Economía vs. Política
Puede ser que las cautelosas criaturas del bosque lleguen a aceptar la trampa del cazador como una condición necesaria de la búsqueda de comida. Por lo menos el presumiblemente racional animal humano está tan acostumbrado a las intervenciones políticas que no puede pensar vivir sin ellas; en todos sus cálculos económicos su primera consideración es: ¿qué dice la ley sobre esto? O, más probablemente, ¿cómo puedo hacer uso de la ley para mejorar mi suerte en la vida? Esto puede considerarse un reflejo condicionado. Difícilmente se nos ocurre que podría irnos mejor actuando con nuestras propias fuerzas, dentro de los límites que nos impone la naturaleza y sin restricciones políticas, controles o subvenciones. No entra en nuestras mentes que estas medidas intervencionistas se interponen en nuestro camino, como una trampa, para fines diametralmente opuestos a nuestra búsqueda de una vida mejor. Las aceptamos automáticamente como necesarias para ese fin.
Y así ha resultado que quienes escriben sobre economía empiezan con la suposición de que es una rama de la ciencia política. En los libros de texto actuales, casi sin excepción, se ocupan de la materia desde un punto de vista legal: ¿cómo se las arreglan los hombres para vivir bajo las leyes existentes? De ello se sigue, y algunos libros lo admiten, que si las leyes cambian, la economía debe adaptarse. Por esta razón los programas de nuestras universidades están cargados con varios cursos de economía, cada uno rindiendo homenaje a las leyes que gobiernan las diferentes actividades humanas: así tenemos la economía del comercio, la economía inmobiliaria, la economía bancaria, al economía agrícola, etc. Difícilmente se considera que haya un ciencia económica que cubra los principios básicos que operan en todas nuestras ocupaciones y no tenga nada que ver con la legislación. Desde este punto de vista sería apropiado, si la ley sancionara esta práctica, incluir en el programa un curso de economía de la esclavitud.
La economía no es política. Una es una ciencia, afectada por las leyes inmutables y constantes de la naturaleza, que determina la producción y distribución de la riqueza: la otra es el arte de gobernar. Una es amoral, la otra es moral. Las leyes económicas operan por sí mismas y conllevan sus propias sanciones, como todas las leyes naturales, mientras que la política se ocupa de convenciones hechas y manipuladas por hombres. Como ciencia, la economía busca la comprensión de principios invariables; la política es efímera, siendo su sujeto las relaciones de cada día entre personas asociadas. La economía, como la química, no tiene nada que ver con la política.
La intrusión de la política en el campo de la economía es simplemente una evidencia de la ignorancia o la arrogancia humana y es tan fatua como un intento de control sobre la subida y bajada de mareas. Desde el inicio de las instituciones políticas ha habido intentos de fijar salarios, controlar precios y crear capital, fracasando siempre. Esas empresas deben fracasar pues lo único que compete a la política es a obligar a los hombres a hacer lo que no quieren hacer o evitar que hagan lo que quieren hacer, y las leyes de la economía no se ocupan de este ámbito. Son insensibles a la coerción. Salarios, precios y acumulaciones de capital tienen sus propias leyes, leyes que están por encima del ámbito de los políticos.
La suposición de que la economía se subordina a la política deriva de una falacia lógica. Como el estado (la maquinaria de la política) puede controlar y controla el comportamiento humano, y como los hombres están constantemente ocupados en ganarse la vida, en lo cual operan la leyes de la economía, parece deducirse que al controlar a los hombres el estado también puede conformar estas leyes a su antojo. El razonamiento es erróneo porque no contempla las consecuencias. Es un principio invariable que los hombres trabajan para satisfacer sus deseos o que el motivo de la producción es la perspectiva de consumo: de hecho, nada se produce hasta que llega al consumidor. Por tanto, cuando el estado interviene en la economía, lo que siempre hace bajo confiscación, entorpece el consumo y por tanto la producción. Lo que genera el productor va en proporción a su inversión. No es la voluntariedad la que produce el resultado: es el funcionamiento de una ley natural inmutable. El esclavo no “vaguea en el trabajo” a propósito: es un mal productor porque es un mal consumidor.
La evidencia es que la economía influye en el carácter de la política en lugar de al revés. Un estado comunista (que actúa sin considerar las leyes de la economía, como si éstas no existieran) se caracteriza por su obsesión por la fuerza: es una estado del miedo. La ciudad-estado griega aristocrática toma su forma de la institución de la esclavitud. En el siglo XIX cuando el estado, para sus propios fines, entró en relación con la ascendente clase industrial, tuvimos el estado mercantil. El estado del bienestar es en realidad una oligarquía de funcionarios que, a cambio de los privilegios y prestigio del cargo se dedican a confiscar y redistribuir la producción de acuerdo con fórmulas que ellos mismo idean, sin considerar el principio de que la producción cae en la medida que se confisca. Es interesante advertir que todo “bienestar” empieza con un programa de distribución (control del mercado con su técnica de precios) y termina con intentos de dirigir la producción: esto pasa porque, contra sus expectativas, las leyes de la economía no se suspenden por su interferencia política, los precios no responden a sus dictados y en un esfuerzo por hacer que funcionen sus nociones preconcebidas, las aplican a la producción y ahí también fracasan.
La impermeabilidad de la ley económica a la ley política se demuestra por este hecho histórico: a largo plazo, todo estado cae, frecuentemente desaparece completamente y se convierte en una curiosidad arqueológica. Cada desaparición de la que tenemos suficiente evidencia ha venido precedida de la misma serie de eventos. El estado, en su insaciable búsqueda de poder, intensificaba cada vez más sus intervenciones en la economía de la nación, causando el consecuente decaimiento del interés en producir hasta que se llegaba al nivel de subsistencia y no se producía nada más para mantener al estado en las condiciones a las que estaba acostumbrado. No se encontraba económicamente capacitado para abordar la emergencia de alguna circunstancia inmediata, como la guerra, y sucumbía. Antes de este acontecimiento, la economía de la sociedad, en la que descansaba el poder del estado, se había deteriorado y con ese deterioro venía una decepción en relación a los valores morales y culturales: a la gente “no le importaba nada”. Así pues, la sociedad colapsaba y arrastraba al estado. No hay forma de que el estado evite esta consecuencia, salvo, por supuesto, que abandone sus intervenciones en la vida económica de las personas que controla, lo que su avaricia por el poder no dejará que ocurra. No hay manera de que los políticos se protejan de la política.
La historia del estado de los EEUU es instructiva. Su nacimiento tuvo los mejores auspicios, al haberla gestado un grupo de hombres excepcionalmente inteligentes en la historia de las instituciones políticas y comprometidos con la protección del infante ante los errores de sus predecesores. Aparentemente, ninguno de los defectos de la tradición marcó al nuevo estado. No tenía la carga de la herencia de un sistema feudal o estamentario. No tenía que vivir bajo la doctrina del “derecho divino”, ni estar marcado por las cicatrices de la conquista que había hecho difícil la infancia de otros estados. Se alimentaba de buena comida: la doctrina de Rousseau de que el gobierno derivaba sus poderes del consentimiento de los gobernados, la libertad de palabra y pensamiento de Voltaire, la justificación de la revolución de Locke y sobre todo, la doctrina de los derechos inalienables. No había ningún régimen de posición social que detuviera su crecimiento. De hecho, todo era nuevo.
Se tomaron todas las medidas conocidas por la ciencia política para prevenir que el nuevo estado americano adquiriera el hábito autodestructivo de todos los estados conocidos en la historia, el de interferir en la búsqueda de la felicidad del hombre. Había que dejar en paz a la gente, para que persiguiera sus propios destinos con las capacidades que le hubiera otorgado la naturaleza. Con ese fin, el estado se rodeó de varias prohibiciones y limitaciones ingeniosas. No sólo se definieron con claridad sus funciones, sino que cualquier inclinación a superar los límites se vería supuestamente restringida por una división tripartita de poderes, mientras que la mayoría de los poderes que emplea el estado se reservaban a las autoridades más cercanas a los gobernados y por tanto eran más dóciles a su control; bajo el principio divisivo de imperium in imperio se privaba supuestamente a éste de la posición de monopolio necesaria para un estado arrasador. Aún mejor, se le condenó a arreglárselas con unos ingresos muy limitados: sus poderes de fijar impuestos se limitaron con claridad. En 1789 no parecía posible que el gobierno estadounidense pudiera hacer mucho en el sentido de interferir en la economía de la nación: era constitucionalmente débil y descompensado.
Antes de que se secara la tinta de la Constitución, sus autores, ahora en posición de autoridad, empezaron a rescribirla mediante interpretación hacia fines que sus límites habían debilitado. La levadura del poder implícita en el estado estaba fermentando. El proceso de interpretación judicial, continuado hasta el día de hoy, fue más tarde suplementado por enmiendas: el efecto de todas la enmiendas, desde las diez primeras (que se inscribieron en la Constitución por presión social), fue debilitar la posición de los distintos gobiernos estatales y extender el poder del gobierno central. Como el poder del estado sólo podía crecer a expensas del poder social, la centralización que se ha venido produciendo desde 1789 ha llevado a la sociedad estadounidense a esa condición de servidumbre que la Constitución pretendía evitar.
En 1913 llegó la enmienda que desató completamente al estado, pues con los ingresos derivados de los impuestos ilimitados sobre la renta podía realizar incursiones ilimitadas en la economía de la gente. La decimosexta enmienda no sólo violaba el derecho del individuo al producto de su trabajo, ingrediente esencial de la libertad, sino que también daba al estado los medios para ser el mayor consumidor, empresario, banquero, fabricante y dueño de capital de la nación. Ahora no hay ninguna fase de la vida económica en la que el estado no sea un factor, no hay empresa u ocupación libre de su intervención.
La metamorfosis del estado de una institución aparentemente inocua a una máquina intervencionista tan poderosa como Roma en su auge se realizó en un siglo y medio; los historiadores estiman que la gestación del mayor estado de la antigüedad ocupó cuatro siglos: hoy viajamos más rápido. Cuando la grandeza de Roma estaba en su apogeo, la principal preocupación del estado era la confiscación de riqueza producida por sus ciudadanos y sujetos: la confiscación estaba formalizada legalmente, igual que hoy, y aunque no estaba edulcorada con moralismos o racionalizada ideológicamente, se pusieron en práctica algunas características del estado de bienestar moderno. Roma tenía sus programas de empleo, sus indemnizaciones a desempleados y sus subvenciones a la industria. Eran necesarias esas cosas para hacer apetecible y posible la confiscación.
Probablemente, para los romanos de entonces este orden de cosas les parecería igual de normal y adecuado que hoy. Quienes viven están condenados a vivir en el presente, bajo las condiciones existentes y su preocupación sobre dichas condiciones hace que cualquier evaluación de la evolución histórica sea a la vez difícil y académica. Difícilmente los romanos sabían o se preocupaban por la “decadencia” en la que vivían y ciertamente no se preocupaban por la “caída” hacia la que se dirigía su mundo. Sólo desde la ventaja de la historia es posible tamizar las evidencias y encontrar una relación de causa y efecto que pueda hacer una estimación con sentido de lo que estaba ocurriendo.
Ahora sabemos que, a pesar de la arrogancia del estado, estaban actuando las fuerzas económicas relacionadas con las tendencias sociales. La producción de riqueza, las cosas con las que vive la gente, declinaba en proporción a las exacciones e interferencias del estado; la preocupación general por la mera existencia ahogaba cualquier interés latente sobre valores culturales o morales y el carácter de la sociedad cambió gradualmente a ser el de un rebaño. Los molinos de los dioses muelen lento pero seguro: en unos siglos el deterioro de la sociedad romana fue seguido por la desintegración del estado, que no tenía ni los medios ni el deseo de soportar los vientos del cambio histórico. Debe advertirse que la sociedad, que sólo florece bajo condiciones de libertad, se derrumba antes: no había disposición a resistir a las hordas invasoras.
La analogía sugiere una profecía y una lamentación. Pero no está dentro del objetivo de este ensayo, cuya hipótesis es que la sociedad, el gobierno y el estado son básicamente fenómenos económicos, y que una compresión con provecho de estas instituciones se encuentra en la economía, no en la política. No es que digamos que la economía pueda explicar todas las facetas de estas instituciones, igual que el estudio de su anatomía no nos revela todos los secretos del ser humano; pero, igual que no puede haber un ser humano sin esqueleto, ninguna investigación de los mecanismos de integración social puede evitar la ley económica.
Este artículo se ha extraído del Capítulo Uno de The Rise and Fall of Society.
Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.
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