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jueves, 19 de enero de 2017

La ley de los mercados de Say






[An Austrian Perspective on the History of Economic Thought (1995)]

Aunque J.B. Say haya sido casi totalmente ignorado por los economistas ortodoxos e historiadores del pensamiento económico, esto no es verdad para una faceta relativamente menor de su pensamiento que se llegó a conocer como la “ley de los mercados de Say”. El único punto de su doctrina que los activos y agresivos ricardianos británicos sacaron de Say fue esta ley. James Mill, el “Lenin” del movimiento ricardiano (ver a continuación) se apropió de la ley en su Commerce Defended (1808) y Ricardo la adoptó de su descubridor y mentor.[1]
La ley de Say es sencilla y casi autoevidente y es difícil escapar a la idea de que ha desatado una serie de tormentas solo debido a sus evidentes implicaciones y consecuencias políticas. Esencialmente, la ley de Say es una respuesta rígida y adecuada a los diversos ignorantes económicos, así como a buscadores de rentas que, en toda recesión o crisis económica, empiezan a quejarse sonoramente acerca del terrible problema del “exceso de producción” o, en el lenguaje común de tiempos de Say, una “saturación general” de bienes en el mercado. “Exceso de producción” significa producción por encima del consumo: es decir, la producción de demasiado grande comparada con el consumo y por tanto los productos no pueden venderse en el mercado. Si la producción es demasiado grande en relación con el consumo, entonces es evidentemente un problema de lo que se llama ahora un “fallo del mercado”, un fallo que debe compensarse por la intervención del gobierno. La intervención tendría que tener una o ambas de las siguientes formas: reducir la producción o estimular artificialmente el consumo. El New Deal estadounidense en la década de 1930 hizo ambas cosas, sin ningún éxito el aliviar el supuesto problema. La producción puede reducirse, como en el caso del New Deal, con el gobierno organizando cárteles obligatorios de empresas para forzar un recorte en su producción.
Desde hace mucho estimular la demanda del consumidor ha sido el programa particularmente favorecido por los intervencionistas. Generalmente se hace por el gobierno y su banco central inflando la oferta monetaria o con el gobierno incurriendo en grandes déficits, haciendo pasar su gasto como consumo subrogado, o ambas cosas a la vez. De hecho, los déficits públicos parecerían ideales para los sobreproductores/infraconsumistas. Pues si el problema es demasiada producción o demasiado poco gasto de consumo, o ambos, entonces la solución es estimular un montón de consumo improductivo y ¿quién mejor para eso que el gobierno, que por su propia naturaleza es improductivo e incluso contraproductivo?
Say comprensiblemente reaccionó con horror a este análisis y a la receta.[2] En primer lugar, apuntaba, los deseos de un hombre son ilimitados y continuarán siéndolo hasta que alacancemos una verdadera sobreabundancia general (un mundo caracterizado porque los precios de todos los bienes y servicios caen a cero). Pero ene se punto no habría problema de encontrar demanda de consumo o, de hecho,  ningún problema económico en absoluto. No habría necesidad de producir, trabajar o preocuparse por acumular capital y estaríamos todos en el Jardín del Edén.
Así, Say postula una situación en la que todos los costes de producción se reduzcan finalmente a cero: “en cuyo caso, es evidente que ya no puede haber renta para la tierra, interés para el capital o salarios para el trabajo y consecuentemente ningún ingreso más para las clases productivas”. ¿Qué ocurriría entonces?
Entonces digo que no existirían más estas clases. Todo objeto de deseo humano tendría el mismo predicamento que el aire o el agua, que se consumen sin la necesidad de ser producidos o comprados. De igual manera, como todos son lo suficientemente ricos como para proveerse de aire, lo mismo se proveerían de cualquier otro producto imaginable. Esto sería el culmen de la riqueza. La economía política ya no sería una ciencia: no tendríamos ocasión de aprender el modo de adquirir riqueza, pues la encontraríamos lista en nuestras manos.
Como, salvo en el Jardín del Edén, la producción siempre es menor que los deseos humanos, esto significa que no hay necesidad de preocuparse acerca de ninguna falta de consumo. El problema que limita la riqueza y los niveles de vida es una deficiencia en la producción. En el mercado, apunta Say, los productores intercambian sus productos por dinero y usan el dinero para comprar los productos de otros. Esa es la esencia de la economía de intercambio, o de mercado. Por tanto la oferta de un bien constituye, en el fondo, la demanda de otros bienes. La demanda de consumo es simplemente la encarnación de la oferta de otros productos cuyos propietarios pretenden comprar los productos en cuestión. Es mucho mejor tener una demanda derivada de la oferta de otros productos, como pasa en el libre mercado, que un gobierno estimulando la demanda de consumo sin ninguna producción correspondiente.
Pues que el gobierno estimule el consumo por sí mismo “no es ningún beneficio para el comercio, pues la dificultad reside el suministrar los medios, no en estimular el deseo de consumir y hemos visto que solo la producción proporciona los medios”. Como la verdadera demanda solo viene de la oferta de productos y como el gobierno no es productivo, de esto se deduce que el gasto público no puede aumentar realmente la demanda:
Un valor una vez creado no aumenta (…) por verse apropiado y gastado por el gobierno, en lugar de por un individuo. El hombre, que vive de las producciones de otra gente, no origina ninguna demanda de esa producción, simplemente se pone en el lugar del productor, para gran daño de la producción.
Pero si no puede haber una sobreproducción general fuera del Jardín del Edén, ¿por qué los empresarios y observadores se quejan tan a menudo acerca de un empacho general? En cierto sentido, un exceso de uno o más productos simplemente significa que se ha producido demasiado poco de otros productos por los que podrían intercambiarse. Visto de otra manera, como sabemos que una oferta incrementada de cualquier producto rebaja su precio, entonces si existe cualquier exceso no vendido de uno o más bienes este precio debe caer, estimulando así la demanda de forma que se compre la cantidad total. Nunca puede haber un problema de “exceso de producción” o de “falta de demanda” en el libre mercado porque los precios siempre pueden bajar hasta que se liquiden los mercados. Aunque Say no lo exponía siempre es tos términos concretos, lo mostraba con suficiente claridad, particularmente en sus Cartas a Malthus, en su polémica con el Rev. Thomas Robert Malthus sobre la ley de Say. Quienes se quejan acerca del exceso de producción o la falta de consumo raramente hablan en términos de precio, aunque estos conceptos no tengan prácticamente sentido si el sistema de precios no se tiene siempre en cuenta. La pregunta debería ser siempre: Producción o ventas ¿a qué precio? Demanda o consumo ¿a qué precio? Nunca hay un verdadero exceso no vendido o “empacho”, ya sea concreto o general en toda la economía, si los precios son libres para caer para liquidar el mercado y eliminar el exceso.
Además, Say escribía en sus Cartas a Malthus: “si la cantidad enviada excede en el mínimo grado el deseo, basta para alterar considerablemente el precio”. Es esta idea de lo que hoy llamaríamos “elasticidad” y los resultantes grandes cambios en el precio, lo que para Say lleva a mucha gente a confundir un “ligero exceso” de oferta “con una abundancia excesiva”.
Las implicaciones políticas de atender al sistema de precios son esenciales. Esto significa que para curar un empacho, ya sea concreto o generalizado, el remedio no es que el gobierno gaste o cree dinero: es permitir que los precios caigan para que pueda liquidarse el mercado.
En sus Cartas a Malthus, Say ofrece el siguiente ejemplo. Se producen e intercambian cien sacos de trigo por 100 piezas de tela (o más bien, cada uno se intercambia por dinero y luego por el otro producto). Supongamos que se dobla la productividad y producción de cada uno y ahora se intercambian 200 sacos de trigo por 200 piezas de tela. ¿Cómo va a afectar este exceso de abundancia o de producción a cada uno de los productos o a ambos? Y si produciendo 100 unidades de cada producto el productor obtiene un beneficio de 30 francos, ¿por qué no podría el resultante aumento de la producción y caída en el precio seguir proporcionando todavía un beneficio de 30 francos a cada vendedor? ¿Y cómo podría producirse un empacho general? Malthus tendría que mantener que esa parte de la nueva producción e tela no encontraría compradores.
Say apunta después que Malthus en cierto sentido concedía que los precios bajaban debido al aumento de producción y luego se retiraba a una segunda línea de defensa: que “las producciones caerían a un precio demasiado bajo como para pagar la mano de obra necesaria para su producción”. Aquí llegamos al fondo de las quejas de los sobreproduccionistas/infraconsumistas: si podemos superar sus nebulosos conceptos agregativos y su olvido real o aparente del hecho de que un precio menor de cualquier producto siempre puede liquidar el mercado.
En respuesta, Say apuntaba que Malthus, habiendo adoptado desafortunadamente la teoría del valor trabajo, olvidaba añadir los servicios productivos de la tierra y el capital en los costes de producción. Así que la afirmación es que los precios de venta caerán por debajo de los costes de producción.
¿Pero de dónde vienen los costes? ¿Y por qué están de alguna manera fijados y son exógenos al propio sistema del mercado? Aunque Ricardo se unió a Say en la cuestión del exceso de producción, era fácil para un seguidor británico de Smith y Ricardo en teorías del valor coste (como Malthus) caer en esta trampa y suponer que los costes son de alguna manera fijos e invariables. Say, creyendo, como hemos visto, que los costes están determinados por el precio de venta en lugar de lo contrario, se vio incitado a una imagen mucho más clara y correcta de todo el asunto. Volviendo a su ejemplo, Say apunta que si los productores de trigo y ropa doblan la cantidad producida con los mismos servicios productivos, esto significa no solo que los precios de trigo y ropa bajarán, sino también que la productividad del factor ha aumentado en ambos sectores. Un aumento en la productividad del factor significa una rebaja en el coste. Pero esto significa que un aumento en la producción no solo rebajará el precio de venta: también rebajará los costes, así que no hay razón para suponer pérdidas gravosas o siquiera una disminución del beneficio si caen los precios.
Aparentemente, continuaba Say, A Malthus le preocupa que los precios de los servicios productivos permanezcan altos y por tanto mantengan los costes demasiado altos al aumentar la producción. Pero aquí Say aporta una idea brillantemente perspicaz: los precios de los factores productivos deben ser altos por una razón, no están predestinados a ser altos. Pero este salario o renta alto precisamente por sí mismo “denota que existe lo que buscamos, es decir,  que hay un modo de emplearlos como para hacer que lo producido basta para recuperar lo que cuesta”. En resumen, el que los precios de los factores sean altos significa que se ha ofrecido más hasta llegar a l altura de usos alternativos de los mismos. Si los costes de estos factores afectan o eliminan los beneficios de una empresa o sector, esto es porque estos factores son más productivos en otro lugar y se ha pagado más para reflejar ese hecho esencial. El razonamiento de Say es sorprendentemente similar a la réplica moderna librecambista al argumento de la “mano de obra barata” para los aranceles proteccionistas. La razón por la que el trabajo es más caro, digamos, en Estados Unidos o en otro país industrializado, es que otros sectores estadounidenses han ofrecido más por estos costes laborales. Por tanto estos sectores son más eficientes que el sector que sufre por la competencia y por tanto este último debería recortar o cerrar y permitir que los recursos se trasladen a campos más eficientes y productivos.
En áreas más periféricas pero todavía relevantes, J.B. Say daba algunos ejemplos bellos y poderosos de argumento de reducción al absurdo. Así, sobre la importancia de la demanda vis a vis con la oferta y la cuestión de los empachos, preguntaba qué hubiera ocurrido si un mercader enviara una carga actual al emplazamiento de la ciudad de Nueva York a principios del siglo XVII. Está claro que no habría podido vender esa carga. ¿Por qué no? ¿Por qué ese empacho? Porque nadie en el área de Nueva York estaba produciendo lo suficiente en otrosbienes como para poder intercambiar por esta carga. ¿Y por qué estaría este mercader seguro de vender su carga hoy en día en Nueva York? Porque ahora hay suficientes productores en el área de Nueva York como para fabricar e importar productos, “por medio de los cuales adquieren lo que les es ofrecido por otros”.
Habría sido absurdo decir que el problema respecto de la carga del siglo XVII era que había demasiados productores y demasiado pocos consumidores. Say añade que “los únicos consumidores reales con aquellos que producen por su parte, porque solo ellos pueden comprar el producto de otros, [mientras que] los consumidores estériles no pueden comprar nada excepto por medio del valor creado por productores”. Concluye elocuentemente que “es la capacidad de producción lo que diferencia a un país de un desierto”.
La otra potente reducción al absurdo, también en sus Cartas a Malthus, es parte de su defensa de la innovación y la maquinaria contra la acusación de exceso de producción. Malthus, apunta Say, concede que la maquinaria es beneficiosa cuando la producción del producto aumenta tanto que el empleo en ese campo también aumenta. Pero, añade Say, la nueva maquinaria es ventajosa incluso en el caso aparentemente peor, cuando la producción de un bien concreto no aumenta y se despide a trabajadores. Pues, primero, en el segundo caso, igual que en el primero, aumenta la productividad, caen los precios de venta y aumentan los niveles de vida. Además, escribe Say, plantando la reducción al absurdo, las herramientas son esenciales para la humanidad. Proponer, como hace Malthus, limitar y restringir la introducción de nueva maquinaria es argumentar implícitamente que
Tendríamos (retrotrayendo en lugar de avanzado en la carrera de la civilización) que renunciar sucesivamente a todos los descubrimientos que ya hemos hecho y que hacer nuestras artes más imperfectas para multiplicar nuestro trabajo disminuyendo nuestros placeres.
Respecto de los trabajadores desempleados por la introducción de nueva maquinaria, Say escribe que pueden trasladarse a otro sitio y lo harán. Después de todo, añade cáusticamente, el empresario que trae nueva maquinaria “no les obliga [a los trabajadores] a permanecer desempleados, sino solo a buscar otra ocupación”. Y se abrirán muchas oportunidades de empleo para estos trabajadores, ya que la renta en la sociedad a aumentado debido a la nueva maquinaria y producto.
Recurriendo a Turgot, Say también contesta a la preocupación de Malthus-Sismondi acerca de la conversión de ahorros en gastos vitales, apuntando que los ahorros no quedan sin gastar; simplemente se gastan en otros factores productivos (o reproductivos) en lugar de en consumo. En lugar de dañar el consumo, el ahorro se invierte y por tanto aumenta el gasto futuro de consumo. Históricamente, los ahorros y el consumo crecen por tanto juntos. E igual que no hay límite necesario a la producción, no hay límite a la inversión y la acumulación de capital. “Un producto creado es una vía abierta para otro producto, y esto es verdad si se gasta su valor” en consumo o se añade a los ahorros.
Conceiendo que a veces los ahorros podrían atesorarse, Say estuvo por una vez por debajo de un nivel satisfactorio. Apuntaba correctamente lo atesorado acabaría gastándose, ya sea en consumo o en inversión, ya que después de todo es para lo que vale el dinero. Aun así admitía que é también deploraba el atesoramiento. Y aun así, como había apuntado Turgot, los balances de efectivo atesorado que reducen el gasto tendrán el mismo efecto que el “exceso de producción” a un precio demasiado alto: la menor demanda reducirá todos los precios, aumentarán los balances de efectivo real y todos los mercados volverán a liquidarse. Por desgracia, Say no apreció esto.[3]
Sin embargo Say era de nuevo poderoso y fuerte en su crítica de la creencia de Malthus en la importancia de mantener un consumo improductivo por el gobierno: renta y consumo por cargos públicos, soldados y pensionistas del estado. Say argumentaba que esta gente vive sin producir, mientras que los consumidores productivos suman a la oferta de bienes y servicios. Say continuaba sardónicamente: “No puedo creer que quienes pagan impuestos no puedan saber qué hacer con su dinero si el recaudador no viene en su ayuda; o bien sus deseos estarían más ampliamente satisfechos o emplearían el mismo dinero de una manera reproductiva.
Frente a sus oponentes, que querían que el gobierno estimulara la demanda de consumo, Say creía que los problemas de empacho, así como la pobreza en general, podrían resolverse aumentando la producción. Y así lanzaba invectivas en muchos pasajes contra los impuestos excesivos, que aumentaban los costes y precios de los bienes y obstaculizaban la producción y el crecimiento económico. En esencia, J.B. Say contestaba a las propuestas estatistas de los infraconsumistas Malthus y Sismondi con un programa activista propio: el libertario de la rebaja de impuestos.
Say combinaba sus ideas contra los impuestos con su crítica del cariño de Malthus por el gasto público  a través de un ataque incisivo a Malthus y la deuda pública. Say apuntaba que Malthus “aún convencido de que hay clases que dan servicio a la sociedad simplemente consumiendo sin producir, consideraría una desgracia que se liquidara toda o una gran parte de la deuda nacional inglesa”. Por el contrario, rebatía Say, esto sería un acontecimiento altamente benéfico para Inglaterra. Pues el resultado sería
Que los accionistas [tenedores de bonos públicos], una vez liquidados, obtendrían alguna renta de su capital. Los que pagan impuestos gastarían ellos mismos los 40 millones de esterlinas que ahora pagan a los acreedores del Estado. Al haberse eliminado los 40 millones en impuestos, todas las producciones serían más baratas y el consumo aumentaría considerablemente; daría trabajo al trabajador, en lugar de sablazos, que ahora se reparten sobre ellos y confieso que estas consecuencias no me parecen de una naturaleza que aterrorice a los amigos del bienestar público.

[1] En la primera biografía anotada de economía nunca escrita, John R. McCulloch, junto con James Mill el principal ricardiano británico, apuntaba que Say era una escritor lúcido pero rechazaba tercamente aceptar todos los grandes logros de Ricardo. La única idea creativa que atribuía McCulloch a Say era su ley. John Ramsay McCulloch, The Literature of Political Economy (1845, Londres: London School of Economics, 1938), pp. 21-22.
[2] La explicación de la ley de Say se hizo más complicada por el hecho de que Say, por supuesto, no separó ningún pasaje concreto o frase y la llamara “mi ley”. El locus classicus de la ley de Say se sostiene generalmente que está en el Libro 1, Capítulo XV del Tratado y de hecho ha sido antologizado como “la” declaración de la ley. Tratado, pp. 132-140. En realidad hay pasajes importantes y relevantes esparcidos en todo el Tratdo, especialmente pp. 109-119, 287-288 y pp. 303-341.
Además, casi todas las Cartas a Malthus de Say, en particular pp. 1-68, emprenden una defensa de la ley de Say y su crítica de la preocupación de Malthus (y del francés Simonde de Sismondi) acerca de la sobreproducción general y las quejas acerca de supuesto infraconsumo. Los historiadores del pensamiento económico han encontrado a menudo las Cartas de Say superficiales y erróneas, pero el realidad el verse forzado a dar atención a la ley le llevó al centro de las diferencias y a expresar sus opiniones de una manera lúcida y mordaz. Ver J.B. Say, Letters to Mr. Malthus (1821, Nueva York: M. Kelley, 1967).
Para una antologización del Libro 1, Capítulo XV como la declaración de la ley de Say, ver Henry Hazlitt (ed.), The Critics of Keynesian Economics (1960, New Rochelle, Nueva York: Arlington House, 1977), pp. 12-22.
[3] Pero Schumpeter y otros historiadores son groseramente injustos al ridiculizar uno de los argumentos de Say contra Malthus: el que no puede haber exceso de producción porque “crear una cosa, cuyo deseo no existe, es crear una cosa sin valor: esto no sería producción. Desde el momento en que tenga valor, el productor puede encontrar medios para intercambiarla por aquellos artículos que desee”. Aunque esto parece eliminar el problema al definirlo como inexistente, hay dos comentarios que pueden hacerse a favor de Say. Primero, este es sin duda un argumento atractivo pero no convincente, pero es tangencial y no vicia el valor de la ley de Say o los aplastantes argumentos a su favor. En el calor del debate, Say, como muchos otros combatientes intelectuales, a veces usaba cualquier argumento que tuviera a mano. Pero segundo, esto no deja de tener algún valor. Pues centra la atención en una cuestión clave que Say planteaba pero no respondía completamente: ¿por qué en el menudo los productores fabrican bienes que luego resulta que los consumidores no querían comprar, al menos a precios rentables? No hace falta decir que los oponentes de Say no proporcionaron una respuesta satisfactoria. Para la actitud de Schumpeter, ver Schumpeter, op. cit„ nota 10, pp. 619-620.

Publicado el 31 de mayo de 2012. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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