Iván Alonso obtuvo su PhD. en Economía de la Universidad de California en Los Ángeles y es miembro de la Mont Pelerin Society.
Los primeros textos que tratan específicamente sobre problemas económicos de los que personalmente tengamos noticia son los atribuidos a Jenofonte. Jenofonte era un mercenario ateniense del siglo V a.C. que combatió en la Expedición de los Diez Mil organizada por Ciro el Joven contra su hermano mayor, Artajerjes II, rey de Persia. Fue también un historiador y filósofo que escribió sobre cuestiones prácticas y políticas.
¿Por qué Atenas es pobre —se pregunta Jenofonte en los “Poroí”, que pueden traducirse como “Medios” o “Ingresos”— si cuenta con los recursos para vivir con comodidad? Tiene tierras fértiles, buen clima y un mar abundante para alimentarse a sí misma; canteras de donde sale la roca para construir casas, templos y monumentos; y las afamadas minas de Laurium, de donde se extrae la plata que los extranjeros reciben felices en pago de los productos que exportan.
La pregunta no podría ser más auspiciosa. Lo hace a uno pensar que Jenofonte tiene algo importante que decir sobre la división del trabajo, esto es, sobre la forma como se organiza una economía para producir las cosas que la gente necesita o desea. Pero la respuesta es absolutamente decepcionante. La historia de la economía como disciplina científica, debemos admitir, no comienza con buen pie.
Lo que le interesa a Jenofonte no es cómo se organiza la economía, sino más bien cómo podría la polis, o sea el Estado, garantizar la subsistencia de sus ciudadanos. Y no se le ocurre mejor idea que la creación de una empresa pública dedicada a reclutar un ejército de trabajadores —esclavos, en el lenguaje de la época— para ofrecerlos como contratas a los dueños de las minas. A razón de un óbolo por trabajador y por día, calcula que esta suerte de ‘service’ estatal puede llegar a generar suficientes ingresos como para que el gobierno cubra las necesidades básicas de toda la población.
Jenofonte no se pregunta en ningún momento de dónde saldrá ese ejército de trabajadores. ¿Qué habrán estado haciendo antes de que el Estado los coloque en las minas? ¿Cuánto dejarán de producir en el campo, en la pesca, en la construcción? ¿Habrá que importar maíz y trigo para asegurar el abastecimiento de la población, a un costo quizá mayor que el de producirlos localmente? El trabajo en las minas no es necesariamente el que más valor crea para la sociedad. Es difícil pensar que entonces, como hoy, fuera el gobierno el más indicado para saber en qué ocupaciones sería mejor poner a la gente.
El otro texto de Jenofonte, los “Económicos”, contrasta notoriamente con el primero en este punto. Trata sobre la administración del patrimonio personal; concretamente, de una propiedad agrícola. El buen administrador tiene que decidir en qué tareas hay que concentrarse y lograr que los peones que están a su cargo les dediquen su máximo esfuerzo.
Lo que sigue es una exposición de la teoría de los incentivos. El propietario debe escoger a un administrador honesto y capaz, pero tiene que darle una participación en las ganancias para motivarlo a tomar las mejores decisiones, habida cuenta de que no es posible ni deseable estar permanentemente a su costado para observar cada una de sus acciones. Una temprana formulación de lo que los economistas modernos llaman pomposamente el problema del principal y el agente, que le hace, esta sí, un sitiecito en la historia.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 1 de enero de 2015.
¿Por qué Atenas es pobre —se pregunta Jenofonte en los “Poroí”, que pueden traducirse como “Medios” o “Ingresos”— si cuenta con los recursos para vivir con comodidad? Tiene tierras fértiles, buen clima y un mar abundante para alimentarse a sí misma; canteras de donde sale la roca para construir casas, templos y monumentos; y las afamadas minas de Laurium, de donde se extrae la plata que los extranjeros reciben felices en pago de los productos que exportan.
La pregunta no podría ser más auspiciosa. Lo hace a uno pensar que Jenofonte tiene algo importante que decir sobre la división del trabajo, esto es, sobre la forma como se organiza una economía para producir las cosas que la gente necesita o desea. Pero la respuesta es absolutamente decepcionante. La historia de la economía como disciplina científica, debemos admitir, no comienza con buen pie.
Lo que le interesa a Jenofonte no es cómo se organiza la economía, sino más bien cómo podría la polis, o sea el Estado, garantizar la subsistencia de sus ciudadanos. Y no se le ocurre mejor idea que la creación de una empresa pública dedicada a reclutar un ejército de trabajadores —esclavos, en el lenguaje de la época— para ofrecerlos como contratas a los dueños de las minas. A razón de un óbolo por trabajador y por día, calcula que esta suerte de ‘service’ estatal puede llegar a generar suficientes ingresos como para que el gobierno cubra las necesidades básicas de toda la población.
Jenofonte no se pregunta en ningún momento de dónde saldrá ese ejército de trabajadores. ¿Qué habrán estado haciendo antes de que el Estado los coloque en las minas? ¿Cuánto dejarán de producir en el campo, en la pesca, en la construcción? ¿Habrá que importar maíz y trigo para asegurar el abastecimiento de la población, a un costo quizá mayor que el de producirlos localmente? El trabajo en las minas no es necesariamente el que más valor crea para la sociedad. Es difícil pensar que entonces, como hoy, fuera el gobierno el más indicado para saber en qué ocupaciones sería mejor poner a la gente.
El otro texto de Jenofonte, los “Económicos”, contrasta notoriamente con el primero en este punto. Trata sobre la administración del patrimonio personal; concretamente, de una propiedad agrícola. El buen administrador tiene que decidir en qué tareas hay que concentrarse y lograr que los peones que están a su cargo les dediquen su máximo esfuerzo.
Lo que sigue es una exposición de la teoría de los incentivos. El propietario debe escoger a un administrador honesto y capaz, pero tiene que darle una participación en las ganancias para motivarlo a tomar las mejores decisiones, habida cuenta de que no es posible ni deseable estar permanentemente a su costado para observar cada una de sus acciones. Una temprana formulación de lo que los economistas modernos llaman pomposamente el problema del principal y el agente, que le hace, esta sí, un sitiecito en la historia.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 1 de enero de 2015.
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