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viernes, 19 de diciembre de 2014


La OMC: Una amenaza para el libre comercio

19 Diciembre, 2014


Entender la OMC requiere esta idea contraintuitiva: aunque pretenda promover el libre comercio, es en realidad su mayor amenaza. En el pasado, los reformistas sociales chalados que cabildeaban y se manifestaban durante las reuniones de la OMC en Seattle, no tenían ningún foro e indudablemente ningún mecanismo a utilizar para progresar en causas favoritas. La creación de la OMC en 1995, un desastroso giro en los acontecimientos impulsado incluso por algunos defensores del libre comercio, les proporcionó justamente de lo que necesitaban.
Además, como todas las burocracias, la OMC se preocupa principalmente por expandir su poder y jurisdicción, lo que significa que no tiene ninguna objeción por principio para hacer del comercio internacional una vía para la promoción de “derechos laborales” y de las incapacitantes regulaciones medioambientales. El ideal clásico de libre comercio, que no requiere gestión centralizada, es aquí la víctima real.
Por un lado, tenemos a los gobiernos reunidos disputándose el control de los formidables poderes de la OMC para negociar conflictos comerciales e imponer sanciones. Especialmente los tres grandes (Europa, Asia y EE. UU.) están peleándose por el nombramiento de jueces que puedan amañar las normas para favorecer a sus propios fabricantes frente a los competidores extranjeros.
Por otro lado, tenemos a los manifestantes con sus pancartas y cánticos. Amados por los medios de comunicación, son una colección variopinta de ecologistas confusos, restos de los sesenta que se oponen a todo desarrollo económico, sindicalistas matones, defensores quejosos de los derechos de “niños” y “mujeres” opositores al propio comercio internacional económicamente ignorantes.
Sin embargo solo están posando como manifestantes, ya que están reclamando que la OMC haga lo que habría hecho la administración Clinton si no hubiera tenido oposición. De hecho, la OMC incorpora mecanismos legales para regular la economía mundial exactamente de esta manera, o si no la administración Clinton no habría apoyado su creación. Incluso el capítulo original incluía un guiño a estas preocupaciones por intereses especiales.
Como dice el propio Clinton: “También creo muy firmemente que deberíamos abrir el proceso a todas esas personas que se están manifestando ahí fuera. Tendrían que ser parte de este. (…) Y creo que deberíamos reforzar el papel y el interés del trabajo y el medio ambiente en nuestras negociaciones comerciales (…) simpatizo con muchas de las causas planteadas por toda la gente que se está manifestando allí”.
Todo este asunto te hace añorar los tiempos del GATT, que hace solo cuatro años servía como discreto instrumento legal para negociaciones comerciales. No era perfecto, y ni siquiera era necesario, pero era mucho mejor que la aproximación politizada y burocratizada que fue su sustituto desde su misma concepción.
En siglos anteriores, el comercio entre naciones funcionaba sin la intervención de un árbitro de los términos del comercio bautizado legalmente. El gobierno a veces imponía fuertes restricciones a importaciones y exportaciones, pero las disputas por lo general las gestionaban las propias partes del intercambio. El derecho mercantil regulaba los contratos, mientras que la confianza, la reputación y la soberanía del consumidor eran las fuerzas que hacían que todos mantuvieran su honradez.
La gran idea de los liberales clásicos británicos fue que el comercio no necesitaba dirigirse ni interna ni internacionalmente. Consumidores y productores, independientemente de país en que vivieran, eran capaces de negociar sus propios acuerdos, mientras que los aranceles y otras barreras comerciales solo acababan dañando a todos a largo plazo. Por consiguiente, los liberales clásicos estaban a favor de eliminar todas las restricciones al comercio y se oponían a toda forma de dirección pública.
Pero a los gobiernos no les gusta este sistema porque les deja fuera de plano. Desde muy pronto en este siglo, han tratado de establecer una estructura internacional para gestionarlo. Pero los librecambistas sabían más: detuvieron el esfuerzo de Woodrow
Wilson de establecer un Tribunal Mundial de Comercio después de la Primera Guerra Mundial y derrotaron el plan de Harry Truman de imponer una Organización Internacional de Comercio como tercer pilar del sistema de inspiración keynesiana de Bretton Woods.
El TMC y la OIC se reencarnaron por parte de la administración Clinton como la OMC en 1995, como parte de las conversaciones comerciales de la Ronda Uruguay del GATT. El tratado afrontó una batalla cuesta arriba en el Senado y no hace falta decir que la mayoría de los estadounidenses no tenían ninguna opinión sobre el asunto o se oponía como se opone a cualquier cosa que abofetee del Nuevo Orden Mundial.
La OMC fue ratificada debido a que las compensaciones al Senado fueron lo bastante altas e, incluso más crucialmente, a los librecambistas en Washington les faltó la fortaleza intelectual para ver este tratado como la amenaza que era y es. Instituciones como el Instituto Cato y la Fundación Heritage no solo capitularon ante la administración Clinton: se unieron a ella en el frente, cabildeando por  la ratificación de la OMC. Richard Cobden y John Bright deben haberse estado retorciendo en sus tumbas.
La economía mundial es más grande y está más integrada que nunca y a esta realidad debe una gran parte de nuestra prosperidad presente. Al mismo tiempo, el comercio mundial nunca ha estado más politizado. Nunca antes sindicatos, ecologistas y reformistas sociales pirados han sido capaces, con tanto éxito de usar el comercio internacional como su campo preferido de agitación política. Nunca antes los gobiernos proteccionistas (siendo EE. UU. un jugador principal entre ellos) habían tenido tal acceso a la litigación y la intervención. Nunca antes una economía capitalista en vías de desarrollo como China se ha visto obligada a humillarse ante un cártel de gobiernos solo para conseguir que le admitan en el sistema comercial mundial. La OMC ha demostrado no ser amiga de un orden económico internacional verdaderamente liberado.

Publicado originalmente el 1 de diciembre de 1999. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe.  El artículo original se encuentra aquí.

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