Juan Pina
Juan Pina trabaja como directivo en el sector privado. Preside el Partido Libertario (P-LIB) y es autor del libro “Una política para la Libertad” (2014) así como de dos novelas publicadas en 2007 y 2011.
Europa camina ya a buen paso y con una determinación inquebrantable hacia la plena asunción de un papel marginal en el futuro de nuestra especie. La decadencia de hace un siglo, que desembocó en tragedia, parece visitarnos de nuevo. Nuestros países, instalados en la molicie socialdemócrata, calentitos bajo las faldas de la mesa-camilla estatista, llevan ya demasiado tiempo dormidos en los laureles cómodos e inútiles de la autocomplacencia. Somos un continente encorsetado por las viejas escuelas, las herencias pesadas y las inercias irresistibles. Somos un enorme museo. Europa se regodea en su acusado proceso de veneciación. Como la ciudad de los canales, somos un muestrario de lo viejo y de lo ajado, de todo lo que fue importante pero hoy conserva apenas, como una sombra de su esplendor perdido, una belleza triste y depresiva. Ese regusto por el pasado y por el inmovilismo, si alguna vez nos hizo elegantes y sofisticados, hoy nos hace bastante kitsch. Europa es un montón de palacios desconchados y rotos, bañados por las aguas turbias de la Historia, que los van sumergiendo año a año mientras los turistas de fuera se hacen selfies ante nuestras ruinas con la curiosidad del entomólogo y se dicen para sus adentros, negando con la cabeza y sonriendo condescendientes, que esto es un puñetero parque temático. Norteamérica no ha alcanzado aún los niveles de esclerosis del Viejo Continente, pero comienza también a presentar los mismos síntomas —sobre todo en su costa Este— mientras la vitalidad y el progreso parecen trasladarse resueltamente a otras regiones más propicias del planeta.
Es inevitable que un europeo capitalista sienta pena al comparar el skyline de nuestras ciudades con el de Seúl, Panamá, Singapur o Dubái
Ayn Rand supo ver como nadie la superioridad ética del auténtico capitalismo, y escogió como icono de este sistema económico-político el prodigio arquitectónico que por entonces representaban las grandes ciudades estadounidenses. El héroe de El manantial es un arquitecto, y en La rebelión de Atlas son constantes las referencias a los rascacielos y a las grandes infraestructuras que proyectan lo mejor que tenemos los seres humanos, aquello que nos diferencia: la Razón. Es inevitable que un europeo capitalista —y más aún si es del Sur del continente— sienta pena al comparar el skyline de nuestras ciudades con el de Seúl, Panamá, Singapur o Dubái. Son apenas cuatro ejemplos de ciudades donde el capitalismo se vive sin los bobos complejos pijoprogres que en Europa lo refrenan. Son ciudades donde cada edificio compite con el de al lado en altura, belleza y alardes tecnológicos, y donde la fértil concurrencia, en un marco económico más libre y dinámico que el nuestro, genera una prosperidad expansiva que alcanza al conjunto de la sociedad sin necesidad de arrebatarle a la gente el grueso de la riqueza que produce para “redistribuirla”. Son ciudades de Asia, Oriente Medio o América Latina que han superado con creces a aquellas que Ayn Rand ponía como ejemplos vivos de la civilización capitalista, porque hace tiempo que Norteamérica se dejó arrastrar también por el pensamiento único socialdemócrata, hoy encarnado por políticos como Hillary Clinton o Barack Obama, perfectamente intercambiables con cualquier apparatchik de los diversos PPSOEs europeos.
Los representantes del mundo que sí crece y se desarrolla de forma vertiginosa cada vez vienen menos a Europa para hacer negocios y más para hacer un turismo descreído, como el de los padres que llevan a sus niños a Disneylandia sabiendo que, bueno, aquello es un decorado. Europa se está quedando en eso, en un decorado, por más que las piedras sean de verdad. Y desde las regiones emergentes y pujantes que están tomando el relevo cada vez se viene menos a aprender y más a enseñarnos. Sin embargo, Europa —lejos de ella toda sombra de humildad— sigue instalada en la creencia incomprensible de que somos el ombligo del mundo, el colmo de lo humanitario y el no va más de lo civilizado. El factor que nos lastra es el exceso de Estado, un exceso desproporcionado ya hasta el delirio. Cada una de las miles y miles de normas insidiosas, entrometidas y estériles, ya vengan de la Bruselas orwelliana o de los vetustos y obsoletos Estados-nación, es un clavo más que cierra el ataúd europeo. Cada obligación y cada prohibición, emanadas todas de la fiebre del control y del reparto centralizado, es un candado más que nos impide avanzar y sacrifica cualquier remota esperanza de compararnos con las nuevas y vibrantes capitales del progreso material. Cada mantra anticapitalista, machaconamente entonado por nuestra derecha y por nuestra izquierda, al alimón, es un paso más hacia el borde del acantilado por el que hemos decidido precipitarnos.
Los tigres asiáticos se plantearon las cosas en términos históricos y decidieron transformarse. Emularon lo bueno de Occidente hasta superarnos
Como en Bienvenido Mister Marshall, los antepasados se han olvidado de escribir al nobilísimo y paupérrimo caballero que se cree alguien por ser descendiente de hidalgos. Los tigres asiáticos se plantearon las cosas en términos históricos y decidieron transformarse. Emularon lo bueno de Occidente hasta superarnos. Fue un empeño compartido en general por el conjunto de la sociedad, y hoy ya nos dan bastantes vueltas. Cuesta creer, en cambio, que Europa pueda plantarse ante el espejo y, como los alcohólicos más valientes, reconocer su adicción al Estado y vencerla para volver a la senda de la prosperidad, que sólo puede recorrerse con grandes dosis de libertad económica. Pero no nos queda más remedio, o más que un parque temático terminaremos por ser el parque jurásico de un mundo que ha dado la espalda a nuestra forma barroca, intervencionista y lenta de hacer las cosas. Necesitamos recuperar la legitimidad del lucro, el derecho a emprender, el valor del libre intercambio, la inviolabilidad de la propiedad, la privacidad de las finanzas, el respeto social al éxito económico honrado y la consciencia de que el orden espontáneo de la economía supera a cualquier planificador estatal. Necesitamos capitalismo, y sobre todo de base: de pymes, de autónomos, de freelancers, de economía colaborativa. Necesitamos dinero libre y desintermediado (más bitcoins y menos banca central). Necesitamos mucha más libertad porque es su ausencia la que nos está haciendo quedarnos atrás, muy atrás
ARTUCULO MUY INTERESANTE Y QUE REFLEJA FEACIENTEMENTE LA REALIDAD DE EUROPA
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