El rápido crecimiento que ha experimentado la deuda pública en los países occidentales a lo largo de la última década preocupa a muchos economistas, algunos de los cuales se plantean si realmente podrá ser pagada sin acudir a reestructuraciones o aplazamientos, como ya ha ocurrido en Grecia. Por dar sólo algunas cifras, la deuda pública de los países de la Unión Europea, que representaba en 2007 el 57,5% de su PIB, había alcanzado el 85% del PIB en 2015.
Naturalmente no todos los países se comportaron de la misma forma. Algunos superaron bastante bien las dificultades que a sus Estados les planteaba la crisis. Es el caso de Alemania, cuya deuda creció en este período sólo un 10% en términos de PIB, pasando del 63,7% al 71,2%.
España se encuentra, por desgracia, en el extremo contrario, ya que ha sido el país europeo en el que la deuda ha aumentado más en términos de PIB, pasando del 35,5% al 99,8%. Pero la situación es mala, también, en muchas otras naciones. Italia ha vuelto a cifras de deuda por encima del 130% del PIB, que parecían olvidadas hacía ya tiempo. Francia está en el 96,2%; y Gran Bretaña en el 89,1%.
Al analizar experiencias pasadas de endeudamientos públicos elevados, ha vuelto a hablarse de un caso que, hasta ahora, era sólo conocido por los especialistas y los historiadores: el pago de la deuda británica en el siglo XIX. Al terminar las guerras napoleónicas, Gran Bretaña había acumulado una deuda enorme, que superaba el 250% de su PIB. Las dificultades para hacer frente a este nivel de endeudamiento eran grandes; y no sólo por su cuantía. Estamos hablando de un sector público cuya capacidad para obtener recursos era mucho menor que la que tienen los Estados en nuestros días.
La variable utilizada habitualmente para medir la carga de la deuda pública es la ratio deuda/PIB, que refleja el peso relativo del endeudamiento en la economía nacional. Pero caben otras formas de medición. Una de ellas –muy útil a la hora de analizar la capacidad de un Estado para pagar– es la ratio deuda/ingresos fiscales. Y aquí las diferencias entre el siglo XIX y la actualidad son muy relevantes. Un Estado cuyo peso en la economía sea, por ejemplo, el 15% del PIB y que recaude impuestos por una cuantía similar, tendrá mucho más difícil atender al servicio de la deuda que otro que recaude una cifra equivalente al 40% de su PIB. Gran Bretaña, antes de 1914, se encontraba cerca de la primera de estas magnitudes, mientras los Estados actuales se aproximan, en promedio, a la segunda.
Las dificultades para pagar una deuda del 250% del PIB parecían, por tanto, insuperables. Y, sin embargo, Gran Bretaña lo consiguió; y lo hizo con un sistema monetario muy estable, basado en el patrón oro, que hizo que la capacidad adquisitiva de la libra fuera prácticamente la misma en 1820 y en 1914. Es decir, al no haber existido inflación, el valor de la deuda no se redujo en términos reales, como consecuencia del crecimiento de los precios; lo que ocurrió, en cambio, con mucha frecuencia a lo largo del siglo XX. Pero, pese a estos factores, antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, la deuda británica había caído por debajo del 40% del PIB. Un gran éxito de gestión, sin duda alguna.
¿Un mensaje de optimismo, por tanto? ¿Cabe pensar que nuestros Estados podrían hacer hoy algo similar? Me temo que no. Cuando se analizan las cifras del endeudamiento de los últimos años se observa que el crecimiento de la deuda pública no tiene en Europa precedentes en tiempos de paz. Es cierto que las guerras que asolaron el continente en el siglo pasado llevaron a los Estados a acumular deudas muy elevadas. Pero el mecanismo habitual era que, de una forma u otra, los gastos del estado se reestructuraban y el nivel del endeudamiento se reducía cuando la situación se normalizaba. Hoy las cosas son muy diferentes, sin embargo. No nos hemos endeudado para financiar guerras o grandes programas de obras públicas. Si hubiera sido así, sería más fácil hacer caer el gasto y generar los superávits presupuestarios necesarios para reducir la deuda. Lo que hemos hecho es endeudarnos para pagar los gastos ordinarios del Estado; y más concretamente, de un estado del bienestar que resulta muy difícil de mantener en su nivel actual.
La caída experimentada por la actividad económica a partir de 2008 se encontró con un gasto público muy rígido que, en contra de lo que suele decirse, apenas se redujo. De hecho, en muchos países –España, por ejemplo– la ratio gasto público/PIB creció en los años de la crisis.
Resulta difícil imaginar, por tanto, cómo se van a generar superávits presupuestarios en los años próximos, cuando las presiones, por parte de la opinión pública y de la mayoría de los grupos políticos, no se centran en controlar el gasto público, sino en ampliarlo; y casi todas las propuestas pasan por aumentar los impuestos, dando por supuesto que no se puede plantear siquiera una reestructuración global del gasto, que es los que nuestras economías realmente necesitan. La Unión Europea tiene muchos defectos, sin duda. Pero si desapareciera de un día para otro su control de los déficits públicos y, por tanto, de los gastos de los Estados, nuestra situación sería, ciertamente, aún peor.
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