Lección 2 – Las teorías inflacionistas del mercantilismo
Publicado el 04 noviembre 2012 por admin
El presente texto es un resumen de la lección segunda de la asignatura Historia de las doctrinas monetarias que imparto dentro del máster en Value Investing y Teoría del Ciclo del centro de estudios OMMA.
Antecedentes
El mercantilismo fue la doctrina económica que dominó el panorama europeo entre finales del s. XVI y mediados del s. XVIII, cuyo propósito era consolidar el poder del Estado-nación frente a otras organizaciones políticas o culturales que habían prevalecido en la Edad Media, como podían serlo la Iglesia o los imperios: Eli Heckscher, autor del libro Mercantilismo (1931) –el estudio más sistemático sobre esta cuestión– lo define sintéticamente como “el sistema económico del nacionalismo”. Su propósito fundamental era colocar los intereses económicos de la nación, entendida como bloque unitario e indiviso, frente a los intereses de los propios miembros de esa nación y, sobre todo, de otros bloques nacionales extranjeros: la concepción de la economía, por consiguiente, pasó a ser la de un juego de suma cero entre naciones. Como consecuencia, el pensamiento mercantilista era naturalmente hostil hacia una división internacional del trabajo entre individuos que sobrepasara los arbitrarios bloques nacionales: el comercio entre países (que no entre individuos) sólo resultaba defendible en tanto en cuanto beneficiara a la propia nación, por lo que los patrones de intercambio debían ser guiados y dirigidos por el ente encargado de defender los intereses nacionales, esto es, el Estado.
Sentado esto, hay que señalar que, sin embargo, el mercantilismo distaba de ser una doctrina económica homogénea. No sólo porque cada nación pariera sus propios mercantilistas (los arbitristas españoles, los cameralistas alemanes o los colbertistas franceses) y no sólo porque el pensamiento mercantilista se extendiera durante casi dos siglos y medio, sino porque cada autor poseía su propio juicio –fruto de sus reflexiones, experiencias e intereses personales– sobre cuáles eran las mejores herramientas para proteger las necesidades de la nación. En general, y simplificando en buena medida la cuestión, podríamos señalar que la inmensa mayoría de mercantilistas consideraba que la acumulación de medios de pago –especialmente metales preciosos– dentro de la nación constituía un indicio de que esa nación salía ganando del comercio exterior o, al menos, de que no salía perjudicada. El objetivo, por tanto, era adoptar políticas económicas de carácter nacional que permitieran maximizar esos medios de pago, aun a costa de quebrantar la división internacional del trabajo.
Así pues, la cuestión a estudiar pasa a ser, primero, qué pretendían conseguir los mercantilistas con esa acumulación indefinida de medios de pago (especialmente de oro y plata) y, segundo, qué políticas específicas proponían con tal de lograrla.
Los propósitos del mercantilismo
En la lección 3 analizaremos cómo el mercantilismo fue refutado por diversos autores dentro de la llamada “economía clásica”. Probablemente el más célebre de ellos fuera el escocés Adam Smith, quien en su libro La riqueza de las naciones (1776) popularizó la idea de lo que, a partir de entonces, ha constituido la versión vulgar del mercantilismo. En sus propias palabras, el mercantilismo es la idea de “que la riqueza consiste en dinero, oro o plata”. Buena parte de la crítica moderna al mercantilismo se efectúa sobre la base de esta inexcusable equiparación entre dinero y riqueza; como si la acumulación de metales preciosos, y no la satisfacción de las necesidades humanas, fueran el fin último de toda actividad humana.
Ciertamente, no es que la crítica no tuviera base alguna. Thomas Mun, uno de los más célebres pensadores mercantilistas, comenzaba su obra póstuma England’s Treasure by Forraing Trade (1664) aclarando que: “El mecanismo ordinario de incrementar nuestra riqueza y tesoro es mediante el comercio exterior, en el que debemos observar la siguiente regla: vender cada año más a los extranjeros de lo que les compramos”. Otro muy importante pensador mercantilista, Gerard de Malynes, también dejaba sentado en su primer libro A Treatise of the Canker of England’s Commonwealth (1601) que “la riqueza del reino puede disminuir de tres formas: sacando dinero metálico del país; vendiendo nuestras mercancías demasiado baratas; o comprando las mercancías foráneas demasiado caras”. Asimismo, Charles D’Avenant, en su An Essay on the East-India Trade (1697), sostiene que: “Cuando examinamos la auténtica causa de la riqueza de Holanda, descubrimos que depende en su mayor parte de la frugalidad de consumir en casa lo que se compra afuera barato, y en llevar al extranjero lo que genera riqueza y proporciona la mayor cantidad de dinero”.
Sin embargo, es necesario tener en cuenta que la gran mayoría de pensadores mercantilistas eran hombres de negocio que no estaban tratando utilizar de un modo exquisitamente científico y riguroso el lenguaje, sino que simplemente intentaban expresar unas ideas de un modo meridianamente inteligible para el burócrata de la época. O dicho de otro modo, no parece demasiado justo el agarrarse a sus imprecisiones léxicas para deformar el contenido de sus argumentos. Pues, de hecho, muchos pensadores mercantilistas solían diferenciar entre riquezas naturales (las derivadas directamente de la tierra) y riquezas artificiales (las manufacturas) sin incluir el dinero en ninguna de ambas categorías.
Es más, los propios mercantilistas trataron en numerosas ocasiones de aclarar la aparente confusión. Thomas Mun, por ejemplo, en la obra ya citada afirmaba que “todos los hombre saben que la riqueza de todo reino, estado o comunidad consiste en la posesión de esas cosas que son útiles para la vida civil”. Pero probablemente quien hizo un mayor esfuerzo para clarificar la postura mercantilista fue J. Jocelyn en su libro An Essay on Money and Bullion (1718): “Generalmente nos referimos al dinero y a los lingotes como riqueza, cuando en realidad no son riqueza en sí mismos, sino los instrumentos y el vehículo de la riqueza. Todo bien que cumpla las propiedades para ser usado es riqueza. Podemos usar con justicia esta definición para la tierra rica que proporciona abundante cosecha; para la mina rica donde abundan los minerales; para el vino rico que se convierte en una delicia para el paladar y el corazón de los hombres. Las riquezas de los hombres, pues, consisten en la abundancia de esos bienes que son útiles para nuestro goce y sustento”.
En verdad, no debemos extrañarnos de que los mercantilistas asociaran, siquiera inconscientemente, aquellos bienes que permitía adquirir el dinero (riqueza) con el propio dinero, sobre todo en un sistema económico donde los metales preciosos eran la base monetaria de todo Occidente y donde, por tanto, podían emplearse para acceder a las mercancías deseadas en cualquier parte del mundo. La cuestión, pues, es que la crítica al mercantilismo no puede reducirse a una (incierta) acusación de usar ligeramente el lenguaje, pues fueron muy pocos quienes de verdad pretendieron identificar dinero y riqueza. Sí parece haber sido el caso de Clement Armstrong, quien en su ensayo How to reform the Realms (alrededor de 1535) sostuvo que “es preferible disfrutar de abundancia de oro y plata en el reino que de mercancías o mercaderes”; lo mismo puede decirse del colbertista Montchrestien (padre, dicho sea de paso, del término “economía política”), quien en su Tratado de Economía Política(1615) afirmó: “Nuestra subsistencia no depende tanto del comercio de materias primas cuanto del oro y de la plata”.
Sin embargo, no cabe generalizar afirmaciones tan desafortunadas al conjunto de autores mercantilistas, deslizando la conclusión de que su pretensión era incrementar el “tesoro” de la nación por sí mismo y sin criterio alguno. Como a continuación analizaremos, el acaparamiento de metales preciosos en el interior de una nación fue visto con buenos ojos por los mercantilistas debido a los dos efectos saludables que presuntamente proporcionaba a) el estímulo al comercio y b) la rebaja de tipos de interés.
El estímulo al comercio
La época mercantilista se caracterizó por dos fenómenos sociales y económicos que dejaron una notable impronta en la mente de los comerciantes. El primero fue la enorme afluencia de metales preciosos desde las Indias, lo que incrementaba los ingresos monetarios de las industrias occidentales y, en tanto sus costes se revalorizaran con mayor lentitud, también sus beneficios. El segundo fenómeno, vinculado en parte al anterior, fue la progresiva transición desde ámbitos económicos de autosubsistencia o de trueques primitivos a divisiones del trabajo más segmentadas y especializadas donde los intercambios de bienes forzosamente tenían que realizarse en dinero.
Así las cosas, desde el punto de vista de un observador externo con escasos conocimientos de teoría económica, el aumento de la cantidad de dinero parecía favorecer la producción de bienes y servicios merced al estímulo que suponían los crecientes beneficios empresariales y, a su vez, permitía desarrollar una economía moderna con una mayor división del trabajo basada en intercambios monetarios.
La primera de estas ideas, que siglos después recogerán diversas tradiciones como el subconsumismo o el keynesianismo, simplemente sostiene que a mayor demanda agregada, mayor oferta agregada. Fueron diversos los mercantilistas que rápidamente establecieron esta conexión causal y se lanzaron a solicitar un incremento de la oferta monetaria con el propósito de cebar la demanda y estimular la producción. Edward Misselden, en su libro Free Trade (1622) se muestra favorable a envilecer la moneda aumentándola (actitud poco frecuente entre los mercantilistas, en general críticos con las mutaciones monetarias) para así incrementar la cantidad de dinero, los precios y la actividad económica: “Si bien el aumento de la moneda tenderá a encarecer todas las cosas, seremos generosamente recompensados con una mayor abundancia de dinero y una mayor rapidez de la actividad comercial. Y esto nos sucederá a todos, de modo que quien compre caro también venderá caro, sin que pueda decirse que nadie sale perjudicado. Y es mucho mejor para el Reino que las cosas sean caras gracias a la abundancia de dinero que su baratura por la carestía del mismo”. William Potter, en su libro The Key of Wealth (1650), probablemente exponga con mayor claridad esta perspectiva mercantilista: “Es evidente que, para el bien común de la sociedad humana, cuanto más dinero, crédito o medios de cambio haya, más mercancías serán vendidas y, por tanto, mayor será el comercio (…) Afirmo que el incremento en la cantidad de dinero no puede provocar un incremento en los precios de las mercancías (o cualquier otro problema) sino que, al contrario, incrementará la venta de las mercancías [y su producción]”.
El otro motivo por el que los mercantilistas creían que una mayor cantidad de dinero favorecía el comercio era más refinado. Ya vimos en la lección anterior que el mercader italiano Bernando Davanzati formuló en su libro Lecciones sobre la moneda(1588) una versión muy reduccionista de la teoría cuantitativa del dinero donde, en pocas palabras, se asumía que todos los bienes se intercambiaban por todo el dinero existente. Recordemos la cita: “Todas las cosas valen todo el oro que puebla el mundo. Todos los hombres codician con pasión todo el oro para comprar todas las cosas que necesitan para satisfacer sus carencias y deseos”. Semejante razonamiento, donde el dinero sólo circulaba una vez en los intercambios, lastraba enormemente la capacidad de avanzar hacia una economía más monetaria. El propio Davanzati denunciaba que la lentitud de ese dinero y su atascamiento en unas pocas manos impedía el desarrollo de un comercio basado en intercambios monetarios: “Es fácil comprender que todo Estado necesita una cierta cantidad de dinero, como todo cuerpo necesita una determina cantidad de sangre en circulación. Y del mismo modo que si la sangre se detiene en la cabeza o si se dilatan los vasos sanguíneos el cuerpo se consume en hidropesía o apoplejía, también sucede que si todo el dinero se queda en unas pocas manos, como los ricos del ejemplo, el Estado cae rápidamente en convulsiones y otros desastres peligrosos”.
Esta idea de Davanzati, que la insuficiencia monetaria genera no ya caídas de precios sino una total interrupción del comercio en ciertas zonas de la economía, es recogida por otros escritores mercantilistas. Edward Misselden expone, en una analogía biológica muy parecida a la de Davanzati, que: “El dinero es el espíritu vital del comercio, y si el espíritu falla, el cuerpo también fallará. Del mismo modo, el cuerpo del comercio parece estar muerto sin la vida del dinero, y también lo están los comerciantes sin el mismo comercio. Solemos decir que el artesano o el obrero no pueden trabajar sin sus herramientas o instrumentos: tampoco el mercader puede comerciar sin dinero”.
No obstante, quien más inteligentemente argumenta esta idea es un autor del que luego hablaremos extensamente: John Law en su libro Dinero y comercio considerados con una propuesta para abastecer con dinero a la nación (1705). Law constata que antes de la aparición del dinero los intercambios tenían que efectuarse vía trueque o vía crédito, pero estas operaciones eran poco ventajosas por cuanto “1. Quienes deseaban permutar no siempre encontraban gente con los bienes que quería (…) 2. Los contratos pagaderos en bienes eran inciertos por cuanto los bienes de una misma clase diferían en valor. 3. No había una medida común que pusiera en relación los valores relativos de los distintos bienes. Por todo ello, en esta situación de truque el comercio era escaso”. Law considera que esta insuficiencia monetaria bloquea la transición hacia una economía puramente monetaria y, por tanto, profundizar en la división del trabajo; de ahí que proponga la necesidad de incrementar la cantidad de medios de cambio para integrar a todos los recursos ociosos dentro de la división nacional del trabajo: “El comercio interno depende del dinero. Una mayor cantidad de dinero da empleo a más gente que una menor cantidad. Una suma limitada de dinero sólo puede poner a un cierto número de personas a trabajar (…) Las buenas leyes debería hacer circular al dinero a su plena capacidad y forzar a que se emplee en las áreas más valiosas para el país”.
Por consiguiente, cabe encontrar dos razones dentro del mercantilismo que justificaban la idea de que una mayor cantidad de dinero favorecería un mayor comercio y una mayor producción. La muy simple y engañosa de que más gasto equivale a más producción; y la más refinada y en muchas ocasiones cierta de que el dinero es imprescindible para solventar los problemas de coordinación propios de la división del trabajo y, por tanto, la ausencia de un dinero de calidad limita la extensión y la complejidad de ese esquema de división del trabajo (cuestión distinta es qué entendieran Law y otros mercantilistas por “dinero de calidad”). Gerard de Malynes, a quien también hemos mencionado en el epígrafe anterior, resume con gran habilidad en apenas una frase esta doble perspectiva; en su libro The Maintenance of Free Trade (1622) podemos leer lo siguiente: “La falta de dinero es la primera causa de la decadencia del comercio, pues sin dinero no se demandan mercancías. Y cuando regresamos a la permuta o al trueque, el tráfico queda supeditado a las necesidades de los comerciantes, que tienden a destruir la comunidad para enriquecimiento de algunos”.
La rebaja de los tipos de interés
Recordemos que uno de los errores heredados de la Escolástica era que el tipo de interés era un fenómeno puramente monetario por el cual resultaba abusivo (usurario) cobrar intereses. Esta visión alcanza a los mercantilistas, quienes en su mayoría y con alguna excepción, pensaban que el tipo de interés que determinaba la inversión empresarial apenas dependía únicamente de la oferta y demanda de dinero.
Algunos mercantilistas, siguiendo la tradición antiusuraria de la Escolástica, optaron por demandar limitaciones legales sobre el tipo de interés, esto es, a demandar la fijación de tipos de interés máximos. Así, Nicholas Barbon afirma en A Discourse of Trade (1690) que “presionar a la baja el tipo de interés (…) no volverá el dinero más escaso, pues si la ley no permite cobrar un interés superior al 3%, aquellos que vivan de rentas tendrán que prestar a tasa o se quedarán sin intereses”. Ahora bien, quien habló más decididamente a favor de imponer tipos de interés máximos fue Josiah Child en su panfleto Brief Observations Concerning Trade and Interest of Money(1668) quien sostiene que: “Todo lo anterior ofrece argumentos para las cabezas mejor amuebladas de que la limitación del interés es la causa de la prosperidad y de la riqueza de las naciones, de manera que reducir el tipo de interés de este Reino, desde el 6% al 4% ó 3%, nos permitiría necesariamente duplicar nuestro stock de capital en menos de veinte años”.
Con todo, la mayoría de mercantilistas se mostraron escépticos con la limitación legal del interés. John Locke, por ejemplo, dedicó su escrito Algunas consideraciones sobre las consecuencias de la reducción del tipo de interés y la subida del valor del dinero (1691) a refutar la propuesta de Child: “Cuando consideramos lo difícil que es fijar el precio del vino o de las sedas u otras mercancías innecesarias, y lo imposible que resulta fijar un precio para los víveres en tiempos de hambruna, tal vez quede claro que la ley no puede impedir que los hombres reciban más interés del fijado (puesto que sólo la falta de dinero regula su precio) (…) Si rebajarais el interés al 4%, el comerciante o el intermediario que pide dinero prestado no lo obtendría ni un ápice más barato de lo que lo consigue en este momento, sino que probablemente se producirían los dos efectos negativos siguientes: primero, que pagaría más y, segundo, que habría menos dinero en el país para el funcionamiento del comercio”.
En opinión del inglés, sólo había un mecanismo efectivo para rebajar los tipos de interés del dinero: incrementar la oferta del dinero. En esa misma obra podemos leer que: “Admito ante estos hombres que en Holanda el interés es bajo pero esto es así no como consecuencia de una ley o de un artilugio político del gobierno para promover el comercio, sino que es el resultado de la gran abundancia de dinero disponible que hizo que el interés cayera en un principio (…) Admito que sería bueno para Inglaterra, y me gustaría que así fuera, que la abundancia de dinero resultara tan grande entre nosotros que cada hombre pudiera pedir prestado tanto dinero al 4% como le fuera posible emplear en el comercio, y no que tomaran prestado como pudieran emplear al 6% (…) Todas las maneras imaginables de aumentar la cantidad de dinero en un país son las siguientes: o se extrae de las propias minas o se obtiene de nuestros vecinos. Creo que es fácil admitir que ese 4% no tiene la naturaleza de una vara de detección de metales o de una vírgula divina capaz de descubrir minas de oro y plata. La manera de obtener dinero de los extranjeros es por la fuerza, pidiéndoles prestado o por el comercio”.
Semejante opinión, que a la postre proporcionaba la otra gran razón que justificaba la obsesión por la acumulación de oro en el interior de un país, aparece repetida en los escritos de numerosos escritores mercantilistas. Edward Misselden escribe: “El remedio para la usura es la abundancia de dinero, ya que en tales casos los hombres no se verán forzados a tomar dinero a interés como sucede cuando el dinero es escaso”. También Malynes se expresa en una dirección similar en la última de sus obras arriba citadas: “La usura es la segunda causa de la decadencia del comercio y debe ser remediada con abundancia de dinero”. Benjamin Franklin, el político estadounidense, también expresó ideas muy similares en su A Modest Enquiry into the Nature and Necessity of a Paper-Currency (1729) también explica que: “Una gran carestía de dinero en cualquier país provoca que eltipo de interés sea muy alto. Y hay que señalar que es imposible que la ley impida a los hombres percibir un interés exorbitante allí donde el dinero es escaso (…) Por el contrario, una moneda abundante permitirá reducir el tipo de interés, y esto inducirá a invertirlo en tierras, haciendo subir su valor”. Y finalmente, James Steuart, considerado el último de los grandes pensadores mercantilistas, también sostuvo en An Inquiry into the Principles of Political Economy (1767) que: “Ya hemos dicho, y todo el mundo es consciente de ello, que el tipo de interés cae en proporción a la superfluidad de dinero para prestar”.
Para algunos autores modernos, como John Maynard Keynes, el mercantilismo fue, por encima de cualquier otra consideración, una política económica dirigida a rebajar los tipos de interés nacionales acaparando los metales preciosos de otras naciones. Según expone en La Teoría General del empleo, el interés y el dinero (1936): “El pensamiento mercantilista nunca creyó que hubiera una tendencia al ajuste automático del tipo de interés para situarse a un nivel apropiado. Todo lo contrario, insistieron en que un tipo de interés alto era un obstáculo importante para el desarrollo de la riqueza e incluso eran conscientes de que el tipo de interés dependía de la preferencia por la liquidez y la cantidad de dinero. Estaban interesados tanto en disminuir esa preferencia como en aumentar la cantidad de dinero y muchos de ellos dejaron constancia clara de que su preocupación por aumentar esa cantidad se debía a su deseo de disminuir el tipo de interés”.
En la siguiente lección expondremos, de la mano de Anne Robert Jacques Turgot, los fallos de esta teoría mercantilista: básicamente, el tipo de interés no es un fenómeno monetario sino real, dependiente de la demanda y oferta de capital. Aún así, no deja de ser chocante que, después de haber sido refutados por la teoría clásica, los mismos sofismas vuelvan a cobrar fuerza en la obra de Keynes, planteada precisamente como una refutación de la mucho más razonable teoría clásica y, por tanto, como una reivindicación de todos estos razonamientos mercantilistas.
Los otros motivos del mercantilismo
Junto a estos dos grandes motivos que justificaban el irrefrenable deseo mercantilista por incrementar las existencias de medios de pago dentro de un país, es posible encontrar de manera dispersa otra serie de explicaciones.
Thomas Mun aduce dos razones más. La primera, incrementar el valor de las tierras: “Gracias a esta abundancia de dinero nuestras tierras mejoran. Pues cuando el mercader consigue un buen pedido de su ropa u otras mercancías allende los mares, se vuelve a casa para efectuar nuevos pedidos de lana y otras mercancías en mayores cantidades que antes, lo que consiguientemente mejora la renta de los terratenientes”. La segunda, la constitución de un fondo de contingencias (un tesoro en sentido estricto) en favor del monarca, que le permita hacer frente con holgura a emergencias como una guerra, pero que no descapitalice a sus ciudadanos: “El rey que desee almacenar dinero deberá intentar por todos los medios mantener e incrementar el comercio del país con el exterior, pues ésta es la única vía para satisfacer no sólo sus fines, sino también para enriquecer a sus súbditos; se considera que un Príncipe es poderoso tanto por poseer grandes tesoros en sus cofres cuanto por gobernar sobre unos súbditos ricos y bien educados”.
Otra de las justificaciones nos la ofrece John Asgill al elaborar su plan para incrementar la cantidad de moneda a partir de la hipoteca de las tierras. Asgill expone la necesidad de generar inflación mediante un incremento de los medios de pago para así diluir el valor de las deudas pasadas: “Los contratos que exigen al Reino pagos en metálico exceden ahora mismo la cantidad de dinero metálico existente en el Reino; y dado que el dinero se está volviendo más valioso que las letras de cambio, aquellos que lo necesitan para saldar sus deudas lo seguirán demandando; y cuanto más se demande, más altos serán los precios, y cuanto más altos sean los precios, más se multiplicará la demanda y a su vez el precio, lo que vuelve imposible el cumplimiento de estos contratos pasados (…) Por consiguiente, con tal de preservar la paz en el Reino en materia de los contratos pretéritos y para incrementar la oferta presente y futura de dinero, se hace necesario crear otra modalidad de dinero distinta del oro y la plata”.
Pero fue otra finalidad la que encandiló a muchos otros pensadores mercantilistas que fueron más allá de querer acumular cada vez más dinero y pasaron a considerar preferible potencia la exportación de aquellas industrias nacionales intensivas en empleo: es lo que Eli Heckscher denominó “el miedo a las mercancías”. La hipótesis subyacente en muchos pensadores mercantilistas era que la falta de demanda impedía dar salida a toda la producción nacional, lo que condenaba a parte de la mano de obra al desempleo involuntario; razón que les llevó a considerar conveniente potenciar la demanda internacional de esas mercancías sin salida y en cuya fabricación intervenían gran cantidad de trabajadores.
Nicholas Barbon explica que “las ganancias que la nación deriva del comercio vienen de los aranceles y de vender aquellos bienes que emplean a la mayor cantidad de gente”. Más claro si cabe es Josiah Tucker, quien en su Breve ensayo sobre las ventajas y las desventajas que en materia comercial afectan a Francia o Reino Unido, respectivamente (1753) estable que: “cuando dos países intercambian sus productos o manufacturas, aquella nación que tiene el mayor número de empleados en este cambio recíproco puede decirse que recibe un saldo positivo de la otra; pues el coste del sobreempleo debe pagarse en oro y plata (…) Esta es la forma más clara y justa de determinar el saldo comercial entre naciones: pues si bien la diferencia de valor entre sus mercancías puede dar lugar a una diferencia entre las sumas abonadas, el principio general es, sin embargo, que el trabajo (y no el dinero) mide la riqueza de la gente, de modo que la ventaja siempre estará del lado de la nación que dé empleo a un mayor número de personas”.
Precisamente, una de las contradicciones a las que se enfrentaban los mercantilistas que defendían la necesidad de maximizar el nivel de empleo frente a la tradición anterior consistente en maximizar los ingresos en oro de un país es que muchas de las exportaciones que proporcionaban esos mayores ingresos en oro no eran las más intensivas en mano de obra (sino, por el contrario, las que incorporaban un mayor valor añadido sobre el coste en mano de obra). De ahí que ambos propósitos no pudieran en muchos casos realizarse a la vez: promover las exportaciones que más oro permitían ingresar no eran las exportaciones que más trabajadores permitían emplear. Esta circunstancia llevó a James Steuart a la aparentemente antimercantilista afirmación de que resultaba preferible que un país importara más de lo que exportadora: “Si el valor de los bienes importados es mayor que el de los bienes exportados, nuestro país sale ganando; si importamos una mayor cantidad de trabajo de la que exportamos, el país pierde. ¿Por qué? En el primer caso, los extranjeros tienen que pagar, en especie, por el exceso de trabajo exportado, mientras que, en el segundo caso, el país tiene que pagar a los extranjeros, en especie, por el exceso de trabajo importado. Es, por tanto, un principio general el desincentivar la importaciones de trabajo e incentivar su exportación”. O dicho de otro modo, el país que importa productos intensivos en mano de obra está indirectamente subvencionando el empleo en el extranjero (a costa del empleo nacional), con los múltiples perjuicios que ello acarrea.
En todo caso, a estas alturas debería haber quedado clara la diversidad de objetivos –muchos de ellos incompatibles– que confluían dentro del llamado movimiento mercantilista. Y si sus propósitos ya eran diversos, tanto más lo fueron los instrumentos que diseñaron para lograrlos.
La política económica del mercantilismo
Como decimos, las herramientas de política económica que defendía el mercantilismo eran bastante heterogéneas, sin que pueda decirse que existiera consenso alguno entre los muy diversos autores. Sin embargo, y pese a la variedad de criterios, sí podemos establecer dos grandes grupos: aquellos que buscaban manipular el comercio internacional con tal de incrementar la cantidad de metales preciosos dentro del país y aquellos otros que pretendían crear nuevos esquemas monetarios para aumentar la cantidad de medios de pago dentro del país.
El control del comercio internacional
A día de hoy el mercantilismo suele asociarse con políticas proteccionistas y selectivamente restrictivas del comercio internacional. Ciertamente, no se trata de una asociación infundada, pues la manipulación de las relaciones exteriores constituyó la vía principal por la que muchos mercantilistas trataron de lograr una progresiva acumulación de metales preciosos. En este sentido, podemos encontrar dos grandes tendencias: la de aquel grupo de autores que propugnaba un control directo de los movimientos internacionales de metales preciosos (prohibiendo su exportación o, más comúnmente, regulando los tipos de cambio) y la de aquel otro grupo que quería asegurarse las entradas de metales preciosos influyendo sobre el saldo de la balanza por cuenta corriente, esto es, regulando las actividades comerciales con tal de garantizar que el país exporta más de lo que importa.
El primer grupo fue especialmente dominante hasta mediados del s. XVII y se encontraba capitaneado por Gerard de Malynes. Malynes dedica su primer libro, A Treatise of the Canker of England’s Commonwealth, a denunciar la conspiración de los banqueros, los cambistas y los gestores las cecas extranjeras para depreciar la libra inglesa, causando con ello una salida del oro del país. En efecto, y como explicaremos con mayor detalle en la lecciones 3 y 10, si un país importa más de lo que exporta, sus obligaciones de pago a favor del extranjero (las que derivan de haber importado) serán mayores que sus derechos de cobro contra el extranjero (los que derivan de haber exportado), por lo que el tener metales preciosos en el extranjero será más valioso que el tenerlos dentro de las fronteras nacionales (la divisa nacional se depreciará), lo que a su vez derivará en una exportación de esos metales preciosos allí donde son más valiosos (el extranjero): es lo que en las siguientes lecciones denominaremos punto de exportación del oro. Este mecanismo no debería resultar problemático, pues si el oro o la plata nacional llegan al resto del mundo, los precios foráneos subirán en relación con los precios internos, de modo que las exportaciones domésticas tenderán a aumentar y las importaciones a reducirse, logrando una apreciación de la divisa nacional y, por tanto, recibiendo entradas de oro o plata desde el extranjero.
Malynes, sin embargo, dudaba de que esta circulación metálica fuera tan fluida. Primero porque pensaba que las coaliciones entre banqueros, cambistas y gestores de las casas de acuñación extranjeras lograrían mantener el tipo de cambio de la libra artificialmente deprimido: “Los banqueros, al controlar el desarrollo de los cambios, también controlan los tipos de cambio particulares de Inglaterra”. Así, una vez los precios subieran en el extranjero, los banqueros internacionales podían retirar sus divisas de Londres, los cambistas girar letras financieras (cambios secos, en la terminología escolástica) en contra de Inglaterra y los gestores de la casa de acuñación aumentar el valor de la divisa (esto es, incrementando el valor nominal de una determinada cantidad de oro o plata) para incentivar más salidas de oro hacia el extranjero: “[Esta abusiva exportación de dinero] vuelve escaso el dinero en nuestro país, lo que hunde nuestros precios internos; y, al contrario, incrementa el precio de las mercancías extranjeras, donde nuestro dinero se añade a la circulación. Así las cosas, debería suceder que nuestras mercancías pasaran a ser vendidas en el extranjero, pero esto se ve obstaculizado por el aumento del valor nominal de sus divisas, lo que favorece una mayor exportación de nuestro dinero y bloquea sus importaciones de nuestros productos”. Y, en segundo lugar, Malynes asumía en ocasiones que las exportaciones y las importaciones inglesas eran inelásticas a su demanda extranjera, de modo que se seguirían demandando ampliamente con independencia del precio: “En contra de la común objeción en contra de vender nuestras mercancías caras, ya hemos mostrado lo necesarias que éstas son y cuán demandadas son en todas partes”. Por todo ello, Malynes propuso un control oficial de los cambios que prohibiera la venta de libras depreciadas; tal como expone en The Maintenance of Free Trade: “Esto sólo podrá lograrse con un decreto de su majestad modificando el Estatuto de los Cambios, prohibiendo que, a los tres meses de entrar en vigor, ningún hombre pueda efectuar ningún cambio de divisas, en el extranjero o en nuestro Reino, por debajo de par (…), sino sólo a esa paridad o, si los mercaderes están de acuerdo, por encima, pero jamás por debajo”.
Malynes, que tenía una profunda comprensión de los mecanismos cambiarios de su tiempo, claramente basó su visión de las relaciones exteriores sobre la idea de que la especulación financiera podía alterar permanentemente los tipos de cambio y de este modo alterar el propio equilibrio comercial (debido a la inelasticidad de las propias exportaciones inglesas); una idea que en la siguiente lección comprobaremos como errónea para un sistema de patrón oro pero que, en la lección 10, expondremos como eventualmente válida en un sistema de papel moneda inconvertible.
Fueron Misselden y Mun quienes rápidamente atacaron las tesis de Malynes. Mun, por ejemplo, expresó sus dudas de que los especuladores tuvieran influencia alguna sobre los cambios: “He vivido durante mucho tiempo en Italia, el territorio cristiano donde los bancos y banqueros más operaciones realizan, y nunca he podido oír ni escuchar que hayan tratado de fijar los tipos de cambio de manera coaligada”. En su opinión, “no es la depreciación de nuestra divisa, sino el exceso de compras al extranjero, lo que hace que se reduzca nuestro tesoro”. Mun inaugura así una tradición sobre los tipos de cambio conocida como “la teoría de la balanza comercial”, donde efectivamente se reconoce que, como decía Malynes, los pagos y los cobros internacionales determinan el tipo de cambio, pero donde se hace depender esos pagos y cobros mayoritariamente de las transacciones comerciales. Las transacciones especulativas dirigidas a manipular los cambios son consideradas, pues, poco relevantes. Fijémonos en que Mun no refuta los argumentos de Malynes acerca de la especulación de divisas: simplemente asume que ésta será poco relevante y que el grueso de las operaciones en divisas tendrán un origen real y no financiero.
Con razón o sin ella, las tesis de Misselden y Mun se vuelven dominantes desde la segunda mitad del s. XVII, de manera que el énfasis deja de estar en el control de los cambios o de los movimientos de oro y pasa a colocarse en el manejo directo o indirecto de las exportaciones e importaciones para evitar que un país terminara perdiendo todo su oro: al fin y al cabo, si el tipo de cambio se depreciaba como consecuencia de un saldo comercial desfavorable, las salidas de oro se autoagravaban, en tanto en cuanto la nación deficitaria recibía menos oro del extranjero por sus exportaciones y debía pagar más por sus importaciones. Las dos herramientas propuestas y empleadas a este respecto son, lógicamente, la restricción de las importaciones y la promoción de las exportaciones.
En cuanto a lo primero, Mun propone “restringir el excesivo consumo de las mercancías exteriores (…) [mediante] la aplicación forzosa de las buenas leyes que ya se están cumpliendo estrictamente en otros países”. Barbon expone que “si la importación de bienes extranjeros desplaza el consumo de los domésticos (…) semejante problema no debe remedirse prohibiendo la importación, sino imponiéndoles unos aranceles tan elevados que siempre resulten más caros que los producidos en el interior”. William Petty, en su Tratado de los impuestos y de las contribuciones (1662), establece que: “Todos los bienes [extranjeros] disponibles para el consumo tienen que encarecerse con respecto a los producidos en el interior (…) En cuanto a prohibir las importaciones, digo que no es necesario a menos que excedan en mucho las exportaciones”. Por último, Steuart sostiene que: “Estoy seguro de que es del interés de una nación rica el cortar toda comunicación con el comercio dañino, mediante impedimentos tales como las restricciones, los aranceles y las prohibiciones sobre la importación”.
La protección arancelaria de la importación se consideraba especialmente prioritaria en el caso de la llamada “industria naciente”, esto es, cuando una industria se encuentra en fase de desarrollo y se cree que debe ser resguardada de la competencia exterior. Steuart, por ejemplo, afirma que: “El principio general que debe dirigir al gobernante a la hora de promover y mejorar las industrias nacientes de su país es el de incentivar la manufactura de todas las ramas de sus producciones naturales generalizando su consumo doméstico; excluyendo la competencia extranjera; permitiendo el aumento de los beneficios para lograr una mayor flexibilidad y emulación en las invenciones y mejoras [etc.]”. Asimismo, David Bindon, un comerciante de lino fracasado, también publicó A letter from a merchant who left off trade (1738) reclamando esta mayor protección internacional para el lino: “La producción de lino es uno de los métodos más beneficiosos para enriquecer y fortalecer a una nación; pero esta manufactura se halla en su fase inicial de desarrollo en Gran Bretaña e Irlanda, lo que impide a nuestra gente vender tan barato (…) como aquellos que llevan tiempo en el negocio, de manera que no podemos progresar en absoluto sin algún tipo de incentivo estatal”.
Junto a la restricción de las importaciones, la otra gran prescripción mercantilista era la promoción de las exportaciones. Para ello, Thomas Mun proponía distintas vías, como incrementar la producción agraria de cara a exportarla, ser más frugales en el consumo interno para desplazar a los mercaderes domésticos hacia el exterior, recurrir a políticas de precios predatorios para capturar los mercados extranjeros (“en ciertos casos deberemos vender tan barato como sea posible antes que perder la oportunidad de vender tales mercancías; la experiencia de los últimos años muestra que el ofrecer barata nuestra ropa en Turquía nos ha permitido incrementar tanto nuestras ventas como para desplazar a los venecianos de esos territorios”), bajar los impuestos sobre los exportadores, reducir los aranceles a aquellas importaciones que vayan a reexportarse o directamente subvencionar las exportaciones.
Esta última política de subvencionar las exportaciones no despertaba, sin embargo, unanimidad dentro de los pensadores mercantilistas. Mathew Decker critica en su An essay on the causes of the decline of foreign trade (1739) que “las leyes que conceden subvenciones a la exportación de trigo, pescado y carne son muy perjudiciales para las manufacturas; dado que los salarios dependen del alto o bajo precio del trigo, el pescado o la carne, las subvenciones a su exportación sólo sirven para alimentar a los extranjeros más baratos que a nuestra gente, arramblando con nuestro comercio”. En cambio, Arthur Young, en The expediency of a free exportation of corn at this time: with some observations on the bounty and its effects (1770) se manifestó favorable a subvencionar las exportaciones: “Es prueba indubitable que el precio del trigo ha caído enormemente desde que se empezó a subvencionar (…) En general, los argumentos en contra de las subvenciones y de la libre exportación de trigo son errores u objeciones frívolas y triviales”.
Con el paso de los siglos, y en especial tras la crítica de la economía clásica, todo este conjunto de políticas comerciales fueron siendo progresivamente desacreditadas, por mucho que hayan ido resurgiendo en más de una ocasión. De hecho, ni siquiera se hizo necesario esperar a la economía clásica, pues incluso dentro de los mercantilistas aparecieron algunos autores que, como Dudley North, se dedicaron a desmontar todos los clichés relativos a la necesidad de acumular metales precios a costa de restringir el comercio para estimular la industria y bajar los tipos de interés. En un contundente alegato a favor del libre comercio y de la acumulación de capital, North concluso en sus Discursos sobre el comercio (1691) que: “Las leyes que restringen el comercio extranjero o nacional afectando al dinero o al resto de mercancías no son los ingredientes que permiten a la gente enriquecerse y lograr abundancia de dinero y de bienes. Al contrario, preservar la paz, mantener la justicia, no obstaculizar la navegación, alentar a los industriosos permitiéndoles acceder a todo tipo de honores y de empleos en el gobierno según su riqueza y caracteres, es lo que permitirá incrementar la producción nacional y, en consecuencia, el oro y la plata abundarán, los intereses bajarán y no se sentirá carestía de dinero”.
Pero como sucede en ocasiones, aquellas medidas que a día de hoy menos se asocian con el mercantilismo son las que han terminado dominando el debate intelectual de nuestra época y convirtiéndose en mayoritarias por muy incorrectas que sean. Nos referimos, claro está, a todo el conjunto de propuestas dirigidas a expandir artificialmente el crédito tanto para estimular los intercambios cuanto para reducir los tipos de interés.
La expansión de los medios de pago basados en el crédito
La mayoría de autores mercantilistas estaban obsesionados con acaparar metales preciosos a costa del extranjero con el propósito de estimular el comercio y rebajar los tipos de interés. Probablemente, esta fijación con los metales preciosos, caros y difíciles de conseguir, se debía a su dificultad para concebir otros medios de cambio distintos del oro y de la plata. Al fin y al cabo, pese a que el uso del crédito comercial y bancario ya estaba bastante extendido por Europa (tal como estudiamos en la lección 1), ese crédito seguía siendo pagadero en oro o en plata, lo que constreñía sus posibilidades de extenderse de manera ilimitada.
A partir de la segunda mitad del s. XVII, sin embargo, comienzan a aparecer una serie de autores más ‘imaginativos’ que se dedican a promover diversos esquemas crediticios no basados en bienes tan cuantitativamente limitados como el oro o la plata, sino en otros mucho más abundantes como la tierra. El primero de todos ellos fue William Potter, quien en 1650 publicó The Key of Wealth: or, a A New Way for Improving of Trade. La mayoría de autores modernos que han estudiado a Potter no han dudado en tildarlo de iluminado monetario (Heckscher), locus classicus del inflacionismo (Rothbard) o avanzadilla de los bancos de tierras (Schumpeter). Tales acusaciones, sin embargo, simplifican indebidamente el esquema propuesto por Potter.
Su idea fundamental, ciertamente, partía de la necesidad de incrementar la circulación monetaria para aumentar el comercio y rebajar los tipos de interés: “Dado que no podemos incrementar el dinero a placer hasta alcanzar la cantidad que necesitamos, no tenemos otro mecanismo para acelerar el comercio que multiplicar el crédito firme y reconocido de los mercaderes que pueda transmitirse de mano en mano”. O dicho de otra manera, Potter proponía complementar el uso de metales preciosos como medio de pago con el de pagarés de empresa; más específicamente, sostenía que la empresa que emitiera tales pagarés debía ser una sociedad que reuniera el capital de numerosos mercaderes y que contara con un seguro contra impagos. Los pagarés, además, serían pagaderos a la vista en oro –limitando con ello sus posibilidades de emisión– y se girarían únicamente contra “activos de calidad”, con cuya venta a cambio de oro o de los propios pagarés se saldarían las obligaciones vivas. El problema, como desarrollaremos más adelante, fue qué entendió Potter por activos de suficiente calidad: “fianzas, hipotecas de tierras o, si la empresa los acepta, mercancías de considerable valor”; un espectro de activos descontables demasiado amplio que no blindaba su propuesta de degenerar en un entramado inflacionista como le sucedería a la de John Law. No obstante, a diferencia de la propuesta de John Law, Potter parecía ser consciente de la necesidad de que sus pagarés refluyeran al emisor, de que fueran en todo momento amortizables en oro y de que su garantía fuera de buena calidad y fácilmente vendible; que considerara que la tierra (aunque no sólo la tierra) cumplía con esas características fue más bien un error de diagnóstico accesorio que un error esencial en su desarrollo teórico. Por ello, bien podemos considerar a Potter un antecesor confundido de algunas de las ideas de Adam Smith que estudiaremos en la lección 3; en concreto, de la Doctrina de las Letras Reales.
El resto de autores que siguieron a Potter en su propuesta de complementar parte de la circulación monetaria con crédito endosable no tuvieron ni mucho menos tanto acierto como él. Nicholas Barbon y John Asgill, por ejemplo, fundaron en 1690 el primer banco de tierras de Inglaterra a partir de unas premisas teóricas poco sólidas. Barbon afirmaba que “no es absolutamente necesario que el dinero sea oro o plata, pues el dinero solo deriva valor de la ley y no del material en el que se encuentra estampado. El dinero tiene el mismo valor y presta el mismo servicio si esta hecho de latón, cobre, hojalata o cualquier otra cosa”. Asimismo, John Asgill, en su libroSeveral Assertions Proved (1696), defendió que “[los títulos respaldados por tierras] tierras cumplen con las propiedades del dinero y son más útiles y valiosos que el oro y la plata”, siendo conveniente que la ley convierta esos títulos hipotecarios en curso forzoso (“la ley obligaría a utilizarlos como medio de pago”). Claramente, los puntos de partida de Potter, por un lado, y de Barbon y Asgill por otro tienen poco que ver: Potter no defiende el curso forzoso de sus pagarés, Asgill sí; Potter no quiere sustituir al oro y la plata por sus pagarés sino complementar su circulación, Barbon y Asgill, sí; los pagarés de Potter son convertibles a la vista en oro, los títulos hipotecarios de Barbon y Asgill no. O dicho de otro modo, Potter parece entender que sus pagarés son títulos de deuda que se utilizan como medios de pago, mientras que Barbon y Asgill caen en la trampa de pensar que sus títulos de deuda son dinero, en concreto, dinero papel. Tendremos que esperara a las lecciones sexta y séptima para distinguir adecuadamente ambos conceptos, pero baste indicar que el dinero es un bien presente con el que extinguir deudas, mientras que las deudas son obligaciones futuras de pago en dinero: no conviene mezclar ambas categorías.
Con todo, no fueron ni Potter, ni Barbon, ni Asgill quienes lograron un mayor predicamento y una fama universal con sus esquemas crediticios, sino el economista escocés John Law. Law no sólo fue un teórico, sino también un hombre de negocios y político que puso en práctica buena parte de las ideas contenidas en su obra Dinero y comercio considerados con una propuesta para abastecer con dinero a la nación (1705), que no es más que su propuesta legislativa para reformar el sistema bancario escocés (sabiamente rechazada por el Parlamento de Escocia). Aunque Law ha pasado a la historia como un completo ignorante económico debido al sonoro fracaso que experimentó en Francia y que luego relataremos, lo cierto es que el escocés fue un economista en muchos aspectos brillante: probablemente, su exposición sobre el origen, las funciones y las propiedades del dinero no sea superada hasta finales del s. XIX con la obra de Carl Menger (que estudiaremos en la lección quinta). Además, Law se opuso a las devaluaciones, a las mutaciones monetarias o al control normativo de los tipos de interés, entendiendo que eran mucho más perjudiciales que beneficiosas.
Ni mucho menos puede decirse, por consiguiente, que todo su esquema teórico fuera un absoluto desastre. Sus errores no surgen desde el comienzo, sino que van brotando conforme desarrolla sus razonamientos. En concreto, Law era consciente de que el dinero resultaba imprescindible para superar los inconvenientes del trueque, para proporcionar una buena reserva de valor y para homogeneizar los precios en una unidad de cuenta común. El dinero que el mercado naturalmente había seleccionado para ello había sido la plata, debido a sus buenas propiedades: estandarizable en calidad, poco costosa de transportar, valor internacional homogéneo, fácil de almacenar y muy divisible. Pero, para Law, la plata tenía un gran problema: su escasez en relación con las necesidades del comercio, sin que todas las propuestas efectuadas por los mercantilistas para acumular estos metales preciosos se hubiesen mostrado de utilidad. La alternativa que proponía Potter de suplir la falta de plata con crédito o pagarés convertibles en plata tampoco convence a Law, por considerarlo demasiado restrictivo: “Todo crédito que promete un pago de dinero no se puede extender más allá de cierta proporción que debe guardar con el dinero; tenemos tan poco dinero que el crédito que podríamos dar a partir de él sería irrelevante”. Y es a partir de esta última consideración donde Law comienza a encadenar todos los errores que le condujeron al descrédito futuro.
Al igual que Barbon y Asgill, Law se plantea “si otros bienes distintos de la plata pueden convertirse en dinero con la misma seguridad e idénticas ventajas” y la conclusión a la que llega es que sí, que la tierra tiene propiedades superiores a la plata para convertirse en dinero. La plata, para el escocés, es un bien con valor susceptible de fluctuar ampliamente debido a las manipulaciones monetarias de los monarcas, a la facilidad para exportarla y al eventual aumento de su producción, y un bien que, en consecuencia, podría llegar a desmonetizarse y a hundirse enormemente de valor debido a su escasa utilidad no monetaria. En cambio, un dinero papel cuyo valor estuviera ligado a las tierras de Escocia resultaría, en su opinión, mucho más ventajoso: “1. Fácil de transportar. 2. Idéntico valor en todas partes. 3. Se puede conservar sin pérdida o gastos. 4.Puede dividirse sin pérdida. 5. Puede llevar un cuño oficial (…) que lo hace más difícil de falsificar”. Pero la mayor de las ventajas del papel moneda para Law no aparece en su propuesta ante el parlamento escocés, sino en su tercera Carta sobre el nuevo sistema financiero(1720) donde expone que: “La mayor ventaja de emplear papel moneda es que nunca habrá tentación de retirarlos de su uso adecuado, que es el de circular”; esto es, la función primordial del papel moneda inconvertible en plata es esterilizar el supuestamente dañino atesoramiento (la bestia negra de todos los pensadores inflacionistas, incluyendo los mercantilistas).
En resumen: “la experiencia en la mayor parte de las naciones comerciales confirma que el papel está más cualificado para ser usado como dinero que la plata, siempre y cuando éste tenga valor”[énfasis añadido]; valor que vendría dado por su ligazón con las tierras de Escocia. Justamente, para establecer esa conexión entre el valor del papel moneda y las tierras, Law propuso crear una comisión parlamentaria autorizada a emitir ese papel moneda por tres procedimientos: a) concediendo hipotecas equivalentes a dos tercios del valor de mercado de las tierras y cobrando el tipo de interés de mercado, b) concediendo hipotecas equivalentes al 100% del valor de mercado de las tierras, siempre que se ceda a la Comisión, hasta el completo repago de la hipoteca, el uso de la tierra, c) comprando tierras a su valor de mercado.
Además, la Comisión se obligaba a cobrar las hipotecas o a revender las tierras en el propio papel que había emitido, y no a cambio de oro o plata. En cierto modo, la Comisión actuaba como una caja de conversión de papel moneda por tierras; o, mejor dicho, como un banco que emitía pasivos convertibles en tierra. Gracias a ello, Law creía que el valor del papel moneda se estabilizaría y supliría a la muy escasa plata: “El papel moneda propuesto tendría el mismo valor que la plata, pues poseería el valor de la tierra que lo garantiza, y el valor de la tierra es igual al de la suma de plata que se paga por ella [en el mercado]”.
Como decimos, el Parlamento de Escocia no llegó a aprobar este esquema de inflación crediticia, de modo que no podemos relatar las consecuencias que habría tenido. Sin embargo, sí podemos localizar los fallos y deficiencias que desde un punto de vista teórico aquejan al sistema y, al mismo tiempo, también podemos analizar las consecuencias que sí acarreó su aplicación parcial en Francia a partir de 1715.
Los problemas generales del sistema propuesto por Law son básicamente tres:
- El dinero no es en última instancia el papel, sino las tierras: Aunque Law afirma que el papel cuenta con mejores características dinerarias que la plata, lo cierto es que la comparación adecuada no debe establecerse entre el papel y la plata, sino entre las tierras y la plata; al fin y al cabo, en la época de Law ya circulaban los pagarés desembolsables en plata, sin que por ello cupiera decir que el patrón monetaria era el papel del pagaré. Una vez establecemos los términos de la comparación de manera adecuada, ya no queda ni mucho menos claro que, incluso bajo los propios criterios de Law, la tierra sea un mejor dinero que la plata: ni es más fácil de transportar (es imposible de transportar, en realidad), ni tiene un valor idéntico en todas las zonas (de hecho, el mercado del suelo es extremadamente localista), ni los gastos de conservación son más bajos que los de la plata (el gasto anual para mantener en buen estado las tierras es bastante más elevado que el de mantener en buen estado la plata), ni es más fácilmente divisible sin que pierda valor (el valor de muchos terrenos depende, justamente, de su extensión y unidad). Tales características de las tierras vuelven muy complicada su utilización como dinero: si un tenedor de papel moneda sólo quiere reembolsar una parte, o se le deniega la conversión o puede ser necesario dividir las tierras; los gastos anuales de mantenimiento de las tierras serían elevados para la Comisión; y, al no poder transportarse, la única manera de trasladar el dinero fuera del país sería logrando que algún extranjero acepte tener exposición a las tierras escocesas (lo que en ciertos momentos de pánico, puede ser muy complicado y muy costoso). Pero el mayor defecto de la tierra como dinero no son los anteriores, sino la inestabilidad de su valor.
- El valor de las tierras es potencialmente muy fluctuante: El precio de mercado de las tierras no depende de su utilidad directa, sino de la expectativa de los bienes futuros que proporcionará. De hecho, el propio Law le recrimina a Hugh Chamberlen, otro economista que presentó ante el parlamento escocés un sistema similar al suyo, que proponga extender préstamos hipotecarios sin capitalizar el valor de las tierras según el tipo de interés: “Ninguna anticipación es igual a lo que ya existe. Un año de renta hoy equivale a 15 años de renta dentro de 50 años, pues ese dinero prestado a interés producirá ese tanto”. La crítica que efectúa Law a Chamberlen es sin duda acertada, pero supone un misil contra la línea de flotación de Law, sin que él sea muy consciente de ello. Al fin y al cabo, si el precio de mercado de las tierras depende de las expectativas de producción de bienes futuros, ese valor presente podrá fluctuar enormemente según se mantengan perspectivas pesimistas u optimistas sobre el futuro. Y un bien cuyo valor es susceptible de fluctuar mucho no puede ser un bien dinero que actúe como unidad de cuenta. Pero, además, existe un problema todavía mayor: crear medios de pago presentes –papel moneda– a partir de bienes futuros (bienes que todavía no existen) necesariamente generará inflación toda vez que esos medios de pago se trasladen por el resto de la economía. Simplemente, se habrá creado nuevo poder adquisición sin producción presente para ser adquirida en contrapartida.
- Inexistencia de anclajes dentro del sistema de precios: El problema anterior podría volverse especialmente grave si el sistema de Law termina, como parece inexorable, concediendo al papel moneda la prerrogativa del curso forzoso del país y desplazando a la plata como dinero. Al fin y al cabo, Law es bastante claro al establecer que la monetización de las tierras se efectuará a su precio de mercado en plata, pero si esta deja de circular y los precios de las tierras quedan fijados en términos del propio papel moneda que respaldan, habría una absoluta indeterminación de los valores nominales de ese sistema económico: cuanto más papel emitiera la Comisión, más subirían los precios de las tierras y cuanto más subieran los precios de las tierras, más papel moneda tendría que emitir la Comisión a quienes se las quieran vender. En el fondo, sólo hay dos formas de limitar esta perversa dinámica del sistema: o haciendo que el papel moneda sea convertible en plata (o en oro) o dejando que sea la circulación de plata la que determine los precios del resto de bienes, naciendo el papel moneda a partir del valor en plata de las tierras. Ésta última parece ser la solución propuesta por Law, al menos al momento de lanzar su sistema, pero desde luego resulta tremendamente incoherente con su planteamiento general: tanto si el papel moneda es convertible en plata como si no lo es pero se constriñe su emisión a los precios en plata, se está reconociendo implícitamente que el anclaje monetario del sistema lo proporciona la plata y no la tierra, esto es, se está reconociendo que la plata es dinero y la tierra no.
Todas estas carencias del sistema, perfectamente discernibles sin necesidad de su puesta en práctica, se dejaron notar en gran medida cuando John Law puso parcialmente en funcionamiento su esquema monetario en Francia. Allí acudió una década después de que el parlamento de Escocia rechazara su proyecto para convencer al Duque Felipe II de Orleans, en aquel momento regente de Luis XV, de que le permitiera iniciar sus operaciones en Francia. Tengamos presente que, en aquel momento, el Estado francés se hallaba en una muy complicada situación financiera que le impedía explotar los vastos territorios de La Luisiana –la Nueva Francia– en lo que hoy es EEUU. Por consiguiente, se juntaron el hambre con las ganas de comer: John Law buscaba crear un esquema de expandir sobremanera el crédito y el Estado francés necesitaba desesperadamente crédito.
Fue así como el Felipe II de Orleans le permitió a John Law crear un banco privado, el Banco General, cuyos pasivos debían ser convertibles en oro y plata (esta es la principal diferencia con respecto al esquema remitido por Law al parlamento escocés). En principio se trataba de una entidad esencialmente privada, pero pronto comenzó la camaradería con el Gobierno: éste depositó todos sus fondos en el Banco General, obligó a pagar los impuestos con sus pasivos y, en última instancia, se convirtió en el principal prestamista del Gobierno.
Paralelamente, en 1717 Law creó la Compañía de Occidente (o Compañía del Mississippi) a la que se le concedió un monopolio de la explotación de La Luisiana. Las perspectivas de la empresa eran tan positivas que, nada más salir a bolsa, el precio de sus acciones, que debían adquirirse con pasivos del Banco General, se disparó. La Compañía tenía un acuerdo con el Gobierno por el que emplearía los billetes recibidos en adquirir deuda pública a perpetuidad, permitiéndole así una financiación más barata al Estado. Un año después, el Duque de Orleans nacionalizó el Banco General, redenominado como Banco Real, convirtiendo sus pasivos en curso legal para saldar cualquier obligación dentro de Francia y convirtiéndose en el prestamista privilegiado de la Compañía (de hecho, la Compañía compró el banco en 1720). Las acciones de esta última se dispararon desde 150 libras hasta tocar las 18.000, lo que a su vez incrementaba la aparente solvencia de la compañía para seguir endeudándose y seguía proporcionando, en las sucesivas ampliaciones de capital, jugosos fondos para el Gobierno. Tal fue la locura que, en 1719, la Compañía optó por prestarle al Gobierno suficiente capital (obtenido de préstamos del banco y de ampliaciones de capital) como para que recomprara toda la deuda pública del país con tal de abaratar sus costes financieros: los accionistas de la Compañía, pues, se convirtieron indirectamente en los nuevos prestamistas del Gobierno.
El clima de muy elevada inflación originado por la muy amplia emisión de billetes del Banco Real condujo a que, en 1720, las perspectivas económicas dejaran de verse tan pujantes y el público comenzara a vender las acciones de la Compañía a cambio de los pasivos del Banco Real, demandando su inmediata conversión en oro y plata. Pinchada la burbuja y exigida la conversión en oro y plata de unos billetes sin suficiente cobertura (todos los activos del banco estaban inmovilizados en deuda pública y acciones de la Compañía), el sistema estaba condenado a colapsar. John Law trató de evitarlo de distintos modos –por ejemplo, limitando la convertibilidad de los pasivos a los de más alta denominación, quemando públicamente billetes del Banco General, prohibiendo el atesoramiento de oro, o monetizando las acciones de la Compañía para tratar de mantener su precio– pero sólo consiguió acelerar la huida de los pasivos del banco y generar todavía más inflación. El sistema terminó desmoronándose para general descrédito de un John Law que tuvo que escapar del país.
No es difícil encontrar en el esquema empresarial de Law los mimbres de su esquema teórico: el Banco Real se dedicó a imprimir billetes a cambio de títulos sobre bienes futuros, ya fuera deuda pública o acciones de la compañía (en lugar de tierras de Escocia); una vez la inflación se desató, tal como era anticipable, el banco fue incapaz de atender sus pasivos. Se trataba, por tanto, de una perversa organización financiera que, por muy denostada que terminara siendo, ha constituido la base de numerosos sistemas monetarios desde entonces. El lawismo, o la creación de moneda con cargo al valor de bienes futuros, se siguió practicando desde entonces con todo tipo de activos: la monetización de tierras (los asignados franceses y los Rentenmark alemanes), la monetización de deuda pública (practicada por todos los bancos centrales del planeta, incluidas las recientes flexibilizaciones cuantitativas de la Reserva Federal estadounidense) o la monetización de deuda familiar y empresarial (de hipotecas, por ejemplo). En suma, el lawismo, la creación contra bienes futuros de pasivos a corto plazo que confieren poder adquisitivo presente, constituye la piedra angular de las finanzas modernas por mucho que le estallara entre las manos al hoy estigmatizado John Law.
Conclusión
El pensamiento mercantilista dominó intelectual y políticamente las economías europeas hasta finales del s. XVIII. Su idea distintiva, dentro de un maremágnum de teorías diversas y en parte incompatibles entre sí, fue la necesidad de acaparar metales preciosos a costa del extranjero o de crear divisas nacionales desvinculadas de las del resto de países (papel moneda no convertible en oro o plata) para así estimular el comercio nacional y rebajar artificialmente los tipos de interés. Para alcanzar este objetivo, se defendieron todo tipo de restricciones a los intercambios internacionales así como a la libre disposición del patrón monetario internacional que espontáneamente habían seleccionado los agentes económicos (el oro o la plata).
Hubo que esperar hasta el s. XVIII para que las disparatadas restricciones del mercantilismo fueran levantándose por los gobiernos y, sobre todo, para que un nutrido grupo de intelectuales y economistas europeos refutara todas las premisas y argumentos del mercantilismo. Es lo que se conoció como la Escuela Clásica, justamente nuestro objeto de estudio en la siguiente lección. Ahora bien, recordemos que, por mucho que la Escuela Clásica refutara con contundencia el pensamiento mercantilista, éste ha ido resurgiendo en distintos momentos de la historia camuflado bajos diferentes ropajes y que, de hecho, el lawismo –la creación de moneda a partir del valor de bienes futuros– sigue siendo a base de nuestro sistema financiero actual.
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