El motor de cualquier economía es la inversión: la creación de nuevas compañías y el despliegue de nuevos proyectos empresariales que sienta las bases para la producción y el empleo del futuro. Pero toda inversión depende de un elemento clave: las expectativas de ganancia. Cuanto más esperen ganar los inversores, más invertirán; cuanto menos esperen ganar, menos invertirán. Por eso, las sociedades prósperas son aquellas donde los gobiernos no se entrometen en la vida diaria de las empresas, donde existe amplia libertad para aprovechar las muy variopintas oportunidades de negocio y donde se disfruta de suficiente estabilidad institucional como para no temer por la evolución futura de las reglas de juego.
Nuestro país no goza de ninguna de estas tres condiciones: los gobiernos de todo signo son tremendamente intervencionistas, la libertad económica es más bien escasa y, para más inri, no existe el más mínimo compromiso político con respetar el marco institucional. Por eso, los inversores nacionales y extranjeros han comenzado a denunciar los riesgos que la expansiva inestabilidad política acarrea para nuestro crecimiento.
Ayer mismo lo hacía el banco de inversión Goldman Sachs en su primer informe de 2016, donde alertaba de que uno de los principales riesgos para la economía europea era la situación política española: si la inestabilidad se prolonga y si con ella aumenta el riesgo de una coalición gubernamental que se enfrente a cara de perro con Bruselas, entonces las perspectivas de nuestro país se deteriorarán gravemente, tal como sucedió en 2015 con Grecia. La entidad financiera estadounidense es bastante pesimista al recordarnos que ni siquiera el peor escenario es descartable: “los equilibrios políticos que sostienen la estabilidad y la integridad de la zona euro siguen siendo frágiles”. ¿Cómo convertir a la Eurozona, y muy en particular a España, en un atractivo destino internacional de inversión cuando ni siquiera podemos estar seguros de que el euro no será destruido internamente?
Pero no crean que los únicos temores dependen de colocarnos en el peor escenario posible. La agencia de calificación Fitch, sin necesidad de dudar sobre la supervivencia del euro, también ha advertido recientemente de que el bloqueo político puede ralentizar o incluso revertir el ritmo de ajuste presupuestario y el ya de por sí endeble tesón reformista. La economía española crece ahora mismo impulsada por el crédito barato internacional y por un petróleo en mínimos de doce años: pero tales mimbres tienen una naturaleza coyuntural, no estructural, de modo que deberíamos aprovechar los próximos años para acelerar la liberalización y el saneamiento financiero de nuestra economía. Nada de ello es verosímil que suceda bajo el actual clima político y, por ello, pesan temores razonables sobre nuestro futuro a medio plazo.
De momento, las cifras de inversión extranjera a largo plazo en España nos están indicando que los inversores prefieren esperar y ver qué sucede antes de seguir colocando sus capitales en nuestro país. Así, entre enero y octubre de 2015 —esto es, incluso antes del reciente resultado electoral—, la inversión directa extranjera en España se ubicó en apenas 18.100 millones de euros: casi la mitad que los 34.200 millones de 2014 o que los 30.600 de 2013. Es más, el parón inversor se producjo especialmente a partir de mayo de este año (es decir, de las elecciones autonómicas y municipales): entre junio y octubre, apenas entró una inversión directa extranjera de 4.900 millones de euros, frente a los 19.000 millones de 2014 o los 13.200 de 2013.
No deberíamos perder de vista que la incertidumbre y los riesgos de degeneración institucional ahuyentan a los inversores nacionales y extranjeros. Y sin inversión no es posible ningún crecimiento económico sostenible. No nos quejemos luego de que no nos han avisado.
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