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lunes, 11 de enero de 2016

Robo estatal



Tengo un amigo que ejerce un cargo relacionado con la asistencia social de una comunidad autónoma, concretamente realojando a población chabolista. Comiendo juntos hace unos días, me horrorizó saber hasta qué punto ha calado en determinados sectores de la sociedad la mentalidad parasitaria. Me enteré de cómo algunas de las personas atendidas por ese servicio público protestan escandalizadas por tener que pagar alquileres —inferiores a los cien euros mensuales—, o por tener que trasladarse incluso dentro del mismo distrito de la misma ciudad. La lógica falsa y perversa de los derechos positivos ha triunfado en nuestra sociedad y sostiene el Hiperestado que nos reprime y exprime para satisfacerlos.
Al expolio y al reparto forzoso y arbitrario del producto de nuestro esfuerzo es a lo que los socialistas de todos lo partidos llaman solidaridad
Hablando con otros amigos, una pareja, me confesaron que desearían tener un hijo más pero se han parado en el segundo por responsabilidad, ya que apenas llegan a fin de mes y si tuvieran tres hijos no podrían darles a los tres la educación ni las atenciones que creen indispensables. Una posición muy sensata, sin duda, pero motivadora de una reflexión que sólo puede desembocar en indignación: esa pareja no puede tener su tercer hijo porque el Estado les roba alrededor de la mitad de la riqueza que producen cada año, y lo hace para pagarle el noventa por ciento del alquiler al realojado que, lejos de besar el suelo por donde pisan mis amigos, los desprecia y protesta porque el Estado no les roba más aún para que no pague alquiler. Mis amigos no tienen un hijo más porque, de facto, el Estado no les deja, ya que les quita una porción sustancial de sus sueldos para que otras familias sí tengan todos los hijos que quieran a costa de las personas que se desloman trabajando. A este repugnante expolio y al reparto forzoso y arbitrario del producto de nuestro esfuerzo es a lo que los socialistas de todos lo partidos (Hayek) llaman solidaridad —envileciendo el significado de esta palabra, que no debería incluir la coerción—, redistribución de la riqueza, Estado del bienestar o gestión del interés general. En realidad su nombre es robo y quien lo comete se llama ladrón.

El robo estatal ha llegado al extremo más absurdo y abyecto. Los ciudadanos no aportan a sus planes de pensiones porque el Estado les da cada mes un mordisco feroz a sus nóminas para mantener el sistema quebrado de reparto que les devolverá, con suerte, una miseria. No contratan un seguro médico para escoger profesionales y clínicas porque el Estado les obliga a pagar el peor y más caro de todos los seguros: el público. No llevan a sus hijos al colegio privado de su elección porque con la renta disponible que el Estado deja en sus cuentas es imposible, y han de conformarse con el público o concertado de turno. No consumen la cultura que desearían porque el Estado les quita su dinero para subvencionar a la cultura que los políticos quieren. Y así con todo. Este sistema de organización social se llama colectivismo, y es el que impera en la época actual, pero de forma más insidiosa y perfeccionada en esta Europa occidental nuestra, presa desde hace unas cuantas décadas del consenso socialdemócrata, transversal a todos los partidos sistémicos.

Nuestro sistema se basa en una premisa falsa e indigna: que la propiedad es relativa y el Estado puede tomarla y repartirla a su criterio
Es un sistema basado en una premisa falsa e indigna: que la propiedad es relativa y el Estado puede tomarla y repartirla a su criterio. Nuestra infumable constitución cuasi-socialista de 1978 ni siquiera incluye el derecho de propiedad en su título I al formular la declaración de derechos fundamentales (sección primera del capítulo segundo, arts. 15º al 29º). La propiedad queda relegada a la sección segunda y “delimitada” en sus “contenidos” a una supuesta función social que, por supuesto, será el Estado quien decida (art. 33º). Creo que va siendo hora de plantarse y exigir el reconocimiento del pleno derecho a la propiedad, y la abolición de los derechos positivos: aquellos supuestos derechos que en realidad no son tales, sino que enmascaran obligaciones, generalmente económicas, para los demás conciudadanos. Que Pedro tenga derecho a sexo no obliga a María a acostarse con él.

¿Verdad que es así? Pues aplíquese a cualquier otro derecho. Usted tiene derecho a comprar, alquilar o construir una casa, no a que se la paguemos entre todos. Yo tengo derecho a trabajar o emprender, no a que usted, vía Estado, me asigne un empleo concreto y lo subvencione con parte de su sueldo.

Ninguna persona es esclava del conjunto de la sociedad, organizada en Estado, ni tiene por qué trabajar parcialmente para pagar por servicios que no consume ni para atender las necesidades de nadie. La solidaridad es voluntaria, y la involuntaria es robo, por muy oficial o constitucional que sea. Y mientras persista el robo institucionalizado, no me cabe la menor duda sobre la licitud ética que acompaña los actos de cuantos se resisten a la extorsión o esconden como pueden su patrimonio de las garras del ladrón. Lo que necesita nuestra sociedad es un cambio de paradigma que restituya la soberanía del ser humano y limite toda forma de Estado a la mera gestión de las cuatro cosas que aún no pueden descolectivizarse. Para todo lo demás, la sociedad es capaz de autoorganizarse espontáneamente sin ejercer violencia sobre sus miembros para obligarles a que entreguen el producto de su esfuerzo. El sustrato de todos los problemas políticos, sociales, económicos y culturales es la quiebra moral profunda que sufrimos al haber legitimado el robo estatal.


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