El coup de whisky que provocó el crack del 29
Publicado por Juan Ramón Rallo.
Mayo de 1926. Inglaterra padece una de las mayores huelgas generales de su historia, cuyos coletazos se extenderán prácticamente hasta finales de año. La industria del carbón se paraliza durante meses, y el país pasa de exportar a importar el mineral. La economía se encuentra postrada, con unos precios y costes internos artificialmente altos, que debían ajustarse en pro de la competitividad; pero los sindicatos no estaban por la labor.
Con tal de no molestar a las centrales sindicales, unas autoridades convencidas –como siguen convencidas hoy– de que la imperiosa necesidad de deflación puede sustituirse por una impetuosa inflación del crédito prefirieron presionar a los bancos para que proporcionaran crédito con el que comprar el carbón al resto del continente. Una operación financiera sin demasiado sentido que deterioró enormemente la salud de los bancos ingleses y los convirtió en deudores de Francia y Alemania, cuyos bancos centrales acumulaban grandes cantidades de libras esterlinas convertibles en oro. Años más tarde, en 1929, Sir Felix Schuster, uno de los principales banqueros de Inglaterra, resumiría los hechos de la siguiente manera:
Nuestra sensatez ha cedido ante las presiones del Gobierno y ante el sentimiento de Londres. Nuestra situación es alarmante.
Y tan pronto como la City comenzó a perder oro a finales de ese año, todas las alarmas saltaron.
Se trataba de una situación incómoda para todas las partes implicadas: por un lado, el Banque de France y el Reichsbank consideraban que ya estaban demasiado expuestos a una moneda –la libra– que cada vez resultaba menos creíble, y además querían reconstruir sus reservas de oro para estabilizar sus respectivas divisas; por otro, el Banco de Inglaterra sabía que no tenía suficiente metal para seguir pagándoles, y que su única alternativa para proteger sus reservas –la única que habían tenido desde siempre los banqueros centrales en este tipo de situaciones– era subir el tipo de interés, medida que resultaba inaceptable para los propagandistas del dinero barato, como Keynes.
Por este motivo, el gobernador del Banco de Inglaterra, el célebre Montagu Norman, solicitó auxilio al poderosísimo presidente de la Reserva Federal de Nueva York, aquel al que Milton Friedman calificaría años más tarde como “un hombre verdaderamente notable”: Benjamin Strong. Norman y Strong eran amigos íntimos (Barry Eichengreen describe sus relaciones personales como “cálidas y de mutuo respeto”), y ambos estaban vinculados directa o indirectamente con JP Morgan.
Strong estaba convencido de que los bancos centrales debían ser solidarios y ayudarse entre sí, motivo por el cual convocó a mediados de 1927 una reunión de gobernadores de bancos centrales en Long Island; “el club más exclusivo del mundo”, como se dijo entonces.
La reunión estaba claramente diseñada desde un principio para presionar a los bancos centrales de Francia y Alemania para que dejaran de exigir al de Inglaterra el pago en oro de sus deudas y se conformaran con libras esterlinas (algunos infelices todavía confunden hoy esta suerte de farsa monetaria con el patrón oro). Pero las cosas no salieron como Strong y Norman habían planeado. El gobernador del Reichsbank, Hjalmar Schacht, era un astuto negociador que no se casaba con nadie, y su homólogo francés, Émile Moreau, declinó asistir: en su lugar envió a uno de los economistas monetarios más brillantes del s. XX, Charles Rist.
Rist conocía perfectamente las intenciones del tándem Strong-Norman, pero antes de tomar una decisión prefirió consultar a otro de los grandes genios monetarios del s. XX, Benjamin Anderson, economista en jefe del Chase National Bank.
Anderson acudió a la Reserva Federal de Nueva York con la intención de presentarse en el despacho de Rist, donde ambos tenían pensado discutir sobre la situación financiera internacional y cuál debía ser la política de los bancos centrales al respecto. Pero mientras deambulaba por los pasillos de la Fed, Strong se cruzó con Anderson y rápidamente trató de abortar la reunión entre ambos entrando primero en el despacho de Rist. En teoría, mientras Strong estuviera reunido con Rist, éste no podría atender a Anderson.
Sin embargo, el economista en jefe del Chase National Bank era un hombre de gran paciencia, y ante las disculpas reiteradas del secretario personal de Rist, le advirtió de que estaba dispuesto a esperar “indefinidamente”, hasta que Strong saliera. Finalmente, tras cerca de una hora, se le invitó a entrar… pese a que Strong todavía seguía dentro. Una vez se marchó éste, Rist y Anderson discutieron libremente sobre la gran expansión crediticia que había tenido lugar al amparo del patrón-divisa oro y de la muy delicada situación en que se hallaba el Banco de Inglaterra.
Así, cuando Norman y Strong pidieron a Schacht y Rist que se olvidaran de demandar oro a Londres y que acometieran una política monetaria expansiva que aliviara aún más las tensiones sobre la City, ambos se negaron. Schacht fue rotundo: no quería bajar artificialmente los tipos para seguir inflando más el crédito: “No me deis un tipo de interés bajo. Dadme un tipo de interés verdadero y yo sabré cómo mantener mi casa en orden”, les reprochó.
Fue entonces cuando Strong desistió y advirtió de que, incluso si Francia y Alemania no colaboraban, Estados Unidos ayudaría a Gran Bretaña mediante una política de crédito barato, lo que de paso le serviría para “dar un pequeño coup de whisky a la bolsa estadounidense”.
Desde luego, Strong sabía de qué hablaba. No era la primera vez que le daba unempujoncito mediante la expansión artificial del crédito. En 1922, la Reserva Federal llevó a cabo la primera operación de mercado abierto de su historia (compras de deuda pública) y el Dow Jones se disparó de 70 puntos a más de 100. En 1923, Strong enfermó y el resto de miembros de la Fed, no demasiado de acuerdo con sus políticas inflacionistas, dejaron de expandir el crédito, con lo que el Dow Jones cayó a 90 puntos. Cuando Strong se reincorporó un año más tarde y se reanudaron estas operaciones, el Dow Jones se catapultó hasta los 160 puntos. En 1927 se trataba, pues, de meterle la última inyección energética.
La conferencia de gobernadores no cristalizó en ningún acuerdo unánime demasiado concreto. Schacht y Rist se fueron con el compromiso de rebajar ligeramente su presión sobre el Banco de Inglaterra pero sin sumarse a la orgía inflacionista que estaba a punto de empezar. En cambio, Strong sí prometió a su buen amigo Morgan que la Reserva Federal prestaría 12 millones de libras en oro al Banco de Inglaterra, y que rebajaría los tipos de interés por debajo de los suyos para evitar que los inversores ingleses sacaran su oro del país a fin de depositarlo en los bancos estadounidenses.
Dicho y hecho. En agosto de 1927 los tipos de interés caen medio punto, hasta alcanzar prácticamente su mínimo histórico, y, sobre todo, se duplica el volumen de las operaciones de mercado abierto (por las que se canalizaba el crédito a los bancos para que a su vez rebajaran los tipos de interés a sus clientes). Y, ciertamente, la borrachera bursátil respondió a las expectativas: entre agosto de 1927 y octubre de 1929, el Dow Jones se disparó de 170 a 380 puntos.
No es extraño, vistas esas cifras, que la Reserva Federal se asustara del monstruo que ella misma había ayudado a crear. A finales de 1927, el gobernador Strong enfermó de nuevo y se retiró de la política activa (murió un año después), por lo que su sustituto, Roy Young, tuvo las manos libres para intentar revertir sus errores. Entre febrero y julio de 1928 los tipos de interés pasaron del 3,5 al 5%, pero aunque el ritmo de expansión crediticia se moderó, ya era tarde: el boom bursátil había empezado, y ni siquiera la Reserva Federal tenía capacidad para detenerlo.
Se había creado demasiado crédito durante demasiado tiempo, y ahora era imposible de retirar. Ya lo decía con resignación Benjamin Anderson:
Cuando la bañera del piso de arriba se ha desbordado y ha estado vertiendo agua durante cinco minutos, no es complicado lograr que deje de hacerlo y aprovechar para fregar el suelo. Pero cuando ha estado vertiéndola en grandes cantidades durante muchos años, las paredes, los falsos techos y el suelo están echados a perder, y resulta muy costoso y complicado retirarla. Mucho después de que se haya cerrado el grifo, el agua seguirá rezumando por las paredes y el techo.
El exceso de crédito siguió ahí hasta que fue destruido, de manera desordenada y caótica, durante el proceso de quiebras bancarias que inauguró el crack bursátil de 1929.
Ochenta años después, no está de más recordar que fueron las políticas inflacionistas de la Reserva Federal las que generaron ese auge artificial que inevitablemente terminó pinchando. Nuestro Strong fue Greenspan. Entonces como ahora, se dejaron los grifos abiertos y anegaron el sistema financiero. Entonces como ahora, se culpó al libre mercado de la negligencia de un monopolio público, el que rige sobre la emisión de moneda. Hay cosas que, por desgracia, no cambian.
No hay comentarios:
Publicar un comentario