José García Domínguez
O vamos a una refundación de la UE que preserve la moneda común por medio de la creación de algo un 'euro bueno' o Europa se romperá.
En todas la épocas hay cosas que no se pueden decir. Y no por efecto de censura gubernamental alguna, ni tampoco por las de otro tipo. No es que esté prohibido difundir este o aquel pensamiento, sino que nadie expresa ciertas ideas sin necesidad de que haga falta proscribirlas. En todas las épocas, escribió alguna vez Orwell, existe una ortodoxia, un corpus de principios canónicos que se da por sentado que cualquier persona razonable debe aceptar. El que se atreva a cuestionar alguno de ellos se verá silenciado en el acto con sorprendente, asombrosa eficacia. Y en la Europa del año dieciséis del siglo XXI el principio indiscutible se llama euro. La razón de que hoy exista el euro es simple: era inevitable que existiese. El euro no constituyó una elección facultativa, sino una necesidad. El día en que se implantó la libre movilidad de capitales dentro de la Unión, su surgimiento devino ineludible. Sucede que es imposible que un Estado posea libertad de entrada y salida de capitales a través de sus fronteras, una moneda estable y, al tiempo, soberanía en su política monetaria. Hay que elegir dos de los objetivos, renunciando de grado al tercero. Y las élites del continente ansiaban tipos de cambio fijos entre sus monedas, de ahí que se impusiera el nacimiento de la divisa común. Pero, al poco de la unificación monetaria, comenzaron a manifestarse las consecuencias imprevistas. Genuinos herederos al cabo de la tradición judeocristiana, a los europeos, igual los del Norte que los del Sur, nos cuesta demasiado desprendernos del concepto de culpa para analizar los fenómenos sociales. Desde que San Agustín injertó sus personales raíces maniqueas en el catolicismo romano, los europeos necesitamos leer la realidad como una interminable sucesión de episodios de la eterna lucha entre las fuerzas del Bien y las del Mal. Sin embargo, la crisis de la Zona Euro no es una contienda de buenos y malos, sino una prosaica cuestión de escala.
Ocurre que el tamaño sí importa. E importa mucho, muchísimo, infinitamente más de lo que se cree. Así, la gran industria de Alemania reaccionó al incremento súbito de la demanda de sus productos causado por la unificación monetaria ampliando el tamaño de sus ya enormes factorías. Los gigantes del Norte se lanzaron a crecer hasta una dimensión más desmesurada aún. Algo que les haría ganar una productividad diferencial que acabó expulsando de modo definitivo a los competidores que hasta entonces conservaban sus nichos de mercado en el Sur. Nadie previó que eso fuese a suceder de un modo tan intenso, ni tampoco tan deprisa. Pero sucedió. He ahí la causa real de la desindustrialización acelerada que ha vivido España desde su entrada en el euro. Es la otra cara de la moneda. Algo inevitable. Ni los banqueros, ni los políticos, ni el gasto público, ni la burbuja del ladrillo ni la famosa rigidez del mercado laboral, los cinco sospechosos habituales, resultan ser los verdaderos culpables de cuanto aquí ha ocurrido. Esos reos no son más que carnaza para la plebe, apenas eso. Europa era una narración, la resumida en lo que en su día se llamó Estrategia de Lisboa. Recuérdese el hilo argumental de aquel cuento: la desaparición del riesgo cambiario provocaría que los tipos de interés del Mediterráneo se igualasen con los mucho más bajos de Alemania. A partir de ahí, los mercados libres obrarían el milagro de la convergencia entre Norte y Sur. Primero, desembarcarían en el Sur, España incluida, los capitales norteños atraídos por las altas rentabilidades. Efecto colateral de esa lluvia de maná financiero, nuestras mediocres productividades latinas se homologarían, por fin, a las muy superiores de germanos y vikingos. Solo sería una cuestión de tiempo, decían.
Demasiado bonito para ser verdad. Y es que, sí, bajaron los tipos de interés. Aterrizaron, sí, los capitales del Norte. Pero se fueron todos al ladrillo. Hasta que pasó lo que pasó. Contra lo previsto en el guión oficial del cuento, el euro ha hecho a Europa mucho más heterogénea que antes. Mucho más. Y después está lo de la balanza de pagos. Ocurre siempre: cada vez que se despereza un poco el consumo, nuestro déficit por cuenta corriente vuelve a dispararse. Asunto que carecería de excesiva importancia si no fuera porque la segunda mayor deuda externa del mundo es la española. Por paradójico que resulte, es nuestro propio crecimiento económico, cuando por fin se produce, el principal causante de los desequilibrios que nos abocan a un nuevo cuello de botella. ¿Y por qué esa desgracia? Por la mediocre productividad de nuestra economía, demasiado baja en relación a la de Alemania y demás territorios del Norte, lo que provoca que sus precios no resulten competitivos con los suyos. Problema que, tal y como está diseñada la Unión, no tiene remedio. Simplemente, no lo tiene. O vamos a una refundación de la UE que preserve la moneda común por medio de la creación de algo así como un euro bueno, o Europa se romperá sin que nadie lo pueda evitar. Esa idea, la del euro bueno, es la que comparten desde el PSOE de Sánchez hasta Hollande y Renzi. Se trataría de emular el modo por el que se logra mantener unida la Zona Dólar en Estados Unidos. Un esquema, el norteamericano, que se sustenta sobre dos premisas. Por un lado, las transferencias de renta, vía impuestos federales, desde los estados ricos a los pobres. La segunda, a través de los flujos de grandes inversiones empresariales dirigidos por el Gobierno federal hacia los territorios de renta baja (los de la industria militar, sobre todo). Y eso, ¡ay!, no se puede decidir a este lado de los Pirineos.
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