Hace 40 años existían motivos racionales para creer que la mayor parte del pueblo español deseaba adquirir sus libertades con la intención de fundar en ellas un nuevo sistema de poder político, una nueva moralidad social y una nueva mentalidad pública.También había motivos para confiar en que los dirigentes políticos de la oposición a la dictadura tendrían el discernimiento intelectual, la coherencia política y la audacia personal indispensables para impedir cualquier maniobra del régimen agonizante que pretendiera prolongar, bajo unas libertades otorgadas, el viejo predominio de la banca sobre el Gobierno, la vieja dominación del Gobierno sobre los funcionarios y la vieja prepotencia de la opinión oficial sobre el pensamiento crítico y la moralidad disidente.
Hoy, al cabo de cuatro décadas, existen razones fundadas para creer casi lo contrario. La mayoría del pueblo español no desea utilizar sus libertades para participar en la dimensión pública de su existencia, que le es impuesta desde fuera por los dirigentes de los partidos, convertidos en meros profesionales de la perfomance del sistema atlántico, del sistema bancario, del sistema burocrático y del sistema informativo, que son los únicos subsistemas que funcionan dentro de la crisis general del sistema.
Ante esta democracia performativa que no lo necesita, el ciudadano se desentiende de la política, se refugia en el modo privado de su existencia y busca en la ilusión de su realización individual el ideal que se le niega como ser comunitario.
Entre la situación de partida, plena de esperanza y de movilización política por la democracia, y la situación de llegada, caracterizada por el escepticismo y el apoliticismo de las masas, se ha desarrollado el proceso histórico de la transición, que ha realizado la perfomance de cambiar la España diferente del franquismo por la España indiferente de hoy, conservando la jerarquía tradicional de la banca sobre el Gobierno, la de éste sobre los funcionarios y la de éstos sobre la cultura y la opinión.
Este resultado, la desmovilización y el desarme político de los ciudadanos, junto a la desactivación de la potencia democrática, ha sido mérito fundamental, aunque no exclusivo, de un nuevo método de gobierno, el consenso, ideado por la clase política española para entrar en una democracia performativa, sin que el pueblo se aperciba demasiado del cambio, no dándole participación en la misma.
El consenso
El consenso no ha sido, como podría parecer a primera vista, un modo excepcional de tomar decisiones por unanimidad, frente al modo normal de la democracia de tomar decisiones por mayoría. Ésta es sólo la parte ingenua del consenso.
La legitimación teórica y las raíces morales de este reciente hábito político se encuentran en un, real o supuesto, equilibrio de impotencias entre el poder autoritario residual y el poder democrático emergente. Ninguno de ellos creyó, o fingió creer, al final del franquismo, que podría aniquilar al otro sin destruirse a sí mismo. Su recíproca disuasión de confrontarse les empujó a un pacto de condominio y de cartelización territorial del mercado político, regido por la regla de la unanimidad, para las cuestiones constitucionales del Estado de derecho y de las autonomías; por la regla de la mayoría, para las cuestiones administrativas de gobierno, y por la regla de abstención, para las cuestiones esenciales del poder: sistema monárquico, sistema bancario y sistema militar.
Por esta razón no hubo, durante la transición, una fase constituyente del Estado, con elecciones populares dirigidas a tal finalidad. Lo verdaderamente sometido a un período y a una negociación constituyente no fue el Estado, sino el Gobierno.
De un lado, y en los secretos de la Moncloa, se constituyó el condominio y el cartel, sobre la administración del poder, entre la clase política. De otro lado, y como tarea de unas Cortes legislativas, se constituyó el reglamento jurídico del Estado de las autonomías, bajo el que se disponía a perdurar el poder-heredero del franquismo.
La necesidad, o la conveniencia, de que el pacto de condominio y de cartelización sustituyera, y evitara, una fase constituyente del Estado democrático jamás ha sido demostrada. El único alegato que los partidos de izquierda esgrimen es que el otro camino, el que proponía la ruptura democrática, era una utopía imposible de alcanzar. Pero esta afirmación tampoco la deducen de datos objetivos, sino exclusivamente de una suposición no contrastada, de un hecho histórico y de un razonamiento circular. La suposición de que el poder militar no la habría tolerado. El hecho histórico de que la ruptura no se ha realizado y la reforma sí. El razonamiento de que la ruptura no se ha intentado porque era utópica y de que la reforma ha sido real porque era racional. Con el mismo fundamento podemos añadir: puesto que la dictadura ha sido un fenómenode la realidad, los españoles hemos conocido bajo ella 40 años de racionalidad política.
Lo único que de verdad era utópico, en el proyecto de la ruptura, era pretender hacerla con unos dirigentes como los de la oposición. No hubo ruptura simplemente porque estos dirigentes no la quisieron. Después de haber argumentado, durante varias décadas, la necesidad y la posibilidad de la misma, cambiaron de idea en unos días, considerándola imposible. Incluso en la hipótesis de que su apreciación de empate -en la relación de fuerza existente entre los factores favorables a la dictadura y los favorables a la democracia- hubiese sido históricamente correcta, que no lo fue, habría bastado, para deshacer el empate a favor de la causa democrática, el mero aplazamiento del pacto constituyente, dada la tendencia descendente de los elementos sociales que sostenían la dictadura y el carácter ascendente de los que promovían la democracia.
Lo que el pacto de condominio consiguió, en realidad, fue detener al mismo tiempo el declive del poder autoritario y el ascenso del poder democrático, al fijar en una Constitución del Estado, es decir, al dar carácter permanente, a un efímero e inestable equilibrio que, en algún momento anterior, tuvo que producirse entre un poder que agonizaba y otro poder que nacía.
El pacto de condominio, en que consiste el consenso, representa, pues, la suma de dos impotencias, la de un anciano y la de un niño. La falta de vigor y la falta de madurez son, por ello, los caracteres dominantes de la política de estos 40 años, y también los de aquella inicial operación tránsito, que, según confesaba en televisión uno de los más conspicuos representantes del partido socialista, consistió en el doble juego de pactar en secreto con el poder del régimen anterior y de hacer declaraciones públicas de ruptura con ese poder, porque la información a las masas democráticas de lo que se estaba tramando habría impedido la consecución de los objetivos que sus dirigentes perseguían.
La democracia ‘performativa’
La aspiración de la clase política democrática era la de cohabitar con la clase política franquista en el albergue de un Estado de derecho, para administrarlo, alternativa o conjuntamente, bajo la moralidad y mentalidad dominantes en los últimos años de la dictadura. La aspiración de las masas populares era la de participar en la constitución de un nuevo poder democrático, bajo una moralidad social y una mentalidad pública que hicieran posible, y útilmente deseable, su futura participación en la vida política. Ambas aspiraciones eran incompatibles. En aras de su inmediata legalización y de su inmediata investidura como diputados, los dirigentes de los partidos democráticos sacrificaron las aspiraciones populares, y se acogieron a la oferta de reforma que les hizo el poder de la dictadura.
A partir de ese momento, los partidos políticos basaron su legitimación, no en su militancia, ni en su capacidad de convocatoria popular, sino en sus homologaciones internacionales y en su capacidad de financiar las campañas electorales, o, lo que es lo mismo, en el poder de su matriz internacional y en su posibilidad económica de imponer, mediante la publicidad, la demanda política de los ciudadanos y la oferta del partido.
La ideología desaparece en la misma medida en que aparece el marketing. Los programas y plataformas de los partidos se convierten en ofertas y paquetes electorales. Los sondeos de opinión establecen, no las necesidades de los ciudadanos, sino las prioridades de la demanda efectiva del consumidor político. Todos los partidos dicen y prometen, poco más o menos, lo mismo. La participación ofrecida al ciudadano se reduce a que, de cuando en cuando, elija a un grupo de delegados designado por el partido, teniendo en cuenta un solo criterio: el de la credibilidad del grupo.
Reducida a esta función, la participación del elector convierte en pura ficción al concepto de soberanía popular. Por dos razones. Porque el Gobierno elegido es irresponsable ante sus electores, y ante las propias bases del partido, pudiendo incumplir impunemente sus promesas electorales. Y, sobre todo, porque el elector ni siquiera puede, como consumidor político, definir su propia demanda.
Del mismo modo que en un mercado de oligopolio no existe soberanía del consumidor frente a las grandes empresas, tampoco el ciudadano puede esperar que sus verdaderas necesidades sean atendidas por los grandes partidos de la oligocracia, ya que estos partidos no están concebidos como asociaciones de ciudadanos consumidores, sino como organizaciones de producción de mercancías políticas.
La protección del individuo frente al Estado fue la legitimación del modelo liberal de la democracia. El neoliberalismo actual es una doctrina hueca si no fundamenta una vigorosa protección del individuo allí donde hoy más lo necesita, o sea, frente al oligopolio productor de la mercadería política, o lo que es lo mismo, frente a los partidos.
La soberanía no reside en el pueblo ni en el cuerpo electoral, ni siquiera en las bases militantes de los partidos. Con el sistema electoral impuesto a los españoles, lo verdaderamente soberano es el directorio del partido, y ante él los ciudadanos, e incluso sus militantes y diputados, están mucho más indefensos que ante el Estado, y más aún que los consumidores ante las grandes empresas.
Ante el Estado los individuos tienen la posibilidad de utilizar los recursos legales, y algunas veces la de ganarlos. Ante las grandes empresas existe, al menos, la presión de las asociaciones de consumidores. Pero ante la soberanía de los directorios de los grandes partidos no hay nada. Están todavía por nacer las asociaciones de ciudadanos que la limiten o controlen, ya que la pretensión de que esta función la desempeñen las bases del partido se ha mostrado irrealizable en los países donde se ha intentado.
A consecuencia de que la soberanía está en el directorio de los partidos, en el que se ingresa por cooptación, los políticos sólo tienen que especializarse en una doble competencia: desempeñar el papel que les asigna el directorio y vender la imagen del partido. Es natural que las democracias con mejores performances prefieran para los primeros papeles del escenario político a verdaderos profesionales de la imagen y de la representación: artistas y reyes.
Esta función de la política y de los políticos es, sin embargo, el ideal de un tipo o modelo de democracia, la de mercado, que, como democracia performativa, se legitima por la optimización de sus resultados respecto a la eficiencia del sistema de producción y consumo de mercaderías políticas, incluyendo en ellas la salud, el trabajo y la cultura.
Y como este modelo de democracia es el que, mediante la reforma del régimen anterior, nos han implantado en España, está fuera de lugar condenarlo, o juzgarlo, con criterios distintos de aquellos en donde se legitima: equilibrio de la oferta y la demanda en el mercado político y cifras estadísticas del sistema productivo. Pues bien, situándonos en su propio terreno de juego, aceptando su propia base de legitimación, la cifra de paro alcanzada por la transición basta para juzgar severamente a esta democracia, cuya performatividad no puede equilibrar el mercado de trabajo y que ha rebajado la productividad del salario-hora español en relación con la competencia internacional. Y más grave es aún su fracaso en el objetivo primordial de producir un alto grado de integración. La estadística referente a los actos de violencia, común o política, y la asiduidad de conflictos en el seno de las instituciones represivas, ponen de manifiesto que nuestra democracia no es tan performativa como para pretender haberse legitimado con su ejercicio.
No hay, por ello, necesidad de acudir a juicios de valor para criticarla por lo que no se propone ni pretende: el progreso moral e intelectual de los españoles. La política y la moral no sólo están separadas, sino que en las cuestiones decisivas llegan a ser incompatibles. Un caso ejemplar de esta incompatibilidad nos lo ha ofrecido ahora la fallida sesión de investidura de Pedro Sánchez.
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