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viernes, 15 de julio de 2016

La hucha vacía

Juan Pina

El nuevo eufemismo de moda en nuestra casta estatal es la “separación de fuentes” para pagar las pensiones. A ese concepto se han referido la semana pasada el ministro Luis de Guindos y otros responsables políticos. El titular de Economía ha dejado claro que todos los partidos con representación están a favor de esa “separación” y que, simplemente, tendrán que discutir sus detalles en el marco incomparable del Pacto de Toledo. Ese pacto es, en realidad, un pacto de silencio. Es la omertà de toda la clase política, sindical y patronal para mantener el secreto a voces de un sistema de pensiones que, sencillamente, está quebrado. Lo de “separar” las fuentes, traducido, quiere decir sencillamente clavarle aún más impuestos a la gente para pagar las pensiones, porque con lo que se recauda en cotizaciones no llega. Ni más ni menos. Y, claro, hace falta mucho eufemismo y mucha cara de cemento para decir de puntillas, para decir sin decir, que, en fin, el sistema de reparto reparte miseria porque es incompatible con la realidad demográfica y con la longevidad de nuestro tiempo, pero que, pese a ello, vamos a seguir aguantándolo erre que erre y si para ello hay que sangrar más aún a los contribuyentes, pues se hace.
A los trabajadores les exige aportaciones precisas, mes a mes durante toda su vida laboral, pero a cambio sólo les da vaguedades
De Guindos, como todos los políticos repartidos por el espectro político español, supuestamente amplio pero en realidad reducido a matices dentro de la socialdemocracia generalizada, sabe que nuestro arcaico sistema de pensiones es una vulgar estafa. Por un lado, es un perverso esquema financiero piramidal —prohibido, por cierto, a particulares— en el que los integrantes recientes van pagando la retribución de los antiguos. Los riesgos de quiebra inherentes a todo sistema de esas características están a la vista. Por otro lado, es una estafa porque a los trabajadores les exige aportaciones precisas, mes a mes durante toda su vida laboral, pero a cambio sólo les da vaguedades. Es decir, les da un remoto compromiso político de que, décadas más tarde, cuando lleguen a viejos, se ocupará de ellos “dignamente”, signifique eso lo que signifique. Y esa es una garantía que nadie puede dar porque nadie sabe de antemano cuál será la voluntad de los ciudadanos de entonces, ni cuáles serán las circunstancias económicas.
El principal problema, con ser grave, no es la gestión estatal del fondo resultante de las cotizaciones, ineficiente como toda gestión estatal. Lo terrible es la colectivización del fondo. Incluso con el Estado como gestor, lo realmente importante es individualizar el fondo de cada trabajador para que vea mes a mes cuánto tiene cotizado, cuánto ha crecido su capital y cuál es la proyección estimada hasta su jubilación. Así podrá aportar de más cuando le vaya bien o quedarse en el mínimo legal si ya considera suficiente su fondo, etcétera. Dentro de la lógica estatista actual, se le puede detraer un porcentaje para la solidaridad con los demás, la cual, por puro sentido común, debería pasar a ser intrageneracional y no intergeneracional de manera que nadie quedara sin cotizar. Lo que no se puede hacer sin incurrir en el puro saqueo estatal es quedarse con el cien por cien de lo cotizado, destinarlo a comprar la propia deuda del Estado y a malpagar a los pensionistas del momento, y encima cobrarle a la gente un impuesto ad hocporque, claro, con las cotizaciones en realidad no basta y la “hucha” está vacía porque el Estado se la ha pulido.
Un sistema en el que cada trabajador carga a la chepa medio pensionista es, sencillamente, insostenible. Está quebrado y ya no valen más parches. Por más que estiren las condiciones del sistema, desvirtuando su propia lógica por el camino, todo tiene un límite y ya lo hemos rebasado. Hay que reconocerlo y trazar con urgencia un plan de transición que, cumpliendo con los compromisos adquiridos, nos lleve al mejor ritmo posible hacia un sistema alternativo. Y la única alternativa es la capitalización individualizada para la pensión, complementada tal vez con un producto financiero-asegurador para las situaciones especiales. El nuevo sistema funcionará mucho mejor en un marco de competencia entre gestoras privadas, pero si no, si tanto miedo da el mercado, pues que lo siga gestionando de momento el Estado. Por lo menos cada trabajador sabrá lo que va pagando y lo que va adquiriendo, y podrá planificar sus aportaciones y el momento de su retiro. Los derechos adquiridos por cada persona se expresarán en cifras contantes y sonantes, no en edulcoradas declaraciones políticas. Y si el trabajador fallece, lo aportado no caerá en el pozo sin fondo del Estado, sino que lo recuperarán sus herederos.
La planificación de la vejez es la gestión financiera más importante de cada ser humano, y debe ser libre de desarrollarla conforme a sus preferencias y necesidades
La planificación de la vejez es la estrategia financiera más importante de cualquier ser humano, y éste debe ser libre de desarrollarla conforme a sus preferencias y necesidades particulares. Si el Estado decide por él su aportación, su edad de jubilación y su pensión futura, es evidente que apenas le queda margen de flexibilidad. Está a merced de los políticos, primero como trabajador y después como pensionista. La terrible ancianización de la pobreza es una consecuencia directa del sistema de reparto. Los mayores, después de una vida entera trabajando, tendrían que ser normalmente las personas más solventes de cada capa socioeconómica. Sin embargo, se les considera poco menos que discapacitados financieros a los que se debe subvencionar el abono de transportes y llevarles de vacaciones en temporada baja. Claro, es que se les ha robado a manos llenas durante toda su vida laboral y ahora, en vez de devolverles lo aportado, se espera que agradezcan la miserable limosna que el Estado les arroja.

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