Rajoy puro: tan serio como poco iluisonante
LUIS VENTOSO
Las ideas mueven el mundo y en política la herramienta estelar para transmitirlas es la palabra. Desde la noche de los tiempos. «¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?», se preguntó retóricamente en el Senado romano Cicerón, excepcional orador y jurista (también habilísimo trepa). Corría el 8 de noviembre del año 63 a.C., pero aquel discurso todavía se estudia. Con una envolvente urdida al detalle, Cicerón desenmascaraba a su rival y abría la vía para liquidarlo.
El siglo XX avanzó entre discursos que contribuyeron a cambiar el mundo, o a mudar el ánimo de una nación. El ascenso bolchevique de 1917 no habría sido igual sin las Tesis de Abril de Lenin. Cuando los nazis le estaban propinando un repaso a Inglaterra, Churchill se echó al pueblo a sus espaldas con una emotiva apelación al estoicismo: «No tengo nada que ofrecer, sino sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor». Hoy en día, algunos historiadores cuestionan a JFK. Pero resulta imposible no reconocerle que ofreció a su país una ilusión, una nueva frontera. Su discurso de toma de posesión solo duró catorce minutos. Le bastaron para electrizar al público, con una memorable llamada al patriotismo: «No te preguntes lo que tu país puede hacer por ti. Pregunta lo que tú puedes hacer por tu país».
Reagan tenía otro estilo, menos sofisticado. Pero funcionaba. Su hito llegó en junio de 1987, en la Puerta de Brandeburgo de Berlín: «Tire ese Muro, señor Gorbachov». La llaneza retadora del Far West. Lo bueno es que funcionó: cayó dos años después. Reagan –y Juan Pablo II– le daban el empujón final a una de las ideologías más ominosas, la que todavía obnubila a Iglesias, Garzón y Errejón.
Algunos mandatarios –pocos– son también brillantes intelectuales, como Jefferson. Lo rarísimo es que una persona que no esté interesada en el mundo de las ideas se convierta en un gran presidente. Reagan y Thatcher no eran pensadores, pero se cuidaron de estudiar las reflexiones de Hayek y Friedman, que nutrieron su exitosa revolución conservadora. Blair se sirvió de las neuronas del sociólogo Giddens para articular su sensato giro al centro, la Tercera Vía. No busquen algo así en Rajoy, que no solo no cultiva a los intelectuales, sino que más bien los contempla con irónica sospecha.
Rajoy posee algo que en estos tiempos tan ramplones –tan Sánchez– constituye una gran virtud: no hace tonterías. Es tranquilo y responsable. Pero la gobernanza marianista no es creativa. No concibe el poder como una oportunidad de renovar para ir a más, sino como un ejercicio funcionarial «serio». Basta con ir gestionando con orden lo que ya hay. Hijo de juez, registrador de la propiedad, actúa más como un alto funcionario que como un político, para bien y para mal. Se volvió a ver en su discurso de ayer, correcto, pero gris. Pese a sus magníficos datos macroeconómicos, no supo comunicar un proyecto estimulante. Faltan ideales, empatía y buena oratoria. Solo cobró vuelo en la defensa de la unidad de España, cuando se dignó a dejar hablar a los más altos principios, cuando hizo política (qué miseria que la bancada del PSOE no aplaudiese cuando el presidente de la nación defendió la unidad del país, la soberanía del pueblo español y el respeto a la ley).
Rajoy, que a ratos parecía aburrido de sí mismo, fue a cumplir. Es sorprendente que no se moleste en buscarse a alguien capaz de componerle unos discursos más elevados. La razón tal vez sea la misma por la que regalaron las televisiones a sus peores enemigos: pereza ante la política. El PP demanda un gran rearme ideológico y una urgente modernización. Lo que malamente les hace Rivera desde fuera deberían acometerlo desde dentro.
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