El salario mínimo condena al paro a los trabajadores
cuya productividad es inferior, perjudicando así a los menos
cualificados.
Santiago Calvo
Muchos desconocen la existencia de la ley de consecuencias no
intencionadas, pero, tal y como indican Steven D. Levitt y Stephen J.
Dubner en su libro Superfreakonomics, es una de las más poderosas en el
campo de la economía. La mayoría de los políticos la aplican para implementar
medidas que les otorguen un puñado de votos o tan sólo por soltar alguna frase
para el marketing y la televisión.
Al amparo de esta ley, sin embargo, se generan una cantidad de normas que,
con la intención de proteger a los más desfavorecidos, acaban perjudicando
precisamente a éstos. Así, por ejemplo, aunque algunos verían con buenos
ojos limitar el precio de los alquileres para que todo el mundo
pueda disponer de una vivienda sin un coste elevado, la fijación de un precio
máximo aumenta la demanda y reduce la oferta, creando así una escasez
artificial de viviendas para alquilar, con la consiguiente elevación de
precios.
La Ley de Salario Mínimo constituye un ejemplo similar. Si
bien la idea que subyace en este tipo de promesas electorales es incrementar el
sueldo de los trabajadores menos cualificados, éstos, al igual que sucede con el
empleo, no aumentan por decreto, sino en función de la productividad. Por ello,
el aumento artificial de los salarios condena a los trabajadores menos
formados y productivos al paro.
El coste de un empleo es el salario bruto pagado en relación con la unidad de
producto producida. Es decir, el coste para una empresa por contratar a un
empleado con salario mínimo ya no solo son los 648,6 euros -divididos en 14
pagas- que el trabajador recibe, sino que sobrepasa los 1.000 euros, una vez
sumado el coste de las cotizaciones sociales.
Además, es necesario tener en cuenta la productividad del empleado. Si el
trabajador no logra añadir un valor mínimo al del salario bruto, al empresario
no le compensa contratarlo, ya que perdería dinero. Es decir, el salario
tiende a igualarse con la productividad del empleo, de modo que si la
productividad es inferior al salario mínimo a la empresa no le sale a
cuenta.
Elevar el salario mínimo, por tanto, perjudica especialmente a dos tipos de
trabajadores: jóvenes, sin o con reducida experiencia laboral,
y trabajadores con baja cualificación. Reino Unido, Nueva
Zelanda, Australia o Países Bajos mantienen un salario mínimo inferior para los
jóvenes, siendo conscientes de esta circunstancia.
De hecho, el salario mínimo se introdujo en Estados Unidos
como una barrera de entrada al mercado laboral a los
trabajadores de raza negra con el fin de proteger a los blancos, junto a la
National Labor Relations Act en 1935, que promovía la
sindicalización.
A pesar de contar con una formación más baja, entre finales del siglo XIX y
comienzos del siglo XX, su participación laboral era similar e incluso su paro
inferior al de los blancos. La inflación de los años 40 dejó sin efecto estas
subidas salariales, hasta que, finalmente, en la década de los 50, el aumento
del salario mínimo en términos reales provocó que el desempleo de los
trabajadores negros se duplicara en comparación con los blancos.
Los datos ratifican lo dicho anteriormente. Tal y como muestra Eurostat, los
países europeos que carecen de salario mínimo o fijan un umbral
más reducido en el caso de los jóvenes tienden a tener unas tasas de desempleo
juvenil más bajas, sobre todo si se comparan con España, cuya tasa de paro
juvenil es de las más altas de Europa, superior al 50%.
Además, los países sin salario mínimo disfrutan de un salario medio
mayor, desmontando así a quienes pretenden aumentar sueldo por
decreto.
Asimismo, la productividad real del trabajo por hora
expresada en euros tiende a ser mayor en aquellos países sin salario mínimo, al
tiempo que los jóvenes adquieren una mayor formación y experiencia al poder
entrar en el mercado laboral con más facilidad, elevando con ello su
productividad.
También se puede comprobar cómo la productividad (la línea
en azul) y el salario medio (las columnas en rojo) pagado en
cada uno de los países de la UE tienen un comportamiento similar. Todo ello
demuestra que es la productividad y no el aumento salarial por decreto lo que
acaba elevando el sueldo de los trabajadores.
Para disfrutar de salarios elevados, por tanto, se debe seguir el ejemplo de
aquellos países con un mercado laboral mucho más flexible, como los nórdicos,
Holanda, Alemania o Irlanda, que son los que ocupan los primeros puestos en el
índice de libertad económica, ya que sólo así se logra una mayor
productividad.
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