El rotundo fracaso de los QE europeo y japonés ha dejado desconcertados a muchos economistas que habían venido exigiéndole al BCE y al Banco de Japón la puesta en marcha de esta política monetaria heterodoxa desde que se desató la recesión de 2009. La eurozona y Japón siguen tan estancados como antes de la implementación de sus respectivos QE, y ya no queda mucha más carne monetaria que echar al asador. Por eso, los defensores de los estímulos estatales han terminado replegándose en el flanco de la política fiscal: “La política monetaria es por sí sola estéril para fomentar la recuperación: necesitamos combinarla con una política fiscal expansiva que multiplique el empleo y la actividad”.
Sin ir más lejos, hace un par de días, el Dr. Doom Nouriel Roubini nos hablaba del regreso de la política fiscal:
“En el contexto actual, la única herramienta eficaz de política macroeconómica que nos queda es la fiscal, y por tanto debe ser ella la responsable de contrarrestar laspresiones recesivas. No hay necesidad de esperar a que los bancos centrales se queden sin munición. Debemos empezar a activarla ahora mismo”.
La justificación básica de las políticas fiscales expansivas es que el volumen de gasto agregado (consumo + inversión) es insuficiente para dar ocupación a todos los factores productivos que podrían emplearse de manera rentable, de modo que nuestro crecimiento potencial es muy inferior al que podría llegar a ser en caso de que nos contuviéramos menos en nuestros desembolsos. La cuestión es por qué nuestros desembolsos son tan moderados como para no aprovechar plenamente nuestras capacidades productivas. Y, de acuerdo con Keynes, los motivos pueden reducirse a dos: tipos de interés demasiado altos y tasas de retorno esperadas demasiado bajas.
A día de hoy, parece disparatado hablar de tipos de interés demasiado altos, dado que muchos de ellos se hallan cercanos al 0%. Sin embargo, numerosos economistas argumentan que unos tipos del 0% pueden seguir siendo demasiado altos cuando el volumen de ahorro deseado es muy superior al de inversiones rentables disponibles. Si los tipos de interés fueran negativos, muchas menos personas desearían ahorrar y muchas más invertir (un empresario que se financia a tipos negativos puede obtener ganancias, aun cuando su resultado operativo arroje pérdidas): por tanto, a tipos de interés negativos, tanto el consumo como la inversión se incrementarían, relanzando la demanda agregada. Quienes insisten en la necesidad de avanzar hacia tipos de interés negativos —por ejemplo, suprimiendo el dinero en efectivo para impedir el atesoramiento privado— son quienes consideran que la clave de la resolución de la crisis sigue pasando por la política monetaria y no por la política fiscal.
Sin embargo, el problema de concentrarse en la necesidad de implantar tipos de interés negativos es que, en última instancia, no estamos siendo capaces de explicar por qué a día de hoy no existen proyectos de inversión con rendimiento superior al 0% que sean capaces de absorber todo el ahorro deseado por las familias. ¿Tan mal está nuestra economía que no podemos organizar los factores productivos desempleados como para generar valor para los consumidores a lo largo del tiempo? Es aquí donde regresamos a la causa que, a juicio de Keynes, explicaba en última instancia la depresión secular: las bajas tasas de retorno esperadas. Y es aquí, además, donde los defensores de la política fiscal expansiva sacan pecho: necesitamos de más gasto público para que este, en primer lugar, aumente el consumo agregado de la sociedad (el famoso efecto multiplicador de Keynes) y para que, en segundo lugar, este incremento del consumo agregado aumente la rentabilidad de las empresas y, por tanto, la inversión agregada (el efecto acelerador de Hansen).
Pero, de nuevo, los defensores de las políticas fiscales expansivas son incapaces de explicar por qué la rentabilidad esperada de las inversiones es tan sumamente baja en la actualidad. Que el consumo sea bajo hoy no explica que la rentabilidad de inversiones para el muy largo plazo sea igualmente baja… sobre todo cuando, siguiendo la poskeynesiana ecuación de Kalecki, los beneficios empresariales pueden mantenerse muy elevados siempre que la reinversión empresarial se mantenga muy elevada. En otras palabras, la explicación del estancamiento se vuelve totalmente circular: “–¿Por qué no invierten los capitalistas? –Porque los beneficios esperados son muy bajos. –¿Y por qué los beneficios esperados son muy bajos? –Porque los capitalistas no invierten”. Circularidad que algunos pretenden romper apelando a esa suerte de (pobre) comodín que eran los ‘animal spirits’ de Keynes —el ‘optimismo espontáneo’ que nos impulsa a invertir—: no invertimos porque nos falta una dosis de ?alegría? para lanzarnos a hacerlo.
No me cabe duda de que los economistas marxistas intentarán meter baza en este debate afirmando que el estancamiento se debe a la caída secular de la tasa de ganancias: como cada vez se hace necesario reinvertir un mayor volumen de capital para mantener los beneficios a flote, la tasa de retorno de ese capital se termina hundiendo. Sin embargo, mientras esa tasa sea positiva (baja, pero positiva) y los tipos de interés estén atados al 0%, seguimos sin explicar por qué el gasto agregado —y muy en particular, la inversión agregada— es insuficiente para movilizar todos los recursos que es potencialmente rentable movilizar. Siempre que la tasa de retorno esperada supere el coste del capital (o, mejor, siempre que el valor actual neto sea positivo), no hay razón para que la inversión no crezca.
Es en este punto donde debemos abandonar las tradicionales doctrinas económicas que explican el estancamiento recurriendo a la insuficiencia de demanda agregada y pasar a las que lo analizan a partir de una defectuosa configuración de la oferta agregada. ¿Por qué la inversión agregada es insuficiente? En esencia, porque las intervenciones de los estados a lo largo de la crisis han mantenido a flote empresas ruinosas que deberían haberse reestructurado o liquidado y que, al desaparecer, habrían dejado espacio a nuevas empresas pujantes y rentables que ahora mismo estarían arrastrando inversión complementaria del resto de capitalistas. En otras palabras, puede que los estímulos estatales hayan frenado temporalmente la caída, pero lo han hecho a costa de lastrar la recuperación, tal como sugería el RBS hace unos meses con respecto al QE.
Ayer mismo, el economista alemán Hans Werner Sinn insistía en esta cuestión:
“[Los estímulos estatales] han evitado que el precio de los activos cayera mucho más y, por tanto, han protegido mucha riqueza. Pero también han obstaculizado que un número suficiente de nuevos empresarios e inversores se arriesgara a volver a empezar. En cambio, las empresas ya establecidas se han consolidado en el espacio que ocupaban, sobreviviendo sin incentivos para acometer nuevas inversiones. En Japón y en Europa, un enorme número de empresas y bancos zombis han sobrevivido, y ahora mismo están bloqueando a los potenciales competidores que estarían impulsando el crecimiento. Estamos viviendo una osificación económica que se parece al estancamiento secular que fue inicialmente descrito por Hansen; pero se trata de una enfermedad que nos hemos causado nosotros mismos”.
La teoría no es nueva. Claudio Borio y otros economistas del Banco de Pagos Internacionales de Basilea ya denunciaron hace meses que las cortapisas estatales al reajuste productivo estaban lastrando el crecimiento de nuestra productividad. Y ya con anterioridad, el economista del MIT Ricardo Caballero había explicado cómo la zombificación de la economía japonesa durante las últimas dos décadas explicaba buena parte de su estancamiento presente.
En este contexto, más estímulos estatales, ya sean monetarios o fiscales, no contribuirían a impulsar sostenidamente el crecimiento económico, sino a falsear la situación real de unas economías, como la europea o la japonesa, que necesitan de una profunda reestructuración de su modelo productivo después de que la burbuja financiera lo distorsionara por entero y de que las intervenciones estatales frenaran su radical reajuste. No más gasto público y más inyecciones de liquidez: necesitamos mucha más libertad económica y un sector público mucho más pequeño. Ese es el marco institucional que permitirá el florecimiento de una pujante inversión a largo plazo que mejore sostenidamente nuestra calidad de vida. La alternativa es seguir huyendo hacia adelante: parasitar el nuevo emprendimiento para ocultar los agujeros de nuestros zombis.
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