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Pese a los buenos datos de crecimiento y de creación de empleo que se registraron en el primer trimestre de este año —y que muy probablemente se repitan en el segundo—, la incertidumbre política era una de esas inobservables variables económicas que, de acuerdo con la mayoría de analistas, estaba perjudicando seriamente el potencial de expansión económica española. Incertidumbre política que acaso cabía interpretarla en dos direcciones: la primera, la inexistencia de un gobierno con autonomía para impulsar la agenda de reformas y ajustes que siguen siendo imprescindibles en nuestro país (muy en especial, los recortes del gasto necesarios para cumplir, de una vez, con los objetivos de déficit marcados por Bruselas); la segunda, el riesgo de que formaciones y políticas populistas —representadas en el programa de Unidos Podemos— terminen marcando la agenda política de España a corto o medio plazo.
La primera de estas dos incertidumbres está lejos de haberse despejado: pese al notable incremento de su representación parlamentaria, el Partido Popular no puede promover, ni siquiera con el concurso de Ciudadanos, un programa de gobierno reformista que aligere el peso del Estado sobre la vida de los españoles. De hecho, ni siquiera está muy claro que, pudiendo, quisiera hacerlo: hasta hace poco más de medio año, el PP gozaba de una amplísima y comodísima mayoría absoluta en el Congreso que le habría permitido aprobar cualquier legislación que deseara. Y no lo hizo salvo por un breve e insuficiente período de tiempo (la primera mitad del año 2012). Por consiguiente, la fragmentación política que continúan alumbrando las Cortes Generales, unida a la desidia de todos nuestros partidos para reformar las instituciones españolas en la dirección de una mayor libertad económica, tan sólo perpetuará su tradicional inacción: tal vez, y gracias a esa fragmentación, la apuntale incluso en mayor medida, pues todas las formaciones disfrutarán del perfecto chivo expiatorio para justificar su pasividad, esto es, la falta de apoyos externos.
La segunda de estas incertidumbres, en cambio, sí parece haberse despejado… al menos en parte. Sin ningún género de dudas, la batalla más decisiva que se libraba en estos comicios era la de la hegemonía dentro de la izquierda: Unidos Podemos aspiraba a lograr el sorpasso al PSOE no para asegurarse La Moncloa en estos comicios, sino en alguno de los venideros. Pasokizar al PSOE para Syriziar a Podemos. Mas los socialistas han aguantado mejor de lo esperado y Podemos se ha hundido mucho más de lo que cualquier pronóstico electoral se atrevió a prever. Ahora, tras dejarse casi 1,2 millones de votos, no está claro que Podemos llegue a ser en algún momento el partido monopolístico de la izquierda y que, en consecuencia, consiga determinar el rumbo de la política económica de España. A buen seguro, no cabe descartar una resurrección de la formación morada una vez comprenda cuáles han sido sus debilidades en estos comicios y los enmiende: pero la cuestión es si una parte sustancial de esos 1,2 millones de votos perdidos son recuperables o si, por el contrario, han comprendido cuál es la auténtica naturaleza populista del partido al que una vez brindaron su apoyo y se han alejado de él permanentemente.
En todo caso, en la medida en que Podemos parece alejarse a corto y medio plazo del poder político, una parte de la incertidumbre institucional que pesa sobre la economía española comienza a despejarse. Nos hallamos lejísimos del mejor mundo posible —las instituciones políticas españolas siguen siendo un paradigma de arbitrariedad intervencionista y de extracción de rentas al generador de riqueza—, pero al menos no parece que por el momento vayamos a empeorarlo de manera muy sustancial. A falta de reformas liberalizadoras valientes y decididas, no empeorar ya sirve de cierto consuelo al inversor.
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