La característica central de ser humano consiste en su libre albedrío, su capacidad de decidir entre distintos cursos de acción. De todas las especies conocidas, el hombre es el único que goza de libertad, el único que piensa, elabora, argumenta y concluye.
Para todo ello la faena intelectual resulta crucial. Nada de lo apuntado puede lograrse sin esfuerzo intelectual, es decir, aprender, razonar, comprender, es la facultad de la inteligencia, el inter legum, el entrar dentro de conceptos, interrelacionarlos y leer sus significados. Alude al entendimiento, a la abstracción y, consiguientemente, a la capacidad de pensar.
Es en este ámbito donde se gesta la teoría, donde se crea todo lo que luego los llamados prácticos usan para muy diversos propósitos. Por su parte, los prácticos también requieren de trabajo intelectual, sólo que en otro plano: no en la producción de la idea, sino en su aplicación. En el ámbito de lo analítico se diferencian estos roles, pero, aunque no sea lo habitual, puede ocurrir que ambos atributos tengan lugar en la misma persona.
Antes hemos consignado lo que sigue y es, en primer término, que hay dos planos de acción que es perentorio clarificar y precisar. Esta diferenciación de naturalezas resulta decisiva a efectos de abrir cauce al progreso. Constituye un lugar de lo más común —casi groseramente vulgar— sostener que lo importante es el hombre práctico y que la teoría es algo etéreo, más o menos inútil, reservado para idealistas que sueñan con irrealidades.
Esta concepción es de una irresponsabilidad a toda prueba y revela una estrechez mental digna de mejor causa. Todo, absolutamente todo lo que hoy disponemos y usamos es fruto de una teoría previa, es decir, de un sueño, de un ideal, de un proyecto aún no ejecutado. Nuestros zapatos, el avión, la televisión, la radio, internet, el automóvil, el tipo de comida que ingerimos, las medicinas a las que recurrimos, los tipos de edificaciones, la iluminación, las herramientas, los fertilizantes, los plaguicidas, la biogenética, la siembra directa, los sistemas políticos, los regímenes económicos, etcétera. Todo eso y mucho más, una vez aplicado, parece una obviedad, pero era inexistente antes de concebirse como una idea en la mente de alguien.
John Stuart Mill escribió, con razón: “Toda idea nueva pasa por tres etapas: la ridiculización, la discusión y la adopción”. Seguramente, en épocas de las cavernas, a quienes estaban acostumbrados al uso del garrote les pareció una idea descabellada concebir el arco y la flecha y así sucesivamente con todos los grandes inventos e ideas progresistas de la humanidad. En tiempos en que se consideraba que la monarquía tenía origen divino, a la mayoría de las personas les resultó inaudito que algunos cuestionaran la idea y propusiera un régimen democrático.
Los llamados prácticos no son más que aquellos que se suben a la cresta de la ola ya formada por quienes previa y trabajosamente la concibieron. Desde luego que los prácticos también son necesarios, puesto que el objeto de la elaboración intelectual es ejecutar la idea, pero los que se burlan de los teóricos no parecen percatarse de que todo lo que hacen resulta de una deuda contraída con aquellos, pero al no ser capaces de crear nada nuevo se regodean en sus practicidades. Todo progreso implica correr el eje del debate, es decir, de imaginar y diseñar lo nuevo a efectos de ascender un paso en la dirección del mejoramiento. Al práctico le corren el piso los teóricos sin que aquel sea para nada responsable de ese corrimiento.
El premio Nobel Friedrich Hayek ha escrito, en Los intelectuales y el socialismo: “Aquellos que se preocupan exclusivamente con lo que aparece como práctico dada la existente opinión pública del momento, constantemente han visto que incluso esa situación se ha convertido en políticamente imposible como resultado de un cambio en la opinión pública que ellos no han hecho nada por guiar.” La práctica será posible en una u otra dirección según sean las características de los teóricos que mueven el debate. En esta instancia del proceso de evolución cultural, los políticos recurren a cierto tipo de discurso según estiman que la gente lo digerirá y aceptará. Pero la comprensión de tal o cual idea depende de lo que previamente se concibió en el mundo intelectual y su capacidad de influir en la opinión pública a través de sucesivos círculos concéntricos y efectos multiplicadores desde los cenáculos intelectuales hasta los medios masivos de comunicación.
En segundo lugar, en todos los órdenes de la vida, los prácticos son los free-riders (los aprovechadores o, para emplear un argentinismo, los garroneros) de los teóricos. Esta afirmación no debe tomarse peyorativamente, puesto que, del mismo modo que todos usufructuamos de la creación de los teóricos, también sacamos ventajas de los que llevan la idea a la práctica. La inmensa mayoría de las cosas que usamos las debemos al ingenio de otros, prácticamente nada de lo que usufructuamos lo entendemos ni lo podemos explicar. Por esto es que el empresario no es el indicado para defender el sistema de libre empresa, porque, como tal, no se ha adentrado en la filosofía liberal, ya que su habilidad estriba en realizar buenos arbitrajes (y, en general, si se lo deja, se alía con el poder para aplastar el sistema). El banquero no conoce el significado del dinero, el comerciante no puede fundamentar las bases del comercio, quienes compran y venden diariamente no saben acerca del rol de los precios, el telefonista no puede construir un teléfono, el especialista en marketing suele ignorar los fundamentos de los procesos de mercado, el piloto de avión no es capaz de fabricar una aeronave, los que pagan impuestos (y mucho menos los que recaudan) no registran las implicancias de la política fiscal, el ama de casa no conoce el mecanismo interno del microondas ni del refrigerador, y así sucesivamente. Tampoco es necesario que esos operadores conozcan aquello, en eso consiste precisamente la división del trabajo y la consiguiente cooperación social. Es necesario sí que cada uno sepa que los derechos de propiedad deben respetarse, para cuya comprensión deben aportar tiempo, recursos o ambas cosas si desean seguir en paz con su practicidad y para que el teórico pueda continuar en un clima de libertad con sus tareas creativas y así ensanchar el campo de actividad del práctico.
En tercer término, debe subrayarse que, sin duda, hay teorías efectivas y teorías equivocadas o sin un fundamento suficientemente sólido, pero en modo alguno se justifica mofarse de quienes realizan esfuerzos para concebir una teoría eficaz. Las teorías malas no dan resultado, las buenas logran el objetivo. En última instancia, como se ha dicho: “Nada hay más practico que una buena teoría”. Consciente o inconscientemente, detrás de toda acción hay una teoría; si esta es acertada, la práctica producirá buenos resultados, si es equivocada, las consecuencias del acto estarán rumbeadas en una dirección inconveniente respecto de las metas propuestas.
Leonard E. Read, en su libro titulado Castles in the Air, nos dice: “Contrariamente a las creencias populares, los castillos en el aire constituyen los lugares de nacimiento de toda la evolución humana; todo progreso (y todo retroceso), sea material, moral o espiritual, implica una ruptura con las ideas que prevalecen”. Las telarañas y los candados mentales y la inercia de lo conocido son los obstáculos más serios para introducir cambios. Como hemos señalado, no sólo no hay nada que objetar a la practicidad, sino que todos somos prácticos en el sentido de que aplicamos los medios que consideramos que corresponden para el logro de nuestras metas, pero tiene una connotación completamente distinta el práctico que se considera superior por el mero hecho de aplicar lo que otros concibieron y, todavía, reniega de ellos, los que, como queda dicho, hicieron posible la practicidad del práctico.
Afirmar: “Una cosa es la teoría y otra es la práctica” es una de las perogrulladas más burdas que puedan declamarse, pero de ese hecho innegable no se desprende que la práctica sea de una mayor jerarquía que la teoría, porque parecería que así se pretende invertir la secuencia temporal y desconocer la dependencia de aquello respecto de esto último, lo cual no desconoce que la teoría es para ser aplicada, es decir, para llevarse a la práctica. Por eso resulta tan chocante y tragicómica la afirmación que pretende la descalificación al machacar aquello de: “Fulano es muy teórico” o el equivalente de: “Mengano es muy idealista” (Bienvenidos los idealistas si sus ideales son nobles y bien fundamentadas; en este sentido, la presente nota también podría haberse titulado “La importancia de los idealistas”).
Si se desea alentar el progreso, debe enfatizarse la importancia del trabajo teórico y el idealismo, y no circunscribirse al ejercicio de practicar lo que ya es del dominio público. Por ello, independientemente de las ideas del autor, resulta tan estimulante el comentario de George Bernard Shaw cuando escribe: “Algunas personas piensan las cosas como son y se preguntan ¿por qué? Yo sueño cosas que no son y me pregunto ¿por qué no?”.
El trabajo intelectual no solamente está en consonancia con la característica esencial del ser humano, sino que proporciona un deleite excepcional, lo cual requiere disciplina, perseverancia y capacidad de estar en soledad. Antes que nada, la lectura y el estudio para adentrarse en los infinitos vericuetos del conocimiento, y después la cátedra, el libro, el ensayo y el artículo que sirven primordialmente a la intención de clarificar en algo las ideas de quien las expone y ensanchar el aprendizaje a raíz de comentarios de alumnos y lectores.
Todo ello en el contexto de tener siempre conciencia de que el conocimiento está inmerso en la condición de la provisionalidad, abierto a posibles refutaciones. Es un proceso evolutivo en el que los mortales nunca llegamos a metas finales, pero en la búsqueda, en la pregunta, la repregunta y en las respuestas provisorias se encuentra el placer superlativo, en la esperanza de reducir nuestra ignorancia y así alimentar en algo el alma.
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