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jueves, 22 de septiembre de 2016

Sobre los impuestos, la izquierda y las vacas flacas.



Los impuestos, como su propia etimología así lo sugiere, significan una imposición desde el poder político y no una voluntad deliberada por parte de los ciudadanos. Así pues, San Mateo quien en la época romana tenía la tarea de recaudar, antes de volcar su vida de lleno al evangelio era temido y rechazado: sólo podía ejercer su autoridad con la bayoneta y la espada, esto es, mediante la violencia y las armas. Para la mayoría de los chilenos, quienes ven con cierta lejanía el fenómeno de ser despojados mediante impuestos –o, tributos– esta realidad les es ajena: su percepción sobre la función que ejerce la autoridad en sentido vertical y coercitivo es casi nula. Los chilenos sienten que pagan poco o nada. Al menos así lo demuestra la encuesta que realizó UC-Adimark en el 2014: mientras un 28% de los encuestados declaró no pagar impuestos, un 55% cree que paga “algo”, “muy poco”, o simplemente cree “que no paga nada”. La realidad de las cosas es un tanto más lejana. Al revisar la estructura tributaria podemos sostener fácilmente que el IVA (Impuesto al Valor Agregado) asciende a un 19%, y que recordemos, grava también la venta de libros. El impuesto a la renta personal hasta hace un año llegaba a un insoportable 40%. Asimismo, el impuesto específico es elevadísimo. El impuesto corporativo a las empresas tampoco escapa a la voracidad estatal, teniendo que enfrentar un no menor 27%, y que en un comienzo pretendía llegar a un 35% contemplando un aumento desde un 20% a un 25%, más la retención del 10%, que lo llevaba a 35%, realidad contraria al porvenir de países abiertos al cambio global como lo son Inglaterra y Canadá, quienes pretenden reducir este mismo a un 18% para el período 2017-2018. Milton Friedman, Premio Nobel en Economía (1976) y quien diluyera transitoriamente planteamientos keynesianos, luego de cuatro décadas operando en las principales economías del mundo, nos sugeriría que hiciéramos lo que los países ricos hicieron para hacerse ricos, y no lo que hacen ahora que ya son ricos.

Pues, si tienes un ingreso per cápita al año alto, digamos, por sobre los 40 mil dólares (nuestro país ronda los 22 mil), podría un estado-nación darse el lujo de brindar ciertas “garantías sociales” con cargo a los contribuyentes, aunque el perjuicio a largo plazo sea mayor. No es el caso de Chile, un país de ingresos medios que exporta exclusivamente commodities, es decir, materias primas, fundamentalmente cobre y celulosa. La consecuencia de alzas impositivas sobre diversos aspectos de la acción humana es tremendamente perjudicial. El capital es fugaz, fluye en un abrir y cerrar de ojos, y tan solo con un llamado desaparece de un territorio geográfico determinado. Si Chile no quiere a los empresarios, pues bien, aquéllos enviarán su capital a países donde los incentivos estén bien puestos y sus instituciones sean predecibles, y no que vayan al fragor de los vientos de marea de los vociferantes de siempre. Lo anterior, evidentemente, redunda en un menor dinamismo económico debido a la fuga de capital. Por otro lado, los inversionistas y mercaderes que deciden seguir con sus firmas privadas, afectados por la estructura de costos en sus empresas (tasa de primera categoría, contribuciones laborales, impuestos especiales, etc.) se ven obligados a presionar sus precios al alza, ¿y quién cree usted, amigo lector, que asumirá las consecuencias? Está claro, el consumidor. Como se puede fácilmente advertir, la propia esencia del Estado es la de controlar lo más posible esa tendencia intrínseca del ser humano a intercambiar. Y lo es, dado que la clase política entiende perfectamente el botín que lo espera, y que éste depende en buena medida de la estructura tributaria. Los políticos muchas veces sin tener la más mínima preparación en asuntos como el Derecho Constitucional, la Economía o la Historia, se dan la vida en la miel buscando reconocimiento social y estatus, y la etiqueta de aquel que “busca cambiar las cosas” y, en no pocos casos, “refundar el país”.

Para buena gracia de todos la tendencia ha ido cambiando hacia una posición de escepticismo, no obstante, “el ahora sí que sí” termina siempre por prevalecer e hipnotizar al pueblo que se compra el cuento del nuevo salvador providencial una y otra vez. Movimientos “nuevos” de declarada inspiración marxista como Izquierda Autónoma y Revolución Democrática vienen a reivindicar vestigios de la vieja teoría de Carlos Marx, aquella que fue desecha y refutada en su totalidad por el economista austriaco Eugen von Böhm-Bawerk: gravar “progresivamente el capital” era una de las intenciones del filosofastro alemán (véase el punto 2 de las medidas sugeridas en El Manifiesto Comunista). En este sentido, no es materia del presente artículo denunciar en detalle el sospechoso silencio del prolífico autor (reconozcámoslo), quien a sus 49 años ya tenía entre sus trabajos, Economía Política y Filosofía (1844), La Sagrada Familia (1845), La Ideología Alemana (1846), Miseria de la Filosofía (1847), El Manifiesto Comunista (1848) y Contribución a la Crítica de la Economía Política (1857). Resulta curioso, a la luz de los hechos, que haya decidido dejar sin concluir su magnum opus “El Capital” cuyo primer tomo se publicó en 1867, y no haya sido sucedido por los otros dos tomos en un tiempo razonable y, que efectivamente existían, pero que escondió sospechosamente bajo la alfombra sino hasta mucho después. ¿Serán acaso, los descubrimientos subjetivistas en materia económica de William Jevons y Carl Menger lo que lo condenaron a perpetuo silencio? No sería nada de extraño, pues tuvieron que transcurrir tres décadas, lo dijimos, para que su amigo Engels en 1894, ya fallecido Marx, editara las ediciones y vieran la luz pública. Es evidente que a esas alturas el fallecido autor al ver que se venía abajo la teoría clásica ricardiana del valor, repensara y guardara un silencio rotundo frente a la famosa tesis de la “plusvalía”.

El profundo odio a la libertad –libertad económica, política e individual– por parte de la doctrina igualitarista que pregona el actual gobierno de Chile, es lo que se pretende restituir, pues “seguir la tarea de Chávez” y “el legado de Allende” es una de sus prioridades. Siempre es un ínfimo número de activistas que, luego de una larga militancia juvenil y adoctrinamiento en las llamadas “bases”, al momento que consiguen con efervescencia puestos en el gobierno, deciden hablar en nombre del pueblo; así por ejemplo, Editora Política de la Habana (1988) en una obra llamada “El Hombre y la Economía en el pensamiento del Che”, inspirada en el discurso pronunciado por el dictador Fidel Castro con motivo del XX aniversario de la caída en combate de Ernesto Guevara, página 12, sostiene: “Nosotros hemos tomado el poder político, hemos iniciado nuestra lucha por la liberación con este poder firme en manos del pueblo. ‘El pueblo no puede soñar si quiera con la soberanía si no existe un poder que responda a sus intereses y a sus aspiraciones’”. En síntesis, los impuestos deben reducirse en todo orden, circunstancia y latitud, por dos razones. La primera, dice relación con una cuestión fundamentalmente ética: la ética de la autoposesión, el individuo tiene el pleno derecho a los frutos derivados de su trabajo y a la posesión sobre sí mismo y a elementos externos. La segunda razón es eminentemente práctica, pues el aumento de imposiciones económicas (desde el poder que supuestamente responde a sus intereses y aspiraciones) desencadena siempre carestía material y vacas flacas. Es la inversión aquello que propicia nuevos puestos de empleo, competitividad, y escenarios amigables para el desarrollo de todos, no solamente para los grupos de interés que pretenden vivir a costa del Estado, o mejor dicho, vivir a costa de todos nosotros: los contribuyentes.

El artículo original se encuentra aquí.

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