuste de las estructuras financieras de los agentes económicos, es la más rápida amortización posible del sobreendeudamiento privado con cargo a un mayor volumen de ahorro, por mucho que ello implique a corto plazo una caída de la demanda agregada (del PIB).
Por otro lado, el análisis de Koo pasa por alto la esencia del razonamiento y de las preocupaciones de Fisher que tan bien podrían complementarse con el suyo: la necesaria contracción del crédito propio de las recesiones de balance puede, bajo ciertos supuestos, dar lugar a una dinámica deflacionista autoagravante, tradicionalmente conocida como “contracción secundaria”. Yerra Fisher, sin embargo, al creer que, como él mismo apunta, “la causa de casi todos los males” es la deflación: la deflación, especialmente de los activos, sólo aumenta los incentivos para acelerar el saneamiento de los balances por la vía de un mayor ahorro familiar y empresarial. Sin una cierta deflación de precios, de hecho, el propio Fisher reconoce que “[el efecto de la destrucción de medios de pago] se sentiría con mayor intensidad”, agravando la caída de las ventas y el desempleo en el conjunto de la economía.
El auténtico problema, al que Fisher sólo se refiere de pasada, es que el natural (y necesario) atesoramiento de dinero que tiene lugar en los momentos de incertidumbre y de reorganización de estructuras productivas y financieras sólo pueda abastecerse mediante una reducción de los medios de pago en circulación, con la consecuente caída de las ventas, estrechamiento de márgenes empresariales, liquidación de activos productivos y desmembración de planes de negocio solventes, todo lo cual añade todavía más incertidumbre a la etapa de crisis y podría seguir cebando un aumento del atesoramiento con cargo a los medios de pago. Nótese que todas estas consecuencias negativas de la deflación derivada del atesoramiento tienen como única causa el que los precios y los costes no se ajusten tan rápido a la baja como se destruyen los medios de pago; si precios y costes fueran absolutamente flexibles, sólo habría un cambio nominal en las variables sin que asistiéramos a modificaciones reales.
En este sentido, como ya vimos en la lección anterior, la manera lógica y saludable de atender una mayor demanda de dinero es mediante una mayor monetización de créditos autoliquidables: de este modo, los agentes son capaces de mejorar su liquidez sin mermar artificialmente los medios de pago en circulación. Desde luego, cabría la posibilidad de satisfacer esa mayor demanda de dinero monetizando cualquier crédito, autoliquidable o no, pero en tal caso el sistema bancario estaría proporcionando una barra libre generalizada de crédito a todos los planes de negocio, evitando bancarrotas empresariales que sí deberían tener lugar (y retrasando los incentivos al saneamiento de los balances privados descrito por Koo). Y es que una cosa es evitar una contracción excesiva de los medios de pago y otra, muy distinta, paralizar todo proceso de restructuración de la estructura productiva. Como señala Lachmann en su libro ya mencionado: “Los factores productivos no podrán retirarse en todos los casos, de modo que las combinaciones de capital no se recompondrán a menos que se ejerza presión sobre los propietarios y los directivos que controlan determinados recursos. En algunos casos, no será posible recuperar el control sin recurrir al concurso de acreedores. Para ello, se hará necesaria una política crediticia ‘severa’. Pero una política crediticia demasiado severa con el propósito de romper las combinaciones de capital menos exitosas podría desalentar la inversión en los sectores importantes de la economía”.
En suma, la liquidación sana de la deuda requerirá una combinación de un elevado volumen de ahorro que permita a los agentes económicos recuperar su solvencia lo más rápidamente posible con una política crediticia que no evite las bancarrotas necesarias pero que tampoco aboque a la economía a una contracción secundaria como consecuencia de la desaparición súbita e irremplazable de medios de pago fruto del necesario aumento del atesoramiento. Es evidente que en tanto en cuanto el sistema bancario ha financiado inversiones a muy largo plazo o muy arriesgadas que deben liquidarse mediante bancarrotas empresariales, una cierta deflación, derivada de la contracción del crédito, será inevitable. Pero será la deflación imprescindible para reajustar la estructura productiva y la financiera sin acumular nuevas distorsiones o sin redistribuir pérdidas. Si nos fijamos, la política de estabilización propuesta casa bastante bien con la que estudiamos que defendía Walter Bagehot en la lección 5.
Recapitulación
La violación de la regla de oro por parte de los bancos y, muy en especial, de la Doctrina de las Letras Reales, provoca no sólo una depreciación de la moneda-crédito (como estudiamos en la lección anterior) sino una provisión inadecuada y excesiva de crédito que distorsiona en una dirección errónea las estructuras productivas y financieras del resto de agentes económicos: los bancos captan ahorro financiero a un determinado plazo y con unos determinados niveles de riesgo y lo reinvierten en proyectos a más largo plazo y con mayor riesgo. Gracias a ello, los bancos son capaces de maximizar temporalmente sus beneficios arbitrando entre los intereses que pagan por la deuda segura y a corto plazo y las rentabilidades que perciben por sus inversiones a largo plazo y más arriesgadas. Simplemente, los ahorradores, pese a haber expresado su preferencia a que su capital esté disponible en un determinado plazo de tiempo y con unos ciertos niveles de seguridad, sufren una inmovilización de su capital a mayor plazo y riesgo del que son conscientes y del que pueden asumir.
Es así cómo se gesta una descoordinación entre ahorradores e inversores que se traduce en unas estructuras productivas y financieras que no proporcionan la cantidad y la calidad de bienes en el momento deseado por los ahorradores: ora los ahorradores quieren dejar de serlo y comenzar a consumir antes de que las inversiones maduren en los bienes que éstos ahorradores desean (inconsistencia de las estructuras productivas), ora los ahorradores quieren modificar la composición de su cartera de activos financieros de un modo que imposibilita la continuidad de numerosos planes productivos. Dicho de otro modo, la liquidez de los agentes económicos se deteriora tanto por el lado del Activo (inversiones a más largo plazo y más arriesgadas) y por el lado del Pasivo (más endeudamiento, sobre todo a corto plazo) hasta que desean proceder a reconstruirla mediante recomposiciones y liquidaciones de sus bienes de capital y amortizaciones o refinanciaciones de deuda.
Las reflexiones de Melchior Palyi y Friedrich Hayek sobre la liquidez y la operativa bancaria nos sirven para comprender cómo los bancos deberían proveer crédito y cómo abusan del mismo en forma de expansiones insostenibles. A su vez, Mises, Hayek, Lachmann y en menor medida Kling y Higgs nos ofrecen una acertada descripción de cómo ese crédito falseadamente barato distorsiona la estructura de planes de negocio de los empresarios en una dirección insostenible y de la que será lento y costoso salir. Por su parte, Fisher y Koo exponen la problemática derivada de las distorsiones de las estructuras financieras de los agentes económicos (del sobreendeudamiento), tanto por lo que se refiere a la reducción de la oferta de medios de pago como al colapso de la demanda de nuevo crédito, si bien los dos abogan por una solución que en la siguiente lección expondremos como equivocada: políticas monetarias o fiscales expansivas. Ahora bien, ni Mises ni Hayek reflexionan especialmente sobre las influencias sobre el ciclo de la distorsión en las estructuras financieras, ni Fisher ni Koo hacen lo propio con respecto a las distorsiones en las estructuras productivas.
Al final, ya hemos visto que la única solución de fondo a los problemas ocasionados por una provisión inadecuada de crédito pasa por proporcionar tiempo al sistema económico para que, dentro de un entorno de libertad de mercado, acumule el suficiente nivel de ahorro como para cubrir, paliar y sanear las pérdidas latentes en las distintas estructuras productivas y financieras. Una conclusión que, sin embargo, no ha sido del agrado de los diferentes economistas de corte inflacionista que han prometido paliativos mágicos para acelerar y atajar la superación de la crisis. Precisamente, a ello dedicaremos nuestra lección novena.

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