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miércoles, 20 de enero de 2016

¿Qué es la austeridad?


 Alberto Mingardi es Director General del Instituto Bruno Leoni, Milán.   

¿Qué es la austeridad? Nosotros en Europa escuchamos este término casi todos los días, aún así realmente no sepamos qué significa. Algunos podrán argumentar que ahora llamamos “austeridad” a los que solíamos denominar “consolidación fiscal”. Sin embargo, la única cosa de la que podemos estar seguros es que la austeridad es mala.


El libro Austeridad: La historia de una idea peligrosa (Austerity: The History of a Dangerous Idea) de Mark Blyth intenta demostrar qué tan mala es, y cómo las políticas de consolidación fiscal son más el producto de ideología que de necesidad. Sus objetivos polémicos son economistas que sostienen que reducir los déficits presupuestarios no necesariamente deprime la demanda y, más generalmente, los pensadores que sostienen que alguna versión de “paz, impuestos fáciles, y una administración tolerable de la justicia” son los requisitos esenciales para el crecimiento económico.
El profesor Blyth argumenta su caso con pasión. Se considera el producto de subsidios del Estado de Bienestar y de la intervención estatal, y se propone defender el status quo del Estado de Bienestar de lo que considera que es un ataque injustificado.


Su defensa puede ser aceptable, en el contexto actual, en vista de su presunción de que “la noción de la clase media” es posible gracias a transferencias a través de los grupos de la distribución del ingreso. El debate acerca de la desigualdad de ingresos es provocada por la muy bien desarrollada impresión de que los rangos medios de la sociedad están siendo exprimidos hasta ocupar un espacio cada vez más pequeño. La idea básica de Blyth de que la clase media se desarrolló gracias al respaldo estatal, no a los esfuerzos realizados en el mercado, requiere de una consideración seria por parte de aquellos que no están de acuerdo con él, precisamente porque los liberales clásicos solían ver en las prósperas clases medias a sus partidarios naturales. 


El libro de Blyth aborda las ideas económicas y políticas más que los datos económicos y políticos. Considere la definición que brinda el autor del término:
“La austeridad es una forma de deflación voluntaria en la cual la economía se ajusta a través de la reducción de los salarios, precios, y gasto público para restaurar la competitividad, todo lo cual (supuestamente) se logra mejor reduciendo el presupuesto del Estado, sus deudas y déficits. Al hacerlo, sus partidarios creen, inspirará ‘confianza empresarial’ dado que el gobierno no estará ni ‘desplazando’ al mercado por inversiones ni absorbiendo todo el capital disponible mediante la emisión de deuda, ni agregando a la ya ‘demasiado grande’ deuda de la nación”.
Si aceptáramos como cierta esta definición de austeridad que está cargada de ideas, pensaríamos que la llamada “troika” —el grupo de prestamistas internacionales que fuerzan la austeridad a los estados miembros de la Unión Europea que se encuentran en la perisferia de la misma— andan de la mano con Adam Smith.


Dicha definición suele ignorar el hecho de que los paquetes de austeridad impuestos por la Comisión Europea, el Fondo Monetario Internacional (FMI), y el Banco Central Europeo (BCE) son, como decirlo, menos que lineares desde una perspectiva intelectual. El caso a favor de “una austeridad fiscal expansiva” se desarrolló, de hecho, en estudios que buscaban precisamente discriminar entre distintos tipos de consolidación fiscal. En la crisis europea, las medidas de austeridad han sido en el mejor de los casos una mezcla de algunos recortes de gasto y aumentos de impuestos. Ciertamente, Keynes hubiese estado en desacuerdo con ambas medidas, pero Hayek no estaría de acuerdo con lo segundo.


El Profesor Blyth se enfila en contra de una serie de ideas más coherentes, aquellas tradicionalmente asociadas con la posición “liberal clásica” (o algunas veces “conservadora” en el sentido estadounidense). Estas ideas son “peligrosas” según él, porque ignoran las externalidades que generan. Esto es, los recortes de gasto reducen el ingreso disponible de las clases medias y bajas.


El libro empieza con una narrativa resumida de la crisis financiera en EE.UU. pero rápidamente pasa a la migración de esa crisis hacia Europa. Blyth argumenta que, aunque los países europeos tradicionalmente se ubican “a la izquierda de EE.UU.” políticamente, estos actuaron “a la derecha de EE.UU.” económicamente, durante la crisis, porque construyeron un sistema bancario “demasiado grande para fracasar, que es la verdadera razón por la cual una serie de supuestos izquierdistas están succionándole la vida a sus Estados de Bienestar”. La hipótesis de que los sistemas “demasiado grandes para fallar” podrían ser el resultado de políticas equivocadas, que se derivan de las presunciones desequilibradas y la falta de información precisa de los reguladores no es considerada aquí.


Que los gobiernos europeos están “succionándole la vida a sus Estados de Bienestar”, además, parece ser un tanto exagerado. En 2013, el gasto público como porcentaje del PIB promedio en la Eurozona se ubicaba en un 49,4 por ciento.


Aún así, el miedo abrumador por la estabilidad del sistema bancario bien podría explicar el comportamiento de las elites europeas durante la crisis. Dicha explicación requeriría una investigación con la cabeza fría del enredo de intereses e incentivos involucrados, y un análisis más cercano del sistema bancario europeo, que es en gran medida, en países como Italia, España, Alemania y Francia, directa o indirectamente controlado por la política —y altamente regulado en todas partes. No obstante, el Profesor Blyth prefiere zambullirse en la más excitante historia del pensamiento económico y político. Para él, la austeridad se convierte en una explicación integral para todos los males del mundo.


Ve la “austeridad en ejercicio” durante la década de 1920 y 1930 a lo largo de toda Europa, y la culpa del surgimiento del Nacional Socialismo. Hitler, sostiene, conquistó las mentes y los corazones de los alemanes con políticas de estímulo. “El hecho de que este vuelco en contra de la austeridad adoptó una dirección particularmente asesina en Alemania”, escribe, “no invalida el punto básico de que la austeridad no funcionó”.


Una explicación tan unidimensional para un fenómeno político tan complejo difícilmente puede ser tomada en serio. Más interesante todavía, y haciendo eco del trabajo de Barry Eichengreen, es que Blyth ve a cualquier “camisa de fuerza” monetaria como algo inherentemente incompatible con la democracia. Que las jurisdicciones democráticas, durante el último siglo, mostraron cierta tendencia hacia la irresponsabilidad fiscal es un punto que se menciona varias veces y que vale la pena explorar. Pero encuentro un tanto rara la idea de que esto debería ser visto como un simple hecho natural a ser aceptado, en lugar de ser un problema que necesita ser abordado al nivel del diseño constitucional. Calma Blyth, no ver a la democracia “como un fin en si misma” no necesariamente significa considerarla “una patología que causa inflación de la cual solamente las reglas, no la discreción, nos pueden salvar”.


Además, cualquiera que sea la fricción que puede existir entre la responsabilidad fiscal y la democracia, no queda inmediatamente claro por qué la irresponsabilidad fiscal sería un detonante positivo en la vida democrática. En la política latinoamericana, por ejemplo, abundan ejemplos que demuestran exactamente lo contrario.


Con lo mucho que Blyth se preocupa acerca de las ideas, sorprendentemente carece de la precisión que uno esperaría de un estudiante de la historia del pensamiento. Proveeré solo dos ejemplos.


Él sostiene que el economista italiano liberal clásico Luigi Einaudi personificó la misma esencia del espíritu europeo-austero. De hecho, Einaudi argumentó a favor de una versión del federalismo europeo, creía en una moneda fuerte, y fue un promotor de la responsabilidad fiscal. Por poco tiempo fue ministro de la tesorería y luego gobernador del banco central de Italia luego de la Segunda Guerra Mundial, antes de ser electo como presidente de la República. Su legado parece no haberse plasmado en Italia, al menos si se considera el desastroso record de irresponsabilidad fiscal e inflacionismo durante la segunda mitad del siglo XX. 


Blyth argumenta que
Einaudi y sus ideas importan debido a la escuela de economía que fundó en la Universidad Bocconi de Milán y que produjo dos generaciones de economistas con estas perspectivas ordo-liberales.
Esta es una afirmación curiosa. De hecho, Einaudi fue expulsado de Bocconi tan temprano como 1925 porque no estuvo de acuerdo con el fascismo de Benito Mussolini. Además, en ese entonces, Bocconi estaba lejos de ser un centro de diseminación de ideas políticas. Pretendía ser, para decirlo de manera sencilla, un equivalente a la escuela politécnica para contadores: una universidad muy práctica que evadía la alta teoría.


Einaudi nunca pensó en dejar la entonces más prestigiosa Universidad de Turín, donde él formó muchos estudiantes que dejaron su marca en las ciencias sociales (incluyendo a Piero Sraffa, quien con toda certeza no veía con buenos ojos a la austeridad). Adicionalmente, Einaudi fue un economista empírico que escribió en prosa. Los economistas contemporáneos de Bocconi en cambio son entrenados en la economía matemática que es sofisticada y contemporánea.


Bien podría ser que dos de los blancos polémicos favoritos de Blyth, Alberto Alesina (que llegó a Harvard) y Francesco Giavazzi (que enseña en Bocconi y MIT), admiran a Luigi Einaudi. Cualquier italiano con buen sentido debería admirarlo. Pero, ¿es eso suficiente para argumentar que las ideas de Einaudi determinaron sus caminos de investigación? De igual forma, una atención considerable se ha dedicado a los ordo-liberales alemanes, a quienes el autor les atribuye el haber inspirado los arreglos institucionales detrás de la Eurozona. Él considera a su liberalismo “diferente” porque “abraza al estado y lo transforma”. Es cierto, los ordo-liberales le prestaron una atención considerable a las reglas del juego y apreciaban la competencia. Pero Blyth en realidad no explica cómo los ordo-liberales han “modernizado al liberalismo” y acaba señalando que su economía “de muchas formas sigue siendo igual de clásica que aquella de Smith y Hume”. En su recuento del ordo-liberalismo, Blyth depende exclusivamente de fuentes secundarias.


El autor asume que los pensadores “ordo” ejercieron una gran influencia sobre cómo se formaron las instituciones europeas pero, con todo lo que valora el mundo de las ideas, él notablemente se niega a explicar cómo las ideas podrían transferirse a la política.


Él ataca a la Escuela de Opción Pública (“Public Choice”) por su supuesto cinismo. Escribiendo acerca de public choice dice:
“se ha convertido, como lo dijo Daniel Dennett acerca de la evolución en Darwin’s Dangerous Idea, aquel ‘ácido universal’ que se come todo lo que toca al convertirlo en un problema de agente principal/búsqueda de rentas. ¿Considera que los países en una unión monetaria de hecho podrían ayudarse entre ellos teniendo un sentido de solidaridad? No sea tan ingenuo. El riesgo moral siempre está presente”.
Les guste o no, no obstante, la opción pública provee una forma de entender la política. Así de deprimentes como se podrían ver sus postulados, estos pueden explicar el comportamiento político de una forma que investiga lo que está detrás de las palabras de los políticos.


Las ideas tienen consecuencias —pero los libros, estudios y conferencias no forman al mundo por sí solas. Blyth es, en el mejor de los casos, ambiguo acerca de este punto. Él cita como evidencia condenatoria, por ejemplo, al economista de Harvard Alberto Alesin presentando una versión actualizada de su estudio “Relatos de ajuste fiscal” (“Tales of Fiscal Adjustment”) ante una reunión de ECOFIN (el grupo que reúne a los ministros de economía y finanzas de los estados miembros de la Unión Europea) en Madrid en abril de 2010.


Permítame confesar que yo felizmente me inscribiría en al club de fans de Alberto Alesina, pero incluso yo dudo seriamente que la elocuencia de Alesina fue suficiente como para convencer a estas autoridades —quienes por definición se encuentran entre los jugadores políticos más importantes en sus respectivos países— de adoptar su deseada estrategia de políticas públicas sin importar los cálculos políticos. Las ideas de los economistas y filósofos políticos de hecho son más poderosas de lo que normalmente se cree —pero tal vez, no tanto así.


Por supuesto, señalar a Alesina como el poder detrás del trono es clave para culpar, como lo hace Blyth, de “la austeridad en la práctica” a la serie de ideas que él identifica con “la austeridad en teoría”. Esto último está asociado con el trabajo basado en métodos empíricos de economistas tales como Alesina, sus co-autores Silvia Ardagna y Roberto Perotti, y también Francesco Giavazzi y Marco Pagano, quienes introdujeron la idea de una “contracción fiscal expansiva” en un estudio de 1990 precisamente para discriminar entre los distintos tipos de consolidación fiscal.


Este libro critica la evidencia que ellos proveen. Cita evidencia que compite con la evidencia del libro, y también señala que las economías más pequeñas como Dinamarca o, más recientemente, las economías de Rumania, Estonia, Bulgaria, Letonia, Lituania no pueden ser tomadas como modelos a seguir. Aún así, de manera inconsistente, Blyth considera que la Eurozona es un experimento extraordinario del cual podemos derivar conclusiones más sólidas.


Que la “austeridad” en algunos países europeos ha consistido en gran medida de aumentos de impuestos, con poca dependencia en recortes “expansivos” del gasto, es algo que él parece determinado a ignorar de manera terca. Yo tampoco estoy seguro de que unos impuestos más altos nos salvarán de la recesión y de la deuda, pero eso no justifica definir exclusivamente de esa forma a la austeridad.


Cuando se trata de reducir el gasto, además, Blyth parece asumir que todos son creados iguales —pero no es así. El gasto público puede ser cortado mediante privatizaciones: al tercerizar los otrora intocables servicios públicos; al reducir el desperdicio y la intermediación de la política; al reducir las prestaciones sociales y congelar los salarios de los empleados públicos, entre otras medidas. Nótese, también, que la gran mayoría de los tipos de recortes de gasto podrían ser mejor descritos como “incrementos más lentos del gasto público” en lugar de ser verdaderos recortes que “le succionan la vida a los Estados de Bienestar”.


Encima de esto, las medidas que permiten la “deflación voluntaria” que Blyth equipara con la austeridad podrían tener un origen distinto al de los recortes del gasto. Por ejemplo, los mercados laborales europeos suelen ser un tanto rígidos, y por lo tanto algún tipo de liberalización usualmente se requeriría para restaurar el funcionamiento adecuado del mecanismo de precios.


Blyth muestra algo de simpatía por la teoría del ciclo económico austríaco. Él escribe que “la amplia envergadura de la inflación y deflación de una burbuja de activos es bien descrita por el modelo austríaco básico”. Por esto es que “los austríacos volvieron” al inicio de la crisis: “Sus escritos de la década de 1930 parecían describir la crisis financiera de 2008 de manera perfecta”. Él ve, por lo tanto, el tipo de demanda que un resurgimiento de la teoría Austríaca podría haber estado atendiendo. 


Sin embargo, está firmemente en desacuerdo con las prescripciones austríacas. Su enemigo intelectual es la idea de la auto-cura económica, que él asocia con el “liquidacionismo”. Desde su punto de vista, no hay por qué soportar algo de dolor, ya que este no sanará las heridas.


Nos haría bien aquí recordar un debate anterior. Hayek (y Arnold Plant, Lionel Robbins, y otros) y Keynes (y A.C. Pigou y otros) tuvieron un intercambio en las páginas del diario Times de Londres en 1932. Vale la pena mencionar un pasaje corto de una carta de Hayek:
“Si el gobierno desea contribuir a la recuperación, la manera correcta de proceder para ellos es, no volver a sus viejos hábitos de gastos extravagantes, sino abolir aquellas restricciones al comercio y al libre movimiento de capitales...que están en la actualidad impidiendo incluso el inicio de una recuperación”.
Liberar el movimiento de capitales, entonces o, abolir las medidas que obstaculizan la reasignación de los factores de producción, ahora, es un programa político así como lo es el de imprimir dinero. La respuesta de libre mercado a las crisis financieras nunca fue “no haga nada” sino que siempre enfatizó cómo una recuperación más integral resultaría de remover las barreras que obstaculizan el funcionamiento del sistema de precios. Tal respuesta podría ser tremendamente costosa, considerando al consenso político que se requeriría en cualquier estado democrático.


Esto es lo que Blyth podría argumentar. “Laissez faire”, escribe, fue la política de la Belle Epoque (en sí una afirmación que podría ser cuestionada) porque la Belle Epoque “no fue tan democrática”. Pero de hecho, si algo es demasiado impopular como para ser intentado, es difícil culparlo de las consecuencias de las medidas que de hecho fueron implementadas.


La austeridad que “ha sido aplicada con rigor excepcional durante la continua crisis financiera europea” no constituyó una estrategia homogénea de políticas públicas —y en algunos países muy poco se logró, especialmente cuando se trató de reducir el gasto público, cosa que tanto teme el Profesor Blyth.


No debería sorprender, entonces, que él omite el caso de Italia, que podría ser el mejor ejemplo de una austeridad estancada que uno podría encontrar. El país está sumido en una recesión sin fin. Aún así Italia todavía no muestra ilustración alguna de los males que una vez se denominaron como reformas estructurales y ahora se las denomina austeridad. Italia gozó de superávits primarios consistentes durante años, y durante la crisis logró reducir las prestaciones sociales vía pensiones. Al mismo tiempo, ninguna reforma por el lado de la oferta se ha implementado desde que surgió la crisis. Italia continúa sufriendo de tasas de crecimiento negativo y parece incapaz de lograr una consolidación fiscal. Cualquiera que sea la causa de la situación, ciertamente no son las reformas que nunca se dieron. La austeridad expansiva no se ha intentado aquí. En cambio, se adoptó una estrategia mixta de aumentos de impuestos y cierre de huecos fiscales. Una vez más, Keynes no hubiese estado de acuerdo con esto, y tampoco hubiera estado de acuerdo Hayek.


En cambio, si observamos los últimos datos del FMI, podríamos ver que países como Portugal, Irlanda e incluso Grecia eventualmente lograron nuevamente un crecimiento positivo. El PIB de Irlanda creció 3,6 por ciento en 2014 y se espera que aumente en un 3 por ciento en 2015. Grecia creció 0,6 por ciento en 2014 y se espera que crezca 2,8 por ciento en 2015. Portugal creció 0,9 por ciento este año y España 1,3 por ciento.


Ciertamente, ninguna de estas débiles señales de esperanza demuestran de forma conclusiva que la austeridad funciona. Pero deberían advertirnos del hecho de que la austeridad no fue una serie uniforme de políticas, ni una serie de ideas coherentes, todas las cuales “han sido intentadas y fracasado”.


No argumentaré que la austeridad necesita de otra oportunidad. El punto es más bien que la discusión de la historia de las ideas, y de la política pública, debe ser precisa para ser útil. La misma palabra “austeridad” es utilizada para espantar la precisión y la claridad, como el Profesor Blyth de manera no intencionada demuestra en su libro.


Este artículo fue publicado originalmente en Library of Law and Liberty (EE.UU.) el 13 de diciembre de 2014.

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