En 2011, en pleno desmoronamiento de su sistema bancario, fueron muchos los analistas políticos y económicos que enterraron a Irlanda. El mito del tigre celta —ése que rezaba que las reducciones de impuestos y la liberalización de su economía habían permitido al país triplicar su renta per cápita en apenas 25 años y convertirse en la sociedad más rica de la Eurozona— se venía abajo. La niña mimada de los neoturboliberales estaba quebrada, encadenada al peso muerto del euro y condenada al estancamiento secular. Su rescate por parte de la Troika auguraba un fracaso austericida similar al de Grecia o Portugal: ajustes, ajustes y más ajustes sociales con el único propósito de rescatar a su banca a expensas de la población.
Un lustro después, tan negros augurios han sido barridos por un crecimiento económico espectacular y sin parangón dentro del Viejo Continente: el tigre celta vuelve a rugir al expandirse un 13% en apenas dos años (5,2% en 2014 y 7,8% en 2015) frente a un mucho más modesto crecimiento español del 4,5% (tres veces inferior)… y eso que presuntamente somos los alumnos aventajados de la Eurozona. ¿Cómo explicar, pues, que Irlanda logre resultados mucho más notables que sus vecinos europeos? Simple: el país cuenta con mucha más libertad económica y muchos menos impuestos que esos vecinos rezagados. Irlanda es, según la Fundación Heritage, el país más económicamente libre de Europa (con la excepción de la todavía más próspera Suiza); a su vez, sus ingresos públicos se ubican en el 33% del PIB (cuatro puntos por debajo de España y quince por debajo de la media europea). No en vano, pese a la humillación y sumisión nacional que supuso el rescate de la Troika, el gobierno irlandés siempre se opuso con buen criterio a las exigencias bruselenses de disparar su reducido Impuesto de Sociedades: sus políticos entendieron —a diferencia de los españoles— que una de sus principales bazas competitivas de su economía era su atractiva fiscalidad y se negaron con uñas y dientes a renunciar a ella. Semejante esfuerzo ha rendido ya sus primeros frutos colocando al país en la senda de una acelerada recuperación.
Evidentemente, no se trata de que Irlanda lo haya hecho todo bien —el megarrescate de su banca ha hipotecado salvaje e innecesariamente a varias generaciones de ciudadanos— pero sí nos proporciona un excelente espejo en el que mirarnos: el camino a la prosperidad pasa por la contención del gasto público, por los impuestos bajos y por la libertad económica. Aprendamos.
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