El discurso más antiliberal de Donald Trump
Cuatro palabras resumen el discurso de investidura de Donald Trump: nacionalismo, populismo, proteccionismo y aislacionismo. De estos cuatro rasgos, sólo uno —el último— puede compatibilizarse con el liberalismo: los otros tres son características radicalmente antiliberales y que, en consecuencia, deberían como poco preocupar a cualquier liberal que se precie.
El nacionalismo político consiste en colocar los intereses de un determinado grupo étnico-nacional por encima de los del individuo: no sólo por encima de los de aquellos individuos que no componen ese grupo, sino también de aquellos que sí lo integran. La nación —estrecha y excluyentemente definida— ha de prevalecer sobre los derechos individuales o, visto desde otra perspectiva, los derechos individuales deben someterse a la nación. Puro colectivismo liberticida que diluye la pluralidad de heterogéneos proyectos de vida presentes en cualquier sociedad dentro del magma uniformizador y reduccionista de la estereotipada identidad nacional.
El colectivismo nacionalista ha sido el hilo conductor de todo el discurso de Trump. El presupuesto sobre el que ha construido todo su argumentario: “Somos una nación y el sufrimiento de los demás es nuestro sufrimiento. Compartimos un corazón, un hogar y un destino glorioso”. Unidad de destino en lo universal que, como decíamos, subyuga todo lo particular o todo lo ajeno al vaporoso interés general de la nación: “Nos hemos reunido hoy aquí para emitir un nuevo decreto que va a ser escuchado en todas las ciudades, en todas las capitales extranjeras y en todos los centros de poder. Desde hoy en adelante, un nuevo paradigma gobernará nuestra tierra. De hoy en adelante, Estados Unidos será lo primero: lo primero”.
El populismo es una ideología que contrapone los intereses presuntamente homogéneos del “pueblo” (o de la nación, o de “la gente”) frente a los de otros colectivos enemigos (el establishment, la casta, los ricos, los extranjeros…) a los que, justamente, se culpa de su decadencia. El populismo, a su vez, suele ir asociado al caudillismo: a un líder fuerte que representa las aspiraciones de ese pueblo oprimido y que capitanea su lucha por la liberación hacia la tierra prometida. El discurso populista es una amenaza para las libertades porque oculta la diversidad de intereses en el interior de cualquier pueblo y los equipara todos ellos a los caprichos de un caudillo que se arroga unos poderes extraordinarios para luchar contra los enemigos del pueblo, a saber, contra sus propios enemigos (pues, en muchas ocasiones, los enemigos de unos individuos serán los amigos de otros). Por ejemplo, ¿en qué sentido un exportador chino es enemigo del “pueblo” estadounidense? Puede que sea enemigo de aquellos empresarios y trabajadores que compiten con ese exportador pero, a su vez, será muy amigo de aquellos consumidores que compren su mercancía: el pueblo no tiene una única voz coincidente con la voz del caudillo y cuando se pretende que la tenga será a costa de silenciar las voces discordantes.
Nuevamente, el populismo ha caracterizado el discurso de Trump, quien considera que su presidencia equivale a un empoderamiento del pueblo: “Hoy no estamos simplemente transfiriendo el poder de una administración a otros, sino que le estamos transfiriendo el poder desde Washintgon D. C a vosotros, al pueblo (…) El 20 de enero de 2017 será recordado como el día en que el pueblo se convertirá nuevamente en el gobernante de esta nación”. Evidentemente, al menos durante este 20 de enero, el poder no ha sido devuelto en absoluto a los individuos, sino que simplemente ha sido transferido de la administración Obama a la administración Trump. Y por el hecho de que Trump tenga el poder, no lo adquiere el pueblo: lo adquiere Trump a costa del resto de individuos que componen los EEUU. Acaso Trump planee devolvérselo en el futuro mediante una reducción de las competencias del Estado y una ampliación de las esferas de autonomía individual, pero en tal caso el día histórico no será la fecha en la que él ha accedido a la presidencia, sino la fecha en la que los poderes de la presidencia se hayan vaciado (cosa que está por ver que vaya a suceder, pues casan muy mal las promesas de garantizar empleo o interferir en el comercio con la de devolverle el poder a la gente).
El proteccionismo es una doctrina económica que pretende levantar artificiales barreras comerciales entre las fronteras imaginarias de una nación y los extranjeros. El propósito es que los nacionales entablen relaciones comerciales preferentemente con otros nacionales y no con extranjeros, aun cuando esos extranjeros sean reputados como mejores socios que los restantes nacionales. O dicho de otra manera, se presupone que un nacional tiene la obligación de preferir a los nacionales antes que a los extranjeros, dado que preferir un extranjero a un nacional equivaldría a atacar la unidad y la esencia de la nación (y todo nacionalista antepone la nación al individuo). Al proteccionismo también se le denomina mercantilismo, dado que históricamente ha sido un subterfugio para enriquecer a las corporaciones mercantiles nacionales: cerrando la nación a la competencia extranjera, el empresariado local expulsaba a sus competidores extranjeros y lograba un mayor de poder de negociación para parasitar a los consumidores locales.
Trump ha hecho gala de un proteccionismo desacomplejado durante todo su discurso. La principal causa de la decadencia económica de EEUU ha sido que “durante décadas, hemos enriquecido a la industria extranjera a costa de la industria estadounidense”, en esencia por una deslocalización que ha llevado a que “una a una, nuestras fábricas cerraran y se marcharan de nuestro país sin siquiera pensar en los millones y millones de trabajadores estadounidenses que dejaban detrás”. Por ello, Trump se ha comprometido a “traer de vuelta nuestros puestos de trabajo. Traer de vuelta nuestras fronteras”. Todo mediante la mágica (y fallida) fórmula del proteccionismo: “Debemos proteger nuestras fronteras de la depredación causada por otros países que fabrican nuestros productos, nos arrebatan a nuestras empresas y destruyen nuestros empleos. La protección nos llevará a la prosperidad y a la fuerza”. Es decir, Trump no promete libre comercio, sino subordinar el comercio al interés de la nación (sea éste cuál sea).
Por último, el aislacionismo es una doctrina de relaciones exteriores por la cual una comunidad política no tiene que inmiscuirse en los problemas de otras comunidades políticas. El liberalismo se compatibiliza bastante bien con el aislacionismo, al menos como alternativa al intervencionismo coactivo e imperialista del Estado: la misión de un Estado no es conquistar a otros Estados (y ciudadanos) extranjeros sino, como mucho, salvaguardar los derechos y libertades de sus ciudadanos. Los liberales, en suma, se oponen a que el Estado intervenga coactivamente dentro de una comunidad política y también a que lo haga fuera de ella. Ahora bien, no sólo los liberales pueden ser aislacionistas. También el nacionalismo puede serlo: la autarquía —el caso más extremo de proteccionismo comercial— es un caso claro de aislacionismo. Si el nacionalista considera que los intereses de su nación se promueven desentendiéndose de lo que sucede en el resto del mundo, entonces el nacionalismo será aislacionista: no por convicción liberal, sino por implicación nacionalista.
Trump también mostró un perfil aislacionista en el discurso: desde el comienzo, se quejó de haber “subvencionado los ejércitos de otros países a costa del agotamiento del nuestro” o de haber “defendido las fronteras de otras naciones a costa de dejar nuestra frontera indefensa”. Frente a semejante intervencionismo exterior, el republicano propuso “buscar la amistad y el entendimiento con todas las naciones del mundo, pero hacerlo partiendo de la base de que todas las naciones tienen el derecho de anteponer sus intereses. No queremos imponer nuestro estilo de vida a nadie, pero sí brillaremos como ejemplo para todos los que nos quieran seguir”. Estas palabras de Trump son, con diferencia, las que mejor pueden sonarle a cualquier liberal, aun cuando puedan dejar en una situación de indefensión preocupante a los europeos (un problema del que, en todo caso, tendremos que ocuparnos los europeos).
Ahora bien, la combinación que busca Trump entre proteccionismo económico y aislacionismo político es una combinación altamente inestable. Vivimos en sociedades globales interdependientes, de modo que es inevitable que los estadounidenses entablen relaciones con el resto del planeta. Estas relaciones podrán ser de tipo económico (el comercio y la migración) o de tipo político (burocracias globales o conquista militar): Thomas Jefferson es un ejemplo extremo de gobernante que propugnaba libre comercio y aislacionismo político cuando recomendaba “comerciar con todas las naciones y aliarse con ninguna”; Adolf Hitler es un ejemplo extremo de gobernante que propugnaba la autarquía comercial y el imperialismo político, cuando justamente invadía territorios para garantizarse el Lebensraum. Trump dice no querer ni interacción económica ni interacción política, pero no queda claro a cuál preferirá renunciar cuando los “intereses nacionales” hagan imprescindible interactuar con el resto del planeta. Por ejemplo, ¿qué sucederá si China impone aranceles a productos estadounidenses? ¿O qué sucederá si China se niega a exportar a EEUU algún producto o materia prima que sea esencial para EEUU? ¿Se facilitará el libre intercambio con China o, en cambio, se la amenazará bravuconamente con represalias militares? Por desgracia, si alguna regularidad nos muestra la historia es que el nacionalismo tiende a degenerar en imperialismo, no a evolucionar en libertad exterior.
En definitiva, tres de los cuatro elementos que han vertebrado el discurso de investidura de Trump son profundamente antiliberales y el cuarto de ellos es difícilmente compatible con los otros tres. Desde un punto de vista ideológico, la presidencia de Trump no puede empezar con peor pie: el del colectivismo nacionalista antiglobalizador. Por supuesto, cabe la posibilidad de que el republicano sólo esté engañando a su base de votantes enfurecidos y termine enmendando todo su discurso a través de su acción de gobierno: su gabinete, de hecho, está integrado en gran medida por profesionales con ideas bastante cercanas al liberalismo y algunas de las promesas electorales de Trump son muy cercanas a las aspiraciones liberales (como la liberalización sanitaria o educativa). Sin embargo, su más solemne declaración de intenciones hasta la fecha —el discurso de investidura— nos muestra un camino muy inquietante para la libertad. Ponerse una venda ante los ojos para no leer la apología colectivista con la que arranca la presidencia de Trump no hará que todas esas amenazas liberticidas desaparezcan.
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