EL POPULISMO DA SOLUCIONES SIMPLES A PROBLEMAS COMPLEJOS Y, SOBRE TODO, EMPODERA A MUCHOS INDIVIDUOS AL ACENTUAR EL RESENTIMIENTO, LA ENVIDIA Y LA DIVISIÓN. POR FORTUNA, SIEMPRE FRACASA.
No nos debe sorprender que el éxito de las propuestas populistas en las elecciones europeas coincida con el fracaso de sus políticas en Venezuela, Argentina o Grecia. El populismo nunca tiene la culpa de sus errores y, al transformarse en opción política en otro país, acude inexorablemente al enemigo exterior como justificación de los desastres a los que siempre lleva a la economía. El objetivo del populismo no es reducir la pobreza, sino beneficiarse de gestionar el asistencialismo. Utilizar las gigantescas partidas para ayudas sociales o programas de empleo para crear más comités y observatorios, haciendo de los ciudadanos clientes rehenes que dependen de la generalización del subsidio y terminan por votarles ante la falta de oportunidades por la destrucción del tejido empresarial y de las opciones de buscar otros empleos.
El populismo es, en realidad, la venganza de los mediocres. Un grupo que se autoconcede la representación del pueblo y que, como tal, aunque tenga un respaldo electoral minoritario, decreta que todo el que no está con él va contra el pueblo. “La gente corriente”, repetían ante los medios el día en que tomaron sus asientos en el Congreso de los Diputados de España. Da igual que esa “gente corriente” incluya privilegiados del sistema público o a grandes fortunas. Ellos son la gente. Usted, no.
El mensaje es muy atractivo porque elimina la meritocracia y la recompensa del esfuerzo, porque acaba con la competencia entre pares, que siempre representa una incomodidad, porque liquida la disputa en buena lid en pos de la prosperidad, cuya tarea se endosa al Estado, que es el menos capaz de proporcionarla. Los votantes españoles del partido populista Podemos no solo conocen los viajes a Venezuela, las conexiones con el chavismo o con Irán y la simpatía hacia los defensores del terrorismo. Es que les parece estupendamente, sobre todo ante dos ideas enfrentadas: (1) No podemos estar peor (una clara falacia, como se ha demostrado en Grecia, Venezuela, Argentina, etcétera) y (2) van a acabar con la corrupción y a dar trabajo a todos.
¿No les parece como mínimo sospechoso que alguien que se intenta presentar ante sus votantes como el partido anticorrupción acepte, asesore y defienda al décimo régimen más corrupto del mundo, según Transparency International? ¿No es extraño que quien ofrece empleo garantizado y altos sueldos para todos haya conseguido, cuando ha asesorado a Gobiernos, pobreza, escasez, desempleo y el salario mínimo más bajo del mundo después de Cuba? ¿No les parece insólito que un grupo de intelectuales, de profesores de la desprestigiada Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense, que nunca ha creado una empresa industrial y generado un puesto de trabajo, sepa exactamente dónde deben invertir los empresarios, en qué sectores productivos y con qué márgenes?
Pero ofrecen empleo público. Eso sí que es bueno. Aunque olvidando que para que exista el sector público hace falta un pequeño detalle: los ingresos que proporciona con su actividad el sector privado. Olvidando que las tareas genuinas del sector público son prestar un servicio a los ciudadanos, así como crear el marco normativo idóneo para facilitar el crecimiento y la creación de empleo. Ya lo decía Bastiat: “Aquel que pretende vivir del Estado olvida que el Estado vive de todos los demás”.
“Si aquí hay miseria, miseria para todos”, decía un pescador en Cádiz. Y desafortunadamente, esa es la igualdad tan deseada por los populistas, la igualación a la baja. No se trata de producir las condiciones para que haya más riqueza y se creen más empresas, porque en eso precisamente consiste el enemigo de esta clase de ideología: un individuo o colectivo que no dependa del Estado y sea libre desde el punto de vista económico y social es peligroso para el populismo porque es fuerte, se sabe independiente, puede funcionar por sí mismo, y está muy persuadido de que puede prescindir de los cantos de sirena de los que piensan como Pablo Iglesias.
BUENISMO:
¿Saben esto sus votantes? Sí. Pero el populismo acude a los instintos primarios de la envidia, el rencor y la división. No se trata de que estemos todos mejor, no se trata de unir a los ciudadanos en un proyecto común, sino de relegar al ostracismo y al escarnio a aquellos que no acepten todo lo que los populistas hacen. La perversión del lenguaje es esencial para los objetivos populistas. Todo lo que ellos proponen es “social”, “verde”, por el pueblo y, por lo tanto, con buena intención. Y partiendo de esa buena intención, nadie se puede equivocar. Si sus políticas llevan a la pobreza y el estancamiento, la culpa, obviamente, solo puede ser de otro, del demonio extranjero, de la burguesía, de los bancos o de alguna conspiración con origen en el capitalismo.
El populista nunca tiene la culpa de sus errores porque tenía en mente el bienestar común y, por lo tanto, la culpabilidad recae siempre en otro. Adicionalmente, cuando destruyen las leyes más básicas del funcionamiento económico, la responsabilidad por supuesto es de los mercados. Cuando se dispara la inflación a causa de políticas monetarias suicidas, la responsabilidad es de los comerciantes que suben los precios. Un economista español me decía en Twitter: “La decisión de subir los precios es de las empresas porque buscan mantener beneficios”. Nunca el responsable es el que ha destruido el valor de la moneda. Cuando se hunde el acceso a los mercados porque se amenaza con hacer impago, la culpa es de los bancos que no prestan. Un asesor de Varoufakis, en Grecia, me decía en televisión que el corralito había sido una imposición del Banco Central Europeo que se negó a seguir dando liquidez a Grecia cuando anunció que no iba a seguir sus ideas. Te presto, no me pagas, pero te tengo que prestar más y barato, esta parece ser la tesis de los populistas.
¿Pero son los populistas unos malvados que quieren que su pueblo sufra? No. Un grave error de los analistas es pensar que son unos locos o unos malvados. Olvidamos que su objetivo esencial es que el Estado tome el control de los medios de producción. Sabiendo que eso es imposible en un mundo globalizado usando la expropiación, piensan que la mejor manera de llegar a ello es a través de la crisis económica. El Estado pone las trabas necesarias al sector privado hasta que este, simplemente, no puede funcionar, y ese es el momento en el que el Estado se presenta como el salvador. En realidad, es una política que se parece mucho a la del maltratador. “Sin mí no puedes”. Esa persona piensa que está haciendo lo mejor, pero para ello necesita anular la voluntad del otro.
Si necesitamos que todos los medios de producción y financieros sean propiedad y estén al servicio incondicional del Estado es mucho más fácil entender por qué se imponen políticas que llevan a corto plazo al desastre económico: por un supuesto “bien superior” que vendrá a largo plazo. El pueblo, por lo tanto, debe plegarse y aceptar las consecuencias, por duras que sean, de llevar a cabo el proceso de absorción de todos los medios de producción. Aunque entre ellas esté la de padecer miseria y hambre, como hemos visto en Cuba, como sucede ahora mismo en Corea del Norte, en Venezuela y también ha ocurrido en Argentina.
Pero sería un error pensar que están o son unos locos. La propaganda es esencial. Allende en Chile ya comentaba que la prensa debía ser un instrumento de la revolución. Cuando se tiene un objetivo claro, incuestionable, de poder absoluto del estado populista, la propaganda es el medio que justifica todos los errores y permite ir alcanzando nuevas metas hasta el control total. El hecho de que los profesores de historia pasen por estos episodios de colectivismo populista con miedo, incluso con benevolencia, en sus clases, es el caldo de cultivo para que, poco a poco, las generaciones venideras achaquen todos los problemas y maldades al capitalismo, incluso aquellos que han hecho fracasar a los populistas.
Recuerdo una discusión con un líder de Podemos en la cual, cuando le explicaba que sus propuestas eran inviables, me comentaba que “la política y la democracia deciden lo que se debe hacer, luego le toca a los técnicos analizar cómo se puede hacer”. Es decir, el líder populista decide y, si no funciona, es un problema de incompetencia de los técnicos. Se trata del caso más claro de una fe en el Estado que sobrepasa a la religiosa. Porque la fe religiosa está sustentada en el individuo, en su relación de convivencia con los demás, pero la fe en el Estado populista parte de la premisa de la infalibilidad, y todo lo que no lo demuestre o es un ente enemigo o es un error externo. El populista se sirve de la democracia para pervertirla. Con un 20% de votos se autodenomina “mayoría social” y pone al 80% restante en dos escenarios: la cobardía o la enemistad. O son cobardes que no se unen al “pueblo” o son enemigos del mismo.
ERRORES:
El populismo está creciendo en todo el mundo. Da soluciones aparentemente simples a problemas muy complejos, y sobre todo empodera a muchos individuos al acentuar el resentimiento, la envidia, la división y el enfrentamiento. Por fortuna, siempre fracasa. Porque el populismo olvida tres cosas. La naturaleza humana busca el progreso y el bienestar común desde la iniciativa individual, al contrario de lo que piensan los intelectuales que se dan así mismos el papel de “voz del pueblo”. Los seres humanos caen en el error de pensar en el Estado como si fuera Papa Noel en muchas ocasiones, pero la fe inquebrantable en dicho Estado no existe. Se desvanece con la realidad del fracaso, aunque se pervierta el lenguaje. Y finalmente, como decía Bob Marley, puedes engañar a algunos durante cierto tiempo, pero no a todo el mundo todo el tiempo.
Tenemos que combatir el populismo cada día. Sabiendo que la batalla de la propaganda y de la perversión del lenguaje de los populistas convierten este desafío en arduo, lenta y repetitivo. Tenemos que luchar contra su falsa premisa de la superioridad moral autoconcedida, de la infalibilidad del bienintencionado y tenemos que luchar sabiendo que no son dementes ni ignorantes ni anecdóticos. Y tenemos que hacerlo cada día, sin descanso, porque cuando llegan al poder, llegan los referéndums revocatorios y los procesos constituyentes, las leyes de emergencia y la represión para asaltar las instituciones. Cuando llegan, no hay manera de desalojarlos fácilmente del poder.
Los liberales cometimos un enorme error en Latinoamérica al posicionarnos en la equidistancia entre los Gobiernos ineficaces de derecha o izquierda y los populistas que llamaban a la puerta. No, no son lo mismo. Esos Gobiernos ineficientes, con todos sus errores, respetaban los principios básicos de la ley, la convivencia y el proceso democrático. Los populistas, cuando llegan, toman por la fuerza las instituciones y se perpetúan en el poder al precio que sea. No podemos cometer el mismo error de la equidistancia intelectual ante amenazas muy reales que afectarán a millones de personas, muchos de ellos votantes de opciones populistas.
Daniel Lacalle es economista y autor de La madre de todas las batallas, Nosotros los mercados y Viaje a la libertad económica