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sábado, 16 de agosto de 2014

Lección 1 – El análisis escolástico de las mutaciones monetarias y de los tipos de interés

Publicado el 03 noviembre 2012 por Juan Ramón Rallo
El presente texto es un resumen de la lección primera de la asignatura Historia de las doctrinas monetarias que imparto en el centro de estudios OMMA.
Antecedentes: el sistema monetario medieval
Antes de relatar las principales reflexiones sobre el dinero que se elucubraron durante la Baja Edad Media y la primera parte de la Edad Moderna, se hace necesario exponer cómo se organizaba su sistema monetario. Sólo sumergiéndonos en su contexto temporal y conceptual podremos comprender adecuadamente los razonamientos que emplearán los economistas de esta época.
La principal característica del sistema monetario medieval es que la unidad de cuenta en la que se expresaban los precios de los bienes y servicios no poseía materialización alguna en forma de medios de pago o monedas. Así, las unidades de cuenta de Inglaterra eran la libra esterlina, los chelines y los peniques, y en Francia, la libra tornesa, los sueldos y los denarios (en ambos casos, 1 libra = 20 chelines/sueldos = 240 peniques/denarios), pero ni en un caso ni en el otro existían monedas “de una libra” o “de un penique”. Lo que nos encontrábamos eran distintas monedas con nombres muy diversos (ecú, real, noble, ángel, florín, doblón, ducado, etc…) que, a su vez, poseían un valor en términos de esas unidades de cuenta imaginarias. Por ejemplo, en 1343 se puso en circulación el “florín de oro” con un valor de 6 chelines y, en 1344, el “noble”, con un valor de 6 chelines y 8 peniques. Los precios se expresaban en chelines pero se pagaban en monedas que a su vez también poseían un precio en chelines: por ejemplo, si una determinada mercancía tenía un precio de 12 chelines, podía adquirirse abonando dos florines de oro.
Ciertamente, lo razonable y más sencillo habría sido que, en lugar de emplear unidades de cuenta imaginarias a las que ligar el valor de las distintas monedas, los precios se expresaran en masa de oro y plata (el bien X tiene un precio de 50 gramos de oro); y de hecho, en un comienzo eso era lo que sucedía: verbigracia, las primeras monedas de plata acuñadas en la Inglaterra normanda hacia la mitad del siglo XI contenían la masa de plata equivalente a una libra, esto es, equivalente a 5.400 granos de plata (a su vez, la onza inglesa equivalía a 450 granos de plata, de ahí que 20 peniques tuvieran el valor de una onza). Nótese que el “grano” era la unidad de masa básica dentro del sistema de medidas inglés y equivalía a casi 65 miligramos.
Sin embargo, con el paso de los años las monedas de plata fueron perdiendo parte de su contenido metálico (tanto por los frecuentes rascados privados como por el deliberado envilecimiento regio), pese a lo cual se siguió llamando “libra” a la suma de divisas que contenían menos de 4.500 granos de plata. La agregación de 240 monedas de un penique ya no contenían 5.400 granos de plata (como sí lo seguía haciendo la unidad de masa “libra de plata”). La unidad de cuenta formal, pues, dejaron de ser los granos de plata (masa de plata) y pasó a serlo una unidad imaginaria sin contenido material específico. De hecho, dejaron de circular divisas cuyo valor nominal (en libras, chelines o peniques) guardara alguna relación con la unidad de masa de la que procedían. Con diversas salvedades, todos estos comentarios también explican las desventuras del sistema monetario español o del francés.
Fijémonos en que este sistema de unidades de cuenta abstractas provocaba que las monedas tuvieran transitoriamente dos valores: el valor nominal o facial (cuántas libras, chelines o peniques representa esa moneda) y el valor real (cuántas libras, chelines o peniques vale el oro o la plata que contiene una moneda). Al fin y al cabo, el oro y la plata no amonedados también se vendían en el mercado y cotizaban a un precio en libras, chelines o peniques, que podía ser mayor o menor al valor de las monedas en que esa masa de oro o plata podía convertirse en las cecas, esto es, en las casas de acuñación.
Por ejemplo, supongamos que la casa de acuñación intercambia un marco de oro (unidad de masa equivalente a 250 gramos de oro) por 8 florines de oro (con un peso de 31,25 gramos cada uno), estando el valor nominal de cada florín fijado en 6 chelines (de modo que los 8 florines tendrán un valor de 48 chelines). Si no sucede nada raro, parece claro que el valor de 250 gramos de oro será igual a 48 chelines. Al fin y al cabo, sólo estamos afirmando que
31,25 gramos de oro (masa) = 1 florín de oro (nombre de la moneda) = 6 chelines (valor abstracto de la monedo o de la masa de oro) = 31,25 gramos de oro
No tendría mucho sentido que nadie entregara un florín para comprar 30 gramos de oro (pues podría refundir el florín y extraer 31,25 gramos de oro) ni que nadie aceptara entregar 32 gramos de oro por un florín (pues, dejando a un lado el coste del señoreaje, podría acudir a la casa de acuñación y convertir 31,25 gramos de oro en un florín). Ahora bien, si la identidad anterior se quiebra en algún momento por las diversas circunstancias que estudiaremos a continuación, necesariamente tenderán a aparecer discrepancias entre el valor nominal de un florín (6 chelines) y su valor real en función del oro que contenga.
Por ejemplo, supongamos que el Príncipe decide reducir el contenido metálico de cada florín a la mitad, es decir, 15,6  gramos de oro sin modificar su valor nominal (6 chelines). En tal caso, el precio de mercado de 31,25 gramos de oro ya no será de 6 chelines, sino de 12 chelines. Aunque su valor nominal se mantenga, su valor real se habrá depreciado debido a su menor contenido metálico: no sólo el oro subirá de precio, sino también todos los restantes bienes y servicios (lo que no significa que el ajuste sea instantáneo, sino que habrá una tendencia a que los precios terminen duplicándose).
Semejante situación da lugar, además, a una cierta esquizofrenia monetaria. Si el Príncipe sólo ha envilecido el contenido metálico de ciertos florines pero no de otros (los que ya estuvieran circulando y fuera de su poder), tendremos dos monedas que formalmente reciben el mismo nombre pero con un contenido metálico muy distinto: unos florines tendrán 31,25 gramos de oro y otros 15,6 gramos… pero los dos florines tendrán el mismo valor nominal de 6 chelines. En tales circunstancias, parece evidente que los agentes económicos que manejen ambas monedas optarán por desprenderse primero de aquellas con un menor contenido metálico y atesorarán las de mayor calidad (al cabo, si el Príncipe no lo prohibiera, quienes dispongan de florines de 31,25 gramos podrían refundirlos en el doble de florines de 15,6 gramos, adquiriendo entonces el doble de chelines). Esta circunstancia es lo que posteriormente se conoció como la Ley de Gresham, esto es, que la moneda mala expulsa a la buena: todos los intercambios se efectúan en divisa envilecida y nadie vuelve a ver en circulación la moneda más rica en metal. Démonos cuenta, empero, que la moneda mala sólo desplaza a la buena cuando se establece un tipo de cambio sobrevaluado entre ellas. En el caso anterior, se estaba afirmando por ley que:
15,6 gramos de oro (masa) = 1 florín de oro (nombre de la moneda) = 6 chelines (valor abstracto de la monedo o de la masa de oro) = 31,25 gramos de oro (masa del florín antiguo)
lo cual evidentemente no es cierto. Si el Príncipe no impusiera un tipo de cambio sobrevaluado y permitiera que el mercado revaluara la moneda con mayor contenido metálico, ambas podrían circular con absoluta fluidez. La gente utilizaría indistintamente dos florines envilecidos o un florín no envilecido para abonar un precio de 12 chelines. Es la obligación legal de querer hacer pasar por 6 chelines las monedas que deberían valer 12 (es decir, hacer pasar por 15,6 gramos de oro lo que son 31,25 gramos) lo que expulsa de los intercambios a la moneda buena.
Las mutaciones monetarias
Efectuadas estas consideraciones, podemos proceder a analizar cuáles son las distintas alteraciones a las que puede verse sometida una moneda –especialmente a cuenta de las manipulaciones que practicaba el Príncipe con el objetivo de conseguir financiación–,  a partir del detenido estudio realizado por los escolásticos Nicolás de Oresme, en su Tratado sobre el origen, la naturaleza, la ley y las alteraciones de la moneda (1357) y por Juan de Mariana, en su Tratado y discurso sobre la moneda de vellón (1609).
  • Debilitamiento de la moneda: Entenderemos por debilitamiento de la moneda la rebaja de su contenido metálico manteniendo su valor nominal. Es el caso más primitivo y rudimentario de envilecimiento de la moneda. El debilitamiento puede efectuarse por tres vías: o rebajando el peso total de la moneda; o manteniendo su peso, pero alterando su composición (sustituyendo un metal de mayor valor como el oro por otro de menor valor como el cobre); o manteniendo su peso y composición, pero modificando la pureza del metal. Un ejemplo de esta operación sería el que ya hemos mencionado: si un florín son 6 chelines porque contiene 31,25 gramos de oro, basta con rebajar su contenido metálico a la mitad sin reducir, al mismo tiempo, su valor nominal a la mitad (hasta 3 chelines): de este modo, el chelín pasa de poder comprar 5,2 gramos de oro (la sexta parte de un florín con 31,25 gramos) a poder adquirir sólo la mitad, esto es, 2,6 gramos. El debilitamiento de la moneda es, claramente, una estafa y un robo: pensemos que, en última instancia, lo que está sucediendo es que el Príncipe se está apropiando físicamente de parte del contenido metálico de las monedas que le entregan sus súbditos. Cuando éstos llevaban, por ejemplo, 250 gramos de oro a la casa de acuñación esperando recibir esos mismos 250 gramos de oro acuñados en la forma de 8 florines, lo que terminan recibiendo son, por ejemplo, 125 gramos de oro en 8 florines. El propio Mariana, por ejemplo, describe el proceso de debilitamiento o como una reducción del peso (“como hoy de un marco se acuñan sesenta y siete reales, que en adelante se acuñen 80 o 100, y que cada pieza se quede en el valor de 34 maravedís”) o de su pureza o composición (“que en plata se eche más liga de lo que se hace”).
  • Aumentos de la moneda: El debilitamiento de la moneda, como decimos, era la manera más tosca y rudimentaria de financiar al Príncipe a costa de los tenedores de moneda. Había, sin embargo, otra forma un tanto más refinada y engañosa y a la que se recurría con más frecuencia: incrementar el valor nominal de las monedas, de modo que un mismo contenido metálico represente muchas más unidades abstractas de cuenta. Por ejemplo, si la cantidad de oro del florín se mantiene en 31,25 gramos pero su valor nominal pasa de 6 chelines a 12, el efecto a corto plazo es el mismo que con el debilitamiento: el soberano, antes de que cambien los precios en la economía, dispone de más poder adquisitivo (más unidades abstractas de cuenta, que son en las que se expresan los precios). Al fin y al cabo, el contenido metálico de un chelín queda reducido a la mitad: antes del aumento un chelín podía comprar 5,2 gramos de oro; tras el aumento, sólo representa 2,6 gramos: justo la mitad, tal como ya sucedía con el debilitamiento. Lejos de aumentar el valor del dinero, lo que se está haciendo es erosionando el valor de la unidad abstracta de cuenta. Así lo describe, por ejemplo, el propio padre Mariana: “que la moneda se quede como está, pero que el valor legal se suba, es a saber, que por el real se den cuarenta, cincuenta o sesenta maravedís, donde hoy pasa por treinta y cuatro, lo cual aunque parece que es subir la plata por un camino, es bajarla”. En el siglo XIX y en el siglo XX, el equivalente a esta mutación monetaria sería la depreciación de la divisa: Roosevelt, por ejemplo, incrementó en 1933 el número de dólares necesarios para tener derecho a cobrar una onza de oro del banco central (desde 20,67 dólares a 35 dólares); el precio del oro en dólares aumentó o, visto desde el otro lado, el precio de los dólares en oro se depreció, abaratando en términos de oro todos los precios de bienes y activos nominados en dólares (motivo por el cual EEUU experimentó a partir de 1933 una fortísima entrada de oro extranjero dirigida a adquirir a precio de saldo sus bienes y activos).
  • Disminuciones de la moneda: La operación contraria al debilitamiento de la moneda (el fortalecimiento, es decir, añadir mayor contenido metálico a una moneda) no solía ser demasiado frecuente, principalmente porque si el Príncipe quería disponer de una moneda estable y de calidad, lo habitual era que creara una nueva moneda distinta de las existentes (cambiando el nombre y la figura), lo cual no cabe considerarlo propiamente una mutación monetaria, sino simplemente la emisión de una nueva serie de divisas. Y si bien no tenía demasiado sentido que el soberano mutara la moneda para fortalecerla, sí resultaba bastante habitual que recurriera a la operación opuesta al aumento, es decir, la disminución. La disminución simplemente consiste en rebajar el valor nominal de una moneda: por ejemplo, si el florín de 31,25 gramos de oro tiene un valor nominal de 6 chelines y, por orden del rey, queda rebajado a 3 chelines, diremos que el monarca ha disminuido la moneda. Merced a esta decisión, el valor de la unidad abstracta de cuenta se incrementa: un chelín pasa de comprar 5,2 gramos de oro a poder adquirir 10,4 gramos. El equivalente moderno a esta mutación monetaria sería la apreciación de la divisa.
En su Tratado y discurso sobre la Moneda de Vellón, el padre Mariana ilustra el devenir de esta moneda de vellón, cuya mutación fue sometida tanto a debilitamientos como a aumentos. Así, en el año 1497, las cecas producían monedas de vellón por valor de 97 maravedíes y con un contenido metálico de un marco de cobre (250 gramos) y 7 granos de plata (0,45 gramos); en 1560, las cecas emitían monedas de vellón por valor de 110 maravedíes y con un contenido metálico de un marco de cobre y 4 granos de plata (0,26 gramos); en 1602, las cecas acuñaban  monedas de vellón por valor de 280 maravedíes sólo con un marco de cobre. Dicho de otro modo, el contenido metálico del maravedí cayó desde los 2,5 gramos de cobre y 4,6 miligramos de plata en 1497 a 0,89 gramos de cobre en 1602. Y lo hizo por una combinación de debilitamientos (un contenido metálico cada vez menor) y de aumentos de la divisa (un número de unidades abstractas, maravedíes, cada vez mayor).
Las consecuencias de las mutaciones monetarias
La consecuencia más inmediata de las mutaciones monetarias es que el valor del dinero –cuyos determinantes analizaremos con mucho mayor detalle en la lección 6– se ve alterado: el debilitamiento y los aumentos de la moneda reducen el valor de la unidad abstracta de cuenta y los (infrecuentes) fortalecimientos y las disminuciones, lo incrementan. A su vez, la consecuencia a largo plazo de una caída del valor del dinero será un alza de los precios (en palabras de Mariana: “si baja el dinero del valor legal, suben todas las mercadurías sin remedio”) y el de un aumento del valor del dinero, una reducción de los mismos. En este sentido, podemos equiparar los debilitamientos y los aumentos con una política inflacionista y los fortalecimientos y las disminuciones con una deflacionista.
Quede claro, con todo, que el aumento o la reducción de precios asociados a ambas clases de mutaciones monetarias sólo se dejarán sentir de manera tardía. Primero porque si los agentes se forman la expectativa de que en el futuro cercano se producirán otros aumentos u otras reducciones, adoptarán comportamientos estratégicos que alterarán los precios en una dirección opuesta a la apuntada: si se esperan nuevos aumentos del valor nominal del dinero, lo inteligente será atesorar ese dinero a la espera de que se materialicen las nuevas elevaciones del valor nominal, lo que provocará una caída temporal de los precios hasta que el dinero sea desatesorado y gastado; si, en cambio, se anticipan nuevas reducciones, lo razonable será desprenderse tan rápido como sea posible de una moneda cuyo valor nominal se va a seguir minorando, lo cual provocará un repunte de los gastos y un aumento temporal de los precios. Pero, además, aun cuando los agentes no esperaran ulteriores manipulaciones de la moneda, los precios no aumentarán o se reducirán todos a la vez y de inmediato, sino que estos efectos se irán materializando en el conjunto de la economía conforme las monedas debilitadas/aumentadas o fortalecidas/disminuidas se vayan intercambiando por bienes y activos.
Desde una perspectiva estrechamente cuantitativista, cabría especular que el aumento (o la reducción) de precios se producirá debido al mayor (o menor) número de unidades monetarias que intervendrán en los intercambios: si la cantidad de dinero aumenta pero la de bienes se mantiene constante, sus precios subirán (o si la cantidad de dinero se reduce y la cantidad de bienes no, sus precios bajarán). Aunque desde luego los elementos cuantitativos ejercen su influencia sobre el poder adquisitivo del dinero, no nos proporcionan una explicación completa del fenómeno. Como ya estudiaremos en la lección 6, la teoría cuantitativa del dinero nos ofrece una explicación muy sesgada y engañosa de los fenómenos monetarios. Concentrándonos en el caso de los debilitamientos y de los aumentos, bien podría haber sucedido que el aumento del número de unidades monetarias se viera contrarrestado por un incremento de la demanda de esas unidades monetarias (por un mayor atesoramiento) o que un comerciante opte por aumentar los precios de sus productos antes incluso de enfrentarse a una demanda nominal mayor por sus mercancías. Se hace menester, pues, incorporar al análisis los factores cualitativos: el valor del dinero cae (y por tanto los precios de los bienes suben) no tanto por el incremento de su cantidad cuanto por la merma de su calidad. Si el chelín representa menos oro que antes, los comerciantes deberán demandar un mayor número de chelines a cambio de sus mercancías para adquirir la misma cantidad de oro que antes.
El propio padre Mariana puso de manifiesto este doble motivo por el que los precios subían, reconociendo que no sólo se debía a la mayor cantidad de monedas, sino también a su peor calidad: “No hay duda sino que en esta moneda concurren las dos causas que hacen encarecer la mercaduría, la una ser, como será, mucha sin número y sin cuenta, que hace abaratar cualquier cosa que sea, y por el contrario, encarecer lo que por ella se trueca; la segunda ser moneda tan baja y tan mala que todos la querrán echar de casa y los que tienen mercadurías no la querrán dar sino por mayores cuantías”. Contrastemos esto con la explicación mucho más cuantitativista de Martín De Azpilcueta en su Comentario resolutorio de cambios (1556): “Es el aver gran falta y necesidad, o copia del [dinero], vale mas donde, o quando ay gran falta del, que donde ay abundancia (…) en las tierras, do ay gran falta de dinero, todas las otras cosas vendibles, y aun las manos y trabajos de los hombres se dan por menos dinero que do ay abundancia del (…) todo el dinero vale mas, porque mas cosas vendibles se hallan por un tanto a dinero entonces, que antes”.  Mucho más reduccionista fue, sin embargo, la exposición del mercader italiano Bernardo Davanzati, quien en su libro Lecciones sobre la moneda (1588) formulará una versión de la teoría cuantitativa del dinero que resurgirá con frecuencia en el pensamiento mercantilista que estudiaremos en la siguiente lección y que consistía en asumir que el valor del dinero se determinaba por una especie de intercambio agregado entre todo el dinero y todas las mercancías (asumiendo, tal como veremos en las próximas lecciones, que la velocidad de circulación del dinero es igual a 1): “Todas las cosas valen todo el oro que puebla el mundo. Todos los hombres codician con pasión todo el oro para comprar todas las cosas que necesitan para satisfacer sus carencias y deseos”.
Pero los efectos de las mutaciones monetarias no se restringen a sus efectos sobre el valor del dinero y sobre los precios del resto de bienes y servicios. Así, otra consecuencia inmediata de las debilitaciones es, como ya apuntamos, la entrada en funcionamiento de la Ley de Gresham, por la cual “la moneda mala expulsa a la buena”: en concreto, la moneda buena o bien es atesorada y sacada de la circulación a la espera de tiempos mejores donde se reconozca su auténtico valor nominal o bien, cuando sea posible, es exportada al extranjero para fundirla y reacuñarla o para importar mercancías gracias al superior valor nominal que sí se le reconoce allende las fronteras (en palabras de Mariana: “el vellón, cuando es mucho, destierra la plata”). Algo parecido sucede con los aumentos y las disminuciones: cuando se aumenta el valor nominal de las monedas, y hasta que se verifica el aumento de precios internos, el oro y la plata comienza a llegar desde el extranjero debido al mayor poder adquisitivo que ostentan (pueden comprar un mayor número de libras, chelines y peniques, y estas unidades de cuenta, a su vez, pueden comprar en un comienzo tantos o casi tantos bienes como antes del aumento); por el contrario, cuando se reduce el valor nominal de las monedas, y hasta que se verifica la reducción de precios internos, el oro y la plata tienden a salir del país hacia el extranjero debido al menor poder adquisitivo que se les reconoce dentro de las fronteras (pueden comprar un menor número de libras, chelines y peniques, pero estas unidades de cuenta, a su vez, adquieren en un comienzo los mismos bienes que antes de la disminución).
Acaso pueda sorprender que, pese a que la operación del debilitamiento de la moneda es análoga a la de su aumento, los efectos económicos en materia de movimientos internacionales de oro son distintas: en el debilitamiento, la moneda buena sale del país, mientras que en el aumento, las monedas extranjeras entran en el país. ¿A qué se debe esta asimetría? Básicamente a que en el debilitamiento, es la moneda buena la que sale del país, y lo hace porque a las monedas buenas se les deniega el derecho a adquirir tantos chelines de oro como a las malas. Por ejemplo, si se rebaja el contenido metálico de un florín a la mitad pero su valor nominal se mantiene en 6 chelines, el precio del chelín queda rebajado de 5,2 gramos de oro a 2,6 gramos; sin embargo, este abaratamiento del precio del chelín no puede ser aprovechado por quienes tienen florines antiguos de 31,25 gramos, pues formalmente poseen el mismo valor nominal que los de 15,6 gramos. De ahí que convenga exportarlos al extranjero, refundir una pieza de 31,25 gramos en dos piezas de 15,6 gramos y reimportarlos al país de origen (precisamente por esto, las exportaciones de metal solían estar prohibidas o muy restringidas en la mayoría de países). En el fondo, por tanto, es como si se hubiese procedido a disminuir el valor nominal de las monedas buenas con respecto al de las monedas malas: si asumiéramos que el valor nominal de partida es de 2,6 gramos de oro por un chelín (florín envilecido), a la operación consistente en elevar el precio del chelín hasta los 5,2 gramos de oro (florín no envilecido) la denominaríamos “disminución”, y el efecto que sigue a las disminuciones es la exportación de la moneda disminuida (que es justo lo que sucede con la exportación de las monedas buenas).
Por último, los aumentos y las disminuciones también dejan sentir su huella sobre los tipos de interés. A la postre, ya hemos apuntado que el aumento de la moneda desencadenará subidas de precios y la disminución de la moneda, bajadas. Estas expectativas sobre la evolución de los precios tenderán a reflejarse en los tipos de interés: los prestamistas, cuando anticipen que los precios serán más elevados en el momento en que les deba ser devuelto el préstamo, demandarán tipos de interés más altos para cubrirse de esa pérdida de poder adquisitivo; por otro lado, cuando anticipen que los precios serán más bajos, se conformarán con tipos de interés más reducidos. Es decir, los aumentos de la moneda tenderán a incrementar los tipos de interés, y las reducciones a minorarlos.
Si combinamos los tres efectos anteriores –subidas/caídas de precios, entradas/salidas de oro, aumentos/reducciones de los tipos de interés– seremos capaces de comprender una de las principales dinámicas del sistema monetario medieval: los ciclos de debilitamiento, disminución y aumento de la moneda.
Si el Príncipe optaba por debilitar la moneda (por apropiarse de parte del contenido metálico de las monedas para financiar sus gastos), se desataba, como hemos visto, una tendencia a que subieran los precios y los tipos de interés. Con tal de contrarrestar estas fuerzas inflacionistas, el monarca solía proceder a reducir el valor nominal de las monedas, de modo que el precio del oro regresara al momento previo al debilitamiento. Por ejemplo, si el contenido metálico de un florín de 6 chelines se reduce a la mitad (de 31,25 gramos a 15,6), el precio en oro de un chelín cae de 5,2 a 2,6 gramos. Si, al cabo de los meses, el monarca reduce a la mitad (de 6 a 3 chelines) el valor nominal del florín debilitado, el precio en oro de cada chelín volverá a ubicarse en 5,2 gramos de oro. Dicho de otro modo, el Rey intenta contrarrestar su inicial política inflacionista con una política deflacionista.
Al margen de remarcar que las consecuencias redistributivas de ambas operaciones no son neutras (algunos agentes habrán endosado sus monedas debilitadas antes de que aumenten los precios y otros las enajenarán antes de que vuelvan a caer), es necesario enlazar secuencialmente la disminución de la divisa con los dos efectos que contribuye a provocar: por un lado, exportación del oro y la plata –lo que agrava la intensidad del proceso deflacionista de precios–, por otro, reducción de los tipos de interés nominales.
Semejante situación en la que todo se está abaratando y en la que el endeudamiento resulta extremadamente asequible es el caldo de cultivo ideal para que el Príncipe comience a endeudarse con el propósito de incrementar su nivel de gastos (lo mismo sucede, de hecho, en la parte más depresiva de las modernas crisis deflacionistas, cuando los gobiernos comienzan a endeudarse apelando a “políticas de estímulo de la demanda” que analizaremos en la lección 9). El problema llegará más adelante, cuando el sobreendeudamiento y la progresiva reducción nominal de los ingresos fiscales (por la deflación interna de precios y rentas) incrementen sobremanera la carga financiera del monarca y se vea incapacitado a hacer frente a sus pasivos. Será entonces cuando el Príncipe optará por aumentar el valor de las monedas, completando así el ciclo de mutaciones monetarias: si, por ejemplo, el Rey contrajo deudas por 30.000 chelines cuando el florín cotizaba a 3 chelines (esto es, adeudaba 10.000 florines a tal tipo de cambio), no tiene más que aumentar el valor nominal del florín a 10 chelines para ver reducida su deuda real a una tercera parte (aunque seguiría debiendo 30.000 chelines, podría amortizar esos pasivos apenas entregando 3.000 florines). De esta manera, además, el oro y la plata que salieron del Reino volverán a entrar y la recaudación, merced a la inflación de precios y rentas, también repuntará.
Aunque se trata de un autor que estudiaremos con mucho más detalle en la lección 3, conviene citar extensamente al genio de Richard Cantillon, quien en su Ensayo sobre la naturaleza del comercio en general (1730), describió con exquisito detalle esta perversa dinámica de las mutaciones monetarias:
Supongamos —como ocurrió en 1714— que la onza de plata o el escudo tenga un curso de cinco libras, y que el Rey publique un mandamiento ordenando la disminución de los escudos, todos los meses, durante veinte meses, a razón de uno por ciento al mes, para reducir su valor nominal a cuatro libras, en lugar de cinco. Veamos cuáles serán las naturales consecuencias, teniendo presente la idiosincrasia de la nación.
Todos cuantos deben dinero se apresurarán a pagarlo durante las disminuciones para no perder con ellas; los empresarios y mercaderes encuentran cosa fácil tomar dinero a préstamo, circunstancia que anima a los menos capaces y solventes a aumentar sus empresas. Toman dinero a préstamo a juicio suyo, sin interés— y adquieren gran copia de mercaderías al precio corriente. Incluso elevan los precios de las mismas por la presión de su demanda. Los vendedores se muestran remisos a desprenderse de sus mercancías contra un dinero que en sus manos va perdiendo su valor nominal. Por eso se echa mano de las mercancías de países extranjeros importando considerables cantidades de ellas para el consumo de varios años. Todo esto hace circular el dinero con velocidad mayor y eleva el precio de las cosas. Los altos precios impiden que el extranjero extraiga mercancías de Francia, como de costumbre. Francia guarda sus propias mercancías y al mismo tiempo importa grandes cantidades de artículos extranjeros. Esta doble operación es causa de que sea preciso enviar sumas considerables de dinero a los países extranjeros para pagar saldos.
El tipo de cambio nunca deja de reflejar esta desventaja. El tipo de cambio suele cifrarse a un seis o un diez por ciento contra Francia, durante estas disminuciones. Las personas mejor enteradas en Francia atesoran su dinero en tales épocas; el Rey encuentra medio de tomar mucho dinero a préstamo, sobre el cual pierde voluntariamente la disminución, con la esperanza de compensarse a sí mismo mediante un aumento al concluir estas disminuciones.
A este fin, después de varias disminuciones, se comienza a atesorar dinero en el Tesoro real, a posponer los pagos, las pensiones y las soldadas del ejército; en estas circunstancias el dinero se hace extraordinariamente raro al fin del período de las disminuciones, a causa de las sumas atesoradas por el Rey y por muchos particulares, y por la relación con el valor nominal de las monedas, que ha disminuido. Las sumas enviadas al extranjero contribuyen también en gran parte a la rareza del dinero, y poco a poco esta escasez es causa de que se ofrezcan las mercaderías almacenadas  –de las cuales están abarrotados todos los empresarios– un cincuenta y un sesenta por ciento más baratas de lo que estaban en la época de la primera disminución. La circulación cae en convulsiones; apenas si se encuentra dinero para enviar al mercado; muchos empresarios y comerciantes se declaran en quiebra, y sus mercancías se venden a vil precio.
Entonces el Rey aumenta nuevamente las acuñaciones; pone el nuevo escudo, de nuevo cuño, a cinco libras; comienza a pagar con estas nuevas monedas las tropas y las pensiones; las monedas viejas quedan fuera de circulación y no se reciben por la Casa de Moneda sino a un valor nominal más bajo. El Rey se aprovecha de la diferencia.
Pero el total de nuevos cuños que salen de la Casa de Moneda no alcanza aun a restablecer la abundancia de dinero en la circulación. Las sumas que los individuos mantienen atesoradas y las que se envían al extranjero exceden considerablemente al aumento nominal registrado por las acuñaciones que salen de la Casa de Moneda.
La baratura de las mercancías en Francia comienza a atraer dinero del exterior, pues el extranjero, encontrándolas un cincuenta o un sesenta por ciento más baratas envía metal de oro y de plata a Francia para comprarlas. De este modo el extranjero que lleva dichos metales a la Casa de Moneda queda compensado de la tasa que tiene que pagar por la acuñación. Encuentra doble ventaja en el bajo precio de la mercancía que compra, y en el hecho de que la pérdida, representada por el impuesto de acuñación, recae en última instancia sobre el comerciante francés que vende sus mercaderías al extranjero. Los franceses poseen mercancías bastantes para el consumo de varios años: revenden por ejemplo a los holandeses las especias que les habían comprado, a los dos tercios del precio que pagaron por ellas. Todo esto se hace lentamente, pues el extranjero no se determina a comprar estas mercancías de Francia sino por razón de su baratura. La balanza de comercio, desfavorable a Francia en la época de las disminuciones, se torna en su favor en la época del aumento, y el Rey puede beneficiarse con un veinte por ciento más sobre todas las especies amonedables que entran en Francia, y que se llevan a la Casa de Moneda. Como los extranjeros deben ahora un saldo comercial a Francia y no disponen, en su propio país, de monedas de nuevo cuño, es preciso que transporten metales en barra y monedas viejas a la Casa de Moneda para recibir en cambio monedas nuevas con que atender a sus pagos. Pero este saldo de comercio que los extranjeros deben a Francia no resulta sino porque las mercancías han sido importadas a bajos precios.
Francia resulta defraudada como consecuencia de estas operaciones: paga precios muy altos por las mercancías extranjeras, con motivo de las disminuciones, y las revende a precio vil a los mismos extranjeros cuando el aumento sobreviene: vende a precio bajo sus propias mercancías, que ella había mantenido a tan alto precio cuando empezaron las disminuciones, y así resulta difícil que toda la moneda que salió de Francia a causa de la disminución pueda entrar de nuevo a nuestro país cuando se produzca el aumento.
Los efectos perversos de las mutaciones monetarias no terminan aquí. Como acertadamente denunciaron Oresme y Mariana, otros perjuicios cabe buscarlos en la tentación estatal de establecer contraproducentes controles de precios ante la escalada inflacionista (según Mariana: “querrá el rey remediar el daño con poner tasa a todo, y será enconar la llaga, porque la gente no querrá vender alzado al comercio y por la carestía dicha la gente y el reino se empobrecerá y alterará”) y en las distorsiones sobre el cálculo empresarial que introducen las fluctuaciones en el valor del dinero (apunta Oresme: “en un reino donde el valor de la moneda sea frecuentemente alterado, el comercio es perturbado de numerosas formas”).
Sin embargo, tanto Oresme como Mariana consideraban que el principal perjuicio de las mutaciones monetarias era uno mucho más evidente y directo a todos los ya mencionados: constituían un robo del Rey a los ciudadanos.
La ilegitimidad de las mutaciones monetarias
Precisamente, el objetivo de Oresme y de Mariana al escribir sendos libros fue denunciar las frecuentes mutaciones monetarias de su tiempo, no ya por las perversas consecuencias económicas que acarreaban, sino sobre todo por su ilegitimidad de base.
Anticipándose entre 400 y 500 años a las conclusiones a las que, como veremos más adelante, llegarían el economista escocés Adam Smith y el austriaco Carl Menger a propósito del origen del dinero, Oresme describe que la institución del dinero es creada o descubierta por el pueblo para superar los inconvenientes del trueque: “Conforme el intercambio y transporte de las mercancías fue volviéndose inconveniente, los hombres fueron lo suficientemente inteligentes como para concebir la utilización del dinero como el instrumento para intercambiar las riquezas naturales”. En este sentido, Oresme relega el papel del Estado a la acuñación y acreditación de las monedas, sin que ello signifique, ni mucho menos, que el Príncipe sea el dueño y señor del dinero acuñado: “Aunque el Príncipe tiene la obligación de acuñar la moneda en nombre del bien común, no es él el dueño y señor de la moneda que circula por el principado. El dinero, como hemos visto en el capítulo I, es el instrumento para intercambiar riquezas naturales y, por tanto, es propiedad de aquellos que poseen tal riqueza. Al cabo, si un hombre entrega su pan o su trabajo a cambio de dinero, el dinero que recibe es tan propiedad suya como el pan o el trabajo del que es libre de disponer (a menos que sea un esclavo)”. No siendo el Príncipe el propietario de las monedas, tampoco podrá alterarlas en su propio beneficio:
Toda mutación monetaria, salvo en los muy raros casos ya apuntados, implica falsificación y engaño, por lo que no puede integrar los derechos del Príncipe, como ya se ha mostrado. Desde el momento en el que un Príncipe usurpa injustamente este privilegio esencialmente injusto, es imposible que pueda obtener justo lucro del mismo. Además, las ganancias del Príncipe necesariamente proceden de pérdidas padecidas por la comunidad y cualquier decisión del Príncipe que cause daño a la comunidad es injusta y propia no de un rey sino de un tirano, como recuerda Aristóteles. Y si el tirano recurriera a la habitual mentira de que sus actuaciones buscan el bien común, no debe ser creído, ya que por esta misma razón él podría privarme de mis ropas y decir que tiene necesidad de ellas por el bien común.
Oresme cree que es este riesgo, la potencial apropiación de toda la riqueza del pueblo mediante las mutaciones monetarias, el mayor perjuicio y argumento en contra de las mismas:
Entre las numerosas desventajas para la comunidad que se derivan de alterar la moneda, destaca uno que fue el tema principal del capítulo XV, a saber, que el Príncipe podría por esta vía apropiarse de todo el dinero de la comunidad y empobrecer injustamente a sus súbditos. Y del mismo modo que algunas enfermedades crónicas son más peligrosas que las no crónicas porque resultan menos perceptible, semejante exacción también es más peligrosa cuanto menos obvia sea, pues su opresión se siente menos rápidamente por el pueblo que cualquier otra forma de contribución. Y, sin embargo, ningún impuesto puede ser más gravoso, general e inclemente.
Precisamente, el cuerpo del razonamiento del padre Mariana en contra de las mutaciones monetaria pretende enganchar con este último comentario de Oresme (la mutación monetaria es como un impuesto) pero dotándole de unas bases más generales y consistentes. Su punto de partida es que el Príncipe no es propietario ni de sus vasallos ni de los dominios de sus vasallos: “A la verdad que el rey no sea señor de los bienes de cada cual ni pueda, quier que á la oreja le barboteen sus palaciegos, entrar por las casas y heredamientos de sus ciudadanos y tomar y dejar lo que su voluntad fuere (…). Ni el que es caudillo en la guerra y general de las armadas ni el que gobierna los pueblos puede por esta razón disponer de las haciendas de particulares ni apoderarse de ellas”. De hecho, en consonancia con Oresme, el Príncipe que se apodere ilegítimamente de los bienes de sus vasallos merecerá el calificativo de tirano: “El tirano es el que todo lo atropella y todo lo tiene por suyo”. A su vez, si el Rey no es dueño de las propiedades de sus vasallos y no puede arrebatárselas sin justo título, habrá que concluir que tampoco podrá imponerles nuevos tributos en contra de su voluntad: “Es doctrina muy llana, saludable y cierta que no se pueden poner nuevos pechos sin la voluntad de los que representan el pueblo”.
Y precisamente en este punto es donde Juan de Mariana conecta con el último comentario de Oresme: si el Rey no puede crear tributos sin el consentimiento del pueblo, tampoco podrá alterar la moneda, pues las mutaciones monetarias son, en el fondo, un impuesto camuflado contra el pueblo. Así:
Si el príncipe no es señor, sino administrador de los bienes de particulares, ni por este camino ni por otro les podrá tomar parte de sus haciendas, como se hace todas las veces que se baja la moneda, pues les dan por mas lo que vale menos; y si el príncipe no puede echar pechos contra la voluntad de sus vasallos ni hacer estanques de las mercaderías, tampoco podrá hacerlo por este camino, porque todo es uno y todo es quitar a los del pueblos sus bienes por más que se les disfrace con dar mas valor legal al metal de lo que vale en sí mismo.
Pese a la oposición de Mariana a las mutaciones monetarias, el jesuita admitió alguna excepción a la regla si bien en casos muy limitados y bajos condiciones muy restringidas. En concreto, la mutación monetaria sólo era legítima en el caso de una emergencia bélica y con dos condiciones: que fuera limitada en el tiempo y que, al finalizar la emergencia, el monarca restituyera a los damnificados. Hay que decir que en este punto Oresme fue más radical que Mariana, pues ni siquiera admitía los casos de emergencia –que temía que pudiese ser inventada por el tirano– como justificación del envilecimiento de la moneda: si el Príncipe necesita financiación para hacer frente a una guerra, puede obtenerla emitiendo empréstitos pagaderos cuando ésta termine.
A grandes rasgos, la posición escolástica en esta materia fue la fijada por Oresme y Mariana: mutar la moneda no sólo acarrea grandes perjuicios en forma de inflaciones y deflaciones de carácter artificial, sino que además constituye un robo ilegítimo contra el pueblo que convierte al Rey en tirano. Y recordemos cuál era la posición escolástica a propósito de los reyes que se convertían en tiranos por abusar de su poder:
Se ha de amonestar ante todo al príncipe y llamarle a razón y a derecho; si condescendiere, si satisficiere los deseos de la república, si se mostrase dispuesto a corregir sus faltas, no hay para qué pasar más allá ni para qué se propongan remedios más amargos; si empero rechazare todo género de observaciones, si no dejare lugar alguno a la esperanza, debe empezarse por declarar públicamente que no se le reconoce como rey, que se dan por nulos todos sus actos posteriores. Y puesto que necesariamente ha de nacer de ahí una guerra, conviene explicar la manera de defenderse: procurar armas, imponer contribuciones a los pueblos para los gastos de la guerra y si así lo exigieren las circunstancias, sin que de otro modo fuese posible salvar la patria, matar a hierro al príncipe como enemigo público y matarle por el mismo derecho de defensa, por la autoridad propia del pueblo, más legítima siempre y mejor que la del rey tirano. Dado este caso, no sólo reside esta facultad en el pueblo, reside hasta en cualquier particular que, abandonada toda especie de impunidad y despreciando su propia vida, quiera empeñarse en ayudar de esta suerte la república.
El interés y el papel del crédito
Habiendo analizado el funcionamiento del sistema monetario medieval y de la primera parte de la Edad Moderna, conviene efectuar un breve comentario sobre la primitiva organización crediticia de ese período a través de la obra Suma de tratos y contratos(1571) de Tomás de Mercado y del Tratado sobre los cambios (1597) del también escolástico Luis de Molina.
El asunto clave de la organización medieval del crédito es la prohibición canónica de la usura; es decir, la prohibición de la percepción de intereses a cuenta del préstamo de dinero y de otros bienes en sí mismo improductivos (como el trigo, el vino, la cebada, el aceite, etc.). Su justificación última procede no sólo de cierta lectura de las Escrituras sino, sobre todo, de la doctrina aristotélica de que el dinero es estéril y de que por sí sólo no puede generar rendimiento alguno (pecunia non parit pecuniam). Según Tomás de Mercado:
Vicio es contra natura y ley natural hacer fructificar lo que de suyo es esterilísimo, y todos los sabios dicen que no hay cosa más estéril que el dinero, que no da fruto ninguno (…) Su tuviera el dinero en el arca, como tuvo el trigo en la troje, aunque lo tuviera un año, no le interesará blanca. Do pueden ver a la clara cuán ninguna cosa se puede ganar con solo dinero. Es necesario emplearlo en alguna suerte de ropa para que interese. Por lo cual es violentar y forzar, según dicen, la naturaleza, ganar con sola moneda, como hace el usurero que, prestando oro o plata, interesa.
La escolástica por supuesto era consciente de que usando el capital prestado era posible acometer inversiones que sí fueran fructíferas, pero tal posibilidad seguía sin constituir justa causa para cobrar intereses. Siguiendo con Tomás de Mercado: “Dirás que me diste materia con que pudiese ganar; también me diste materia con que pudiese perder, que la moneda sin la industria humana y la ventura fingida, que dicen, indiferente es de suyo y expuesta a peligro y riesgo. Demás de esto, yo confieso que me diste materia con que ganase, pero no valía esta materia, que es los dineros, sino cien ducados, que ya te devuelvo. ¿Por qué me llevas diez más? Si dices que por lo que gane con los ciento, no tienes tampoco derecho para participar de mi ganancia. Pregunto, si perdiera, como muchas veces sucede, con tus ciento, ¿habías de ser partícipe de la pérdida?”. O dicho de otro modo, las ganancias en los negocios eran una legítima recompensa –siempre que resultaren de vender las mercancías al precio justo, esto es, al precio corriente en el mercado– a la pericia empresarial, pero no lo eran para la financiación de la actividad empresarial.
De hecho, la Escolástica caracterizaba el préstamo de dinero o de bienes improductivos como una liberalidad, un negocio gratuito. De nuevo, Tomás de Mercado: “El prestar es acto de misericordia y liberalidad, y ambas virtudes son muy enemigas de precio y paga, que es menester se ejerciten sin estos respectos y pretensiones”. Las únicas recompensas que cabía esperar del préstamo eran la autorrealización personal (“si fuéramos hombres, ninguna otra cosa humana habíamos de hacer con mayor voluntad, porque casi en solo esto nos mostramos serlo, conviene a saber, n hacer bien a otro sin pretender nuestro provecho”), ganarnos el afecto de los demás (“así puede, prestando, granjear con gran facilitad muchos amigos”) y, eventualmente, recibir liberalidades de éstos (“el servir prestando causa amor, y el amor, con el discurso del tiempo, trae provecho”).
Sólo había dos importantes excepciones en las que se podían cobrar intereses por los préstamos de dinero o de bienes estériles: el daño emergente (también Tomás de Mercado: “cuando, teniendo uno dineros para remedar la casa, que amenaza ruina o caída, o para mercar trigo para el año, que vale barato y se teme subirá, o para pagar deudas que se vayan cumpliendo y cree le apretarán los acreedores, si alguno se lo pidiese prestados en tal coyuntura, no se los podría dar sin riesgo y daño suyo”) y el lucro cesante (“si pretendía algún negocio do comúnmente se suele ganar, con su grano de peligro –porque ninguno de estos negocios es tan seguro que no tenga necesidad les suceda prósperamente– sacarlos del trato por prestarlos, es dejar de ganar”). Si bien, tanto en un caso como en otro, había dos importantes limitaciones: primera, el prestamista debe soportar el daño o renunciar al lucro si no presta forzado, formal (violencia) o virtualmente (ruegos); segunda, y derivada de la anterior, los prestamistas no debían ser cambistas o banqueros profesionales con saldos de caja ociosos que aleguen que sufren daño o pierden lucro por no poder prestar, y cargar intereses usurarios, a otras personas (es decir, deben ser particulares que tuvieran una reserva de tesorería con el propósito de efectuar un gasto productivo).
Precisamente, el lucro cesante era el título que justificaba que por el arrendamiento de bienes productivos (viviendas, tierras, etc.) sí fuera legítimo cobrar alquileres: el arrendador renuncia a los frutos de estos bienes en favor del arrendatario, por lo que podrá reclamar una compensación. Nótese, de nuevo, la concepción de que el dinero es estéril y de que renunciar a su disponibilidad cuando no se le va a dar ningún uso no supone merma alguna para su propietario. Por ejemplo: “Cuán pobre es un mísero avaro, por rico que sea, pues no tiene qué gaste; mucho tiene que podría gastar, más guárdalo tanto que no lo gasta. Y tener oro, dado sea un tesoro, y no gastarlo y servirse de él, es no tenerlo, porque no sirve ni aprovecha si no se expende. Así tenerlo y no gastarlo es, en buen romance, no tenerlo y estar sujeto a todas las necesidades que un pobre”.
Habremos de esperar hasta el siglo XVIII para que Turgot (a quien estudiaremos en la lección tercera) ponga de manifiesto los errores fundamentales de la doctrina escolástica sobre los tipos de interés: a saber, que el dinero, empleado como capital, no es estéril sino productivo; que la intermediación financiera es un uso tan legítimo y productivo del capital como todos los demás; que mantener saldos de tesorería no es dejar sin uso al dinero sino emplearlo en blindarse frente a futuras contingencias imprevistas; y que, precisamente para compensar al capitalista por el coste de oportunidad que supone prestar a terceros el capital y posponer o arriesgar su gasto (incluyendo como gasto el mantenerlo atesorado en forma de dinero o de mercancías), es lícito cobrar intereses. En el fondo, y como ya narraremos con Turgot, el interés es un precio por el tiempo ajeno que empleamos en nuestros planes productivos, de modo que prohibir el interés tenía repercusiones mucho más allá de los contratos que tuvieran forma de préstamos de dinero (o de otros bienes improductivos). De hecho, todos los contratos donde quedara afectado, de un modo u otro, el tiempo eran susceptibles de degenerar en usurarios. Lo sancionado, precisamente, era obtener remuneración por el uso del factor productivo tiempo; según Molina: “cuanto se recibe por razón de la diferencia en el tiempo es usura y se recibe injustamente”.
Pero precisamente porque hay muchas otras formas de remunerar el uso del tiempo distintas a los préstamos en dinero, los agentes económicos se las arreglaron con suma rapidez para burlar la prohibición canónica de la usura con las llamadas “usuras paliadas”: ventas aplazadas a precios por encima del contado, ventas a precios rebajados por pago al contado, préstamos que se dejan entrar en mora para percibir intereses moratorios, pago de los intereses en especie (incluso en forma de cancelación de otras deudas o de salarios no percibidos), etc. De ahí que la propia doctrina escolástica tuviera que evolucionar y reflexionar sobre la legitimidad de los nuevos instrumentos dirigidos a cobrar intereses. Es en este punto donde Tomás de Mercado y Luis de Molina nos ofrecen una completa (y crítica) descripción de todas las ramificaciones del sistema crediticio de su tiempo.
El dominico Mercado explica cómo los tres agentes económicos que negocian con el crédito son los mercaderes, los cambistas (o cambiadores) y los banqueros. Los primeros son aquellos que venden su mercancía por dinero; los segundos los que venden su propio dinero o sus propios créditos contra terceros a cambio de otro dinero o de otro crédito; y los terceros, quienes venden el dinero que reciben prestado o sus propias deudas a cambio de dinero o crédito.
Los mercaderes, a su vez, pueden vender al contado, al fiado o por adelantado.
El primer tipo de operación no acarrea problema alguno, por cuanto el tiempo no juega ningún papel; la única condición para que sea válida es que se cobre el precio de justo (entendido como el precio de mercado, tal como resume el dominico: “justo precio es o el que está puesto por la república o corre el día de hoy en el Pueblo”). Las ventas al fiado ya acarrean mayor complicación. Tomás de Mercado no admite que se cargue un sobreprecio sólo por el aplazamiento del pago: “Si alguno quiere vender fiado a más del justo precio, manifiestamente comete usura, porque este aguardar la paga es un género del préstamo; por lo cual, todo lo que se lleva más de lo que se llevara de contado, es interés del préstamo que se hace en aguardar tanto tiempo, y así es usura”. Por consiguiente, en las ventas aplazadas el precio de venta habrá de ser el mismo que al contado; sólo se podrá incrementar para obtener interés por los justos títulos antes mencionados: lucro cesante y daño emergente. Pero recordemos las restrictivas condiciones en que éstos operaban: la venta a plazo debe ser hecha a instancias del comprador y el vendedor debe tener previamente el género atesorado para realizar alguna operación que, debido a la venta aplazada, se ve perturbada. La misma crítica puede efectuarse para el caso de las ventas por adelantado, ya que según Mercado: “es usura dar menos de lo que probablemente valdrá por anticipar la paga”.
Por lo que se refiere a los cambistas, Mercado distingue tres tipos de cambios: el cambio menudo, el cambio real (o cambio por letras, tal como lo llamará Molina) y el cambio seco.
El cambio menudo consiste en trocar unos tipos de moneda por otros (por ejemplo, ducados por doblones) y el cambio real en comprar monedas en otras plazas o ciudades a cambio de moneda en la actual. En ambos casos, el cambista puede obtener beneficios; según Mercado: “Dara cambio y trocar una moneda por otro, ora sea de valor desigual dentro de un mismo pueblo o ambas de una misma ley en diversas ciudades o reinos, todo es negocio lícito y muchas veces necesario, que cómodo y provecho es a la república tener en sí quien dé a los vecinos y ciudadanos los dineros que han menester en otras partes”. La justificación última de la legitimidad de este negocio es que dos monedas distintas o dos monedas iguales pero en distintas plazas poseen valores distintos: “De esta forma pasa en las monedas que, por estimarse más en una parte que en otra, vienen a ser iguales, aunque sea diversa la cantidad: noventa y tres en Flandes con ciento en Sevilla, no por ser de otra ley el ducado, ni de otro valor, sino porque la tierra de suyo lleva, como dicen, hacer más caso del dinero. Solemos decir <<Más quiero aquí un real que en otras dos>>, no porque no valga uno aquí treinta y cuatro [maravedíes] y dos sesenta y ocho, sino porque en más se estiman aquí los treinta y cuatro que en otra parte los sesenta y ocho”. Por último, los cambios secos vendrían a ser cambios falsos cuyo único propósito es ocultar un negocio usurario.
La cuestión, por tanto, pasa por discriminar los cambios menudos y, sobre todo, los reales de los cambios secos. La línea de demarcación entre ambas categorías nos la dará que los cambios sean verdaderos, “que realmente se trueque una moneda por otro. Lo cual falta cuando se cambian cien ducados en Sevilla con ciento en Medina, no pagándose ni habiendo tales ciento en Medina”. Fundamentalmente, lo que Tomás de Mercado está señalando es que dos partes sólo pueden intercambiar aquellas monedas que ya estén en su posesión (aunque en distintas plazas) o, como mucho, derechos a percibir moneda fruto de transacciones preexistentes. Luis de Molina muestra una opinión similar: “Coinciden los doctores en que es usurario, y está sujeto a restitución, todo lo que se recibió sobre el capital cuando se entregó dinero a otro para que se lo devolviera con un incremento en otro lugar en donde, sin embargo, no tiene dinero ni nadie que pague por él”. O dicho de otro modo, lo que tratan de evitar Mercado y Molina es que, bajo el ropaje de los cambios, se articulen préstamos con intereses: que lejos de perfeccionarse intercambios al contado de monedas (o de derechos a cobrarlas), una de las partes esté entregando hoy moneda a cambio de que la otra se la devuelva en el futuro (con las correspondientes penalizaciones por demora y negociación, que harían a las veces de intereses) y no gracias a su tesorería o a sus derechos de cobros presentes, sino de sus inciertas rentas futuras; dice Mercado: “Claro es que entendiendo que no tiene moneda ni crédito, que ve a ojos vistas que es mero préstamo”.
La distinción entre el cambio y el préstamo usurario vendrá, por consiguiente, de que ambas partes dispongan de dinero o de créditos contra terceros a la hora de comprar dinero (o crédito) ajeno; no intercambiándose de este modo moneda presente por incierta moneda futura: “No digo ni mando que quien da a cambio sepa siempre que realmente tiene dinero a do le pide o que la persona en quien libra está allá o corresponderá. Mas es menester no tenga noticia de lo contrario, conviene a saber, no spa que es fingida, porque, si lo sabe, no lo puede efectuar ni concluir; y si lo efectuara, es en conciencia nulo e inválido”. Esta idea de que los cambios deben limitarse o a dinero ya existente o a derechos de cobro sobre operaciones comerciales ya realizadas constituye una aproximación primitiva e inexacta de los razonamientos de Adam Smith que estudiaremos en la lección 3 y que denominaremos la Doctrina de las Letras Reales (y a la que terminaremos de dar una expresión definitiva en la lección 6).
Por último, Tomás de Mercado también distingue entre dos tipos de banqueros: aquellos que se dedican a captar depósitos, descontar letras o gestionar cobros y aquellos otros, a los que denomina logreros, que se dedican a prestar “a caballeros, gastados y gastadores”. Podemos analizarlos, pues, distinguiendo entre banqueros y logreros.
Los banqueros se dedican, según Luis de Molina, a “recibir el dinero que los comerciantes y cambistas consignan en su banco, y ser depositarios de ese dinero; abonar las cantidades que ordenen los depositantes; llevar cuenta por escrito de todo lo recibido y entregado por orden suya; tener siempre preparada la cuenta de sus relaciones con otros clientes”. Tanto dinero reciben en depósito los banqueros fruto de su actividad ordinaria, que inmediatamente brota la cuestión de qué pueden hacer con él. Tomás de Mercado, por ejemplo, permite que lo utilicen en sus negocios siempre que guarden dos condiciones:
Ellos tienen, a la verdad, sus inteligencias y mayores intereses en tener siempre mucha moneda para tratar, en lo cual no hacen contra conciencia si guardan dos condiciones o se apartan de uno de dos inconvenientes. El primero: no despojar tanto al banco que no puedan pagar luego los libramientos que vinieren, porque si se imposibilitan a pagarlos expendiendo y ocupando dinero en empleos y granjerías y otros tratos, cierto pecan. Han de entender que no es suya sino ajena la moneda, y no es justo que, por servirse de ella, deje de servir a su dueño; y deja, como consta, el día que libran y la mandan dar al oficial o a quien se les antoja, y traen en ellas traspasos al pobre hombre muchos días. Lo segundo: que no se metan en negocios peligrosos, que pecan, dado les suceda prósperamente, por el peligro que se pusieron de faltar y hacer grave daño a los que de ellos se confiaron.
Lo mismo opina Luis de Molina:
Los banqueros, con el dinero depositado, ganan a veces dos o tres mil ducados en tres o cuatro meses, entregándolo a cambio o negociando con él durante el tiempo en que los dueños no lo necesitan (…) Estos banqueros, como todos los demás, son verdaderos dueños del dinero que está depositado en sus bancos, en lo que se diferencian grandemente de los otros depositarios, como diremos después al hablar del depósito. De donde, si perece el dinero, perece para ellos y no para los depositantes; pues el dinero lo reciben no para custodiarlo y devolver numéricamente el mismo, sino para que estén preparados a entregar una cantidad igual cuando quiera que lo solicite el depositante. De modo que lo reciben como un préstamo a título de precario y, por consiguiente, a riesgo suyo, para que de una vez, o por partes, lo devuelvan cuando se lo exijan y del modo que se lo exijan (…) Pecan mortalmente [los banqueros] si el dinero que tienen en depósito lo comprometen en sus negocios en tal cantidad que se ven luego incapacitados para entregar en el momento oportuno las cantidades que los depositantes piden o mandan pagar con cargo al dinero que tienen depositado (…) Asimismo, pecan mortalmente si se dedican a negocios tales que corren el peligro de llegar a una situación en que no puedan pagar los depósitos.
Como veremos más adelante en la lección 8, tanto Tomás de Mercado como Luis de Molina están exponiendo una versión –de nuevo, primitiva e imprecisa, pero seminal en cualquier caso– de lo que posteriormente llamaremos Regla de Oro de la banca, donde se reclama que los bancos cuadren los plazos y los riesgos de los préstamos que extiendan y de las deudas que asuman.
Dentro de estos parámetros, la actividad de los banqueros resultaría legítima tanto para Tomás de Mercado cuanto para Luis de Molina, incluyendo, bajo ciertas condiciones bastante laxas, el cobro de una comisión del seis por mil sobre el descuento en metálico de letras o el pago de intereses a aquellos depositantes que mantengan sus saldos de caja en el banco.
Por otro lado, Tomás de Mercado habla de “logreros” para referirse a los banqueros que extienden préstamos para financiar el consumo y los despilfarros de caballeros y cortesanos hasta que estos obtienen los fondos, vía impuestos, que necesitan para amortizarlos: “En corte hay otros banqueros, aunque a la verdad públicos logreros, que sirven de prestar a caballeros, gastados y gastadores, grandes sumas de dineros, mientras cogen las rentas de sus estados, llevándoles por ello no pequeños intereses”. En suma, los logreros serían aquellos banqueros que prestan no contra rentas presentes, sino contra la generación de rentas futuras; es decir, a banqueros que, como veremos en las siguientes lecciones, incumplen la Regla de Oro de la banca. Conviene visualizar el fuerte paralelismo que existe entre los “logreros” y los cambistas que practican cambios secos (esto es, que venden moneda o crédito presente contra moneda futura e incierta), pues al final se están dedicando a la misma actividad (el mismo Tomás de Mercado, denomina en diversas ocasiones “logreros” a los cambistas secos). Más adelante, de hecho, también comprobaremos que la llamada Doctrina de las Letras Reales es una de las condiciones más importantes de la Regla de Oro de la banca.
Conviene, sin embargo, mencionar que no todos los escolásticos coincidían en estas apreciaciones de Tomás de Mercado y Luis de Molina sobre los banqueros. Así, por ejemplo, para Luis Saravia de la Calle todos los banqueros merecían el calificativo de “logreros” por cuanto se dedicaban a descontar letras con los fondos recibidos en depósito en lugar de limitarse a guardar y custodiar esos depósitos. En Instrucción de Mercaderes (1544) pueden leerse diversos pasajes donde insiste en que: “Si los ponen en depósito dineros habían ellos de dar por la guarda, que no rescibir tantos provechos como la justicia los manda dar cuando deposita dineros o hacienda que ha menester guarda”. En la lección cuarta y en la octava regresaremos a esta antigua polémica sobre cuál es el radio de actividad legítima de la banca: si deben limitarse a un contrato de guarda y custodia tradicional o si pueden emplear sus propias deudas para realizar otro tipo de operaciones comerciales, como el descuento de letras que sí aceptaban Mercado y Molina.
Conclusión
Las aportaciones de la Escolástica a la teoría monetaria y del crédito pueden dividirse en dos grandes grupos. Por un lado, sus reflexiones relativas a las mutaciones monetarias, que son en esencia correctas tanto en la descripción del proceso subyacente cuanto en sus implicaciones económicas (alteraciones en los precios, en los tipos de interés y en los movimientos internacionales del metal). Por otro, sus reflexiones relativas al crédito, que se ven enormemente lastradas y contaminadas por el erróneo prejuicio de base que supone la prohibición canónica de la usura, son, pese a todo, capaces de describir con bastante acierto muchos de los fenómenos económicos subyacentes (anticipando debates académicos de primer orden de importancia que acaecerían siglos después).
En cierto sentido, podemos decir que la Escolástica fue exitosa a la hora de desprestigiar desde un punto de vista teórico las mutaciones monetarias, pues la mayoría de pensadores mercantilistas que cronológicamente les siguieron no se atrevieron a defenderla como una estrategia válida para incrementar la cantidad de dinero en circulación. Por ejemplo, el destacado mercantilista Thomas Mun dejó escrito en su England’s Treasure by Forraing Trade (1664) que: “Estos procedimientos [las mutaciones monetarias] que tanto dañan a los individuos no pueden añadir en ningún caso al Príncipe, tal como algunos hombres han imaginado; pues, aunque se envilezca o aligere todo nuestro dinero, esto sólo le reportará ganancias presentes y de una vez a la ceca, pero todo esto y más se transformaría pronto en pérdidas futuras”. También John Law, el economista mercantilista por excelencia, se opuso a las mutaciones monetarias con argumentos similares en su Dinero y comercio considerados con una propuesta para abastecer con dinero a la nación (1705): “Si aumentar o debilitar el dinero crearan valor o acarrearan algún efecto positivo para el comercio interior o exterior, ninguna nación concedería utilidad al dinero. Cien libras podrían ser aumentadas o debilitadas dos, diez o cien veces sobre la denominación que tuviera, o incluso más si fuera necesario. Pero, dado que resulta injusto aumentar o debilitar el dinero por cuanto todos los contratos se pagan con moneda de menor valor, y dado que conlleva efectos nocivos para el comercio local y extranjero, no las practica ninguna nación que aprecie la justicia o entienda la naturaleza del comercio y del dinero”, concluyendo que “aumentar el dinero en Francia es cobrarles un impuesto a los ciudadanos (…) impuesto que recae sobre los más pobres”.
Sin embargo, al mismo tiempo, los ataques escolásticos contra la usura sentaron las bases para que los propios mercantilistas arbitraran mecanismos para tratar de rebajar tanto como fuera posible ese estéril interés del dinero. Al cabo, si los tipos de interés del dinero no cumplen ninguna función económica (prejuicio que llegará hasta nuestros días de la mano de John Maynard Keynes, como estudiaremos en la lección 9), nada más natural que pretender su supresión. A eso en gran parte se dedicó el mercantilismo: a manipular la oferta de dinero y de crédito, por vías distintas a las mutaciones monetarias y a las prohibiciones de la usura, con el propósito de financiar al Gobierno, aumentar la actividad económica y rebajar los tipos de interés. Éste será, precisamente, la materia que analizaremos en la siguiente lección.

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