Democracia, ese dios que os falló
Si algo ha caracterizado políticamente al año 2016 ha sido la decepción con la democracia. El Brexit, la victoria ampliada de Rajoy en las segundas elecciones, el rechazo en referéndum al acuerdo de paz con las FARC o el triunfo de Donald Trump son hitos que supuestamente no estaban destinados a ocurrir en democracia. A la postre, durante años se nos la ha idolatrado diciéndonos que ésta expresaba “la voluntad del pueblo” y que el pueblo siempre acertaba. ¿Cómo es posible, entonces, que tantos pueblos se hayan equivocado tanto durante este año que estamos despidiendo?
En esencia, porque las dos premisas sobre las que muchos articulan su fundamentalista defensa de la democracia son erróneas. Primero, la democracia no expresa la voluntad orgánica de ningún pueblo: la democracia es un mecanismo imperfecto de agregación de preferencias individuales de carácter heterogéneo y contradictorio. Segundo, las preferencias individuales que se agregan mediante una regla democrática no son necesariamente preferencias racionales e informadas, sino que pueden ser preferencias políticas disparatadas e incluso criminales.
La democracia no es la voz del pueblo
El ser humano es un ser gregario que tiende a agruparse en comunidades. La existencia de comunidades abre la puerta a que surjan conflictos entre las personas que las integran y una forma de resolver esos conflictos es mediante deliberación y ulterior acuerdo entre los miembros del grupo. Cuando existe una cierta igualdad entre esos miembros a la hora de determinar el contenido del acuerdo, hablamos de democracia.
Por consiguiente, las resoluciones democráticas no expresan aquello que desea un ente —el pueblo— acerca de cuestiones muy diversas: las resoluciones democráticas únicamente expresan los términos de un acuerdo entre numerosos individuos con preferencias potencialmente muy divergentes. Pero, en la medida en que ese acuerdo grupal no se adopta por unanimidad sino por algún procedimiento mayoritario, estos términos pueden ser radicalmente opuestos a las preferencias y necesidades de algunos de los individuos que integran el grupo. Los deseos de las minorías no tienen por qué estar integradas o representadas en el acuerdo democrático, sino que pueden ser del todo laminados y marginados por aquellas coaliciones mayoritarias que han logrado imponerse en las negociaciones.
En este sentido, la democracia constituye un procedimiento de resolución de conflictos grupales dirigido no a que los intereses de todos los individuos se vean satisfechos a la vez o a que se adopte un programa que sintetice los deseos heterogéneos de los numerosos ciudadanos, sino a que las preferencias de las mayorías se impongan sobre las minorías y a que las minorías las acaten.
Ahora bien, y para más inri, el mecanismo democrático de agregación de preferencias individuales dista de ser perfecto, pues depende de manera crítica de la regla de agregación. Dicho de otra manera, un mismo conjunto de preferencias individuales puede engendrar resoluciones grupales muy diversas según la (arbitraria) regla de agregación de preferencias que adoptemos (esto es lo que se conoce técnicamente como “teorema de la imposibilidad de Arrow”). En unas elecciones parlamentarias o presidenciales, este problema es muy claramente observable: en EEUU, Trump salió elegido presidente a pesar de perder en voto popular (de modo que, con otra distribución de electores por estado, Clinton podría haber ganado); en España, otros sistemas electorales habrían podido encumbrar a Rajoy a una mayoría absolutísima o hundirlo a una situación mediocre. Todo ello sin necesidad de que ningún ciudadano cambiara el sentido de su voto. Acaso este problema acaso sea menos visible en los referéndums como el Bréxit o el acuerdo de paz con las FARC: ahí sólo se plantean dos opciones y la mayoritaria gana. Pero incluso en esos casos, la agregación es relativamente arbitraria, ya que depende de la mayoría cualificada que se exija para cada opción o de cómo se formule la pregunta. Por ejemplo, si se hubiese requerido una mayoría cualificada para el Brexit o si se hubiese formulado la pregunta de un modo radicalmente diferente, entonces la opción del Remain podría haber triunfado aun con los mismos votos.
En suma, no existe nada parecido a la “voluntad del pueblo”: existen preferencias individuales —en muchos casos irreconciliables— que se sintetizan de formas más o menos arbitrarias, arrojando resoluciones democráticas por las que las mayorías se imponen sobre las minorías. Y si la democracia no expresa nada parecido al interés general de la sociedad, no habrá ninguna necesidad de que la democracia nos conduzca a ningún resultado óptimo para el conjunto de la sociedad: simplemente nos llevará al resultado que logren imponer aquellas coaliciones mayoritarias de individuos que mejor sepan explotar las reglas de agregación electorales.
Las preferencias individuales no son infalibles
Si la democracia apenas constituye un procedimiento por el que las mayorías imponen sus preferencias sobre las minorías, el contenido de esas preferencias de la mayoría de ciudadanos será determinante para conocer la dirección en la que se orientará la comunidad política. Si la mayoría de ciudadanos muestra una fortísima aversión hacia los extranjeros, la democracia arrojará políticas xenófobas; si la mayoría de ciudadanos muestra complacencia hacia la corrupción, los gobernantes más corruptos serán recompensados (o no penalizados) en democracia; si la mayoría de ciudadanos son partidarios de expoliar a las minorías, el robo será institucionalizado por la democracia; si la mayoría de ciudadanos son partidarios de ir a la guerra contra otros grupos en el interior o en el exterior de sus países, la democracia convalidará la guerra incluso con reclutamiento forzoso de las minorías pacifistas.
Por consiguiente, para que un Estado no adopte políticas abiertamente disparatadas o incluso criminales, no bastará con ser un Estado democrático, deberá ser un Estado democrático inserto en una sociedad formada por personas con unos rectos valores morales y con un adecuado volumen de información sobre las distintas cuestiones debatidas. De este modo, suele decirse, la deliberación democrática nos conducirá a descubrir algo así como el “interés general” o el “bien común” dentro del que cabremos todos.
Por desgracia, es dudoso que exista algo así como un concepto único de “interés general” que todos deban terminar abrazando. Aun dejando de lado que muchas personas sólo intentan esconder su interés egoísta detrás de la cortina de humo del interés general, lo cierto es que incluso las personas bienintencionadas poseen visiones muy divergentes sobre qué es el interés general. Cristianos, musulmanes, budistas o ateos no coinciden en su definición de “buena sociedad”; socialistas, nacionalistas, conservadores o liberales no coinciden en su definición de “buena sociedad”; primitivistas, ecologistas o transhumanistas no coinciden en su definición de “buena sociedad”. Por consiguiente, aun en el mejor de los supuestos, la democracia sólo sería un procedimiento para imponer a las minorías el concepto mayoritario de bien común.
Pero, además, si adoptamos supuestos más realistas acerca de la naturaleza humana, ni siquiera cabe suponer que la mayoría de individuos vaya a exhibir por necesidad unos rectos valores morales o que vaya a manejar un volumen de información suficiente a la hora de conformar sus preferencias políticas. En primer lugar, el Estado moderno ha conseguido colocarse en una posición de excepcionalidad moral frente al resto de la sociedad: aquellos comportamientos que nos resultarían inadmisibles para cualquier individuo los reputamos plenamente justificados cuando los efectúa el Estado (los Estados modernos poseen, dentro de ciertos límites bastante laxos, licencia moral para matar, robar, secuestrar, coaccionar, censurar o adoctrinar a ciudadanos nacionales o extranjeros). Por consiguiente, muchas personas no se sienten constreñidas por su propia moralidad cuando votan acerca de cómo debe comportarse un Estado democrático. Segundo, cuando el grupo que delibera democráticamente es muy extenso, el incentivo de cada votante individual es el de no informarse en profundidad sobre los asuntos debatidos: la influencia de cada persona sobre el resultado final es mínima (un voto entre millones o centenares de millones no influye) y el coste (en forma de tiempo y recursos) de adquirir una adecuada formación sobre cada asunto resulta enorme. Y, por último, incluso aquellos individuos con una cierta formación para evaluar las implicaciones de las distintas alternativas democráticas se exponen a sesgos cognitivos a la hora de captar y procesar la información (por ejemplo, los individuos tienden a seleccionar aquella información que confirma sus prejuicios; buscan mimetizar el comportamiento de la masa; sobrevaloran lo nacional frente a lo foráneo; conforman sus opiniones a partir de información irrelevante; muestran en muchos casos un apego instintivo hacia el statu quo; y suelen tomar sus decisiones a partir de la última información disponible), especialmente en presencia de políticos demagogos, embaucadores y manipuladores.
No es de extrañar, pues, que en numerosas ocasiones muchas personas apoyen políticas públicas desnortadas, sobre todo en medio de contextos traumáticos (crisis económicas, amenazas terroristas, choques culturales, etc.). Y cuando eso sucede, la democracia tenderá a arrojar inexorablemente esas políticas públicas desnortadas promovidas por una mayoría de electores.
¿Y cuál es la alternativa?
Tras los recientes desencantos respecto a muchas de las últimas decisiones democráticas adoptadas en muy diferentes países, parece evidente que algo no está funcionando cómo se esperaba. Y así, aparecen dos grandes alternativas para reformar la institución democrática.
Una de ellas —de orientación republicana— incide en la necesidad de que los individuos estén mejor informados: consiste en incrementar la educación cívica; regular (o incluso estatalizar) los medios de comunicación para filtrar qué información y opinión transmiten; insertar a los individuos en asambleas de votantes donde diversos expertos imparciales los informen antes de ejercer su sufragio; u otorgar una renta básica a todos los ciudadanos para que dispongan de más tiempo libre para analizar los distintos asuntos públicos. En suma, la primera alternativa para reparar la democracia pasa por politizar todavía más a la sociedad con la esperanza de que sus preferencias se vuelvan más informadas y homogéneas.
No es necesario reflexionar demasiado acerca de los enormes problemas de esta alternativa. Primero, es harto dudoso que sea verdaderamente capaz de enmendar los antedichos defectos de conformación de preferencias políticas: tanto porque los sesgos cognitivos son incorregibles (incluso aunque seamos conscientes de ellos), cuanto porque el Estado no será capaz de aislar a los individuos de otras influencias ajenas al Estado. Sin ir más lejos, Donald Trump ha conseguido ganar las elecciones estadounidenses con todos los medios de comunicación y gran parte de los funcionarios de la educación pública en su contra. ¿Qué grado de control y represión social sería necesario para que el Estado lograra un control cuasi monopolístico sobre la educación y la información de sus ciudadanos, bloqueando otras potenciales influencias contradictorias? Segundo porque, aun cuando el Estado sí consiguiera este objetivo, tan sólo les estaríamos otorgando un enorme y peligroso poder a aquellos grupos (mayoritarios o minoritarios) que accedieran a controlar los resortes de ese Estado: estos grupos podrían instrumentar las políticas educativas, los medios de comunicación o la selección de los informadores expertos para manipular a sus conciudadanos y orientar la coacción estatal hacia su propio beneficio y en contra de cualquier minoría díscola.
La otra alternativa —de orientación liberal— para solventar los problemas intrínsecos a la democracia va en una dirección opuesta: despolitizar a la sociedad y dejar de sacralizar la democracia. Si somos conscientes de que la democracia sólo consigue imponer las preferencias de las mayorías sobre las minorías, y que además esas preferencias pueden ser totalmente disparatadas, ¿por qué no ampliar la esfera de autogobierno de cada persona? Lejos de incrementar la cantidad de asuntos sobre los que decidimos en común, ¿por qué no aumentar las áreas sobre los que cada ciudadano dispone de libertad frente a los demás? Cuando aparece un conflicto entre dos o más personas, la única forma de solucionarlo no es la negociación: también cabe la separación y ulterior coexistencia pacífica entre esas personas (“vive y deja vivir” en lugar de “vive como yo quiero que vivas”). O, en otras palabras, se trataría de avanzar hacia una democracia liberal y limitada donde el individuo sea el sujeto soberano de derecho incluso para escoger si desea asociarse o desasociarse con una determinada comunidad política.
Si algo deberíamos haber aprendido en 2016 es que vivir sometido a la arbitrariedad ajena puede ser demasiado arriesgado (y en ocasiones suicida), aun cuando esa arbitrariedad no sea la de un tirano o la de una oligarquía, sino la de la mayoría. La democracia no es dios al que haya que reverenciar y subyugarse: sólo es un imperfecto mecanismo de decisión grupal. Y el punto clave es que no hay razón para que el grupo decida sobre todos los asuntos acerca de los que hoy decide y que deberían corresponder, simple y llanamente, a la libertad de cada persona.
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