El problema no es Donald Trump
En el nuevo orden imperialista en el que nos introducimos la cuestión va a ser, en primer lugar, quién impone las reglas.
SANTIAGO NAVAJAS
Tras la época en la que el planeta ha alcanzado la más alta cota de libertad económica y política de la historia todas las señales indican que ha llegado la hora de la pleamar. La elección de Trump no es causa sino efecto de un proceso que no está teniendo lugar ante nuestras narices occidentales sino principalmente en Oriente. Rusia y, sobre todo, China están haciendo trasladarse el eje del pensamiento político y la acción económica hacia un eje que podríamos situar en el estrecho de Malaca, justo entre Singapur, Indonesia y Malasia, donde se produce el mayor movimiento de mercancías del mundo.
El progresivo crecimiento del Estado en los países occidentales, auspiciado por la creación conceptual del “Estado de Bienestar” primero y el “Estado Social de Derecho” más tarde estuvo en Occidente limitado por las barreras que el antiguo sistema liberal de “check and balances” pudo introducir para contener las ansias omniabarcadoras de un Estado cada vez más convertido en el “ogro filantrópico” que pronosticaron de Friedrich Hayek a Octavio Paz, de Isaiah Berlin a Mario Vargas Llosa. Sin embargo, en Asia el modelo de un Estado autoritario que contemplase la libertad únicamente en su versión más utilitarista y pragmática se está desarrollando sin cortapisas.
Y está contaminando incluso a Occidente. El ascenso de los populismos, ya sean de derechas o de izquierdas, coincide en mostrar no tanto un “miedo a la libertad”, como vio en su día Erich Fromm, sino un “cansancio de la libertad”. Pero es en China, por su descomunal peso demográfico, una tradición milenaria de despotismo, una vocación imperial y el conocimiento tácito de un sistema que ha sabido transformar un comunismo totalitario en un “socialismo de rostro humano”, donde se está sentando las bases para que sea la combinación de un Estado-nacional hobbesiano y una globalización con el freno de mano puesto la que triunfe, contra la opción netamente liberal que pondría el énfasis en la dupla liberal globalización y democracia.
El colmo de la paradoja ha sido la ola que han hecho en Davos, el epicentro del capitalismo intelectual, al Secretario General del Partido Comunista Chino, Xi Jinping cuando se ha declarado un firme partidario de la globalización, hasta ahora un sinónimo de “neoliberalismo salvaje”. El sumun de la idocia sería, además, pretender oponer la figura del líder de una de las dictaduras más consolidadas del mundo a Donald Trump, caricaturizado histéricamente por la mayoría de los medios de comunicación como si fuese un fascista postmoderno. A Jinping no le hicieron ni una pregunta incómoda mientras que Trump, en las mismas circunstancias, lo habrían crucificado. Si algo tienen en común los activistas sociales y los multimillonarios cosmopolitas es en denostar a los presidentes norteamericanos elegidos por el Partido Republicano (aunque ahora hipócritamente dicen echar de menos y respetar a Ronald Reagan, al que en su momento insultaron por ser un “mero” actor de Hollywood aunque con Meryl Streep se derriten).
Porque son Jinping y Putin los que primero han puesto en funcionamiento el lema “Mi país primero” que ha hecho famoso Trump. Porque si en cuanto al mercado ideológico interior el multimillonario neoyorquino ahora presidente simboliza la reacción identitaria del “hombre blanco protestante” contra la identidad comunitaria preconizada por el “transgénero homosexual postmoderno” (por usar una simplificación querida a los demagogos del “Black lives matter” y el “ginofeminismo radical”), en el plano internacional Donald Trump es la reacción contra los farisaicos sistemas chino y ruso que exigen la apertura comercial de los demás países al tiempo que blindan sus mercados a las importaciones de bienes, servicios y capitales. Que se lo digan a Mark Zuckerberg que ha chocado contra una muralla china de proteccionismo económico y censura política.
No deja de ser divertido, por paradójico, que la izquierda haya puesto el grito en el cielo con la victoria de Donald Trump cuando por fin tienen en la Casa Blanca a un populista mercantilista, adversario del libre comercio y favorecedor de comprar mejor en el comercio “de proximidad” que en la otra punta del mundo vía Internet. Dani Rodrik y Paul Krugman, economistas oficiales de la izquierda mediática, han subrayado una y otra los perjuicios de la globalización insistiendo en que las exportaciones chinas están eliminando masivamente puestos de trabajo en el sector industrial.
Este programa “antiglobalización” de Rodrik y Krugman es con el que Trump ha ganado las elecciones. Porque lo que han preconizado los economistas de la socialdemocracia, de perfil y poniendo una vela al liberalismo y otra al mercantilismo, ha sido crear un “cartel” proteccionista entre los intereses comerciales de las empresas y la acción del gobierno. Esta aproximación autárquica que defienden los economistas izquierdistas ha encontrado su versión más clara y diáfana en Trump. Por ello no es de extrañar que la pinza contra los tratados de libre comercio sea liderada por la extrema izquierda de Pablo Iglesias y la extrema derecha de Donald Trump. Pero mientras Rodrik y Krugman son los ideólogos de la ola neomercantilista que amenaza con arrasarnos, los primeros en llevarla a la práctica han sido Putin y Xin Jinping, no por casualidad políticos enraizados en el comunismo, que priorizan el control de los Estados contra la espontaneidad de los mercados, los monopolios en lugar de la competencia y las barreras proteccionistas en vez de la eliminación de los aranceles.
En el nuevo orden imperialista en el que nos introducimos la cuestión va a ser, en primer lugar, quién impone las reglas. Los norteamericanos han votado a alguien que ha demostrado tener el carácter y la personalidad para jugar en el panorama internacional contra tipos tan duros y rocosos como el dictador ruso y el chino. Se ha acabado la época de jugar a las damas como ha hecho Obama, el típico dirigente incapaz de una mala palabra y de una buena acción, y empieza la del póker Texas hold 'em, el ajedrez y el go, donde son maestros, respectivamente, los norteamericanos, los rusos y los asiáticos. En la que será tan necesaria la inteligencia como la sangre fría para jugar con contundencia y saber echarse faroles. Mientras, en Europa, sigamos jugando al parchís, un juego infantil en el que prima sobre todo el azar y donde no parece que los dados se vayan a poner de nuestro lado.
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